La denuncia y el buen juicio

La denuncia y el buen juicio

Hace unos días apareció en el periódico español El país una entrevista hecha al antropólogo nacionalizado mexicano, Jean Meyer. La entrevista se enfoca en la situación electoral en que se encuentra el país. Las respuestas que ofrecía el antropólogo a las preguntas lanzadas por el reportero destacan por su lucidez, además de que propone una vía más real y menos ambiciosa (idealista) para solucionar algunos problemas. Evidentemente entre los temas que se trató en la entrevista, la corrupción, el narcotráfico, la violencia y el fraude (la simulación de la justicia) fueron abordados. Cuando llegó el momento de preguntar por qué es que los mexicanos no denuncian los atropellos, el antropólogo dice de una manera muy rápida, como queriendo pasar el trago pronto, que los mexicanos no denuncian porque ya saben que «no va a servir para nada”, terrible respuesta, por su cercanía con la verdad, además que dice mucho sobre nuestro ejercicio democrático: no practicamos el cambio. ¿Somos presos de la violencia? Sí, ¿hay salida? Sí.

No te preocupes lector, mi intención a partir de esta línea no es hacer propaganda alguna para las próximas elecciones. Mi intención es más modesta. Creo y veo que la violencia es un problema muy serio. Pareciera que estamos estancados, que somos prisioneros a la deriva de un mar caprichoso y sanguinolento. Inane parece cualquier intento que se ha hecho; ni siquiera cuando se juntan las grandes masas de personas para protestar y exigir se ha logrado algo duradero, real. El mar es un titán ¿cómo moverlo? Odiseo tuvo que vagar conociendo las costumbres de los hombres y sólo así pudo regresar a su amada Ítaca. Sólo conociéndonos, lector, podemos comenzar el camino para encontrar (pues nunca lo hemos tenido) el México que tanto anhelamos. Alguna vez creí que el hombre era capaz de conocerlo todo, pero hoy me doy cuenta que somos mortales, y que nuestra labor es igual de perene. El conocimiento no podrá ser nunca eterno o perfecto en el hombre, pero eso no es razón para abandonar el camino que propongo. Es motivo para hacer todo cuanto podamos por conocer y hacer algo de bien. No podemos –nadie después de Aquél puede– hacerles bien a todos los hombres, pero podemos interactuar con un buen número de ellos. Eso nos posibilita conocernos y comenzar con el ejercicio de buscar el bien entre muchos. La fraternidad está aquí. Este ejercicio no excluye a ningún hombre, la justicia no es elitista, aunque sí debe ser bien ordenada y lo más clara posible.

El ejercicio de conocer el bien, que me he permitido llamar también justicia, nos posibilita reconocer el mal. Es difícil articular un concepto de éste, pero al menos sí sabemos que es la perversión de lo bueno. El dolor de perder lo bueno, si bien no es expiación o resolución del mal, sí es motivo de cavilación, es decir, de reflexión. Reflexionar sobre el mal y el bien debería sacarnos de esta desesperanza con que Meyer nos ha identificado. No lo digo como anestesia ante la situación, sino como posibilidad de lucha directa. Denunciar sólo es muestra del sano juicio cuando reconocemos el mal. En México, denunciar parece ser una muestra de valor o una quijotada, es decir, un sinsentido, pero eso es porque creemos que lo único que hay es el mal. Ya no pensamos en el bien. Pues busquémoslo entre nosotros, no esperemos a un mesías o a un tecnócrata o a un iluso.

No dejemos todo a la deriva, seamos ingeniosos (justos) para llegar a tierra firme y salir de este terrible nada va a pasar.

Javel

Juicio

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Maldad

¿Qué es la maldad sino el ansia de dañar? ¿En qué consiste el engaño sino en hacer una cosa y simular otra? 

Sermón 353. San Agustín

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El estrecho moral

El estrecho moral

Es común olvidar que la discreción no es apreciada por los indiscretos, así como la prudencia no brilla como el oro para los apresurados, que se sacian con el cobre del error. La mayor parte de nuestras mentiras parecen inocentes porque nos complacemos en ellas. Hay candidez en la manera de contárnoslas, de elaborarlas, de seguirlas. La verdad moral nunca irradia inmediatamente sobre la inteligencia porque no depende de la percepción del ojo o el oído, aunque sean ellos los recursos para elaborarla. Por eso no es raro encontrar que la idea de lo pasional en el hombre se debata entre la intensidad y la moderación. Hay quienes rebaten dramas eróticos y quienes los aceptan acaloradamente, sufriendo siempre la inevitable consecuencia de los dramas: se ven en ellos. Esa es una asimilación moral. Por eso todo mundo corre a juzgar el arte poético a partir de la historia, la costumbre, la moda o los problemas personales del poeta. La asimilación moral más primitiva consiste en reconocer que las narraciones y la literatura hablan como lo hace una bitácora. Hay quienes están tan seguros de esa distancia entre su vida y los hechos de un relato que, dicen algunos, requieren de una intensidad desgarradora para que su esperanza ciega sea un poco sacudida.

