Generación de cristal

Hace algunos días fui acusado de pertenecer a una generación de cristal. Me sentí como Josef K. cuando es arrestado absurdamente. Al parecer era parte de un clan, no un clan, de una pandilla que socavaba con sus quejas las buenas costumbres adquiridas a fuerza del dolor y sufrimiento de la generación anterior. Repasé cuidadosamente cada uno de mis comportamientos, pues, pese a no ser perfecto, intento evitar celosamente actuar con injusticia. Aunque, ¿se puede ser injusto por haber nacido en una determinada fecha? Además, no sé quiénes son mis compañeros de condena debido a que un conocido dos años menor que yo acusó a unos tuiteros de su edad de ser cristalinos (al intentar adjetivar el sustantivo me doy cuenta de la pésima metáfora que intentan aplicarnos los de la generación de concreto). Lo que sobra al generalizar a una generación con la misma descripción es imprecisión.

El calificativo “generación de cristal” se usa principalmente como reacción a las continuas quejas de quienes usan las redes sociales para señalar una injusticia. La imprecisión no es exclusiva de la generación acusadora: ¿bajo qué condiciones los usuarios de redes sociales consideran que algo es injusto? Veamos las redes. Una señora denuncia mediante un video en internet que la mujer que le hace la limpieza le robó un chile en nogada (un platillo muy delicioso para quienes lo desconozcan). La empleadora no sólo exhibe a su empleada, señala que ya no la empleará y quiere que nadie más la emplé. ¿Es un castigo justo por el robo de un platillo? Pero las redes no reaccionan como la señora que se enaltece como ejemplo moral espera. Muchos usuarios la critican por su actitud. La exhibida fue ella. Debido a que le importa mucho su imagen ante miles de desconocidos, tuvo que subir otro video donde le pedía disculpas a la empleada y exhibía que ambas congeniaban y que, en consecuencia, la seguiría empleando. En otro video que afortunadamente no se hizo viral, un sujeto, que aparentemente trabaja en un hospital público, graba a una señora que le grita y le exige sus medicamentos. El sujeto se ríe, cree estar haciendo no sólo algo bueno sino además muy chistoso (creo que la calificó como lady medicinas). En este ejemplo carecemos de mucha información, pero no resulta difícil suponer que una persona que quiere cuidar su salud reaccione de manera furiosa si no le quieren dar los elementos mínimos para hacerlo. El sujeto atenta directamente contra la dignidad de la enferma. Por más exagerado que haya sido el reclamo, no era justo que exhibieran la desesperación de una mujer por unas medicinas que muy probablemente necesitaba. El último caso trata sobre una persona famosa: Mon Laferte decide cancelar el concierto en beneficio a un colectivo feminista porque éste ha sido acusado de tener miembros transfóbicos. Ella decide usar sus redes para explicar que no quiere atentar contra nadie, que aunque no cante, donará algo a ese lugar. Los comentarios que atacan su decisión consideran que ella no está a favor del feminismo porque le importa más la validación del patriarcado (según entiendo, en estos comentarios se considera hombres a las personas transexuales; dado que nacieron con órganos sexuales masculinos también forman parte del patriarcado). Otros comentarios apoyan su decisión de no atacar a ninguna lucha. En otros dicen que quiere quedar bien con todos.

Como en cualquier problema de nuestra complicada experiencia, saber cuándo estamos siendo justos, cuándo injustos, cuándo parciales, cuándo no queremos ir de un lado ni del otro, es difícil (en algunos casos es menos complejo observar la injusticia o la justicia). Esto no quiere decir que una generación sepa detectar con mejor precisión la injusticia, ni que lo justo cambie con el capricho de los años; determinar cualquiera de las dos cosas con la misma generalidad con la que en las redes se cree determinarlo sería caer en el dogmatismo o en la absurdidad que puso preso a Josef K. Tal vez lo más cristalino sea que ahora se cuenta con más medios para señalar una injusticia. No hay que ser injustos con el uso que le damos a las redes.

