Amor y palabra

 

Amor y palabra

(Mi afición a Reyes II)

 

A 130 años del nacimiento

y 60 años del fallecimiento

de Alfonso Reyes

Amor y palabra: el lugar del hombre. Mejor, en la reunión del amor y la palabra se encuentra el hombre, sabe de sí, se conoce, se aclara… ¿se explica? Quizá no es para tanto. Mas el amante sabe que negar su amor a la palabra siempre lo oscurece, lo olvida. “Si no conociese a Fedro, no me conocería a mí mismo”, dice Sócrates. Por las palabras, los amantes se conocen. Por el amor, las palabras se dicen. Y por el amor a las palabras, que bien podríamos llamar poesía, sabemos privilegiadamente de nosotros mismos. Valga de ejemplo un ejercicio alfonsecuente.

En junio de 1909, Alfonso Reyes escribió el siguiente poema.

Amiga: por el noble silencio; por el alma

de las cosas silentes de la tarde, y el agua

 

quieta que se enamora de su inmovilidad;

por los labios que tiemblan en el valor de hablar;

 

por el hondo suspiro que se queda en el pecho;

por la yema que apunta en el tallo derecho

 

y, avergonzada acaso de los vivos colores

que ya siente, en la savia, dentro de sí, recoge

 

los pétalos que estaban por salir, y a la tierra

cae con su pudor y su esterilidad.

 

Por todas las estrellas cuya luz no miramos;

por aquella verdad interior que callamos,

 

(¡oh verdad que sólo eres verdad informulada!)

amiga, no dejemos hablar a nuestras almas.

 

No digamos, amiga, lo que sabemos. No

digamos ni a nosotros mismos esta interior

 

palabra. ¡Sí, podría ser eterno! lo sé

Lo siento… hoy duerme, hoy duerme ¡ah, no lo despertéis!

¡Callad que escucha en sueños lo que decimos dél!

 

El poema carece de título. De hecho, en el cuaderno donde se encuentra escrito, las letras iniciales de algunos versos tienen un trazo apresurado, como si delataran al joven que quiere atrapar la inspiración en la tinta. Son cuatro las palabras que están escritas sin titubeos, con una claridad notable del trazo: agua, inmovilidad, colores y recoge. Me llama la atención la seguridad en las últimas dos. Claramente no son consonantes. Se trata de una rima difícil. El joven poeta intentaba algo arriesgado. ¿De qué habla el poema?

El poema procede por comparaciones. Primero compara al silencio y al agua. En segundo lugar, la comparación se encarga de reunir el temor y los suspiros. Luego viene la imagen central: la flor. La tercera comparación es la de oscuridad y silencio. Y tras apelar nuevamente a la amiga, el poema presenta su desenlace. Parece sencillo.

¿Qué es “el alma de las cosas silentes de la tarde”? Simplón sería decir que es sólo una metáfora. Hay más. El poeta nos planta al final del día, terminando los quehaceres, contemplando lo hecho: el silencio satisfecho de haber cumplido un día más de labores. Frente a ello, “el agua quieta que se enamora de su inmovilidad”. ¿Acaso no es la descripción del alma satisfecha? Véase si no: la claridad de verse plenamente a uno mismo, de tenerse tan comprendido que nada en uno se mueve. Quizá la labor cumplida deja al alma parmenídea. ¡Aparente solución de la vida humana! Pero el amor… ah, el amor. Aparecen los labios temblorosos. ¿Cómo podría confesar mi amor? ¿Cómo arriesgarme a perder la tranquilidad del alma? Los labios temblorosos se parecen al íntimo tremor del suspiro sofocado. Suspiramos porque no nos atrevemos a hablar; temblamos silenciosos porque nos aterra la oportunidad perdida. ¿Dónde ha quedado nuestra tranquilidad?

El amante que no se atreve a confesar su amor semeja una flor que se marchita. Ahí está, primero, enamorado, la yema al punto de florecer. Sin embargo, le avergüenzan sus colores (¡ah, los colores del enamorado!), le apena la visibilidad de su pasión, la vida manifiesta en su deseo, la sensualidad de su querencia. La flor recoge sus propios pétalos: frustración de la vida: negación de sí mismo. Y al final, marchita, queda en el suelo pudorosa y estéril: cosa vana.

