Indiferencia en América latina

Salvar al mundo, muchas explosiones, un protagonista indudablemente bueno y un villano indudablemente malo son los ingredientes centrales de toda película de acción norteamericana. Dudo que alguna persona haya vivido la trama de una película semejante. Si mi educación sentimental se vio profundamente influida por esas películas, lo más probable es que exagere, que sí haya héroes completamente buenos en el lado norte del continente que nos hayan librado no una, ni dos, sino innumerables veces de las tinieblas del comunismo o males semejantes. Pero no es algo que la mayoría de ciudadanos de esa zona del continente vivan; a diferencia de la parte sur, de Latinoamérica. Las series de acción más famosas de esta parte del mundo son sobre narcotraficantes. En todas las series, incluyendo las menos dramatizadas, la ficción se aleja de la realidad. La realidad del narcotráfico, y el crimen organizado en general, es peor que en la ficción. Apenas se logra retratar en líneas generales el daño y el sufrimiento que padecemos los latinoamericanos a manos de los criminales y sus cómplices. Sin exagerar, en Latinoamérica generalmente no buscamos vivir con lujos excesivos, tener mansiones, vivir de la fama máxima, buscamos sobrevivir. No carecemos de ambición, estamos sobrexpuestos al crimen.

«La vida es un riesgo, carnal», dice un emblemático personaje latino de la película Sangre por Sangre. La usamos en memes, la tomamos a la ligera, porque desafortunadamente vaticina lo que vivimos los latinos. Un asaltante se sube a un camión con una pistola y accidentalmente puede matarte. Estás en un bar, una fiesta, o comprando algo en una calle abarrotada, y puedes ser víctima de un fuego cruzado. Te manifiestas y puedes ser agredido, incluso asesinado, por la policía. Regresas del trabajo, en un transporte en el que te sientes seguro porque es poco probable que te asalten o te suceda algo, y el transporte se desploma. Vivir en la parte sur del continente es un riesgo al que estamos acostumbrados.

Lo peor de vivir así, cuidándote la espalda, es que no hay opción de vivir bien; o sólo vives bien si ya asumiste que el riesgo es parte de tu vida. Casi de manera inevitable se vive buscando paliativos al miedo o con la más completa indiferencia. Pero esa misma indiferencia, la que nace tras creer que vivimos en un infierno del que no se puede salir, al que nos vemos destinados, es la que lleva a que los riesgos aumenten. Pues si hacer bien las cosas no sirve de nada, ya que inevitablemente somos víctimas antes de conocer a nuestros victimarios, se actúa y trabaja con indiferencia. La indiferencia extrema es peligrosa, terrible, cobra vidas. Esto se vivió cuando la estructura de un tramo de la línea más reciente del Metro de la Ciudad de México se quebró, causando la muerte de 24 personas (hasta el día de hoy) y más de 70 personas. La indiferencia de no hacer nada ante las fisuras que anunciaban el quiebre causó el accidente. La indiferencia de no darle mantenimiento a un transporte que usan millones de personas diariamente es riesgosa. La indiferencia ante esas vidas, ante el sufrimiento que provoca un accidente que pudo evitarse es cosa tan común que ni nos sorprende. La indiferencia es principalmente de los supuestos administradores públicos, a quienes no les importa que el estado se destruya, se vaya a la mierda. ¿Qué podemos hacer los ciudadanos para seguir aspirando a vivir bien?

Yaddir

Rutina

«¿Cómo estás?» puede ser la pregunta más compleja de responder así como la más fácil. Decir «bien» es regularmente lo común. Acostumbrados estamos a escuchar el cuestionamiento en dos breves palabras del mismo modo como estamos acostumbrados a responder con una sola. Somos adictos a lo rápido y breve. Lo hacemos por costumbre. La socialización diaria nos hace preguntar y responder en automático. Nos interesamos brevemente el uno en el otro. Aunque tal vez sólo nos interese la respuesta, el fingir interés, y no saber cómo está la otra persona. ¿Sabe cómo se encuentra?, ¿distingue un día del otro si aparentemente todos los días hace casi lo mismo? El que pregunta, ¿sabe cuando le mienten, cuando le dicen «bien» porque el que responde quiere pasar al otro peldaño de su rutina, a que ahora él sea el cuestionado?, ¿sabe por qué le están mintiendo? Si la pregunta se hiciera y respondiera con toda su compleja seriedad, no habría necesidad de terapias.