Yadidr

Fuerza e injusticia

«Es que es injusto» quizá sea la frase que, cuando niños, pronunciamos caprichosamente sin entender adecuadamente su sentido y sin saber que nunca nos abandonará. Nunca es un capricho exigir lo justo. Entender qué sea lo justo en alguna situación en la que estemos involucrados es complejo, por ello resulta fácil caer en el capricho y, a veces, estar cerca de lo casi justo. ¿Es justo que un grupo de taxistas detengan el avance de una ciudad porque creen que las Apps les hacen competencia injusta?, ¿es justo cerrar calles para forzar al gobierno a entablar un diálogo, pues las autoridades son demasiado lentas?, ¿es justo causar destrozos  como manifestación del descontento social?, ¿es justo liberar a un criminal porque su captura puede causar los destrozos de mil personas sofisticadamente armadas?

La última pregunta nos muestra el que quizá sea el problema más común de la justicia: la justicia es de quien la toma; el derecho lo hace el más fuerte. El ejemplo nos esclarece las ideas. El capo que se volvió famoso en todo el mundo por ser liberado luego de que ya había sido capturado, pues tenía a su disposición cientos de sicarios con armas de alto calibre que estaban enfrentando al ejército y provocando caos. El capo le compitió al Estado. El capo mostró una fuerza semejante o mayor a la del gobierno. El capo manifestó que él podía decidir quién estaba afuera de la cárcel y quién adentro; hizo, pero más importante, impuso su ley.

El argumento de que la ley la hace el más fuerte es contradictorio, pues si la ley se sustenta en la fuerza, la ley nunca es fija porque siempre hay alguien más fuerte. Además, ¿qué es la fuerza? En el ejemplo podrían ser las armas, el dinero, la capacidad de negociación o la astucia para aprovecharse de los defectos del adversario (una mala estrategia para capturar al capo e intentar llevárselo). Sin fuerza, sin defensa, tampoco se mantiene la ley. ¿La fuerza sustenta la justicia o la justicia la fuerza?

Yaddir

El Pejesaurio

Anoche soñé que el Peje cumplía su palabra y cuando desperté, era una hora más tarde.

Linchamientos

La escena la hemos visto una y otra vez: alguien grita con furia que vieron a dos ladrones, la población enardecida procede a perseguirlos, cazarlos como a dos animales salvajes, para después poder castigarlos a la vista de todos con cualquier objeto que punzocortante o que pueda herir. Buena parte de los linchamientos se quedan en intentos, ya sea porque la policía rescata a los acusados, casi condenados, o,  en la minoría de los casos, porque la población decide entregarlos en lugar de golpearlos hasta la muerte; no en pocas ocasiones, los linchamientos acaban con la vida de los presuntos criminales; en algunas ocasiones, los linchamientos le quitan la vida a uno o varios inocentes.

 

“¡Ya estamos hasta la madre!” es la frase que encapsula el hartazgo de quienes padecen constantemente robos, secuestros o violaciones, de quienes deciden tomar la justicia por su propia mano. Se sienten desprotegidos por quienes deberían protegerlos; se sienten tratados injustamente por los impartidores de justicia. A falta de seguridad y de tribunal, los pobladores juzgan y se protegen. Pero se cuidan y juzgan con sus medios, capacidades y al calor de una acusación. En la antesala de un linchamiento, no se requieren testigos, pruebas o demandas ante un tercero, basta el grito acusatorio, la voz que exige justicia (o venganza) inmediata. Las personas de los alrededores se arremolinan, abandonan sus actividades, se dan valor los unos a los otros para, casi al mismo tiempo, juzgar y castigar al presunto criminal. La llama acusatoria se ciñe sobre el presunto criminal sin que éste pueda alegar nada, sin que tenga la mínima defensa. Todo pasa rápido, no hay tiempo para meditar lo que está por explotar; se ha encendido una mecha; es casi imposible que no explote. El poder del pueblo reunido consume al disminuido acusado.

