Ruido

Ruido

Ruido de frenazos,

              Ruido sin sentido,

 Ruido de arañazos,

 Ruido, ruido, ruido

Joaquín Sabina

 

Nada muestra tan claramente la decadencia de una sociedad como su ruido. Los oídos dotados del don de escuchar el lirismo de la poesía se estropean con el estrepito vehicular. La música pierde su fuerza revitalizadora al mezclarse con gritos; ponen el pie los gritos a quienes avanzan hacia la paz musical. Una sirena suena. El gemido que anuncia la violencia. Algo pasó o va a pasar; un estruendo que destruye la paz.

No basta con enunciar un problema importante, hay que enfatizarlo, repetirlo, hacerlo resonar, gritarlo para que se note. De cualquier cosa y por cualquier cosa la gente grita. Grita el vendedor en el mercado. La música pierde su melodía, empieza a gritar, al tensarse demasiado en la panza de una bocina. Un vecino invade tu lugar cuando te presume, sin que tú se lo pidas nunca, su peculiar y estridente gusto musical. Podríamos decir que un lugar te pertenece en la medida en la que forma parte de tu silencio. Si puedo dormir, mi noche me pertenece.

Jamás vemos lo importante si hay tantos ruidos sobre los que escribir. Perdemos una frase; dejamos de seguir una melodía; nos quedamos a medias con una historia ante tantas voces, ante tantas historias gritadas más fuertemente. No nos extrañamos si en una calle citadina preguntamos (o nos preguntan): “¿qué te estaba diciendo?” y respondemos (o nos responden) “Nada, olvídalo. No era importante”. Vaya que suele pasar. Entre tanto ruido nos perdemos. El ruido es el peor laberinto cuando nuestra musicalidad se encuentra arruinada. Pero “¿en qué estaba? ¡Claro!, ¡lo importante!” Un funcionario puede insultar a las esposas, hijas y familiares de las personas a las que representa sin que tenga consecuencias. Hay un poco de ruido, pero el nuevo ruido destrona al viejo ruido (¿cuántos se alarman en este momento de los ruidos de la semana anterior?). Una piloto puede compartir su deseo por que mueran miles de personas sin que nadie diga nada hasta que se haga mucho ruido. El ruido dominante es el del más fuerte, la voz que calla a todas las voces; el ruido que decide qué hacer. El ruido seguirá, piloto y funcionario aprenderán a no escucharse (¿podrán escuchar algo bueno?). Pero ninguno podrá escuchar lo que no alcance a ver.

Yaddir

Embustero

¿Qué adelantas sabiendo mi nombre? –le espeté–, cada noche tengo uno distinto; fue por eso que decidió llamarme “Bonita”. Lo nuestro duró lo que duran dos peces de hielo en un whisky on the rocks. En vez de fingir que nos sobraban los motivos, nos dijimos “Adiós, ojalá que volvamos a vernos” y, desde el balcón, lo vi perderse en el trajín de la Gran Vía. Lo malo no es que huyera, peor es que se fuera robándome además el corazón. El verano acabó, el otoño duró lo que tarda en llegar el invierno; la vida siguió, como siguen las cosas que no tienen mucho sentido, y sin embargo lo seguía queriendo.

Yo no quería un amor civilizado, lo que yo quería era que ese corazón cobarde muriese por mí. Por eso le busqué un adjetivo, inspirado y posesivo, que le arañase el corazón y luego arrojé mi mensaje, que se lo llevó de equipaje una botella al mar de su incomprensión. Mientras esperaba respuesta, cada noche me daban las diez y las once, y las doce y la una, y las dos y las tres… Para matar el tiempo, algunas veces solía recostar mi cabeza en el hombro de la luna y le hablaba de esa amante inoportuna que se llama Soledad. Otras tantas, dejaba la puerta de mi habitación abierta por si acaso se le ocurría regresar. Al final, me di cuenta de que no hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió.

Hay quien dice que fui yo la primera en olvidar, pero una vez me contó un amigo en común que lo vio, precisamente, donde habita el olvido, el cual –decía– no le sentaba tan mal. Él, que tanto había besado, que tanto me había enseñado, sabía mejor que yo que hasta los huesos sólo calan los besos que no han dado los labios del pecado. Entonces, siguiendo la voz del instinto, me salía a buscar un amante discreto que se atreviera a perderme el respeto; sin embargo, cuando dormía sin él, con él soñaba. Tanto lo quería que me fui envenenando de besos y así tardé en aprender a olvidarlo 19 días y 500 noches.

