La irracionalidad moralista

La irracionalidad moralista

Nada hay en nuestras vidas que no pase por el tamiz de la razón. Evidentemente, quien haga esta afirmación aparenta poseer la ingenuidad característica de los jóvenes inexpertos en afrontar dilemas y pasiones. Pero es más ingenuo quien no lee con cuidado, llegando a conclusiones apresuradas sin razón. Puede que dicha premura sea otra prueba aún más contundente a favor de la desconfianza. Ya Descartes ironizaba, en la presentación pública –mas no por eso desprovista de todo velo- de su intención científica. Que nada haya que no pase por el tamiz de la razón no implica con necesidad newtoniana que el paso sea bueno. La autognosis es complicada porque todos comienzan pensando que la razón es un fantasma inoperante por naturaleza o algo de verdad presente en todos en igual medida. ¿Quién dijo que el error, que es algo común, no es algo perfectamente racional? ¿Quién puede hacer de lo irracional el fundamento último de la vida sin utilizar el lenguaje un poco? La apreciación de lo racional en nuestra vida es pobre cuando no pensamos en lo irracional. La dialéctica bajo la que interpretamos nuestra vida funciona para entender a otros. Las imágenes son buenos recursos para sellar la vida en ellas porque permiten mostrar cómo ambas partes están unidas en todo momento, y cómo su unión da origen a las diferencias y coincidencias entre almas distintas.

Retomando a Descartes, habría que preguntarnos si su explicación de las pasiones sepulta todo lo irracional. Su intento de racionalizar va de la mano con la muerte del alma: las pasiones se vuelven relaciones de materia corporal. En cuanto cuerpo, el objeto de estudio se halla determinado de manera más clara para el cálculo y el análisis anatómico. Ese modo de abordar lo humano aún sigue vigente en buena medida: la explicación científica de las emociones se ha vulgarizado a tal grado que el cerebro es la respuesta general a nuestras inquietudes. Pero la actitud contraria al espíritu de geometría aplicado a lo humano no prosperará si se hunde en el silencio último de los fríos espacios en que las abstracciones burdas pululan sin sentido. Es decir, poco lograremos si la pesquisa se hunde rápido en la negación de lo mecánico para llegar a entender que el alma es un simple consuelo metafísico. Es fácil volver a la incertidumbre si nos preguntamos si la razón sólo puede conocer con certeza matemática, pero está imposibilitada para ser principio de la acción. Ahí nace el drama ético moderno: ¿cómo adquirir el poder de manipularnos? ¿Puede la felicidad producirse?

Para no escondernos, para no falsear nuestra experiencia, es interesante buscar lo que distingue a una elección, también a la persecución de algo. ¿No era la retórica una especie del conocimiento del hombre? La opinión no es un acto de lógica formal: es un acto que se manifiesta en el deseo y en la acción. El problema no es qué tan irracionales o racionales somos, sino cómo entender esa dialéctica a raíz de un principio inteligible. Los deseos cambian y mudan sin que podamos decir que tenemos un control total sobre ellos. Pero el problema no es el control. Si uno tiene que hablar de control sobre el deseo, se salta el conflicto central: ¿qué deseos son buenos? La idea del control total obedece a un fin. La del descontrol absoluto, también. Ambas dejan en medio ese conflicto sobre lo bueno. La moralidad honorable es una tesis efectiva porque legitima la ilusión del control sin llegar a preguntar por lo bueno. Para notar que el problema no es el control basta observar la vida cotidiana. Los discursos morales pueden educarnos en la cortesía, en el rodeo, en la costumbre de no decir algo incorrecto, pero no desaparecen aquello que busca ocultarse. Por eso pueden volverse dignos de comedia. ¿Qué hace uno para no hacer una burla de sí mismo?

