Epifanía de Pandemia

Para Israel

En medio del dolor, creo que sigue brillando la esperanza de encontrar la salvación en la hermandad, y en dar a Dios alabanza.

En medio de un pueblo pequeño, custodio de la tumba de Raquel, los sabios pretendían llevar regalos sin imaginar que el regalo era para ellos, pues vieron al Mesías guiados por la estrella de Belén.

Unos encontraron paz al seguir la estrella, reconocieron humildemente al rey en el pequeño, al dios hecho hombre en el ser fragil y al sumo sacerdote en la inocencia de los balbuceos del inocente niño.

Otros,en cambio, llevados por su avaricia persiguieron al inocente y lo hicieron culpable de haber nacido, se llenaron de soberbia y se pensaron inmunes a los designios divinos, en vez de paz prefirieron la división y culparon a unos niños de un crimen atroz, los condenaron a morir para evitar un magnicidio.

Con el paso del tiempo los condenadores de infantes de manera infame murieron y sus descendientes que a sus tronos se aferraron, junto a esos mismos tronos sucumbieron.

No crea el lector que mi esperanza se encuentra en la caída del Tirano, mi esperanza se funda en poder ver nuevamente al otro y llamarlo hermano.

Maigo

Inculpado…

Sin poder emitir palabra, sin libertad para moverse o siquiera respirar, el inocente escuchó todo.

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Inocencia

La inocencia no está en el tamaño del cuerpo, o en la imposibilidad para cometer pecado, más bien está en la elección del bien cuando se presenta la oportunidad del mal. Cristo es inocente, no porque no conociera el mal, sino porque siendo tentado por éste eligió lo que es bueno.

 

Maigo.

Santos Inocentes

Nos encontrábamos un domingo en casa de un buen amigo, acostumbrábamos pasar la mayor parte de nuestro tiempo libre encerrados en su cuarto jugando videojuegos, escuchando música y comiendo papas Sabritas (los Rancheritos valían cincuenta centavos entonces y los comíamos por montones). Decíamos un montón de tarugadas como era propio de los chicos de nuestra edad, gritábamos y hablábamos con malas palabras pensando que era lo más cool del mundo. En ese tiempo no estaba mal visto encender un cigarro si a uno se le apetecía, en la casa de mi amigo teníamos mucha privacidad, el cuarto estaba hasta cierto punto apartado del resto de las demás habitaciones, por lo que teníamos un montón de comodidad para hacer lo que se nos antojara. Esta situación estratégica, tenía además la ventaja de que la ventana de dicho lugar daba diréctamente a la calle, lo que nos permitía estar de chismosos mientras esperábamos nuestro turno para jugar Crash Team Racing en el Play Station.

En fin, aquél día el relajo estaba en el más lúcido de sus momentos por lo que escondernos cuando los testigos de Jehová llegaron a tocar la puerta, nos resultó completamente imposible. En otras ocasiones, cuando estábamos más entretenidos o el cuarto estaba menos abarrotado, podíamos asomarnos por la ventana discretamente para ver quién llamaba la puerta, en caso de ser cualquier emisario de la buena Palabra, nosotros guardábamos más silencio y nos dedicábamos a maldecir en susurros hasta que los predicadores continuaban su camino. En otras ocasiones, simplemente nos descarábamos y no les abríamos aunque tocaran la ventana de donde venía todo nuestro relajo, no estábamos acostumbrados a ser corteses con la demás gente, así que muchas veces les insultábamos desde adentro sin mucho remordimiento.