¿Podría haber sido de otro modo? Oscuridad plena del triste, mareo cósmico de la frustración. ¿Qué será de la luz de esas estrellas que no miramos? (“¿A dónde irán los besos que no damos?”, escuché en una canción; “¿dónde quedarán las llamadas que no son contestadas, los mensajes que nunca llegan?”, se pregunta una entrañable anciana en Nuestro mismo idioma). ¿Estamos condenados a la oscuridad o nuestra vida pudo haber sido luminosa? ¿Hay luz para quien calla la verdad interior?

Y ante las dudas, ante la posibilidad de ser eternos, o ante el miedo de serlo, quizá para evitar el riesgo, quien habla en el poema prefiere callar. ¿Por qué?

En abril de 1910, Alfonso Reyes realizó una segunda versión del poema. Lo intituló “Filosofía a Lálage”.

Duerme en la chispa frágil la palpitante fragua,

y en el fugaz intento nuestra fatalidad:

seamos, por el noble silencio, como el agua

quieta que se enamora de su inmovilidad.

 

¡Lálage! los destinos se enhebran ciegamente,

y, por lo que hoy se acierta, mañana se ha de errar:

amad, mejor que el gárrulo discurso y elocuente,

los labios temblorosos sin el valor de hablar.

 

Irrumpe lo que huíamos por lo que deseamos;

nos entra la derrota por nuestra voluntad;

amemos las estrellas cuya luz no miramos,

y, abajo de la roca, la sensibilidad.

 

Duérmase todo intento como se duerme un niño.

¿A qué abrir un destino como un ciego tropel?

Absórbase la sangre si cae en el armiño,

y no nos oiga el sueño lo que decimos dél.

 

El cambio, lo habrá visto el lector, es notable. Primero se introduce un título y desde ahí se llama la atención a un personaje. El poema, además, mejora formal y rítmicamente. Concentrado en cuatro estrofas, el poema conserva las comparaciones y añade el movimiento entre quien habla en el poema y a quien se habla en el poema. Parece que al sustituir a la cotidiana “amiga” por el personaje Lálage, las comparaciones no sólo son presentadas a la otra persona, sino que permite a cada comparación ir y venir entre los enamorados del poema: pasamos de la confesión amorosa al diálogo de los enamorados. Personificar a veces permite al hombre hablar con mayor claridad que en el discurso directo, pues ante la personificación no se está sólo ante la opinión del otro, sino ante la representación del carácter de otro. ¿Acaso la caracterización nos permitirá comprender el silencio?

Entre 1910 y 1913, Reyes siguió intentando la perfección de su poema. Sin fechar, pero posterior a la segunda versión, se encuentra otro “Filosofía a Lálage”.

Duerme en la chispa frágil la palpitante fragua,

y en el fugaz intento nuestra fatalidad:

seamos, por el noble silencio, como el agua

quieta que se enamora de su inmovilidad.

 

¡Lálage! Los destinos se enhebran ciegamente,

y por lo que hoy se acierta mañana se ha de errar:

amad, mejor que el gárrulo discurso y elocuente,

los labios temblorosos sin el valor de hablar.

 

Irrumpe lo que huíamos por lo que deseamos;

nos entra la derrota por nuestra voluntad:

amemos las estrellas cuya luz no miramos,

y bajo la roca, la sensibilidad.

 

Duérmase todo intento como se duerme un niño

y el destino sofrene, pasmado, su corcel:

absórbase la sangre si cae en el armiño

y no nos oiga el sueño lo que decimos de él.

 

Son pocos los cambios, pero importantes. El más notorio se encuentra en el verso catorce. Además, la puntuación se modifica con la presencia de los dos puntos en el segundo verso de cada estrofa, situando con mayor claridad las comparaciones. También es de resaltar la modificación del sexto verso, que al omitir las comas deja de ser fatalista. Y en la nueva versión del doceavo verso volvemos a mirar arriba. En una forma más refinada, el poema casi se va volviendo filosófico.

¿Quién es Lálage? Lálage es la enamorada del cantor horaciano en Odas I, 22. El poema narra un prodigio. Yendo Fusco por el campo entonando las canciones amorosas que le inspiraba su amada, un lobo apareció, mas no hizo nada al cantor. Al inicio del poema, el episodio se presenta como ejemplar de la fortuna del íntegro y el puro. Al final del poema, Fusco pide que se le libre de prodigios, se le libre de peligros, pues él seguirá cantando y amando a Lálage. Lálage es el amor de un cantor cuya integridad y pureza le vienen únicamente de amar. Horacio podría mostrar que hay un amor despreocupado que nos devuelve a la pureza. ¿Estamos, por tanto, ante un Reyes epicúreo?