 

Tacitus

El hermetismo insospechado

El hermetismo insospechado

El silencio puede hablar por las palabras que nos faltan, siempre y cuando no sea señal de renuncia. Quien renuncia al deseo, hace del silencio la expresión última, la contemplación de uno mismo en la nada que no se comprende sólo con cerrar los ojos. Quien intenta entender su propio deseo, no necesariamente se hunde en la demencia antropocéntrica: al emprender el intento con el empeño que le sea posible topará con la incapacidad de dar de sí una razón sencilla. ¿Cómo entender un deseo? Parece materia dispuesta sólo en tanto intentamos aclarar el objeto que deseamos, para así imaginar los caminos posibles a ello. Pero aunque veamos claramente lo que deseamos, el camino no se detiene en la claridad: un deseo nunca está aislado, pues un fin siempre tiende a un fin último, que no necesariamente es evidente. Los objetos no podrían ser deseados si la satisfacción no fuera sólo cosa momentánea; nada nos satisface si no es bajo una inclinación general que nos permite saber que algo ha sido satisfecho. La posesión de los objetos no es por sí misma satisfactoria: ni el apetito para la comida es tan burdo. ¿Qué sentimos en cada beso robado, en cada objeto inútil obtenido, en cada sensación de haber hecho el intento, si no parecen tener algo en común?

La dicha de amar pareciera no requerir de palabra aclaratoria por ser el amor un goce muy abierto, poco hermético: un punto de comunión de la experiencia desiderativa en la que se observan los síntomas comunes a más de uno: una nube gris sobre la mirada cuando todo ha terminado, un sabor dulce en la fragancia que los besos dejan en un contacto absurdo, un deseo del otro que no renuncia fácilmente a la unión. Lo que se desee agregar siempre nos mantiene en la incapacidad de creer en que alguien pudiera vivir plácidamente sin haber sentido esa poderosa atracción. La teoría general es que no hay quien se libre de ella: es el poder de la naturaleza. La condición erótica se usa como el sinónimo que abarca generalmente a lo que denominamos naturaleza humana: en el deseo vemos el cuadro de lo natural como una especie de tendencia a cumplirse en los movimientos que despierta. ¿Qué hace de cada acto trivial un evento digno? En ese ritual de los enamorados lo dichoso se funde con la amargura en que la memoria poco permite olvidar. Pero aun en la dicha que se esfuma y cuya ausencia se traduce en vibraciones de desesperanza cabe la extraña pregunta: ¿dónde se asienta la corriente del alma que convierte los sucesos de manera tan predecible pero tan curiosa? La desdicha puede articularse en la palabra cuando intenta ir por el camino que el hilo de la vida en común trazó, y seguir ese hilo no necesariamente tiene consecuencias trágicas. Cuando parece que el agua está siempre turbia, la renuncia a la palabra sólo nos hunde en esos pantanos.

¿Habrá engaño sobre lo que la naturaleza reclama siempre que intentamos insertar la palabra aclaradora en lo deseado, en las sensaciones que en nosotros despierta el amor? En todo caso, se dirá que el acto de explicar es siempre secundario: la palabra misma no produce el sentir. Pero, ¿no hay una raíz en las palabras persuasivas? Los actos están compuestos de una materia que permite mostrarlos como prueba más tangible del estado anímico, del alma misma. La persuasión no es un acto que modifique el alma, y la mayor parte de las veces pareciera que necesitamos más de una explicación, un ejemplo y una exhortación para comprender lo que requerimos. Tengo la impresión de que nuestra renuencia a la palabra va de la mano con la dificultad que tenemos para pensar la persuasión más allá de nuestro discurso interno. Sin restringir el problema al amor: ¿por qué parece tan triunfal el aspecto irracional cuando la palabra se restringe, cuando sólo halla matices más afables de una convicción incuestionada? Lo incuestionable se convierte en un cómplice silencioso de la desidia por pensar lo que tenemos en frente. Surge la sospecha de que nuestras ideas convencionales sobre el deseo son el paralelo necesario del límite que le imponemos a nuestra posibilidad de preguntar. Si la persuasión no es nunca algo definitivo, ¿no es necesario preguntarnos por qué nos hemos persuadido tanto de una ilusión? Mejor eso que renunciar de manera poco práctica a la satisfacción de la verdad, pocas veces saboreada pero nunca totalmente ajena.