 

Suponiendo que el criminal a punto de ser linchado haya afectado a una persona, ¿las personas ajenas al conflicto buscan saciar su venganza o quieren ayudar a la víctima a impartir alguna clase de justicia durante el linchamiento?, ¿quieren mostrar que se protegen o que unidos tienen más poder que cualquier criminal? En caso de que quieran mostrar poder en su unidad, ¿es justo que con esa unidad logren su defensa de cualquier aparente agresor al grupo? Dicho de otra manera: ¿la fuerza propicia justicia? ¿El deseo de venganza se contagia más fácil que el deseo de justicia?

Yaddir

La retórica de Andrés Manuel López Obrador

El movimiento más astuto de Andrés Manuel López Obrador ha sido volver llamativa la política. Sus ingeniosos insultos que arroja a críticos y enemigos, sus estrambóticas y casi imposibles propuestas, la división que ha marcado entre fieles (los buenos) y quienes no lo siguen (los malos), sus aparentemente democráticas consultas, evidencian una retórica política efectiva. Lo cual no quiere decir que haya vuelto más democrática la relación entre las instituciones y los ciudadanos, ni que haya vuelto más justa la relación entre los gobernantes y los gobernados. Lo cual más bien quiere decir, tal vez, que ha sabido aprovecharse de lo que queríamos escuchar, de lo que creemos que nos falta en la política, del modo en el que estamos acostumbrados a conversar. Ejemplo del último punto lo encuentro en los cuatro sucesos más comentados de su toma de protesta: la ciclista que, según dijeron, representó a México; el reclamo representativo al vilipendiado ex presidente; los tres cadetes atractivos; y el rescate a las raíces prehispánicas. El que una ciclista se haya acercado tanto al auto en el que viajaba el presidente de México resulta sospechoso, pues pudo haber atentado contra él, eso sin contar que estaba escoltado por un grupo notable de agentes. ¿Pudo ser planeado?, ¿qué nos quiere decir si fue un plan de sus asesores? Evidentemente pudo planearse, preparar a una persona para que le dijera que él no podía fallar a los mexicanos; la planificación le permitió a la esposa de él que lo grabara. Con ello éste mostraría una apertura a las exigencias del pueblo bueno desde antes de su mandato, pueblo que no le iba a hacer nada malo, aunque tuviera la oportunidad, porque confía en su probidad. Todas las críticas que en su discurso inaugural el nuevo presidente le dijo al anterior mostraron la imagen del cambio: antes fue lo malo, ahora viene lo bueno. Mostraron, por otro lado, que no le teme a los poderosos del pasado, pues en su propia cara, en un espacio público y de representación democrática, le criticó sus peores y más polémicas decisiones a un ex presidente con un partido débil, sin aliados de peso, sin capital político; el nuevo presidente no le teme a los poderosos del pasado aunque en su equipo haya revivido a políticos de oscura trayectoria. En tal crítica, larga y a ratos tediosa, fueron enfocados tres cadetes jóvenes (una mujer y dos hombres), quienes contrastaban con la senectud de los políticos cercanos al nuevo presidente. Obviamente se iba a hablar de ellos, mucho más porque los espectadores están poco acostumbrados a los largos discursos políticos y son avezados en el deleite de las imágenes. Hasta el que fueran dos hombres y una mujer resultó acertado, pues si hubieran sido dos mujeres y un hombre se hubiera podido acusar a quienes los pusieron cerca del presidente de querer tratar a las cadetes como edecanes y se hubiera desatado una discusión que hubiera perjudicado al nuevo mandatario. En la parte menos solemne de la toma de protesta, en lo que ya podríamos considerar la fiesta, hubo el detalle folclórico, donde se le dio un bastón de mando que representa a los pueblos indígenas al nuevo presidente. ¿Mostró apertura hacia los abandonados?, ¿intentaba recalcar su cercanía con el pueblo, con todo el pueblo?, ¿quería decir “soy el presidente de todos y todos me lo reconocen”?, ¿quiso que todo el mundo lo viera hacer lo distintivo de lo que algunos han dicho que son las raíces mexicanas? Quizá las posibilidades anteriores se condensaron en la ceremonia. Visto así, condensó su fuerza retórica en un acto. ¿Hubo política en los sucesos más comentados de su toma de protesta? Además del discurso que dio ante los políticos mexicanos y el ex presidente, en el que resumió lo dicho en su campaña, los otros actos fueron accesorios, llamativos como las lentejuelas de un vestido. Pero los cuatro hechos que más llamaron la atención sirvieron para que nadie se aburriera, para que todos pusieran atención en el nuevo mandatario, para que todos se fueran con algo que les llamara la atención. Sin acciones políticas, López Obrador da de qué hablar, cunde la discusión y provoca el entretenimiento. Pero ahí se cae en su juego: se le defiende, se le ataca o se vuelve memes. Anula la crítica. ¿Qué pasa con sus acciones políticas?, ¿por qué nos las esconde tras el telón?, ¿Su injusticia será tal que debe entretenernos con actos de prestidigitador?