Aunque quizá hacer todos los días casi lo mismo o cosas diferentes de la misma manera nos mantenga bien o con la creencia de  que estamos bien. Si estuviéramos mal o nos diéramos cuenta que estamos mal tal vez no seguiríamos haciendo lo que hacemos. Tal vez haríamos algo diferente. Quizá nos interesaría saber por qué la otra persona está bien. Hay quienes creen que lo que hacen es algo bueno. ¿Sólo ganar dinero será bueno?, ¿mantener una rutina que me posibilite vivir, tomar vacaciones, y satisfacer algún pequeño placer de vez en cuando es estar bien o es realizar algo bueno?  No pocos creen que por promover mediante su trabajo lo anterior es estar haciendo bien. Decirle a otros lo que deben hacer, para algunos, es estar haciendo bien; para otros es estar haciéndose bien. Un médico, por ejemplo, hace bien al enfermo y se hace bien. Hasta el buen médico puede afectar más de lo que ayuda a su paciente. ¿Preguntar seriamente cómo se encuentra alguien es sin ninguna duda hacer bien?

La imposibilidad de saber cómo está uno es lo que la producción de la rutina más afecta. Se cree que se sabe cómo se está, pues tácitamente se llega al acuerdo de que se está bien. El que se percata que se encuentra, en algún sentido, mal, difícilmente lo reconoce, lo dice o intenta solucionarlo. Saber qué es estar bien no es algo que se pueda decir en menos de un segundo.

Yaddir

La niebla

La intranquilidad dio paso a la costumbre, y ésta al olvido. ¿Cuánto había pasado desde que el humo grisáceo comenzó a recorrer las calles, cubrir las casas y apoderarse del entorno? Los más minuciosos juraban que los primeros pasos de la niebla comenzaron por las mismas fechas en las que había dejado de llover. Pero ese dato era impreciso, porque la lluvia se mezclaba incomprensiblemente con el entorno: parecía que las nubes habían descendido y siempre estaba lloviendo o a punto de llover. Los demás actuaban, o al menos esa impresión dejaban, como si nunca hubieran vivido con claridad; no extrañaban ver a su gente querida, tocar algún objeto que correspondiera con lo que estaban viendo, no se extrañaban ni a sí mismos. Hacían lo que podía hacerse con lo que tenían. Caminaban lento, para no chocar; comían alimentos enlatados, pues ya no existía el transporte; se curaban a ellos mismos, por la imposibilidad de ser tratados por quienes se ostentaban como médicos; procuraban no acercarse demasiado a las personas, ya que desaparecían rápidamente, devoradas por el humo; sólo tenían contacto para conversar y convencerse de que no eran animales, sin saber quién hablaba, pues nadie podía reconocerse. Las personas más memoriosas afirmaban que el ambiente actual no rebasaba los tres meses de antigüedad. Pero la mayoría actuaba como si la niebla jamás se fuera a disipar; actuaban como si la niebla hubiera llegado para quedarse.

 

La claridad del sol nunca había logrado disipar la frecuente costumbre de rumorar sobre asuntos importantes e imprecisos; en un ambiente enrarecido fue casi natural que los rumores fueran mucho más vagos, apenas una migaja de un recuerdo sustentaba su posibilidad. Se decía que no todos padecían del raro intruso, que allá donde se escuchaban las olas, la gente todavía se podía ver durante las tardes, que al menos durante seis horas vivían como personas normales. Los escuchas decían que esas eran puras mentiras, ecos del recuerdo que no quería irse. Pero los narradores se mostraban convencidos e intentaban persuadir a sus escuchas de que emprendieran una excursión. La mayoría mostraba indiferencia; unos cuantos aprovechaban el telón para insultar duramente a los propagadores de rumores; al parecer casi nadie quería salir de aquel turbulento contexto. Los rumores no se desmentían o comprobaban, no se podía saber si alguien se había ido o si todos se habían quedado, aunque como constantemente  alguien seguía rumorando, nadie se imaginaba que una sola persona se hubiera atrevido a salir. Los que sí querían irse no se decidían con facilidad: ¿y si realmente no había nada y morían de hambre o, en el caso más inaudito, eran devorados por algún animal feroz? Además, ¿quién contagiaría a los indiferentes de ánimo para buscar algo mejor? De una cosa estaban seguros los entusiastas: contra el rumor que el aire les había arrojado, ellos podían convencer a sus compañeros con la claridad de sus palabras.

