Barbarie civilizada

Afortunadamente la mayoría de mis compañeros de trabajo no nacieron en una ciudad. Lo digo en su defensa, poniéndome de su lado ante los virulentos ataques que los citadinos les arrojan. Según ellos y su amplia experiencia vacacionando dos semanas al año, en los pueblos la gente «no es que sea mala, pero carece de civilización, son muy supersticiosos. O sea, creen que rezando va a dejar de temblar». A lo anterior añaden que el servicio médico es escaso o deficiente, que hay que recorrer larguísimas distancias para llegar a cualquier lado y tener recepción de celular, así como internet, es un milagro. El que los no citadinos vivan en una ciudad prueba que es mejor vivir en una ciudad, y todavía mejor es haber nacido en una, sentencian.

¿Alguien seguirá creyendo que una ciudad es el centro de la civilización de cualquier país? Dejando de lado la cantidad de universidades o museos, hay condiciones en las ciudades que nos vuelven unos salvajes, peores personas que los no citadinos. Es cierto, en las ciudades hay más opciones de transporte, subterráneo, cientos de rutas de autobuses, taxis y hasta helicópteros para quien puede costearlos. En la ciudad también hay muchas más personas que usan esas opciones. Avanzar una distancia de cien metros en media hora bajo un sol abrasador mientras se escucha el ruido de los cláxones y las quejas de los automovilistas diez o más veces a la semana, no resulta muy civilizado. ¿En qué estado de ánimo llega a su casa quien padece el tráfico?, ¿en qué estado de ánimo llegarían si no tuvieran que soportar esa tortura moderna? Vivir en un lugar cercano al trabajo es incosteable, pues el corazón de la civilización es groseramente costoso. Si a lo anterior añadimos el salvajismo de los asaltos, la violencia de las protestas que cada semana se padecen y la cantidad de contaminantes que se respiran, ¿por qué seguimos viviendo en la ciudad?

¿Las redes sociales nos convierten en personas más reflexivas y mejor capacitadas para sostener una discusión o un diálogo? La respuesta es obvia. La red funciona principalmente como un gran mercado donde se estimulan los más específicos y atroces deseos humanos. ¿Para eso necesitamos estar conectados constantemente?, ¿nos hacen más bien que mal Twitter, Facebook e Instagram?, ¿creemos que no perdemos el tiempo en el tráfico si clavamos la mirada hacia la pantalla de nuestros dispositivos móviles?

El campo no está blindado de los embates del crimen o de las conductas salvajes del mismo modo que las ciudades no pervierten a todos los citadinos. Pero si se pondera más la incivilización, y aumenta progresivamente al latido de los más refinados e inútiles deseos, cuando podría vivirse civilizadamente, no queda más que estar de acuerdo con el gran filósofo Juan de Mairena: iremos a la barbarie cargados de razón.

Yaddir

Las faces del Maestro Lunas

Dormía plácidamente. Un ruido lejano atravesaba mis sueños; me conducía a la vigilia. Era el teléfono que sonaba. Tuve que contestar. Antes de emitir ruido alguno, alguien al otro lado de la línea me preguntó: ¿fuiste alumno del Oyente, cierto? Sí, contesté. Perfecto. Necesitamos una reseña de “Lunas”. ¿Para cuándo?, era mi turno de preguntar. Tienes dos semanas, advirtió y colgó. Al fin me volvería a internar en los misteriosos alumnos del brillante y aún más misterioso Juan de Mairena. Aunque una pregunta me congelaba mi emoción: ¿sería un digno alumno de mi Maestro?

Después de dos semanas de trabajo, dudas, incertidumbres y mucho café, creo que termine la reseña. Dejo la nunca terminada reseña de Lunas:

«La luna, misteriosa, nocturna, siempre incompleta, hereda algunas de sus cualidades al personaje principal de la obra: Pablo Lunas. El maestro de preparatoria se va mostrando en fases mediante sus métodos pedagógicos creativos e inacabados, que para algunos lo hacen ver como un lunático . Dian Yaub comienza a hacer la biografía de su Maestro conducida por una de sus tantas inacabadas lecciones,  internándose en la noche de su vida. El cielo estrellado la guiará hacia una cabaña en Pueblo Quieto, donde todavía vive la que fuera esposa de Lunas: Aurora. Con las primeras luces del día, la solícita alumna esperará que la aurora le dé las suficientes luces que le permitan conocer mejor a la luna, pero, como la luna y la aurora comparten durante poco tiempo el cielo, apenas si podrá sacar algo en claro. La vida privada de lunas es tan misteriosa, e inacabada, como sus clases.