Pasa desapercibido el arte de mirar las tormentas suaves de los problemas comunes. La sapiencia, se podría pensar, entra primero por cauterización. Pero, ¿no es ya algo doloroso el equívoco que se trasluce en nuestros juicios sobre la vida de los demás? La pasión también existe sin la necesidad de la tragedia. La comedia puede ser más que una enseñanza sobre lo deplorable y decadente que es el mundo. Puede enseñarnos la gracia del error constante en torno a nuestra propia naturaleza. Más allá de mirar la desgracia de la soberbia, nos ayuda a entender nuestros tropiezos en ella, sin exagerar hasta el suicidio de la vida burguesa. La discreción es un rumor que no alcanzamos sin mirar nuestras impresiones sobre los demás, que son el ingrediente principal del conocimiento moral, que es conocimiento de las costumbres en tanto ellas son maneras de lo humano. Ver más allá de la moda es la verdad del conocimiento moral.

Lo pasional de un enredo amoroso no reluce sólo en la tormenta. Los enredos son pasionales porque involucran los sentimientos de superioridad, la estupidez, la reticencia y el desconocimiento de uno mismo: las tropelías de la imaginación alrededor lo que es el buen sentido para el amor, que siempre es el personal. El secreto que aguarda ser descubierto se escabulle en nuestras propias narices. Las costumbres amorosas, entre la cursilería, los celos inconfesos y los reclamos a la dignidad muestran la bondad en lo risible. La intriga puede existir en medio de hombres civilizados. El hombre burgués extiende una risa complaciente ante la mera imaginación de lo anticuado que resultan los cumplidos, la deferencia social, y se acomoda plácidamente entre la libertad que el “descubrimiento” de su sexualidad conquistó para él. No sabe que ese dogma no puede eliminar la posibilidad de aprender que la discreción es, más que control de la privacidad, conducción adecuada de nuestras relaciones.

Esa conducción quizá sea, paradójicamente, lograda a partir de lo que muchos considerarían indiscreto: la mirada atenta. Por eso el mejor moralismo está envuelto en las miradas amplias, que rebasan el reojo o la captación inmediata. Inteligencia para la moral es inteligencia para las pasiones en tanto se entienden ellas incluso en la simulación del otro. La costumbre se convierte así en más que un acoplamiento a la regla de la tradición. Por eso reflexionar sobre ellas para mostrarnos su banalidad o su torpeza nos ayuda a conocernos, aun cuando nos sentimos ajenos a toda costumbre que se vuelva trinchera en el prejuicio, estando siempre a la vanguardia. Nuestra mocedad moral halla en los mejores espejos el revés de sus propias medidas, si se sabe mirar bien a los hombres, mirarse en ellos. Influimos en las vidas de otros; es irremediablemente ciego quien no lo reconoce. Nuestros juicios de los deseos, de los amores y odios de los demás demuestran nuestra posición moral. Eso hace que el amor sea siempre el escenario primordial de nuestros prejuicios y desaciertos; el amor en el que todo puede ser equivocadamente teatro del fuego en que nos consumimos por el despeñadero de la razón, o hielo en el que patinamos con nuestras irreverencias, e incluso bosque en el que caminamos en círculos por no saber marcar nuestros pasos. Tropezamos con el error de pensar que acertar es controlar la verdad sobre los demás y sobre nosotros, siendo a veces miopes ante nuestros propios sentimientos, apresurándonos y retrasándonos en ese camino que compartimos con otros. La discreción sabe leer la pasión en más de una clave.

 

Tacitus

La pérdida del juicio

¡Cuán dura cosa es decir cuál era

esta salvaje selva, áspera y fuerte

que me vuelve el temor al pensamiento!

Dante.

 

El progreso es un movimiento conformado por contradicciones, por un lado pretende facilitarnos la vida, haciéndola más cómoda y duradera; y por el otro consigue hacer de nuestras vidas un infierno al ponernos a trabajar en aras de lo que se necesita para progresar, lo que hace de una larga vida una maldición.

