Esperanza

Tenía entendido que la imagen de la esperanza va asociada con la infancia, pero cuando se recurre a la negación de lo propio de la infancia, que se supone es el juego, en pos de la sabiduría antaña, entonces lo que se espera se pierde de vista con facilidad.

Absurdo es pues, preferir lo antaño a lo nuevo y esperar que haya cambios hacia algo diferente a lo ya acostumbrado, con lo antaño lo que hay más que cambio es regreso.

Maigo

Las enseñanzas de la infancia

Yo no conocí en mi infancia
sombra, sino resolana.

A.R.

En una de sus más famosas cartas, Rilke encomiaba el tesoro de la niñez. Respondiendo a cómo encontrar material para los versos, el poeta checo afirma que es posible incluso escribir poesía estando confinado. La ceguera y sordez por los muros no impide que la inspiración toque al poeta. El consejo puede prestarse a diferentes interpretaciones. Por un lado, los recuerdos infantiles pueden ser traídos de vuelta mediante los versos. En el confinamiento quizá no se vea o escuche nada, pero la memoria suple a los sentidos. Sufriendo por la sequía de versos o con las maravillas reservadas, la nostalgia es consuelo. Aquello que viví lo contemplo con mirada melancólica. La desdicha presente se hace soportable con la felicidad pasada; la niñez ilumina la adultez sombría. La jovialidad infantil es una experiencia que jamás será alcanzada.

Parece extraño —o hasta rídiculo— cuando un adulto se comporta como un niño. No es bien visto que haga berrinches, no logre mantener disciplina, sea inquieto o tenga aficiones en asuntos nada trascendentales. La comparación con un infante puede volverse un insulto. Ser tachado como inmaduro es denostarlo por no haber dejado aquella actitud poco seria. Todavía se entretiene y concentra con bagatelas. Curiosamente esta satisfacción al jugar, por ejemplo, no tiene parangón. Ninguna actividad llega a compararse con el juego, de ahí que la niñez sea mirada con nostalgia. Eso bello nunca será vivido otra vez.

En Sol de Monterrey su autor también le da mucha importancia a la infancia. La rememoración acerca del sol revive las imágenes del pasado: patios diáfanos, arcos de luz, el huerto ardiente. El lector no sólo percibe la alegría refulgente que atraviesa los versos, no sólo es una evocación eufórica de la niñez. Hacia el final, cuando el poeta marcha de su casa con hato en la espalda, menciona a su corazón que lleva sol para rato  y lo conserva como tesoro inagotable. Aquello iluminado por el sol, los rincones de la casa, las  aventuras del Niño Andante y su fiel escudero, no abandonan al adulto. Desde ahora la clara luz alumbrará lo que haya en el camino, así como lo hizo con los alrededores en la infancia.

Según el último poema, la niñez no es únicamente entrañable. Algo de ella nunca nos deja y en las mejores condiciones nos acompaña. Una particular disposición que nos hace admirarnos por lo que vemos, aunque haya sido recurrente. La cotidianidad no se desdibuja; no se pierde entre las tinieblas. Al ser niños creemos nuestras historias no sólo por pecar de cándidos. Creemos que es posible todo por no aferrarnos a lo que sabemos o miramos. Sería más ingenuo creer que las primeras impresiones son las únicas. Bajo la luz solar todo nos parece claro. Y esta misma luz nos infunde calidez.

Descubriendo a Coetzee

Cada que leo Desgracia, de J. M. Coetzee, recuerdo lo que yo llamo el verano de mi vida. Aquellas horas se sumaban incansablemente, golpeándome, dejándome marcas invisibles; invisibles, pero siempre presentes, como un huésped impredecible, callado, incómodo. Recuerdo que me estaba separando de mi esposa después de un vano intento de juntar nuestras vidas en matrimonio, de un momento que sólo soportamos para no ser vistos como los antojadizos inmaduros. El haberla abandonado no era lo que me hacía sufrir, ella me había dejado de importar desde hacía más de un año; sufría por alejarme de mi hija, porque mi cobardía, el no aceptar que me estaba casando por un arranque fugaz, había metido en un torbellino a mi pequeñita. Mientras yo me evitaba y me carcomía lentamente, pedazo a pedazo, ella, el recuerdo de ella y la promesa de verla pronto, me mantenían a flote.

Mi agonía se disipó, mejor dicho, tuve en claro por qué había llegado hasta esta cima, cuando leí una reseña sobre Infancia de John Maxwell Coetzee, la reseña, que a continuación transcribiré, me permitió conocer la obra del gran escritor sudafricano, llegar conocer los grandes conflictos de las pasiones vertidos en Desgracia. A continuación la reseña, que por título ostenta “Primeros años de vida”:

<<Quien busque en la biografía novelada Infancia detalles exactos de la vida de su autor (J. M. Coetzee) se llevará un tremendo chasco (como, según escuché, parecía ser lo que esperaba David Miklos). El escritor nacido en Sudáfrica, al volverse personaje de su pluma debe ser fiel a la literatura, no a su vida. La novela, por lo tanto, es una bella obra literaria, donde también podemos encontrar reflejos de nuestros primeros años; donde, con la prosa que sugiere las preguntas más incómodas, recordar aquellas preguntas que nos aterraban cuando éramos niños, pero que nos atrevíamos a hacer y ahora ocultamos dentro de un baúl adornado de bellos recuerdos. En Infancia vemos destacada esa época cuando uno se vuelve consciente del mundo, de un lugar que resulta cercano, pues ahí se vive, pero lejano a la vez, pues hay todavía mucho por conocer. Los capítulos oscilan entre el cercano, conocido, núcleo familiar (con algunas ramificaciones a otras personas importantes de la familia) y la extraña, forzosa y dividida convivencia con sus compañeros de escuela (los rudos afrikáners, los insistentes católicos y los indiferentes judíos). Escuela y familia componen las principales ocupaciones y preocupaciones, la vida, de un niño. <<