Yaddir

La inhabitada justicia

La inhabitada justicia

No es nada extraño escuchar que el olvido es fruto de la reiteración. Pero una técnica socorrida en la mnemotecnia más limitada es, precisamente, la repetición. Se repite uno hasta el cansancio para no dejar pasar lo importante; se habitúa uno a la casa y la calle en que se vive porque moramos en ellas. El edificio cartesiano, por ejemplo, ya no parece novedoso: los instruidos saben que la ciencia y la abstracción geométrica son compañeras por necesidad, aunque sería un absurdo pensar que por ello lo conocemos a la perfección. El tiempo tiene un sello indeleble en nuestra alma que difumina su capacidad para mantener lo pasajero. Pero también es cierto que la costumbre conspira con el recuerdo para no dejar pasar aquello que nos agobia de manera cercana. Del dolor uno prefiere no acordarse: ser demasiado optimistas nos obliga a veces a creer que los malos tragos terminan cuando se empieza a refrescar la garganta, siendo la amargura una propiedad de las cosas y no sólo una impresión personal. No es fácil tomarse en serio eso de que la memoria y la atención a la situación política o social florezcan con ráfagas de memes y con la sola abundancia de medios de difusión. No sé si pueda imaginarse un futuro en que la conversación cotidiana pudiera abrirse un poco más a eso que se desea callar, porque no puede creerse que el dolor ajeno producido por la desolación de la fuerza simplemente no figure ante los ojos. Uno se descubre absurdo cuando nota que espera ver la muerte ante sí en cada esquina para palpar la aridez abismal de la sangre que hoy nos inunda; la desolación nos encuentra en el laberinto de la barbarie.

La guerra ha acrecentado, ha arraigado el olvido. No olvidamos las muertes ni las consecuencias de la impunidad, sino la necesidad de la justicia. No fue justo convertir a todos los muertos en la guerra en presuntos criminales: si la justicia requiere de un juicio para ser operada, eso se debe a la condición misma de la acción. Sancho Panza no conocía bien la naturaleza de aquella que le reclamaba la injusticia de no recibir dinero de un hombre con el que se había refocilado hasta que se le ocurrió un modo práctico de revelarla: intentó quitarle aquello que reclamaba para saber qué clase de indignación albergaba, después de haberla dejado ir muy confiada de haber sido pagada como quería. No fue justo haber intentado forzar a un movimiento pacífico que tenía la intención de mostrarnos la oscuridad en que se habían sumido las víctimas a declinar por un partido político de manera pública: lo intentó el hoy Presidente electo con el Movimiento de Sicilia hace seis años. No era justo porque el Movimiento no podía obedecer a los intereses de un grupo de poder, pero ahí se veía ya el interés de la ambición por responder justamente a quienes estaban cansados de ser olvidados. Ni qué decir sobre la vuelta del PRI. Y menos justo será creer en que la pacificación es algo inevitable, en que es necesario un proyecto de nación antes que la justicia misma, que mantiene a la comunidad política.