Los beneficios y los maleficios del progreso se notan con facilidad, basta con comparar cómo vivíamos antes y cómo lo hacemos ahora, y una vez hecha la comparación saldrá a la luz si éste es benéfico o no. Lo que no es tan notorio, o al menos no se ve con tanta facilidad es el criterio mediante el cual se ha de juzgar al progreso, quienes consideran que éste es bueno, lo hacen porque creen que lo mejor para el hombre es la seguridad de una larga vida llena de confort; por su parte, quienes ven en el juzgado algo maléfico para el hombre se fijan en lo que la seguridad de una larga vida y el confort hacen del mismo, señalando que las comodidades traídas por el progreso conllevan la conformación de hombres cada vez menos humanos, es decir, cada vez más sumergidos en la inacción que trae consigo el abandono de las pasiones y en la pasividad que trae consigo el abandono de la razón.

Decidir respecto a esta cuestión no es tan sencillo como parece serlo si consideramos que con una comparación basta, pues lo que muestran algunos como benéfico en el progreso le es propio al hombre como ser vivo, en tanto que éste buscará la manera de mantenerse con vida desde que llega a este mundo, y lo que señalan los otros como nocivo atiende al aspecto espiritual del hombre, en tanto que se ocupa de ver cómo es que lo material termina por disolver las pasiones y el pensamiento.

Si vemos con atención el problema de defender o juzgar al progreso radica en que los argumentos de defensores y críticos se concentran por lo general en un solo aspecto de lo que es el hombre, o bien se le consideran como un ser material o bien lo ven como un ser espiritual. Aunque bien pudiera ser el caso que sea las dos cosas al mismo tiempo, lo que también tendría que ser sustentado, en especial cuando tal unidad ya no parece aceptable fuera de la experiencia cotidiana, la cual tiene el problema de no ser muy confiable después de que la razón la juzgara como insuficiente.

Así pues, el juicio sobre las bondades o perjuicios del progreso requiere no sólo de nuestro conocimiento respecto a lo que sea el hombre, sino de la certeza que podamos tener sobre el conocimiento mismo.

El bosque en el que nos perdemos al tratar de ver qué es lo mejor para el hombre se va haciendo más oscuro, poco a poco se van perdiendo los rayos del sol y el horizonte se va junto con ellos.

Maigo.

Tan fea como el hambre.

De golosos y glotones están llenos los panteones

Se dice que no hay nada más feo que el hambre, el horror de un estómago vacío, que se agita y ruge sin cesar en solicitud abierta y constante de alimento, difícilmente puede ser superado por alguna otra imagen. Por terrible que nuestra imaginación presente ante nosotros a monstruos y quimeras, éstas nunca superaran al despertar que ocasiona el hambre, suceso capaz de hacer que nos movamos y nos alejemos de ensoñaciones y monstruosidades.

Quizá debido a la terrible tortura física que significa el hambre, es que la imagen de seres hambrientos es tan útil para mostrar la miseria humana. Tan miserable es aquel que no tiene para calmar la violencia de su estómago, como el que es incapaz de calmar la violencia de su alma.

Quien no come, sucumbe ante el hambre, y en ocasiones es por ella que justifica los actos más reprobables sin que esta justificación sea válida del todo, pues aún cuando Jean Valjean roba motivado por el hambre, ésta es incapaz de redimirlo a los ojos de su perseguidor, y en última instancia a la mirada de sí mismo.

De igual manera quien sucumbe ante las pasiones de su alma y actúa injustamente pensando que no puede dominarlas, no encuentra redención en mostrarse como un ser que padece y que se ve movido a hacer algo reprobable. De hecho el juicio que se hace sobre quien no es capaz de actuar justamente a pesar de sus pasiones, o de su hambre, será siempre el juicio sobre el modo de ser del juez y del juzgado.

En un caso el hambre y las pasiones fundamentan un acto, en el otro son incapaces de justificarlo; sea cual sea el juicio, queda de entrada claro que cualquiera de los dos casos el hambriento y el apasionado son vistos como seres incontinentes, sólo que en el primero la incontinencia es ingobernable por lo que no se elige dejarse llevar o no por el hambre, y en el segundo se elige actuar conforme a lo que se desea, ya sea alimento para el cuerpo o para un ego desmedido.