El salón de clases se llena de preguntas y problemas que nacen de la labor literaria. El problema al que se enfrenta todo aquel que quiere escribir o pensar sobre uno o varios libros que han desafiado el tiempo, Pablo Lunas lo sintetiza así: “Muchachos, hoy quiero hablarles de la contienda que nuestra memoria debe entablar diariamente contra el olvido.” El Maestro presenta el tenebroso problema de la clara expresión de una idea contra la perfecta expresión pidiéndoles a sus alumnos que intenten expresar algo cómico. Una alumna lee el resultado de su expresión: “Al sacar del horno las donas listas, Lola comentó a mi mamá, que la esperaba a su lado: -Stá re chico el bújero.” Todos los alumnos ríen; la frase da risa, parece perfecta, pero el Maestro corrige: para ser perfecta hace falta que le cause risa a todo aquel que habla español, no sólo a los mexicanos. Aunque el problema más complejo que parece presentar Lunas es el del autoconocimiento en la labor del escritor. Para lograrlo debe hacer su autobiografía en el momento en el que pretenda comenzar a escribir. Nunca queda claro para qué dice Lunas que esa es el más grande problema del escritor. Dian Yaub, misteriosamente, comienza con la biografía de su Maestro.

Las incompletas lecciones de las clases de Lunas parece que nos invitan a completarlas; las entrevistas de Dian con Aurora se nos presentan incompletas; Lunas sigue siendo Maestro en los apuntes de su alumna, como bien lo aprendió de Juan de Mairena. Lunas, como buen Maestro, nunca arrojará a sus alumnos hacia el precipicio de las falaces certezas literarias.»

Yaddir

Exageraciones

Nuestros tiempos, me refiero a aquellos donde todos compartimos el internet, han tenido un altísimo gusto por lo superlativo. El viejo profesor del siglo XIX, Juan de Mairena, decía que todo poeta tendía siempre hacia lo superlativo. Pero su exageración no es la misma que la nuestra, pues, según entiendo su idea, el poeta sentía en grado sumo, podía expresar en grado sumo y tender siempre hacia el mayor entendimiento. Nuestros tiempos se distinguen por gente que aparentemente vive al máximo, tiene al máximo, sueña al máximo, siente al máximo y se enardece al máximo. Principalmente el tener; quien no tiene nada, ni lo ostenta, es incorpórea, es nadie. Frases construidas bajo esas características, acompañadas de sus bellas fotos, no las dejamos de ver. Tales actitudes no sólo se les pueden achacar a los efusivos optimistas a los que su inmutable gesto de felicidad les impide abrir los ojos. También en las altas esferas del saber se impresionan por los muchos títulos, los muchos e internacionales conocidos (esto vuelve al personaje muchísimo más exótico y, en consecuencia, interesante), las muchas clases, los muchos alumnos, aduladores y seguidores (a veces se confunden). No quiero decir –no se me malentienda, por favor- que los más encumbrados profesores, en su altísimo saber, se vean imposibilitados de encontrar aquellos oídos que puedan escuchar diáfanamente su necesario mensaje, sino que estos se conforman con la forma, sin atender al profundísimo contenido. Esto no es nada nuevo, es antiquísimo; ¡es tan viejo que la gente no usaba celular con muchas apps y rapidísimo internet por aquellos años! Indudablemente eran unos tontos por no tener cómo engalanar sus retratos con orejas mamíferas. Por allá del siglo IV antes de Cristo, un hombre llamado Protágoras, proveniente de Abdera, conducía ordenadamente con sus discursos a un grupo de aproximadamente treinta jóvenes de nuevo ingreso, quienes se desordenaban cuando el profesor tenía que dar la vuelta. Aquí lo sorprendente no es si el profesor les habla de algo verdadero o sólo los convence; ni el número de alumnos, pues en la actualidad hay quienes superan a Protágoras; tampoco el que ellos ansiaran aprender a convencer como estaban siendo convencidos; lo más impresionante es ver cómo las cantidades amplias se desordenan con más facilidad. No es fácil manejar un país. Ni siquiera es fácil manejar un equipo de futbol. Al momento de dar clases: ¿son necesarias las multitudes para reflexionar? Son necesarias si se habla al modo de Protágoras, no si se reflexiona. Hacerle zoom a una imagen sólo sirve si se le quiere observar con cuidado, no si se le quiere distorsionar.

Yaddir