 

Un día, sin ninguna señal de por medio, de cualquier manera nadie hubiera podido descifrar ninguna señal en esas circunstancias, la gente dejó de hablar. ¿Fue por una reacción ante lo que parecía un entorno virulento?, ¿nadie quería salir de su casa? ¿la mayor de las indiferencias, la imposibilidad de reconocerse, había desanimado a todos?, ¿había muerto tanta gente que hasta el sonido de los pasos había desaparecido o estaba a punto de desaparecer? Tal vez muchas personas, sin ponerse de acuerdo o en un acuerdo tácito motivado por el instinto de supervivencia, habían emprendido la huida hacia la prometida claridad. Tal vez la gente se había hartado de que los sueños fueran el único lugar que parecía real.

Yaddir

Amor y economía

Amor y economía

Uno de estos días en que veía la televisión ya pasadas las diez de la noche, escuchaba en uno de estos programas de opinión pública lo que me pareció un interesante debate sobre las funciones de los gobernantes. La pregunta a que respondían las dos posturas ahí vertidas era sobre un asunto que en verdad todos nos hemos cuestionado ¿Qué debe hacer la autoridad para combatir la injusticia, ya sean delincuentes organizados o impunidades? Uno de los debatientes decía que si él no veía “que los políticos se emocionaban (en el sentido de indignarse, preocuparse, enojarse) con los sucesos del hoy” estos sujetos no le interesaban, y de hecho se le hacían “ineptos para la política”. El otro le respondía que él, en lo personal, “prefería un político serio, que supiera resolver la economía y la corrupción”, “lo siento, dijo, pero yo soy un tecnócrata”, “que mi predicador me hable de amor y los políticos de estadísticas.”

Esta discusión que se suscitaba en la televisión, creo yo que resume más o menos bien el por qué han fracasado las administraciones gubernamentales en por lo menos los últimos diez años. Pues veamos que desde que se desató la guerra contra el narco lo que han buscado las autoridades no es erradicar la inseguridad, sino administrar la violencia, de tal manera que los números no se vean tan afectados… pero esto no ha funcionado. Las muertes dolosas han aumentado, en ocasiones, más del 300% en comparación a fechas anteriores a la guerra contra el crimen organizado; el desempleo, por más que el presidente se encargue de prometer millones de puestos, no deja de ser un número alarmante las personas que no pueden encontrar trabajo. Los desaparecidos son más de 27,000.

Las administraciones no atienden a la violencia, inseguridad, desempleo, injusticias, como un problema Ético, sino como una sumatoria de productos. Los tecnócratas son más darwinianos que aristotélicos y ése es el problema, pues se adaptan a las pérdidas. Hay que trabajar con lo que hay, dicen ellos. Pero ¿y lo que hemos perdido?, ¿la dignidad, la paz, la confianza en nosotros mismos como vecinos, hermanos?; trabajar con lo que hay significa que si del 100% de confianza en las autoridades que había, ahora sólo queda el 25%, éste se vuelve el todo, los otros no existen. Nosotros 25%, felicitémonos por el triunfo de ser lo que somos. Si del 100% de la población a ha desaparecido el 36% a causa del crimen organizado, paguemos la pérdida, buscarlos es más caro, pues mostraría los números que no queremos ver: el número de políticos coludidos en esto, de policías, de particulares que creíamos nuestros amigos.

Sonreírle a todo, sólo por la certeza del número, igual nos hace indiferentes. La tecnocracia administra dádivas. Por eso los problemas no se solucionan con datos que sólo nos muestren lo salvable, sino con acciones que nos permitan recuperar lo que los números ignoran: la justicia, el amor, la dignidad. Hablar de amor en la ciudad, no es sólo de poetas. ¡Bueno, señores, ya vieron que los números no solucionan nada! ¿Cómo imposibilitar la injusticia, sin que ésta se convierta en una cifra, y por lo tanto en un negocio?  ¿Cómo hacer para que el hombre sienta culpa verdadera, por lo que hizo o está a punto de hacer?