Cuando la incontinencia del que actúa injustamente es vista como la gobernante que somete al hombre, entonces el que juzga al hambriento o al apasionado que comete una injusticia, siente conmiseración y busca que el otro se rehabilite de tal manera que pueda seguir dando rienda a sus deseos, pero sin afectar a algún tercero. Cabe señalar que ésta rehabilitación parte del supuesto de que el incontinente está enfermo, lo que lo libera de toda responsabilidad sobre lo que hace o deja de hacer, de modo que ésta se ha de buscar evitando dolor a quien ha hecho algo injusto.

Pero, cuando se rechaza del injusto la justificación de sus injusticias fundamentada ésta en el poder excesivo de sus pasiones o su hambre, se ve en éste al responsable de lo que hace, es decir, se ve a un hombre que habiendo podido gobernarse decidió no hacerlo, de tal manera que más que ser tratado como un enfermo se le ve como merecedor de un castigo que le enseñe lo bueno de corregirse, si no a él a los que se ven tentados a sucumbir ante sus pasiones.

A final de cuentas el juicio sobre el hambriento o sobre el apasionado que hace o deja de hacer depende en última instancia de la comprensión que se tenga respecto al poder y a los límites de las pasiones y de la voluntad humana, misma que puede mostrarse en la manera de saciar el hambre de los jueces y de los juzgados.

 

Maigo.

El juicio sobre la maternidad.

Si preguntásemos a cualquier persona su opinión sobre Medea, lo más seguro es que ésta nos diga que el ser por el que preguntamos se caracteriza por su maldad y perversidad, pues sólo una madre desnaturalizada sería capaz de matar a sus propios hijos. Este juicio, si bien puede parecernos apresurado, no por ello es del todo errado o acertado, para ver con claridad si el juicio sobre la culpabilidad o inocencia de Medea es correcto es necesario ver de dónde sale éste.

Para comenzar con el examen sobre este juicio considero prudente ver las maneras como reaccionamos ante lo hecho por Medea. De entrada hay tres posibilidades, indiferencia, aceptación o rechazo, además de cierta confusión que se origina entre el rechazo y la aceptación absoluta.

La primera bien puede ser producto del desconocimiento de lo hecho por Medea, y suponiendo que hay conocimiento de lo mismo, bien puede originarse en la falta de interés que tiene la maternidad, pensada ésta no como el deseo de tener progenie, sino en la relación que se supone ha de tener la madre con sus hijos. Así pues, quien nunca se preocupa por ver cómo es que ésta relación puede ser óptima, en buena medida es incapaz de juzgar a una madre que mata a sus propios hijos.

Pero, también es claro que quien logra emitir un juicio sobre lo acontecido a los hijos de Jasón no necesariamente se ha detenido a pensar con calma en la relación que ha de tener la madre con los hijos que pare, más bien juzga desde su propia experiencia con la primera relación humana que se establece en la vida, es decir, con la relación con la propia madre y con lo que de esta relación espera.

Regresando a los modos de juzgar a Medea, vayamos al rechazo, que sería lo más natural que sienta quien considere que la relación madre e hijo supone el cuidado de la vida de éste por sobre todas las cosas.  Tal consideración tiene como punto de partida el razonamiento de que el amor materno implica un olvido de sí, lo que hace que la madre sea abnegada y prefiera cualquier cosa antes que ver a sus propios hijos sin vida y a ella convertida en una huérfana, pero esta manera de pensar al amor materno no deja de ser romántica y muy discutida por aquellos que consideran que la abnegación y el olvido de sí supone que el amor materno es injusto toda vez que el único que es beneficiado de éste es el amado.

Por su parte, aquellos que consideran que la muerte de los hijos de Jasón está más que justificada por las circunstancias en las que se encontraba Medea, juzgan desde una particular manera de entender al amor materno, en la cual no es necesario que la madre se olvide de sí misma para que efectivamente ame a sus hijos, quien ve desde esta perspectiva a Medea matando a sus propia descendencia, ve a una madre que sufriente evita a sus hijos las humillaciones que se desprenden de ser descendientes de la esposa rechazada ante los ojos de toda la ciudad.

Estas consideraciones respecto a la manera de juzgar lo hecho por Medea, no nos muestran con claridad si el juicio que sobre ella se emite es justo o no, ya sea de aceptación o de rechazo, pero sí nos muestra que para poder hablar con justicia sobre la inocencia o culpabilidad de quien ayudara a Jasón a obtener el ansiado vellocino de oro, es necesario pensar si el amor de madre necesariamente exige el olvido de sí, o la búsqueda por la conservación de uno mismo.

 

 

Maigo.