Ya llovió desde aquel chaparrón hasta hoy que, en la estación del metro, choqué con una persona que yo conocía muy bien y la miré. Seguía siendo tan cobarde que sólo podía ser él, el que me había robado el mes de abril. Me dijo “Hola” y yo pensé: “Este pez ya no muere por tu boca: en tus redes no me atraparás como a un ratón”, pero más rápido cae un hablador que un pirata cojo y febriles, como la carta de amor de un preso, estábamos él y yo. Sí, besarlo es desatar un huracán, pero en Macondo comprendí que al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver. Que no me pida ahora que muera por él; lo que queda de mí se subasta al mejor postor. Verán ustedes, mi manera de comprometerme fue darme a la fuga. Tal vez mañana a mi ventana llame otro príncipe azul.

Hiro postal

Un mal final

“Por las arrugas de mi voz se filtra la desolación

de saber que estos son los últimos versos que te escribo…”

Joaquín Sabina

 

He aquí la espera:

fingiendo no quererte,

voy olvidándote.

Hiro postal

Joyeux anniversaire!

Para Tita, que no quiere dieciséis de febrero ni cumpleaños feliz.

Goza hoy que puedes;

cuando menos lo esperes,

polvo tú serás…

Hiro postal

Gato sin dueño

“Antes de que me quieras como se quiere a un gato,

me largo con cualquiera que se parezca a ti.”

Joaquín Sabina

Hacía ya más de un mes que Soledad sentía una extraña molestia en su pecho y no hallaba el porqué. Las primeras semanas ignoró la molestia, puesto que ésta iba y venía intermitentemente: se quedaba unos días y luego desaparecía sin dejar rastro, al grado que Soledad pensaba que todo había sido producto de su imaginación. A la cuarta semana comenzó a preocuparse, pero tenía tantas cosas que hacer y tan poco tiempo para llevarlas a cabo que no quería desperdiciarlo en una visita al doctor, para que éste, en una de ésas, le dijera que no era nada y que no debía preocuparse. Sin embargo, le comentó esta inquietud a su amiga Esperanza un día que, particularmente, amaneció muy adolorida después de haber pasado la noche soñando con un muchacho que le sonaba conocido, pero que no había logrado identificar. Al verla tan angustiada e inquieta, Esperanza le sugirió que fuera a ver al médico para un chequeo y se ofreció a acompañarla, si es que no quería acudir ella sola. Soledad no dijo nada, simplemente asintió con la cabeza y entonces Esperanza le recomendó un doctor que, según decían, era muy bueno y no cobraba tan cara la consulta.

¡Menudo fiasco! El doctor ése no resultó ser tan bueno como decían –Esperanza se encontraba muy apenada por ello–, ya que no había podido hallar respuesta para el malestar que aquejaba a Soledad y entonces ella se vio en la necesidad de buscar a otro que sí pudiera decirle qué era esa molestia tan extraña que sentía en su pecho y, más importante aún, qué hacer para ya no sentirla. El que siguió resultó todavía peor que el primero –al menos éste había reconocido su ignorancia respecto al tema–, pues en su incompetencia, le había espetado a Soledad que estaba loca y que lo que en verdad sufría no era un malestar en el pecho, sino una hipocondría severa. Indignada, Soledad buscó a un tercero, que sólo le hizo gastar el dinero que no tenía; luego a un cuarto, que perdió el juicio cuando no pudo resolver el acertijo que implicaba el dolor de Soledad; después a un quinto más, el cual se suponía que no debía ser malo. Así comenzó una larga y agotadora travesía, teniendo como compañera de viaje a Esperanza, en la que cada parada hecha significaba una visita con un nuevo doctor.

Había transcurrido medio año ya desde aquel día en que Soledad se animó a contarle a Esperanza lo que la acongojaba: hasta la fecha, la cuenta de doctores visitados ascendía a dieciséis –más o menos, a dos por mes– y ninguno estaba cerca de poder decirle a qué se debía su dolencia. Cansada, incluso harta, de tanto tiempo y dinero tanto gastado como perdido, Soledad accedió a ver, por insistencia de Esperanza, a un último doctor. “Si él, como los otros, no puede darme cuenta de lo que tengo, me daré por vencida y seguiré con mi vida” le advirtió Soledad a su amiga y ésta no puso objeción. La verdad es que Soledad aceptaba ver al Dr. Refugio por gratitud a Esperanza, quien nunca la había abandonado, más que por otra cosa y es que, siendo sincera, ya se había acostumbrado al dolorcito extraño ése en su pecho.

La cita había quedado para las cuatro de la tarde y Soledad y Esperanza, siempre puntuales, estuvieron en punto en el consultorio. El doctor ya se encontraba en el lugar, pero todavía se demoró unos minutos con su paciente de las tres. Cuando se hubo desocupado, las hizo pasar al consultorio disculpándose por la demora.