Javel

El número del amor

Hace poco, en las inmediaciones del STCM, escuché una triste, pero graciosa, historia de amor. Era un joven adicto a sus hábitos, no le gustaba cambiar un minúsculo detalle de su rutina. No se le solía ver ni alegre, ni triste. Aunque, entre los últimos días del año pasado y los primeros del actual, se le había visto cabizbajo, llenando las celebraciones decembrinas de abrazos secos y suspiros. Todos sus conocidos comenzaron a preocuparse por él, idearon modos de ayudarlo sin irrumpir en su maquinaria existencia. Pero nada servía, el tan exacto joven seguía llenando las nuevas reuniones con sus suspiros. Un día común el joven llegó unos minutos tarde a trabajar. La sorpresa fue mayor cuando sus compañeros lo vieron sonreír, mirar hacia el techo y suspirar. Todos se percataron que esa repentina transformación se debía al golpe del amor; todos se despreocuparon de su amigo al verlo tan contento. Los días pasaban y nadie sabía nada de la amada. La curiosidad por saber quién era ella, aumentaba junto con las distracciones del enamorado. Pero el asunto dio un giro cuando éste llego llorando terriblemente. Las especulaciones apuntaban a una desastrosa ruptura; algunos se alegraban por lo ocurrido, pues decían que el amor le había caído mal a su compañero y estuvo a punto de ser despedido por tal motivo; otros, más cursis [así fueron descritos por quien venía contando la historia], se acercaron a consolarlo, incluso una compañera lloró junto a él. La inusual muestra de afecto tranquilizó un poco al lastimado joven y le movió a hablar: “ay, amiga, creo que tú entiendes cómo estoy”. La muchacha lo miraba con una ternura singular, sin dejar de llorar. El joven continúo: “y yo que pensé que estábamos seleccionados.” Ante tales palabras, y la promesa de más, todos los compañeros comenzaron a acercarse para escuchar mejor al joven; al parecer no se percató de su auditorio y comenzó a narrar toda su historia: «Todo comenzó hace sesenta días: el primero miré mi reloj y eran las diez horas con veinte minutos; al día siguiente recibí una llamada importante exactamente a esa hora; el tercer día, a esa mágica hora la vi por primera vez, iba saliendo de su casa, la que tiene por número 1020. Como no creo en las supersticiones, pensé que los números, mediante un mensaje todavía incomprendido, me guiaban hacia el amor. Todos los días iba a verla, casi todos salía a la misma hora; siempre estaba esplendorosa, su largo cabello se fusionaba a su siempre oscuro vestido ligero; se movía armónicamente con sus suaves brazos y sus piernas; mi corazón se sentía mover junto con ella. Me conformaba con sólo mirarla. Hasta hoy. Comencé a caminar tras ella; la alcancé; quería hablarle y, no sé por qué, la abracé de la cintura y la atraje hacia mí. Instintivamente ella echó su cuerpo hacia atrás; ayudándose con sus brazos, se desprendió de mí y comenzó a gritar y a golpearme con sus suaves manos. Adolorido, más por dentro que por fuera, corrí velozmente y ya no supe más.» De no ser porque volvió a llorar con más fuerza que antes, todos hubieran prorrumpido en una estruendosa carcajada. Más que triste, la historia les había parecido ridícula a todos sus compañeros. Quien yo había escuchado contarla, comenzó a reír hasta enrojecer y su otro amigo hizo lo mismo.

Al salir del transporte, tal historia me resultó inverosímil, creí que la persona, a quien se la escuché narrar, estaba inventando algo para ridiculizar como ya se va volviendo hábito en los habitantes del pueblo azul. Pero ayer que la recordaba, creí que algo así sí podía pasar, pues el primer amor, al ser algo que nos cambia súbitamente, no deja mucho espacio para que nos percatemos de qué nos está pasando y, en consecuencia, podemos cometer fácilmente actos de la más variada índole. Por ello, a veces las personas no logran dar buenas explicaciones sobre su enamoramiento y recurren a explicaciones de lo más contradictorias, como un destino numérico. Por otro lado, en la triste historia encontré contrapuestos dos estados en el joven: la comodidad que le proporcionaba la rutina y la inestabilidad que le trajo el amor. Aunque tal inestabilidad no es propia de todo enamorado, pese a que algunos quieran que sí lo sea, pues así justifican cualquier acto cometido en tal estado. ¿Volverá a enamorarse aquél irracional joven o se esconderá en la sombra de la rutina?, ¿podrá reconocerse, pensar adecuadamente sus pasiones y, quizá, en un futuro amar bellamente?