<<En la novela se le da mayor atención a la familia, lo cual no resulta extraño, pues la familia influye más en el futuro de una persona que la escuela. El pequeño John, para conocer aún más en la parte del mundo que más conoce, quiere saber cuál es su lugar en su familia, aunque “desde que tiene conocimiento siempre se ha sentido el rey de la casa”. Pero sólo lo siente, con la ambigüedad que dan los sentimientos (¿sabemos cuál es el lugar en nuestra familia?, ¿vale el que creemos tener?). Además, tiene un hermanito que, por ser más pequeño, podría obtener fácilmente la palma del preferido. Su duda la plantea directamente a su mamá: “¿y si la casa ardiera, por ejemplo, y sólo pudiera rescatar a uno de ellos?”. Su madre siempre responde: “Os quiero a los dos por igual”. ¿Para qué quiere un niño saber que es el favorito, si de cualquier manera lo cuidan y, quizá, lo miman?, ¿será que desde la infancia se tiene el germen de la vanidad? O ¿será la semilla de la inseguridad, el no tener la plena certeza del cariño que uno le prodigan, de donde surge la duda? Para no estimular ni la inseguridad ni la vanidad, la madre responde correctamente, educa a su hijo. <<

<<La aparente biografía también nos muestra algo demasiado común: la preferencia de los hijos por su madre. Ahí no se debe a que John viva alejado físicamente de su padre, sino quizá nos enfatiza que los hijos siempre tienen un vínculo más sólido con su madre; quizá es un modo de agradecer el incansable amor y sacrificio de la madre; quizá sea el modo de pagarle al padre ser un hombre decepcionante, un gran perdedor. Además, el padre se encuentra alejado de las actividades e intereses de su hijo. Pero, cercano a la edad en la que dejará de ser un infante, aquellos borrosos años donde comenzará su adolescencia, se distanciará de su madre. Tal vez el distanciamiento sea un modo de manifestar que nunca estuvo a la altura del cariño y los cuidados de su madre. Ello le lleva a temerle. ¿Le teme porque es “la persona que más lo conoce en el mundo, que tiene la gigantesca e injusta ventaja sobre él de conocerlo todo de sus primeros años, los más indefensos, los más íntimos”? Por conocer tanto de él y él muy poco de ella, así como por haber dependido de su amor y protección “teme la sentencia de su madre.” Y es la sentencia más terrible, la de aquella persona que queremos y nos quiere, pues sólo ella ha podido ver nuestros más torpes momentos, porque quizás es ella quien conoce la parte más oscura de nuestra alma. <<

<<La novela de Coetzee, en general, destaca los elementos que componen el alma de quien, mediante el descubrimiento de esos sensibles elementos, va dejando de ser un niño y comienza a convertirse en adolescente. El lector puede llorar, sentirse nostálgico, ante el relato de una vida tan al desnudo, descubriendo que también se hizo preguntas semejantes a las de John, descubriendo que también quería descubrirse; si no ha querido colorear y disfrazar demasiado su alma, sospecho que todavía puede mirar dentro de sí.>>

Yaddir

Impronta infantil

La inocencia se equipara con frecuencia a la falta de tamaño, se dice de los seres pequeños que son indefensos y que están libres de toda la carga que ha de soportar quien ya ha pasado por los martirios de la infancia; pero los microbios también son pequeños y no por ello son inofensivos, y la infancia está tan llena de trabajos y dificultades que mejor optamos por olvidar y recordar sólo las improntas que de ella nos convienen, así unos recordarán los momentos de risa, que no son tantos como se desea, pero que sirven para pensar en el pasado como lo mejor, y otros fundamentarán sus malas acciones en sucesos que de alguna u otra manera conviene recordar, pues con ellos justifican lo que hacen o dejan de hacer.

Tal pareciera que sólo los santos se libran de la falacia que es la impronta de la infancia, pues ellos son capaces de reconocerse pecadores, incluso desde pequeños, y de dirigir sus pasos hacia Dios sin depender de lo que con ellos pretendieran hacer las circunstancias.

 Maigo.

 

Para pensar un rato: Comparto a continuación la vida de Diofanto, hombre amante de aprender que viviera a mitad del siglo III de nuestra era.

Esta es la tumba que encierra a Diofanto.

¡Maravilla de contemplar!

Dios le concede la juventud por un sexto de su vida, después de otro doceavo la barba cubrió sus mejillas; después de un séptimo encendió la llama nupcial y después de cinco años tuvo un hijo.

¡Ay de mí! El mísero joven, a pesar de haber sido tanto amado, después de haber alcanzado apenas la mitad de los años de vida de su padre, murió. Cuatro años más, mitigando el propio dolor con la ciencia de los números,  vivió Diofanto, hasta alcanzar el término de su vida.

Infancia

Esa noche, arropada ya en la cama, no hacía más que voltear a la ventana y mirar en el cielo a aquella tercia de estrellas brillantes. “Los Reyes Magos llegarán pronto” dijo para sí ilusionada mientras las veía titilar e intentó conciliar el sueño. Lo que no sabía la niña es que al otro día, en vez de regalos, descubriría que esas tres estrellas centelleantes no eran más que el cinturón de Orión y que no existía tal cosa como los Reyes Magos…

Hiro postal