En su discurso de ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua (9 de febrero de 1984), Tarsicio Herrera Zapién [Churintzio, 1935] consideró que en este poema don Alfonso volvía estoico “el epicúreo aire de su modelo”. Pues, evidentemente, la mofa posible en Horacio, parece reprobación en Reyes. ¿Pero no supone eso identificar a Reyes con el Fusco de su poema? Creo yo que Horacio tiene todavía más humor que el permitido por el epicureísmo: Fusco no es nombre de libre, sino de esclavo (su nombre viene del adjetivo para su color de piel). Si Lálage fuese mujer decente, la pureza de amor del esclavo sería pura inocencia (en el más despectivo sentido del término). Si Lálage fuese una (mujer) cualquiera, sobre todo una de la que tanto se habla (nuevamente pensemos en la etimología de su nombre), el amor del esclavo no debería verse desde la llaneza. La ironía de Horacio es más profunda. ¿La captó Alfonso Reyes? “El silencio es el pudor mexicano, nos entendemos a medias palabras”, observó en torno a este poema Max Aub [París, 1903-Ciudad de México, 1972] con su habitual juguetón silencio (Cuadernos Americanos, marzo-abril de 1953).

A mi juicio, el lobo de Horacio es el silencio de Reyes. La buena fama de integridad y pureza de quien se enamora de la mujer pública depende de las palabras del lobo. Publicar es la amenaza en Horacio. En Reyes, la amenaza es romper el silencio, pero no es una amenaza pública, sino privada. Quien habla en el poema de Reyes no va jactándose de su amor, sino que vive el amor entre palabras recurrentemente insuficientes y silencios recurridamente bochornosos. No hay integridad y pureza pública que cantar en el poema de Reyes. El amor alfonsecuente es privado. La Lálage de Reyes no es una mujer pública. Para don Alfonso, el amor no puede ser una sátira, sino que es la dedicación íntima a la felicidad. ¿Quién es, entonces, la Lálage alfonsina? Aquello que uno ama cuando no encuentra los modos de decirle plenamente, esto es con la claridad que da el autoconocimiento y el mutuo conocimiento, cómo es el amor. De la Lálage alfonsina no se habla entre el pueblo; su multitud de palabras nombra el constante esfuerzo por saber de nuestro amor y aclarárnoslo. Leamos el poema.

La estructura de la primera estrofa pone en relación las ideas separadas por los dos puntos. La primera idea es un símil: la vida humana siempre puede arder; vivir humanamente es ser capaz de amar. Una pequeña chispa encierra un gran incendio, como una tímida sonrisa podría encerrar todo un drama amoroso. La fragua es la posibilidad de encontrarnos en el fuego, como la vida común es la posibilidad de vivir sin la fatalidad del drama. Sin embargo, la mediación técnica que posibilita la fragua no tiene equivalente en la vida del enamorado: si en algo se controla a veces el enamorado es en el noble silencio. Mas el silencio alfonsino no es nihilista: sólo si podemos amar con nobleza podemos esperar las palabras del amado. El agua quieta es el alma que se ve a sí misma en espera, paciente: te espero a ti, te añoro, rompe el silencio para llamarme. La llama y la llamada se sugieren con la contraposición perfecta, en la estrofa, entre el fuego y el agua: todo fuego amenaza incendio, el ahogo palpita en el agua; ante la fatalidad, Reyes convoca a la nobleza para reunirnos cálidamente y refrescar nuestras vidas. La unidad de las ideas, como el amor, se muestra a la luz de lo mejor. ¡Estrofa perfecta!

La siguiente estrofa reúne los extremos del hombre; Lálage es la posibilidad del reconocimiento. Si uno no puede hablar de lo que ama, si uno no puede dialogar sobre su amor con quien se ama, los extremos colapsan al hombre y la reunión es imposible. Si la palabra nos permite reunirnos, los extremos encuentran una posibilidad. ¿De qué extremos se trata? Por un lado, el destino y su ciega hilandera. Por otro, la palabra y su abuso latente. Quizá más platónico que nunca, aquí reúne Alfonso a la palabra y al tejido. La reunión inadecuada, por no decir sofística, de la palabra y la vida produce el discurso del destino: historicismo. La desunión inadecuada, por no decir retórica, de la vida y la palabra produce el destino del discurso: hermenéutica. Sólo si podemos hablar para clarificarnos la vida y vivir para aclararnos las palabras, podemos esquivar la tragedia. Sólo porque algunos pueden hablar de su amor, sabemos que la nobleza es posible.