Yaddir

El insoportable y espectacular fenómeno de la indiferencia

¡Cielos de lo mismo!

Perderse en lo mismo.

Encontrarse en lo mismo.

Gabriel Zaid

Aunque suene paradójico, la indiferencia ha sido de lo menos indiferente en nuestros días. Cotidianamente solemos tener experiencia de ella, en ocasiones parecemos ensordecer por la costumbre. Recargamos la cabeza en la ventanilla del carro y vemos cómo todo se esparce perdiendo su composición. Los sitios comunes pierden su interés y no volvemos a voltear a los mismos comercios, árboles y esculturas que confiamos permanecerán. Así llegamos a vivir, dedicando toda nuestra concentración a ocupaciones productivas y minorizando la prioridad por las que tomamos por ociosas (no habría que sorprendernos por que aparecieran pequeñas rebeliones que defiendan la vida extraordinaria y denuncien que la cotidianidad está sumergida en el sopor). La indiferencia no sólo aparece con discreción, también se hace explícita en los recintos universitarios. Varios académicos la estudian con minuciosidad, su influencia e importancia, incluso al grado de asumirla como originaria en el hombre.

La dramaturgia ha servido para representar situaciones humanas y en este caso no es la excepción. En Esperando a Godot encontramos el fenómeno señalado. Los personajes principales, Estragón y Vladimir, parecen cascarones humanos. Careciendo de bravura, el aburrimiento los alcanza y no hallan qué hacer para soportar la espera (sí, la espera del personaje mencionado en el título). Ni siquiera discusiones teológicas en torno a la existencia de Dios o la salvación de un condenado satisface el aburrimiento de los personajes. Rápidamente se fastidian de lo que conversan y vuelven a la misma indiferencia por todo. Las indagaciones hechas por palabras o los mismos sentidos no son suficientes para complacerlos o inquietarlos.

Curiosamente ambos personajes se asemejan al árbol en la escena, el vegetal que permanece mientras el día concluye. Estragón y Vladimir se mantienen vivos por la expectativa, son hombres que sólo están ahí mientras arribe Godot. Tal hecho no impide que el tiempo avance, justamente cada acto termina en el reino de la noche. Los protagonistas se ven conducidos —¿o arrastrados?— por la espera. Su indiferencia a otros propósitos resulta tanta que se vuelven impotentes para librarse de ese siniestro camino: no se atreven a colgarse por si acaso ese hombre inexistente llega al encuentro. La cita con Godot resulta un pendiente mayor, incluso, a su misma voluntad.

En varias escenas ambos personajes se enfrentan a la incertidumbre por lo que hay en sus sombreros, zapatos o bolsillos. Repetidamente observamos cómo hurgan sin encontrar nada o algo inesperado. Por ejemplo, ante el reclamo de hambre de Estragón, Vladimir cree darle una zanahoria cuando éste recibe un nabo. Poco después discuten si es mejor o peor acercarse al final de la verdura naranja, nuevamente el aburrimiento y tedio evapora la conversación. Sucede lo mismo en escoger qué comer, Estragón se frustra ante el rábano negro ofrecido y Vladimir afirma que esto cada vez tiene menos interés. No se detienen mayor tiempo para distinguir entre la piel áspera y salada de cada rábano o confrontarlo con la dulzura leve de la zanahoria. En ese sentido da igual quien pueda satisfacer el apetito, no vale la pena dilatarse por reconocer o curiosear las verduras en el bolsillo.