 Ésa vez no fue así, en aquella ocasión estábamos toda la banda reunida, eramos más de seis muchachos quinceañeros en el más animado de los ambientes, ¿por qué nos íbamos a esconder de unos extranjeros bienintencionados? No, en aquella ocasión nos pareció divertido abusar de nuestra condición, e hicimos lo que acostumbrábamos hacer seguido pero en otras situaciones: mandar al más pequeño de nosotros a hacer los mandados que nosotros no queríamos, bajo amenaza de pamba loca, en este caso, lo enviamos a abriles la puerta y escuchar la Buena Nueva. Choi, el más pequeño del grupo (sinceramente no recuerdo su nombre de pila en este momento, pero los apodos son para toda a vida), salió a regañadientes, maldiciéndonos y hasta cierto punto resignado a que era su deber obedecer a sus mayores. No pasaba de los 12 años, por lo que lo tomó como cualquier mandado que le hubiera encargado su padre, al cerrar la puerta del cuarto y entrar al patio de la casa, lo escuchamos juguetear con una pelota de plástico y reír de alegría, con la facilidad que tienen los niños para sentirse felices de un momento a otro. Todos guardamos silencio, esperábamos ansiosos escuchar el sermón y el martirio del muchacho, esperábamos incluso poder escuchar su aburrimiento y sus fallidos intentos por deshacerse de los predicadores. El silencio fue rotundo, o duró más de un par de minutos hasta que escuchamos la puerta del zaguán abrirse. Los testigos de Jehová no esperaron un instante, y con todo su mecánico adiestramiento lanzaron su anzuelo: —Hola, niño, buenos días, ¿tú crees en Dios? Dijeron con la frialdad y confianza que su quehacer les había tatuado ya en el alma, si embargo, no esperaban una respuesta como la que obtuvieron. Choi, con toda la candidez que podía caberle en el alma les respondió dudoso y con toda naturalidad: —Pues… casi no.

El silencio se hizo todavía más profundo y hoy en día puedo imaginar claramente las caras de los evangelistas al tratar de procesar lo que acababa de suceder. Yo no lo vi, nadie de nosotros lo vimos, pero sabemos que el desconcierto fue total. Pasaron más de diez segundos en silencio y Choi, tal vez un poco extrañado pero decidido, aprovechando el desconcierto (y el silencio) de los predicadores, les cerró la puerta en las narices y volvió al cuarto con nosotros sin decir una palabra y sin saber lo que acababa de hacer. Los testigos de Jehová no volvieron a llamar ese domingo, y nuestras carcajadas fueron tan fuertes que el eco todavía resuena hoy en nuestras almas.

Impronta infantil

La inocencia se equipara con frecuencia a la falta de tamaño, se dice de los seres pequeños que son indefensos y que están libres de toda la carga que ha de soportar quien ya ha pasado por los martirios de la infancia; pero los microbios también son pequeños y no por ello son inofensivos, y la infancia está tan llena de trabajos y dificultades que mejor optamos por olvidar y recordar sólo las improntas que de ella nos convienen, así unos recordarán los momentos de risa, que no son tantos como se desea, pero que sirven para pensar en el pasado como lo mejor, y otros fundamentarán sus malas acciones en sucesos que de alguna u otra manera conviene recordar, pues con ellos justifican lo que hacen o dejan de hacer.

Tal pareciera que sólo los santos se libran de la falacia que es la impronta de la infancia, pues ellos son capaces de reconocerse pecadores, incluso desde pequeños, y de dirigir sus pasos hacia Dios sin depender de lo que con ellos pretendieran hacer las circunstancias.

 Maigo.

 

Para pensar un rato: Comparto a continuación la vida de Diofanto, hombre amante de aprender que viviera a mitad del siglo III de nuestra era.

Esta es la tumba que encierra a Diofanto.

¡Maravilla de contemplar!

Dios le concede la juventud por un sexto de su vida, después de otro doceavo la barba cubrió sus mejillas; después de un séptimo encendió la llama nupcial y después de cinco años tuvo un hijo.

¡Ay de mí! El mísero joven, a pesar de haber sido tanto amado, después de haber alcanzado apenas la mitad de los años de vida de su padre, murió. Cuatro años más, mitigando el propio dolor con la ciencia de los números,  vivió Diofanto, hasta alcanzar el término de su vida.

Culposa inocencia

La distancia no mata al amor sino los amantes que permiten que entre ellos crezca un abismo.

El tiempo no mata al amor sino los amantes que pasan los momentos que deberían estar juntos en compañía de la soledad.