-Así que tiene un dolor en el pecho- dijo el doctor mientras tomaba nota. -¿Desde hace cuánto que lo tiene?

-Poco menos de un año- respondió Soledad en automático; tantas veces le habían hecho esa pregunta que su boca cobraba vida por sí sola para dar la respuesta.

-¿Puede decirme si es punzante o más bien sordo, con qué frecuencia lo experimenta o en qué ocasiones se presenta?

-Pues es punzante, aunque sólo se agudiza cuando sueño con una persona que no termino de ubicar, pero va y viene. A veces me da por tres días y luego de la nada desaparece, descanso una semana y entonces vuelve, y se queda por dos días más y se vuelve a ir…

-Y cuando tiene el dolor, ¿lo padece todo el día o…?

-No, también es intermitente. Generalmente se hace presente cuando me tomo un respiro entre mis actividades, o estoy comiendo, o me baño… Cuando no tengo la cabeza saturada de tantas cosas, ¿ve?

El doctor asintió con la cabeza. Le había pedido a Soledad que se sacara una radiografía de tórax y en ese momento se la pidió. Soledad le entregó el sobre y el Dr. Refugio se dispuso a examinar la prueba. Mientras lo hacía, le preguntó a la paciente si podía describir su dolor de alguna otra forma que no fuera punzante. Soledad lo pensó un momento y no tardó mucho en decir que era como tener un hueco en el medio del pecho, como un pozo cuyo fondo dolía, si es que eso tenía algún sentido.

-Ya veo cuál es su problema- dijo el doctor con calma. Por un momento, Soledad creyó haber escuchado mal y es que después de tantos intentos fallidos, no podía dar crédito a las palabras proferidas por el médico.

-A usted le hace falta una parte bastante pequeña de su corazón, incluso parece un rasguño, pero es lo que le han extirpado y eso ha causado el dolor en su pecho todo este tiempo.

-Eso no es posible- repuso Soledad soltando un bufido. -No me he sometido a ninguna extirpación, así que debe tratarse de otra cosa.- El doctor entendía la renuencia de Soledad: la negación era bastante habitual en los casos de pacientes como ella.

-Eso se debe a que la extirpación no la lleva a cabo un cirujano, sino que es el propio cuerpo el que se opera a sí mismo. En algunos casos, el paciente ni siquiera lo nota; sólo se da cuenta de ello cuando sufre los efectos post-operatorios, como sucede con usted.- Soledad estaba a punto de replicar de nuevo, pero el doctor le hizo un ademán cortés para que guardara silencio y entonces se dispuso a explicarle su padecimiento.

-Verá, la intervención quirúrgica a la que usted fue sometida recibe el nombre de “extrañamiento”, es decir, algo que estaba dentro –tal vez mucho y por eso el dolor punzante como hoyo en el pecho–, en sus entrañas, fue extraído de ahí, ha sido removido fuera de su cuerpo. En ocasiones, la operación es ambulatoria como en su caso, que no necesitó reposar después de la intervención: simplemente siguió con su vida normal. Sin embargo, nadie está exento de los efectos post-operatorios; el dolor que usted ha estado experimentando se conoce con el nombre de “extrañar”. Casi todas las personas, si no es que en realidad todas, han sido sometidas por lo menos una vez en su vida a esta operación: si tiene éxito, se presenta ese “extrañar” por un tiempo y eventualmente se desvanece el dolor, pero si fracasa la operación, termina en la muerte…- terminó diciendo el doctor con tono lúgubre.

Tanto Soledad como Esperanza estaban pasmadas y ninguna sabía qué decir. Después de respirar un par de veces, Soledad recuperó el habla y una duda asaltó en su mente.

-¿Y puede usted decirme por qué fui sometida a esa operación, qué parte fue la que perdí?- El doctor lo meditó un momento y con sus reservas, se dispuso a responderle a Soledad.

-Pues pudieron ser muchas cosas. Por ejemplo, pudo deberse a la partida de alguna persona, a la pérdida de algún objeto preciado, al recuerdo de algún momento vivido que usted añora y que no puede recuperar. Dependiendo el motivo, es la parte extirpada, pero esto sólo puede saberlo el paciente.

En ese momento, Soledad supo cuál había sido el motivo de su operación: Pecas, su gato, había escapado poco antes de que empezara su molesto y extraño dolor en el pecho, pero nunca antes se le había ocurrido que aquellos sucesos estuvieran relacionados. Ahora entendía el porqué de su dolor y no sólo eso, sino también el motivo de que se agudizara cada que soñaba con aquel muchacho: para ella, Pecas, más que un gato, había sido su compañero de toda la vida.

Hiro postal