Cualquier acción humana es insuficiente para soportar el transcurso del tiempo. Mientras el día avanza la vida de los personajes se vuelve un sinsentido. ¿Para qué saborear, abrazar, conversar o dialogar? Ninguno acorta la espera de ese evento último. En una escena hasta el mismo ejercicio intelectivo queda desacreditado como vano e inútil. Acatando la orden de pensar, Lucky teje frenéticamente un soliloquio que termina por desesperar a sus oyentes. Quizá la historia del pensamiento sólo sean discursos que nos maquillan la tragedia de Godot. El siervo sería afortunado por tener este secreto, bajar la cabeza para hacer la desgracia inadvertida. ¿Y si la existencia no fuera motivo de indiferencia? ¿Si no estuviera cubierta bajo la neblina grisácea? En dado caso no cabría fastidiarnos o hartarnos por la vida, sino elogiarla.

Bocadillos de la plaza pública. Llama la atención una cifra revelada por el presidente del Tribunal Federal de Justicia Fiscal y Administrativa. Participando en un foro acerca del nuevo Sistema Nacional Anticorrupción, señaló que en juicios por corrupción «el 51.33 por ciento lo gana el particular. El 48.67 por ciento lo gana el Estado» (Reforma, 8,092). Esto significa que poco más de la mitad de funcionarios enjuiciados por el delito de corrupción han librado sus acusaciones. Frente a esta cifra cerrada, queda una pregunta en el aire: ¿cuál de las partes tenido mayor éxito y destreza para defender sus intereses?

II. Otra declaración que llama la atención  vino de boca del gobernador de Guerrero, Héctor Astudillo. Sí, en el mismo evento esperado donde el presidente volvió a pisar Iguala, el gobernador guerrerense mencionó lo siguiente dentro de su discurso: El estado de Guerrero no está postrado, siempre y desde siempre ha estado de pie, no lo abate la pobreza, ni la tragedia. Hoy son otras batallas. Encontrar a Guerrero siempre en los indicadores más bajos de pobreza y educación, extorsión en obras de Chilpancingo (como otras donde ni los españoles se salvan), asesinatos casi diario en Acapulco hacen que no cantemos victoria tan rápido.

III. Universitarios, habrá que estar pendientes de un problema añejo en la UNAM, uno que estalla de vez en cuando como hoy en la mañana.

Señor Carmesí

Tendencia (TT) hacia la indiferencia

Todos conocemos la indiferencia, nuestras relaciones cotidianas la expresan tan vivamente que no nos oponemos a ella (alguna persona podría pensar: somos indiferentes a la indiferencia humana); a pocas, pero muy pocas, les podemos llamar relaciones amistosas o amorosas. La fría neblina nunca nos niega unos cuantos rayos de sol. Las pláticas que no exceden los ciento cuarenta caracteres nos dan cuenta de cómo la indiferencia virtual transformó y se apoderó de la indiferencia humana (¿comienza la dominación de las máquinas?). En las reuniones decembrinas fui testigo no sólo de pláticas con forma de tuit, sino también con contenido de breve y sencillo mensaje corto, pues como todo tuit correcto (tuit a la moda), debe progresar para alcanzar el estatus, el noble título temporal de tendencia; como toda tendencia, la charla tuitera querrá ser coronada como la tendencia más repetida mediante el preclaro asentimiento general. Pronto todos olvidarán quién parió la popular idea, así como de la totalidad de los hijos de ésta y se concentrarán en presumir su pequeño pero rollizo tuit. Finalmente, como cada ser viviente en nuestro precioso mundo, el tuit dejará de poseer fuerza, digamos que envejecerá, pues dejará de ser popular, se le amontonarán cientos, quizá miles de tuits más y su existencia pasará a una región poco visitada, cubierta por el polvo de la indiferencia.

En alguna ocasión alguien afirmaba que el éxito de una reunión relucía con cada expresión de auténtico afecto, como la atención o la preocupación compartida entre los contertulios hacia los contertulios mismos. En una reunión podemos reír de un asunto trivial para comenzar a darle sentido a la reunión o para notar el buen rumbo que ya llevaba. Pero también hay risas con alma de tuit, pues sólo buscan mostrar la popular individualidad, no la alegre convivencia. Me parece que aquella persona tenía razón. Sin embargo, cuando no distinguimos una buena reunión de una reunión tuitera, nos estamos acostumbrando a la solitaria, pero compartida indiferencia.

Yaddir