 

Tacitus

Restos de un vuelo

Restos de un vuelo

Lo irracional es la materia preferida de la exageración, aunque también del misterio. La palabra está presente en el lenguaje cotidiano para denominar a quienes no tienen las ideas claras o a los obstinados feroces. Con cierta inteligencia, se puede prestar para envolver lo religioso en la ausencia de la palabra, enredando el complejo sentido propio de la razón medieval. Digo con cierta inteligencia, porque el ardid por lo inefable como fundamento de la fe y la religión, si bien renuncia con algo de presunción a ejercer la razón instrumental como vehículo de lo humano, esconde lo verdaderamente radical: que Dios sea verbo. Si bien Dios no discurre como los hombres, lo único hecho creado como él se mostró en la carne. ¿Cómo es la encarnación una invitación a la ausencia de palabra, y no más bien fe como solvencia en ella? La caridad, por otro lado, parece encendida, inflamada quizás, desde lejos por algo inexplicable, porque el amor no es producible en ninguno de sus órdenes. Tal vez la negación cristiana del paganismo arrasa con los ídolos no sólo por una ilusión histórica, sino por una visión propia de la relación entre la fe y la razón, relación que, por otro lado, requiere de la caridad (Deus caritas est), imposible sin la encarnación que es misterio; esa última palabra no hunde al cristiano en la incapacidad de la lengua tras confesar su fe. Asombra la hipótesis de la afasia mística porque Eros ha regresado a un tipo de paganismo, probablemente.

Ese velo no permite incluso definir qué es en nuestra experiencia lo irracional. Confundimos aquello para lo que la palabra no es suficiente con lo que no sabemos decir. No parece coincidencia que esta confusión sea más fuerte cuando priva la idea de que el deseo es el ejemplo de lo irracional en tanto que es el ímpetu primario, motor de la razón. ¿Será que el misticismo es la espiritualidad moderna para los intelectuales? El conflicto entre la razón y el deseo es requerido para el hombre moderno porque la idea de Bien se desvanece como parte de un prejuicio en la interpretación de nuestra naturaleza. Sólo si la razón perfecciona sus propias dotes, si se asegura ella misma el conocimiento según sus propias leyes, es posible sostener el dominio de lo natural. El beneficio no proviene de saber moderar mis deseos atendiendo a lo más noble, sino de poder satisfacerlos corriendo el menor riesgo posible. Por eso Eros cede su lugar de importancia filosófica ante el dominio racional. Es moderna la idea de la catástrofe pasional tanto como la del régimen sobre los deseos propios. El deseo no puede ahí compartir asiento alguno con la razón, mas que en una pugna.

El daimon de Sócrates parecía susurrarle lo que había de hacer en ocasiones. Sabemos de la relación presente en él entre filosofía y enloquecimiento: theia mantia. Ambas contribuyen al aspecto de radicalidad que guarda su modo de vivir. Si el filósofo se esfuerza en morir, como él dice, se debe a que, al parecer, se ha de desear lo más alto. Si el filosofar fuera definitivo, sería falsa la matriz del pensamiento. Lo real no es lo ordinario; es lo mejor lo que explica la experiencia, porque el bien es causa. No se puede condenar a Eros como un mal que pervierte el sentido común, porque sólo por Eros hay explicación de nosotros mismos y saber. Si de verdad hay algo más alto para el deseo, ¿cómo podría desearse sin Eros? El hombre más erótico no es sólo el más insistente, sino también el que ama lo mejor. La verdad ordena el deseo (no al revés), aunque eso se nos escape las más de las veces en nuestra vivencia de lo deseado. Apenas lo vemos cuando nos despegamos la distancia de una pestaña, al oír el eco del erotismo filosófico, sintiendo el peso de una palabra bien dicha.

 

Tacitus

Las uvas de los muertos

Las uvas de los muertos

Entre los rubicundos escozores de nuestras mejillas se delata nuestro particular modo de beber vino. Entre las categorías del abstemio y del exceso, se derraman las loas de la salud, del cuerpo, y la teoría de las dependencias destructivas. Gozamos de exagerar el elemento irracional del vino, y los transformamos en máscara filosófica de nuestra sinvergüenza bohemia; lo transmutamos en sustancia tóxica, y en eso se diluye nuestra alegría en pequeños ríos de sangre y jugo. Lo cierto es que el vino perdió para nosotros todo valor genuinamente humano o incluso misterioso, y fue porque nosotros lo hemos querido así.

