El gran deseo por saber

Ataviado en su túnica púrpura, erguido con orgullo, Hipias de Élide se aproxima a Sócrates. Sabemos por Jenofonte (Memorabilia) el motivo del acercamiento: el sofista viene con el reproche burlesco de que Sócrates siempre habla de lo mismo (el lector concordará que hasta con los mismos detalles de presentación: caballos, artesanos, mitos). Su pregunta acuciante por la justicia y virtud parece caducidad de pensamiento o ignorancia cubierta por la retórica. Con recelo, más adelante, Hipias no quiere comenzar definiendo qué es la justicia y exige que su interlocutor se atreva antes de él. Sabe que la primera respuesta es minada y así consecutivamente hasta llegar a la aporía; en la retórica importa la astuta prevención. En su primera respuesta, Sócrates acepta con la mayor naturalidad esta acusación y se distingue de Hipias a quien lo llama erudito (polymathés). Herederos de la Ilustración, amantes del conocimiento, piadosos de la erudición, no sabemos si es ironía o encomio sincero este calificativo.

En su segunda intervención, Sócrates le pregunta a Hipias si es cambiante la respuesta en preguntas como, por ejemplo, el número de letras en su propio nombre o el resultante de una operación aritmética. Claramente dichos asuntos jamás lo serán, sin embargo los asuntos humanos —tan imperfectos e inacabados como los hombres— sí. La vasta y controversial tradición de filosofía política lo demuestra. Aparentemente hay una argucia retórica por parte de Sócrates, dado que pretende comparar asuntos muy disímiles. Que haya una verdad cierta y clara en un conteo no es lo mismo que un acierto político. ¿Es posible hablar de alguna verdad política o moral? Hipias lo niega, ha visto que no es sencillo y tal vez ni posible equipararlas. A eso añade que al no haber respuesta última, depende del orador la definición. Converge esta idea con el hecho de ser un polymathés. Para saber refutar la amplia variedad de respuestas, se necesita un vasto conocimiento para contrariar. Paradójicamente, Sócrates le responde que ni la retórica, revestida de erudición, puede congelar y solucionar los asuntos humanos. De no resolver esta tormenta, al advertirla y mostrarle sus limitaciones de su habilidad argumental, se mostraría superior Sócrates… sin embargo esta respuesta parece una reducción aporética no advertida por la astuta prevención.

En conversación con Eutidemo, Sócrates menciona que el intemperante no goza cabalmente de los placeres de la comida, sueño y bebida. El deseo es pervertido por la ofuscación producida por el exceso. La quietud del impulso erótico permite reconocer el bien más placentero y anhelarlo con mayor vehemencia. En una tormenta erótica, los mejores bienes son inaccesibles para el paciente. Si es posible hablar de ofuscación en estos placeres, ¿no lo es en los intelectuales? La polimatía es celebrada por el honor asociado al conocimiento. Difícilmente se admitirá la limitación en conocer —en un sentido ni el mismo filósofo lo asume. Tampoco que haya reservas en aspirar al conocimiento, a menos de que se tenga consciencia trágica o una rudeza no sabida. Sostenidos en esto, son celebrados los hombres que se dedican a las ciencias duras y las del espíritu. La virtud es evidente en quien cultiva la ingeniería y pintura, o la física e historia. A pesar de ello, resulta menos inmediato responder de qué manera incide ese vasto y variado conocimiento en su quehacer vital. Dejando a un lado la resolución de la técnica, se extiende una brecha entre la teoría y práctica del erudito. Su teoría es una sombra del mundo y su práctica, una contingencia.

La intemperancia intelectual no permite reconocer el logos propio de la vida del hombre. El erudito no tiene capacidad para reconocer las particularidades y semejanzas entre la verdad relativa a la physis y la verdad política-moral. (Con el cambio de comprensión de la primera, se oscurece aún más.) Su propio modo de ser, experiencia de vida, prueba la distancia puesta en su razonamiento. La justicia se vuelve un término vacío y enteramente abstracto, así como pieza del discurso. Una palabra cuyo referente puede ser perfilado por el retórico. Hipias se distingue de Sócrates por su parcialidad y desinterés moral, por su erotismo desencajado, pese a su gran elocuencia y conocimiento variado. El universo le parece irreductible e inasible, maleable a su oratoria y desentendido de su presencia. En un pasaje antes, Sócrates relata a Eutidemo el mito sobre el hombre y el sentido del cosmos. El joven experimenta una vibración piadosa y se pregunta de qué modo puede agradecer y honrar a los dioses. Dialogar sobre la ley en la vida del hombre se enriquece una vez reflexionado sobre el cosmos y la verdad de la justicia. 