La tercera estrofa continúa la reflexión de la segunda, al tiempo que la amplía hacia un campo distinto. De no continuar la reflexión, el lector se quedaría con la impresión que para Reyes la nobleza de la palabra es solución suficiente de la vida. ¿Cómo podría serlo si lo que permite que los amorosos hablen está más allá de las manos del hombre? La voluntad y el deseo son muy propios, aunque no por ello planificables. La voluntad no es una determinación libre; el deseo no es una reacción. Deseo y voluntad son aquello por lo que el hombre se sabe llevado. Los amorosos son llevados uno al otro por algo más allá de ellos mismos. Porque el deseo no se agota en la propia vida, porque la voluntad del amante nunca se agota en sí misma, por ello el hombre puede aspirar a más. Sólo atisbamos lo mejor cuando el amor nos permite verlo. Así lo prueba el complemento de la estrofa. No miramos a los cielos para arrancar a las estrellas sus secretos; sino que buscamos las estrellas añorando la luz, como el enamorado añora la presencia de quien ama. No buscamos en la tierra para descubrir tesoros; sino que disfrutamos de este mundo por la vida, como el enamorado disfruta la presencia de la vida por quien ama. No hay cuaternidad posible: los amantes se encuentran entre tierra y cielo, entre la luz y los sentidos, atestiguando la maravillosa mediación que es ser más que uno mismo, amar y hablar de lo que se ama.

La última estrofa aumenta la complejidad, pues ya no habla sólo del encuentro de los amorosos, sino de su actividad misma. Por un lado, entre el niño y el armiño se vuelve a la pureza horaciana, pero en otro sentido: el amante ha de dormir mientras no está listo para amar, pero no puede esperar tanto como para que pase el tiempo del amor. El niño ha de ser amado; quizá no sabe amar. Las manchas del armiño son notables en invierno; quizá la mancha es la perdida oportunidad de amar. La oportunidad perdida es sangre: vida desperdiciada. La posibilidad futura es sueño: imaginación y oportunidad. Entre la vida y el sueño, la palabra. Sin embargo, algo no se resuelve en el poema, pues la palabra sofrenada no es igual al silencio cauto. ¿Qué es lo que nos hace callar ante el amor? Quien habla en el poema vuelve a callar, ¿por qué?

Antes del 10 de agosto de 1913, Alfonso Reyes encontró la versión definitiva de su “Filosofía a Lálage”.

Duerme en la chispa frágil la palpitante fragua,

y en el fugaz instante nuestra fatalidad:

seamos, por el noble silencio, como el agua

quieta, que se enamora de su inmovilidad.

 

Al remero del alma, que dé paz a los remos;

al destino, que frene de pronto su corcel.

Apaga el ansia, baja la voz, filosofemos,

y no nos oiga el sueño lo que decimos dél.

 

Alfonso Rangel Guerra [Monterrey, 1928] observó (Norma para el pensamiento: la poesía de Alfonso Reyes, tomo I, El Colegio de México, 2014) el desarrollo del poema como la clarificación de una idea: se necesita un momento de quietud para que la vida pueda ser entendida. Siendo la quietud semejante al silencio y el poema una invitación a la calma. ¡Vuelve el alma parmenídea! Siendo así, ¿dónde ha quedado el amor? Si el silencio alfonsino es renuncia al amor, el poema es un espejo nihilista. Si el silencio alfonsino puede ofrecernos una comprensión del amor, podemos hablar de un silencio noble. Leamos a Reyes.

La versión final de “Filosofía a Lálage” tiene, además del cambio estructural que Rangel Guerra explica muy bien, un cambio muy notorio y otro que no lo es tanto. En el último verso de la primera estrofa, Reyes introduce una coma que produce un interesante encabalgamiento: caída de agua, no espejo, sino cortina que el amor oculta. En la versión anterior decíamos que el agua quieta es el alma que se ve a sí misma en espera, paciente. Ahora, con el encabalgamiento, el alma no sólo se ve a sí misma, sino que reflexiona. El amante ha comprendido de sí la posibilidad misma del fuego: arde en el deseo de lo que ama. Sin embargo, es innoble arder en soledad. No es el alma la que contiene su propio fuego, sino es el enamorado quien se mira arder en las entrañas y resguarda su luz y su calor para llamar a quien ama. Con la sola coma, Alfonso Reyes ha hecho del alma la hornacina del amor. Ven, amémonos, rindamos juntos el tributo del amor al milagro de nuestra vida. No es quietud ni sosiego, es pasión ennoblecida. Eros, el destructor de los trágicos, es aquí quien nos despliega las alas.

