¿Cómo han pasado los años?

¿Qué es la edad? La pregunta tiene la cualidad de nunca ofrecer una respuesta satisfactoria, mucho menos una que pueda compartirse. Eso nos hace sospechar que se trata de una pregunta importante. La hacemos una vez, luego otra, creemos poder saber lo suficiente para responderla, pues el incremento de años en nosotros (de edad, se dice constantemente) nos vuelve más propensos a la arrogancia de creer que sabemos tanto de la vida que tenemos respuestas como monedas, pero aumentan los años y aumentan las dudas. Un corazón joven ha pasado la medición de cincuenta años como se cierra la juventud en otro a los cinco. Ambos bombean sangre; ambos viven. Pero es obvio que algo los distancia, que algo visiblemente los distingue.

Como toda medición, la edad no está exenta de nuestra arrogancia de querer controlarla. Creemos que se tiene poca edad por hacer lo que el común de los jóvenes hace. Es joven quien sale a tantas fiestas como la cantidad de enfermedades con las que carga. Se cree que no se carga con mucha edad porque se parece de pocos años. Las cremas, tratamientos, maquillajes, tintes, suplementos alimenticios, hilos, inyecciones y cirugías pláticas controlan nuestra edad como propician nuestro ahorro. Las estratagemas rejuvenecedoras a veces funcionan, pero sólo en apariencia. El alma no puede rejuvenecer. Hay cualidades que no podemos controlar. Por eso resulta tan extraño el adulto-joven (en México usamos el oxímoron chavorruco para referirnos a ellos) entre los que tienen el alma joven.

Si bien es difícil saber qué es el alma y qué el cuerpo, pues nunca sabemos dónde empieza una y dónde termina el otro, o cuál función claramente es de uno y cuál de otra, una cirugía plástica no quita años más que a las fotos. La persona de cuarenta años no va a tomar una decisión como la que tomaba a los treinta porque una cirugía o cualquier otro tratamiento le hayan ayudado a verse como si tuviera esa edad. Esa alma ha tomado decisiones que la han cambiado, pese a que pueda no aparentarlo o manifestarlo en su cuerpo.

El misterio de la relación del alma y el cuerpo podría pensarse preguntando ¿qué es la edad? Pero eso, por más que suene a tema temido por su extrema complejidad, no lo vuelve absolutamente incomprensible. Porque esa pregunta no tiene que ver con el febril afán de rejuvenecer. Sino con entender qué clase de vida se ha llevado; qué circunstancias son decisivas para comprendernos; cómo nos conocemos a nosotros mismos a partir de lo que hemos querido hacer. Aquí ya contradije algo que dije previamente, pues hasta el chavorruco podría ser joven si se autoconoce lo suficiente como para saber que es bueno para él ser chavorruco (aunque esto podría sonar contradictorio). ¿Habrá quien ame ser chavorruco? Tal vez la edad se relaciona con lo que amamos hacer; lo que amamos hacer, lo que sabemos que es bueno hacer, no es una cuestión de vanidad. El amor, finalmente, es uno de los misterios que principalmente se manifiestan en la misteriosa relación entre el cuerpo y el alma. El amor nos ayuda a entender lo que somos.

Yaddir

Primavera juvenil

La juventud cruza los diálogos platónicos. Gimnasios, festines, ágoras están plagados de conversaciones y mancebos. En ocasiones aparecen como soles del diálogo: toda la atención y acción gira en torno a ellos. Son interlocutores, objetos de fascinación, interés, atracción. Cármides deslumbra a los circuncidantes. Fedro ilumina a todo el que lo ve; quedan admirado por su belleza y aparente brillantez. Sócrates permanece afuera de su amada ciudad por dialogar con él. Su preferencia por los muchachitos atizó una de las acusaciones en contra suya. Para lectores contemporáneos dicha atracción fue una travesura o parafilia. Como todo gran genio, tiene excentricidades. Si los bigotes de Dalí fueron tallos de flor, Sócrates fue un viejito incontinente. O los personajes célebres en su contexto: Sócrates es el ejemplo de la pederastia cotidiana en la antigua Grecia.

El principio del Laberinto de la soledad ofrece una imagen hermosa: inclinado sobre el río, el adolescente mira el rostro deformado que aflora desde las profundidades y se convierte en conciencia interrogante. No se reconoce como lo que fue, no sabe lo que será; se transforma en problema y pregunta. Navega en la incertidumbre, en una tempestad, pero finalmente ha partido de la ribera. Es un joven que se cuestiona e intenta descubrirse. La condición erótica no garantiza futuros ciertos. La adolescencia es la coyuntura para esta navegación, aunque no es exclusiva. Tampoco las edades son condiciones necesarias; sería absurdo pensarlo. Alguna vez supe de un maestro de ochenta y tantos años con un espíritu más erótico que todos las promesas de su salón. La jovialidad y libertad propia del eros juvenil refulgía entre los espectros.