Notas marginales. A propósito de la acusación de que Enrique Krauze es un intelectual vendido, el número pasado de Letras Libres trajo una reflexión pertinente de Christopher Domínguez Michael. Hablando sobre intelectuales y la 4T, Sabina Berman vuelve a la carga contra otro intelectual.

II. Rocketman es un relato introspectivo y lírico, como las melodías coloridas en la música de Elton John. Esta premisa es elemental. La hace más peculiar que un filme biográfico gris y mediocre, además de intentar ponerse en la misma sintonía del biografiado. Resulta difícil no compararla con Bohemian Rhapsody: el director de una vino a salvar la segunda, ambas se basan en estrellas similares y ambas retratan los altibajos. Después de ver la película de Freddy Mercury, no salí entusiasmado, tampoco insatisfecho (supongo que el Freddy de ahí estaría molesto si yo se lo hubiera confesado). Mi impresión responde a su composición; si hubiera sido más fanático, quizá mi corazón hubiera viajado a la velocidad de la luz. Posteriormente, me enteré que tíos, primos y sobrinos lloraron al final. Un profesor mío llevó a su hija a verla. Ella quedó enamorada del legado y nombró a sus perros Freddy Mercury. Luego vino la nominación al Óscar y la parafernalia menos parecía detenerse. Ahí fue cuando advertí el fenómeno y las deficiencias acabaron por motivar mi fastidio. Aparte de la tan criticada débil construcción de personajes (malas lenguas mencionan que hecha a propósito), mi principal coraje fue por su complacencia. Muchas de las canciones no están en servicio de la narración (como sí está la mayoría en Rocketman), están ahí para levantar el ánimo del espectador. Avivan el repertorio de Queen que ha estado presente incluso en comerciales. La homosexualidad no es retratada sutilmente, sino con una sugerencia timorata para no perturbar los estándares familiares. Lo mismo con los excesos y fiestas, las supuestas caídas culposas y únicas de Freddy —según la misma película. Esta reflexión es pertinente porque vendrán más películas biográficas (ya está anunciada la de Bowie). En B.R. Rocketman hay una crítica a quien se aprovecha usurariamente de la leyenda. No seamos eso.

 

 

El hombre de las nubes

Creo que nunca entenderé la política como un intelectual. Tengo claros mis límites. Y veo con mayor claridad la ilimitada capacidad de quienes apresan en conceptos el devenir del caos incesante de la res pública. Puedo presumir que al menos sí me doy cuenta de quiénes son los seres superiores, esos que viven tan alto como si pasearan por las nubes. Visitar una colonia cultural, llena de cafés en las que leen las eternas promesas de la intelectualidad mientras encarnan las mejores posees, preparados como si les fueran a tomar una foto para su futuro libro, me ayuda a percatarme de mis terrenas limitaciones. Por una de esas colonias, en las que afortunadamente está mi trabajo, me encontraba comiendo unos chilaquiles verdes acompañado de una amiga, cuando nuestra aburrida plática fue disminuida por una voz tonante. “La política jamás será cultural”. Los comensales, que susurrábamos entre rápidos bocadillos, concentramos nuestras miradas al centro del comedor. He ahí el intelectual. Un ser semejante a una persona, bien peinado, con un pantalón de vestir algo holgado, enfundado en una camisa correctamente fajada e, invariablemente, con unas gafas que resaltan su misterio. Frente a él estaban dos personas que lo observaban con atención, como si cada gesto significara algo, diera la pista de una burla o anunciara una posible refutación.