El cambio más notorio de la versión definitiva es la conformación de la estrofa final. Reyes comprendió que el silencio cauto y la palabra sofrenada entraban en contradicción. Si bien la vida humana no puede evitar las contrariedades, no por ello el arte habría de producirlas. Desaparecieron el armiño y el niño; es decir, ya no se está a expensas del tiempo (nótese el instante por el intento en el segundo verso), ya no se posterga al amor a nombre de un confiable mañana. En su lugar, aparecen el remero y el auriga. El alma es una barca; el destino es un carruaje. Reyes deja de lado al alma parmenídea. El alma es llevada por la vida como la barca es llevada por la corriente, mas el enamorado lleva remero, alguien más que dirige el alma más allá del puro fluir, a los brazos que son puerto seguro, por los ojos que son único faro, para arribar al abrigo de los labios. Sin embargo, Reyes pide al remero paz y al auriga freno. Se trata de un amante que no quiere encallar. Y el único modo en que el amor no encalla, descubre don Alfonso, es evitando el silencio, evitando callar: ¡filosofemos! Hablemos y no dejemos de hablarnos. Hablemos de nuestro amor porque ese es también un modo de amarnos. A la tentación constante del silencio, a veces del ruborizado que no se atreve a confesar, a veces del incendiado que no haya qué decir, a veces de quien cree que sólo la caricia es elocuente, el poeta Alfonso Reyes opone el amor a la palabra. Para que el amor no nos destruya, para evitar el nihilismo, amemos el amor y amemos la palabra. ¿Qué palabra? Esa que nos hace dichosos. ¿Y quién es el dichoso? Dichoso el que sí ama, pues en la cercanía de su amor encuentra a dios entre sus brazos. Alfonso Reyes logró, en su “Filosofía a Lálage”, decir en voz baja el amor noble. ¿Acaso en medio de nuestro estruendo todavía tendremos oídos nobles?

Námaste Heptákis

 

Coletilla. “Mi voluntad dormita bajo la superficie brillante y negra de una taza de café”. Julio Torri, a 130 años de su nacimiento.

La idea de la vida

La idea de la vida
(Contra el realismo)

 

La idea de la vida hizo de Pedro Henríquez Ureña un maestro regañón. No fue Henríquez Ureña un mero maestro, sino que intentó ser siempre un maestro ideal: un contagiador de ideas vivas en la charla con sus discípulos y un alentador al ideal en la vida con sus amigos. Pedro contagiaba lecturas leyendo, inoculaba ideas ideando, infundía la vida viviendo. Fiel a su estilo, Pedro Henríquez Ureña regañaba regañándose, pues sabía que las faltas de sus amigos mostraban las propias faltas al educarlos, que las debilidades que ellos mostraban le exhibían debilidades propias al intentar formarlos, que regañaba los alejamientos del ideal porque lo alejaban cada vez más de lo ideal. Si fue regañón el maestro Pedro Henríquez Ureña, lo fue porque así vivió la idea.

En 1913, el grupo del Ateneo de la Juventud se hallaba desperdigado a causa del polvorín revolucionario. En París, un destemplado Alfonso Reyes escribía a sus amigos buscando consuelo a sus penas, compañía contra su soledad y certeza ante su incertidumbre. Tras varias cartas que imploraban auxilio, el maestro Henríquez Ureña le contesta severo a Alfonso: “No he querido escribirte antes porque he creído que lo mejor para ti era olvidarte de México y llenarte de Europa. Desgraciadamente tus tarjetas demuestran lo contrario. Lo siento. No debemos hacerte falta por allá: acostúmbrate a preferir aquello, aun con los inconvenientes de la soledad (que yo conozco)”. Y tres días después, el 23 de octubre, cetrino añade: “Tu carta me confirma en la idea de que debo aconsejarte no pienses en México ni escribas apuros. ¡Tú que nos dejabas aquí sin compañía tan a menudo, ahora la echas de menos! Todo se paga, Lampuga. Por mi parte, te diré que no te hemos echado de menos ostensiblemente, y yo (¡oh escándalo!) ni siquiera interiormente. Hemos tenido tal cantidad de preocupaciones que no ha habido tiempo de echarte de menos, y cuando me acuerdo y nos acordamos de ti, sólo surge el unánime contento de que estés lejos. Egoístamente me alegro de no haber sentido soledad de ti, porque esto me indica que soy, como antes, reacio a los hábitos”. El alma de Reyes, seguramente, experimentó el dolor del regaño: su maestro cercenaba sus sentimientos para que él pudiese entregarse al ideal en la nueva situación. Cualquier otro, no Pedro, hubiera compadecido a Alfonso, le hubiera acompañado a llorar, le hubiera consolado las tristezas. Pero Pedro, no cualquiera, le prohibió llorar a Alfonso, le canceló las tristezas, y lo condicionó a que, de insistir en ellas, al menos las elevara a la altura del arte. El maestro Henríquez Ureña renunció a la cercanía del discípulo Alfonso Reyes para que la amistad contribuyera al ideal. La severidad de Pedro compensó a la levedad de Alfonso y el talento se aquilató en muchas líneas inolvidables. El regaño del maestro Henríquez Ureña impidió que los sentimientos de Alfonso Reyes se desperdigaran en un torrente irracional y logró que irrigaran la poesía desde las raíces.