¿A quién corresponden estas injusticias y errores? ¿Para qué recordarlos y señalarlos cuando los vientos parecen soplar por fin hacia otro lado? Pareciera que la justicia es obra sólo de quien tiene el poder para decidir sobre la dirección de la comunidad. Pero la democracia, si bien no otorga a cualquiera el poder de juzgar, espera, dado que se basa en una elección general, que lo público no sólo nos dé materia para murmurar, sino para opinar sobre lo que se puede elegir en común. El Estado eligió la guerra, pero el ciudadano puede consentir o no, aunque eso difícilmente influya en su compañero de trabajo, por no hablar del Sr. Presidente de la República. Eso ya es un aire que las dictaduras y los totalitarismos no tienen ni por asomo. Por algo será. Más allá del debate sobre lo que ha de hacerse con el crimen y la impunidad, subsiste algo sospechoso en la aclamación popular del “nuevo” régimen: ¿por qué es tan seductora la relación entre el futuro, el Presidente y su proyecto como para estar dispuestos a creer que seremos más justos poniéndonos todos en el mismo coro, en vez de tener oído para las voces que exhalan el tremebundo dolor que forma también parte de nuestra fisonomía? Parecía inútil, pero el Movimiento por la Paz hizo algo más atinado al poner esa voz en el centro de la emergencia del país, y también fue un movimiento pacífico, aunque no tan mediático ni tan encuestado como el triunfo presidencial. Si a la violencia tenemos que acostumbrarnos para seguir con el trajín cotidiano, es necesario también saber la consecuencia más grave de ver nuestra vida hundida en tal pasmo. Pero para el disfraz de revolucionario siempre sirven más las soluciones ruidosas y totales, cercanas a la excusa de las carencias humanas naturales cuando se ven resquebrajadas por su ínsita podredumbre: al fin y al cabo el Presidente es humano y seguro no podrá contra toda la corrupción heredada. Puede ponerse en duda siempre la calidad humana, más tratándose de asuntos políticos. Evidentemente, eso no sólo aplica para los burócratas del futuro.

 

Tacitus

La celebración de la indecencia

Lo decente es lo plausible, y en ese sentido es lo que se puede y merece ser dicho y mostrado en la plaza pública, en donde todos los miembros de la comunidad pueden no sólo apreciarlo sino hasta emularlo en tanto que es digno de honores por ser conveniente a la vida en común.

Por el contrario lo indecente, es lo que carece de decoro y, en ese sentido, carece  de la dignidad que corresponde a lo que debe ser honrado y dicho, es lo que debe mantenerse oculto por temor a horrorizar y dañar con ello a la vida de la comunidad entera, aunque los villanos y malvados lo ocultan más por temor a recibir algún castigo.

Una persona honrada, es una persona decente, es decir, es aquella que realiza actos que contribuyen al bienestar de la comunidad justa porque así le corresponde hacerlo, hace lo conveniente conforme a lo que la comunidad acepta como tal porque su aceptación de los actos corresponden con lo que es justo.

Cuando la comunidad a la que pertenece el hombre decente es una comunidad justa, lo decente será lo que se ajuste a la legalidad fundada en la justicia, pero en el seno de una comunidad injusta, en lugar de decencia y decoro se aprecia la desvergüenza y el cinismo para hacer lo más injusto sin recibir castigo por ello.

En una comunidad injusta, lo indecoroso no escandaliza y lo que apela a lo decente es mal visto y hasta juzgado como lo propio de quienes por falta de poder no logran imponerse al que es abiertamente indecente.

En una comunidad indecente es posible apelar a los buenos sentimientos, aunque esa apelación sirva para continuar haciendo lo que no sería decoroso en el seno de una comunidad justa. En una comunidad indecente lo que importa no es el decoro sino el poder para hacer que lo indecente parezca probo y que lo incorrecto sea buscar lo decoroso.

Un buen Tirano tiene que ser indecente, porque sólo así consigue que los indecentes de la comunidad injusta le apoyen y defiendan aún a pesar de los decentes, el poder del Tirano se apoya en el deseo que por la indecencia tiene el injusto que aspira a algún día convertirse en un cínico, capaz de hacer legal lo indecente y de mostrar como propio de ardidos lo que alguna vez fue legal.

Maigo