En una de las imágenes más intrigantes y enigmáticas de los Diálogos, se recuerda a Sócrates como saliendo ileso de los efectos de la bebida, después de haber compartido con los comensales un día de discursos. Sócrates puede ser el único cuerdo entre sus compatriotas, y ser el héroe que surge victorioso por entre las aguas de Dioniso. El filósofo soporta descomunalmente el vino porque nada puede turbar su razón. En esta versión, Sócrates es el Aquiles de la razón, de la razón moderna.

El evangelio relata cristalinamente el pasaje de las bodas en Galilea. En él, Jesús transforma el agua en el vino que hacía falta para seguir la celebración; se especifica que sólo él guarda el mejor vino para el último momento, a diferencia de otros. Ese fue, según se cuenta, el primer milagro realizado por Cristo. Siguiendo la lógica moderna, supongo que Jesús tendría que ser, en este caso, el hombre bonachón que no permite que la falta de vino sea un obstáculo para seguir la fiesta. Jesús muestra su misericordia y su caridad en una obra sencilla de simpatía; el milagro puede ignorarse, u omitirse.

Después de la furia romántica, Nietzsche aprovecha para burlarse de más de uno de nosotros. La imagen magnética del hombre dionisíaco se antoja como el idilio transgresor del “espíritu de la música”. El resultado de la añoranza de lo dionisíaco, de aquella disolución de lo individual, sirve muy bien de pretexto para el establecimiento de una vida regida por la disolución, por creer que es ese el modo perfecto de consumir fatuamente la vida, o de denostar el bienestar burgués. Pero hay mucho de problema con la perversión de esta imagen, hecha por el esteta dionisíaco: que su tragedia ha perdido la causa, pues su fantasía pagana ya no tiene dioses. El vino que servía como elemento necesario en el sacramento de Dionisio ya no tiene olor; la negrura del elogio que Nietzsche hace de la tragedia ante el racionalismo socrático mediante Dioniso se pervierte con la simple comodidad del inconformismo o del nihilismo moderno.

Nuestra relación con lo festivo y lo alegre del vino tiene en realidad la siguiente función: el de servir de anestésico para las penas de nuestra senescente adolescencia. Creo que no hace falta ser demasiado circunspecto para notar que nuestras tertulias, que dicen utilizar el vino como catalizador de la amistad y la convivencia de los dogmas, no son más que la máscara de lo triste que es nuestra visión del amigo. Es falso que sólo en el exceso balsámico uno sea más fraternal y sincero: si es así, vivimos entre canallas. En la defensa del exceso perdemos el verdadero placer del vino en la alegría de una celebración: que él no es necesario para ser feliz. Nuestras fiestas no entienden el placer del vino porque él se ha convertido en la señal de que ya no hay motivo alguno para celebrar.

Entender a Sócrates como el héroe de la razón ante el vino puede tener parentesco con esto. Los detractores del vino en favor del sentido común y la salud pueden sacar un ejemplo fácilmente de esa imagen misteriosa del filósofo. En ese caso, sólo negamos el hecho de que Sócrates bebió en una reunión en donde se habló del tema que le era propio: Eros. Los admiradores de lo racional y del bienestar pierden de vista que no es principalmente el vino lo que derrumba la inteligencia, sino que hasta puede servir como vinculo fogoso de la discusión; sin caer, en esto último, en las ridiculeces del que quiere discusión y amistad en el vino al tiempo que cree que nada vale la pena. En el caso del milagro que transmuta el agua en vino, se agrava nuestra distancia en relación con el relato. ¿Qué importancia puede tener que sea ese el primer milagro realizado por Jesús? Quizás ese buen vino que Jesús otorga a los esponsales esté vinculado con su buena nueva. Tal vez si Jesús permite que la celebración de la boda continúe es porque en él se haya la verdadera alegría, implicada en el milagro y en el misterio de su encarnación. Tal vez él venga a decirles tanto a los racionalistas de la medida como a los falsos paganos que en el vino, que también representa un sacramento, se celebra que todo vale la pena.

Tacitus