El 13 de agosto de 1914, el maestro escribe a otro discípulo: Julio Torri, el mejor amigo de juventud de Reyes: “Alfonso está contentísimo en Europa. Yo le escribí contra sus preocupaciones y le exigí que saliera a la calle de noche”. Pedro regaña al par de amigos para que dejen de inflamar sus penas con palabras mediocres y orienten sus talentos a las palabras mayores: que la amistad exhorte a la virtud, y no que conforte al vicio. Un mes antes, Henríquez Ureña le reprendía severo: “México me desconsuela cada día más. Miro con horror hacia allá y me animo en el propósito de no volver por ahora. Sobre todo me espanta la idea de que ustedes se han resuelto a la inacción y a la ocultación. Sé que nunca se ven. Sé que tú, y Urbina, y González Martínez, no dais clase en Altos Estudios ¡Y yo que he ponderado tanto las clases! En ti, ya me lo imagino, sigue obrando la influencia deplorable del escéptico… No diré más; es inútil que yo pretenda desde aquí influir contra la costumbre mexicana del escondite”. Pues Torri, talentoso pero disipado, se negaba a trabajar: en lugar de escribir, borraba; en lugar de corregir, huía. Pedro le incitaba a trabajar para el espíritu, a pesar de que Julio insistía en la pesadez de los días, la turbulencia de los problemas y la poca salud de los amigos. Interesante, además, que al regaño del maestro el discípulo minucioso contestaba como no contestaba el caballeroso Reyes: “No creas que sigue obrando en mí sus efectos la deplorable influencia que dices. […] Eres injusto en pensar que yo soy un amigo egoísta y sin generosidad. Me entristece esto profundamente”. A lo que el maestro, cortante, reiteraba el regaño y cambiaba de tema: “Creo que ha sido desidia tuya para dar la clase la causa de que Erasmo [Castellanos] haya quedado en el lugar de Alfonso [Reyes] y mío. ¿O me equivoco, y tú has dado clase? Dejemos lo enojoso; me desagraviaré escribiéndote como siempre”; Pedro no discutía en vano, sino que daba al tiempo su maduración para mostrar las cosas. ¡Si Torri hubiese escrito cuanto Pedro le exigía! Mas a juicio de Henríquez Ureña el egoísmo de Julio Torri consistía en creer que de la amistad se cuida más atendiendo a los amigos enfermos que escribiendo para la salud espiritual. ¡Ojalá lo entendieran los lectores de Torri que se niegan a escribir!

