Lector da vida
Hace poco en una charla sobre literatura, escuché de una de las participantes una comparación que me pareció digna de ser relatada y explicada. En aquella ocasión dirigíamos nuestros esfuerzos en tratar de saber qué implicaba leer una novela, a lo que esta mujer respondió que leer una novela, era “como ser un actor: quien lee se pone en el papel de otro”; en una clase de creación literaria, una maestra decía que para ser un buen creador de personajes, teníamos que dejar hablar a ése que se nos presentaba, sin juzgarlo, sólo dejar que se desenvolviera en toda su plenitud humana: que explotara sus miedos, sus rencores, su amor: sólo así podríamos conocer al otro desde nosotros mismo. Acercarse a una obra literaria es poner el corazón en el corazón del otro, fundir los latidos y dejar que emerja la voz tímida o desgarradora de quien palpita –o habita– en la página. Esta primera conclusión es un tanto romántica –lo acepto– pero necesaria para explicar el papel del lector que da vida.
Leer implica acercarse a otro. En sentido estricto, leer es la intersección milagrosa de dos subjetividades. Quien lee, algo se lleva de lo que ha visto, pero eso nos deja en el gravísimo problema de saber en qué momento el lector es él mismo y cómo evitamos la peligrosa asimilación de ser otro dejando de lado nuestra propia integridad. La figura del lector dentro de la misma literatura es un tema apasionante. Por mencionar a dos personajes lectores se me ocurren Evguen Onieguin y don Alonso Quijano, ambos con matices distintos que serán tema de otras disquisiciones. Pero para decir algo ya, uno se vuelve el más apasionado caballero andante, mientras que el otro pierde todo interés en la vida, se vuelve apático. La lectura parece un ejercicio que nos aleja de la vida, por un lado, no vemos relación con ella, y por el otro, la relación parece un asunto de locura. La novela parece no explicar nada, es un asunto de subjetividades, cada quien lee y entiende lo que quiere. ¿Cómo nos reconocemos en el otro? Quizá aquí lo dúctil y etéreo de la imaginación nos ayude: No soy el otro, sino la creación del otro. Puedo jugar a ser otro y después juzgar lo que he hecho. También puede ser que sólo sea el espectador y le preste mi atención por un momento a ese que se presenta ante mí.
Hay que notar, además, algo interesante, el otro que soy mientras leo, no es el escritor, es decir, no me convierto en Cervantes, Dickens, Rulfo, Chejov, a lo mucho, veo lo que ellos conocieron. La intersección que aparece es en el personaje y la situación. El poeta pone de manifiesto asuntos que han de ser entendidos. No copia todo lo que ve en su imaginación, da sentidos a la existencia de sus personajes, para que el lector reconozca estos caminos y los recorra en otra piel. El escritor no intenta canonizar su visión pero sí poner la atención en lo importante de la vida, que por lo regular son los pequeños hechos que ya no nos explicamos. Ahí está una parte fundamental del ejercicio creador, el novelista separa el trigo de lo que sobra, más delicado es quizá el cuentista o poeta. Pues para crear hay que tomar elementos, no la totalidad, ya que esto pierde a la razón humana, quien quiere explicar el todo o verlo en un grano de arena (libro) va enfilado a enfermarse de razón especulativa.
Leer es un acto de creación vital, como en el teatro, pues quien pone en escena al personaje es el lector. Éste le da las características que cree o puede ver, un buen lector, sería en este sentido, aquel que mimetiza con perfección lo que el poeta quiso plasmar. Querer saber lo que quiso plasmar el autor, es quizás un error más, pues jamás seremos él, pero sí podemos ser el que él quiso que viéramos. Leer es volver a crear lo que ya se vio. En ese sentido poetizamos en la lectura, como el niño que sueña para explicarse lo que vio. Las apariencias nos engañan sólo cuando no tienen sentido de ser. El poeta y el lector son creadores de sentido. Se entrelaza la vida del creador, la creación y el lector (segundo creador) en la búsqueda por respuestas verdaderas.
Leer es crear, dar sentido a la existencia. No inventarlo, sino rescatarlo. En esto radica la diferencia entre la literatura nacionalista y la universal. El nacionalista voltea a ver su situación y ve que no hay sentido y trata de dárselo desde su propia perspectiva. No ve nada más. El universal igual parte de su situación más cercana, pero ve problemas que todos podríamos tener. Crea para el mundo, no para unos cuantos. Leer es vital, pues sacrificamos un poco de nosotros, para que otros vivan por un momento.
Javel
Gasto útil: El nacionalismo más acérrimo crea caminos de unificación acorazada. El que le da cabida a otro ve las contradicciones y se limita a exponerlas y explicarlas, pero no da soluciones con plan de acción, sugiere una respuesta de acuerdo a lo que considera que es el hombre en todas partes y no sólo los que él ha visto. No ver desde el exterior, crea una maraña de mentiras. Me pregunto ¿Qué clase de lector es AMLO?
Gasto al margen: Todos dicen que el presente lo alcanzó. Lo terrible de la tragedia moderna es el penar desde la herida, desde el púlpito de la responsabilidad, desde la acción. Quien debe a un acreedor y está pensando en poner un negocio que lo saque del aprieto, sabe de qué hablo. Es fantástico hablar del futuro: todo está resuelto ahí. Pero, ¿quién sabe cómo llegar? Él no. Quizá por eso su política es la esperanza económica o popular (ahí no hay nada de paz), que es tan fútil como su conocimiento del presente, ¿es justo que caiga el desprestigio de los que saben? Nos pregunta Silva Herzog