 

Cuando se dio cuenta que tenía todas las miradas sobre sí, pareció sonreír y continuó su tratado: “La oblicuidad desde la que miran los que ejercen el poder les impide comprender al pueblo, aunque usen de los recursos de éste. Así se apropian de su fuerza, conducen el torbellino de los hechos y, en natural consecuencia, dejan el escenario público para que consumamos las notas de las posverdad. ¿Cómo se liberarán de su esclavitud los alienados? ¡Con la deconstrucción!, ¡con la vuelta al sujeto!, ¡con la revolución del lenguaje! Y abandonando las costumbres esclavistas impuestas por el sistema.” Casi me ahogo al percatarme de que su última oración estuvo acompañada de una mirada circular, dirigida a todos los que devorábamos platillos llenos de gluten, con carne procesada y que los acompañábamos de bebidas a base de la peor droga creada por el hombre: la azúcar. Dejé de prestarle atención a la reseña de mi amiga de la serie de moda (creo que era Game of Thrones) para intentar pensar lo que había dicho el ente que nos había iluminado hace poco. Pero no pude entender nada. ¿Y cómo acercarme a tan elevado personaje? Su pensar era distinto, parecía como de una época diferente (¿tal vez sería del futuro?), sonaba como lengua extranjera. Seguro habría hecho el ridículo con tan sólo presentarme. Qué pena que nadie le prestó la suficiente atención al hombre de las nubes. Dos seres como esos, y seguro el mundo sería un lugar habitable.

Yaddir

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La hoguera y los intelectuales

A propósito de su muerte, Ciro Gómez Leyva conversó al aire con uno de los mejores amigos de Marcelino Perelló. Joel Ortega compartió generación con él. Polemistas en privado que sus hijas los protegían de sus mismas discusiones. Su espíritu sesentero, aguerrido, se hizo presente hasta en las discusiones de sillón. Ortega comentó que el linchamiento mediático fue la causa de la muerte de su amigo. Si bien es cierto que se encontraba enfermo, la tormenta lo arrojó a la tumba. Vino, se llevó su cátedra, derrumbó su programa de radio y Marcelino pereció. Sus defensas se vulneraron por la tristeza y no resistieron a su padecimiento.

Quise revisitar su última gran entrevista al preguntarme si había sido excesivo el linchamiento. El mismo Gómez Leyva le prestó voz a Marcelino en medio de la tormenta. Era el apestado en cabinas, foros de televisión, periódicos. Un exiliado que cualquier vecino repudiaba. Y hubo una oportunidad única, áurea; lástima que fue desaprovechada. Cuando la escuché en vivo, no pude evitar reírme. Vi a un hombre asfixiándose en sus dichos mientras intentaba librarse de ellos. Trataba de responder a las denostaciones y sólo ofrecía más flancos débiles. Esta segunda vez tampoco pude frenar mi risa, sin embargo sentí pena. Hacia el final la entrevista se vuelve rara y desafortunada. Compartí el mismo bochorno que traslucía el rostro de Gómez Leyva. Entreví los argumentos con que intentaba defenderse. En efecto, no promovía que tomáramos las mujeres del cabello y nos abalanzáramos —contra su voluntad— sobre ellas. No obstante, el descuido en su reflexión y torpeza al hablar defendían la violación. Quizás indirectamente, involuntariamente, pero la defendían. Su honestidad ácida que lo volvía claro y provocador, terminó por arruinarlo.

Ciertos intelectuales creen nutrirse de sus fricciones con el vulgo. Su revolución toma fuerza al dar puntapiés a los reaccionarios. Es aliciente en la búsqueda por la verdad romper los candados; nadar en sentido contrario para gozar del manantial. Confunden la censura y represión con la mesura y prudencia. Perelló recurrió a Bataille en su apología, como si todos fuéramos lectores ávidos de su obra. Peor aún: quiso volver a su costa de origen para protegerse de la tormenta. Desechó el argumento para resguardarse en la falacia de autoridad. No se retractó, no se disculpó por su torpeza. Prefirió echarnos en cara, sutilmente, nuestra ignorancia. Y si no le creíamos, son puras malinterpretaciones. Sus declaraciones no fueron erróneas e imprudentes, en realidad no las entendimos. Las sacamos de contexto. Él no cree la sexualidad monstruosa. Es un gatito que ronronea. Por apachurrados o doblez no lo entendemos. Ciertos intelectuales modernos miran en su público al no-yo. Es decir, a un interlocutor inexistente. La culpa la tiene el vulgo al no consumar el desdoblamiento de la consciencia. Sí, fue excesivo el ardor de la hoguera, pero él mismo se entregó a los tribunales. Nunca imaginó un linchamiento. Otra vez, su honestidad ácida y necedad terminaron por arruinarlo.