En la generación más joven, los regaños de Henríquez Ureña también fueron severos. En uno de los más bochornosos pasajes de La estatua de sal, Salvador Novo nos cuenta un regaño merecido. Debido a sus excesos, Novo se sometía a un tratamiento de reconstrucción anal por el que debía portar en el ano un algodón durante todo un día. Al visitar a Henriquez Ureña, y tras ser reprendido por sus malos deseos, Salvador abandona la oficina de Pedro y describe: “no me di cuenta de que al retirarme había resbalado hasta el suelo el algodón que horas antes había depositado en mi grieta el doctor Voiers: un cuerpo del delito que habría de enfurecer al burlado Pedro y de trocar en la más combativa, furiosa enemistad, los favores con que antes me abrumaba”. Novo, contrario a Reyes quien aprendió de los regaños, y a Torri quien aprendió pero tarde, hubo de pagar las consecuencias de soliviantar el regaño. Meses después, la joven generación, el grupo de amigos de Salvador Novo, pasaba de los divertimentos de un círculo del infierno al otro: “Me apresuré a compartir con Xavier [Villaurrutia] y Delfino [Ramírez Tovar] mi descubrimiento de un nuevo goce. El recetario a mano de mi tío Manuel me hacía fácil hurtarle una hoja, escribir «Rpe. Clorhidrato de cocaína, 1 gmo.» y un garabato por firma. Cualquier botica surtía la receta: a 2.50 pesos el gramo de la más pura cocaína. Aunque empezábamos los toques en algún recinto cerrado, la hiperquinesia nos lanzaba a caminar sin tregua ni fatiga por las calles; a hablar, drenados de toda mezquina necesidad: hambre, sueño. Los actos sexuales pasaban a segundo término. El goce estaba en aquella exaltada nerviosidad, en aquella cenestesia depurada, superior y magnífica que afinaba hasta el paroxismo todas las percepciones y disecaba las metáforas más inesperadas y lúcidas cuando elaboraba, bajo los efectos de la droga, poemas que el insomnio lleno de estruendosas palpitaciones cardiacas pulía en mi mente”. Metáforas disecadas, poemas carrasposos, estruendos y escándalos que acabaron con poesías posibles, que deterioraron el ideal para no hacer frente al regaño, que enviciaron la amistad para que en lugar de ser incitación a la virtud fuese invitación al vicio. Novo aprendió a usar a sus amigos como pretextos; y terminó la vida sin amigos. ¡Qué hubiera sido del más poeta de sus amigos, Xavier Villaurrutia, si Novo hubiera sido un mejor amigo! Para ser el poeta ideal, ha de vivirse la vida ideal; negar el ideal a la vida es negarle el ideal a la poesía; y Villaurrutia fue excelente para escribir la muerte.

De esa generación, aunque unos años mayor, Daniel Cosío Villegas también fue regañado por Pedro Henríquez Ureña. Contrario a los poetas que vivían en la disipación del espíritu, los académicos sobrevivían en la disipación de las ideas. Pedro se lo sabe decir perfectamente a Daniel en una extensa carta del 12 de noviembre de 1925, y en un párrafo sintetiza la esencia del regaño contra la disipación intelectual y del exhorto a la idea de la vida: “Por mi parte creo que tus artículos adolecen de vicios graves. Ante todo: no se sabe adónde van, ni se comprenden tus orientaciones fundamentales. Te contradices. Los artículos resultan, así, series indefinidas, amorfas, de observaciones casuales, unidas por el acaso. Hay una unidad, sí: la del mal humor. Siempre estás disgustado. Siempre te parece mal todo en México. Y hay que ponerse en guardia contra la tendencia a encontrárselo todo malo, porque entonces, no sirve uno de nada. Me gustaría que te pusieras a buscar a fondo qué piensas, como fundamento general, de todas las cosas. Significa, como comprenderás, los cinco o seis problemas fundamentales del hombre. Hasta llegaría a desear que escribieras, en quince o veinte páginas, la definición de tus ideas filosóficas y sociales; pero eso sí, esas páginas no debes cometer el error de publicarlas. No las publiques, pero cuando hayas definido así tus conceptos, debajo de todo lo que escribas se descubrirá la unidad. Ahora no la posees, porque nunca te has preguntado lo que realmente crees, sino que provisionalmente, al escribir, improvisas el background ideológico en que te colocas y de cuando en cuando lo cambias. ¿Temerás que definir tus ideas te ate a ellas? Sólo te atarán mientras realmente pienses así; cuando cambies, te darás cuenta de que realmente cambias. Resumen: hasta ahora, no tienes propiamente ideas, sino emociones. En eso eres de la familia mexicana de Caso y Vasconcelos, naturalezas emocionales que se han pasado la vida tratando de definir lo que piensan y a cada rato destruyen lo que antes afirmaron: Vasconcelos, escribiendo, con trechos de años; Caso, en la conversación, a todas horas: escribiendo se mantiene en mariposeo prudente, de mariposa que no se quema porque cuida de no acercarse demasiado a la luz, a la luz de la verdad. Alfonso Reyes, en cambio, nunca ha definido sus ideas en conjunto, pero su obra revela unidad. Y eso que también tiene emoción. Pero no teme a la verdad, y deja que las ideas se le maduren interiormente”.

El amigo que debe irse lejos para servir al ideal, el amigo que debe ponerse a trabajar en el ideal para servir a la amistad, la amistad que debe trabajar por la vida y la vida que debe entregarse al ideal, todo ello encuentra unidad en la maduración interior que el maestro Pedro Henríquez Ureña llama amor a la verdad. ¿Estamos a la altura del ideal?