La indiferencia no mata al amor sino los amantes que deliberadamente ignoran a quien dicen amar.

Los celos no matan al amor sino los amantes que, en lugar de apagar esas llamaradas, se esfuerzan por mantenerlas vivas.

Las mentiras no matan al amor sino los amantes que al pronunciarlas están convencidos de que la verdad nunca saldrá a flote.

Las peleas no matan al amor sino los amantes que, bajo cualquier pretexto, se infligen heridas imposibles de cerrar.

El amor no muere por sí solo ni mata a los amantes aunque ellos juren y perjuren que mueren de amor; en cambio, son los amantes, que se declaran inocentes, los únicos culpables de tan dolorosas muertes.

Hiro postal

El juicio sobre la maternidad.

Si preguntásemos a cualquier persona su opinión sobre Medea, lo más seguro es que ésta nos diga que el ser por el que preguntamos se caracteriza por su maldad y perversidad, pues sólo una madre desnaturalizada sería capaz de matar a sus propios hijos. Este juicio, si bien puede parecernos apresurado, no por ello es del todo errado o acertado, para ver con claridad si el juicio sobre la culpabilidad o inocencia de Medea es correcto es necesario ver de dónde sale éste.

Para comenzar con el examen sobre este juicio considero prudente ver las maneras como reaccionamos ante lo hecho por Medea. De entrada hay tres posibilidades, indiferencia, aceptación o rechazo, además de cierta confusión que se origina entre el rechazo y la aceptación absoluta.

La primera bien puede ser producto del desconocimiento de lo hecho por Medea, y suponiendo que hay conocimiento de lo mismo, bien puede originarse en la falta de interés que tiene la maternidad, pensada ésta no como el deseo de tener progenie, sino en la relación que se supone ha de tener la madre con sus hijos. Así pues, quien nunca se preocupa por ver cómo es que ésta relación puede ser óptima, en buena medida es incapaz de juzgar a una madre que mata a sus propios hijos.

Pero, también es claro que quien logra emitir un juicio sobre lo acontecido a los hijos de Jasón no necesariamente se ha detenido a pensar con calma en la relación que ha de tener la madre con los hijos que pare, más bien juzga desde su propia experiencia con la primera relación humana que se establece en la vida, es decir, con la relación con la propia madre y con lo que de esta relación espera.

Regresando a los modos de juzgar a Medea, vayamos al rechazo, que sería lo más natural que sienta quien considere que la relación madre e hijo supone el cuidado de la vida de éste por sobre todas las cosas.  Tal consideración tiene como punto de partida el razonamiento de que el amor materno implica un olvido de sí, lo que hace que la madre sea abnegada y prefiera cualquier cosa antes que ver a sus propios hijos sin vida y a ella convertida en una huérfana, pero esta manera de pensar al amor materno no deja de ser romántica y muy discutida por aquellos que consideran que la abnegación y el olvido de sí supone que el amor materno es injusto toda vez que el único que es beneficiado de éste es el amado.

Por su parte, aquellos que consideran que la muerte de los hijos de Jasón está más que justificada por las circunstancias en las que se encontraba Medea, juzgan desde una particular manera de entender al amor materno, en la cual no es necesario que la madre se olvide de sí misma para que efectivamente ame a sus hijos, quien ve desde esta perspectiva a Medea matando a sus propia descendencia, ve a una madre que sufriente evita a sus hijos las humillaciones que se desprenden de ser descendientes de la esposa rechazada ante los ojos de toda la ciudad.

Estas consideraciones respecto a la manera de juzgar lo hecho por Medea, no nos muestran con claridad si el juicio que sobre ella se emite es justo o no, ya sea de aceptación o de rechazo, pero sí nos muestra que para poder hablar con justicia sobre la inocencia o culpabilidad de quien ayudara a Jasón a obtener el ansiado vellocino de oro, es necesario pensar si el amor de madre necesariamente exige el olvido de sí, o la búsqueda por la conservación de uno mismo.

 

 

Maigo.