 

Námaste Heptákis

 

Escenas del terruño. El pasado 2 de junio, la UNAM entregó el reconocimiento Autonomía Universitaria a ocho personalidades que han fortalecido la autonomía de las instituciones de educación superior. Las personalidades fueron: Justo Sierra, dos integrantes del comité de huelga de 1929, Ignacio García Téllez, Manuel Gómez Morín, Ignacio Chávez, Javier Barros Sierra y Guillermo Soberón. Me llama la atención que los directivos de la UNAM han olvidado a Antonio Caso, sin duda el padre de la autonomía universitaria junto a Gómez Morín. Caso, por desgracia, no se presta a las caravanas políticas, pues no representa a ninguna ideología; al contrario, es uno de los hombres que con más claridad advirtió los perjuicios de las ideologías en México. La UNAM lo tiene tan olvidado que ni sus obras tiene en venta.

Coletilla. El pasado 3 de junio, en Reforma, Jesús Silva-Herzog Márquez publicó el interesante ensayo “Tinta y pixel” que comparto a continuación.
Nos han dicho que el libro es solamente el recipiente de la escritura. Tan libro la edición antigua e ilustrada del Quijote como la pantalla en la que fluyen cada una de sus letras. Leer en kindle es una experiencia idéntica a leer en papel, nos dicen los entusiastas de la novedad. Los signos comunican el mismo mensaje así estén inscritos en piedra, en papel o en tijera. Absurda nostalgia, la del lector que se aferra a su fetiche estorboso, pesado, grueso y polvoso. Las ventajas son innegables. Se puede cargar una biblioteca en la bolsa sin cansarse el brazo. Los entusiastas empiezan a ver las librerías como tiendas de antigüedades. Se ríen de la única función de esos arcaísmos: solo un libro contiene un libro. Ese volumen de Moby Dick cuenta solamente un cuento, mi kindle, dirán presuntuosos, tiene a la ballena y al submarino, al astronauta y a la bruja.
Resulta que la experiencia no es la misma. Que el medio no es transporte inocuo de las letras. Quienes nos aferramos al papel no lo hacemos solamente por añoranza del peso y los olores, sino por advertir un tipo de vivencia, por honrar un vínculo con el texto, por practicar una gimnasia dactilar que termina por acercarnos de un modo peculiar a los símbolos. Cualquier lector sabe que su edición es un puente único a la lectura. Entiende bien que la tipografía y la disposición de los espacios, que el grueso del papel y la imagen de la portada marcan el cortejo de su lectura. El «dispositivo» en el que leemos marca la experiencia lectora. No es lo mismo leer en la pantalla que en el papel.
Maria Konnikova publicó hace un año un artículo en el New YorkerBeing a Better Online Reader«, 16 de julio de 2014) que vale rescatar. El cerebro reacciona de modo distinto a la palabra «casa» cuando está escrita en papel que a la misma palabra escrita en una pantalla. Podría decirse que, en pantalla, la palabra es la fachada y en papel es la fachada y la cocina, la alacena, la recámara y sus cuadros. La fisiología de la lectura importa. No puede pensarse que los elementos tecnológicos del libro sean irrelevantes. Un libro tradicional tiene una entidad física que llama a cierta postura, a ciertos ejercicios manuales. El texto avanza gracias a nuestros ojos y nuestras manos. No se escurre angustiosamente por una ventana, permanece con tranquilidad en su sitio. El párrafo que nos cautiva está siempre en su sitio. Por eso recordamos que ese pasaje estaba en la zona baja de una página impar. Tal vez no recordamos el capítulo pero ubicamos ese territorio.
El argumento de Konnikova es que, a través de la pantalla, apenas rozamos la lectura. Nos quedamos en la superficie porque tendemos a brincotear. El papel, por el contrario, nos exige una concentración mayor. Nos invita a profundizar, a penetrar los significados que se encierran entre las tapas de un libro. Eso: el libro es un paréntesis del mundo. Estudios que la escritora cita lo demuestran. Un experimento dio a dos grupos del mismo nivel escolar y de calificaciones equivalentes el mismo libro en dos formatos. Un grupo leyó en papel y el otro en e-book. Quienes leyeron en papel comprendieron mejor lo que el libro decía, los lectores electrónicos se quedaron en la superficie del texto.
El mosquito que ronda la oreja de nuestra era es la distracción electrónica. La información de todo, accesible todo el tiempo, la comunicación perpetua, con todo mundo. El papel, silencioso y quieto, es un espacio de resistencia.