Los jóvenes no sólo se distinguen de los mayores por las arrugas o su coqueteo con la hiperactividad. Se caracterizan por su libertad e incertidumbre. Usualmente trazan distancia con su familia y tratan de pertenecer a un grupo (un sinfín de intentos de psicólogo se engolosinan con esta idea). Muchos llegan a preguntarse quién son y buscan su identidad. Tratar de pertenecer es otra expresión de esa búsqueda. Pueden reinventarse en actitudes, costumbres, ideas. Para el hombre nada está escrito; en la juventud esta verdad brilla con más esplendor. Hay mayor posibilidad de que los adultos se aferren a sus costumbres e ideas. La ortodoxia aprisiona su porvenir. Las ideas, arraigadas en la médula, anidan hasta trastornarse en prejuicios. El corto plazo conforma su horizonte y la rutina adormece su espíritu (en vez de provocarlo). Más desprendidos, arrojados, los jóvenes tienen oportunidad para descubrirse. Edad idónea para la introspección. Sin embargo demasiada búsqueda puede desembocar en una rebeldía necia o en dispersión fangosa.

El espíritu juvenil subyació en los movimientos estudiantiles de 1968. Diferentes países, diferentes contextos, similitudes en los protagonistas. Octavio Paz tiene un comentario muy atinado en cuanto al movimiento mexicano: fue más parecido al de Europa Oriental contra el comunismo. Lejos del afán incendiario de la protesta francesa, los estudiantes mexicanos confrontaron a la estructura estéril de la burocracia. O en ojos de Paz: intentaron revitalizar un sistema con esclerosis. La apertura democrática parecía un sueño realizable. Cada indignación, cada protesta, la marcha del silencio, inquietudes externadas por sectores inconformes de la sociedad, como los ferrocarrileros, hacían creerlo. Sin embargo acaeció la represión. El manotazo del Partido Oficial no destruyó solamente la organización civil o la libertad de expresión. Aplastó el intento por erotizar la vida pública. Como predijo González de Alba: Tlatelolco ya se olvidó (sería imprudente como ofensivo confundirlo con la matanza de las Vegas o la masacre de Allende). Hasta la señal de victoria ya nos la arrebató Fox.

 

Perenne Juventud

 Por lo general el peor enemigo de un tirano es un bebé indefenso. Heródes mandó matar a los niños de Belén; y antes que él un faraón ordenó la muerte de primogénitos inocentes con tal de mantener desanimado a un pueblo; ambos actuaron por miedo y ambos pensaron en deshacerse de lo que representaban los niños indefensos, que por muy desarmados que estén siguen mostrando al tirano el inevitable paso del tiempo, y junto con ello la menos evitable llegada de la muerte. Pareciera que ahora no hay tiranos de tal talante, los regímenes cambian y se dice que estos son por mucho más justos a los de antes. Sin embargo, aún hay algo tiránico en el corazón de los hombres, y eso mantiene el miedo que se tiene a la llegada de niños indefensos y más aun al paso del tiempo que representa su arribo a este mundo.

El deseo de ser siempre joven, fuerte y poderoso es propio del tirano, no importa si se trata de quien manada matar niños para no verse viejo a su lado, o de quien simple y llanamente procura comportarse como tal para negar el inevitable paso del tiempo. La mayoría no puede deshacerse de aquellos que por más jóvenes ya no son contemporáneos, de modo que la mayoría de los ávidos de juventud optan por comportarse como niños.

El niño indefenso necesita atenciones y cuidados, el joven que quiere ser eterno, se busca de los otros atenciones y cuidados, no siempre los obtiene por lo que no será difícil verlo hacer berrinche y justificar el mismo aludiendo a una depresión. El niño empeña fácilmente su palabra, en especial cuando el cuidado por la palabra es deficiente a su alrededor, con la misma facilidad con que la empeña, la rompe; el joven que ya no lo es tanto, pero quisiera serlo, empeña con facilidad su palabra, se compromete y pretende que los demás lo hagan, pero pasado un buen tiempo se olvida de lo que debe hacer y se queja del olvido de los demás.

El deseo de ser joven eternamente lleva a muchos tiranos que parecen hombres a vivir como niños, y a esperar de los otros, algunos también jóvenes tiranos, el comportamiento de adultos que ellos mismos no son capaces de tener.

Maigo.

El retoño

“Y morirme contigo si te matas

y matarme contigo si te mueres,

porque el amor cuando no muere, mata;

porque amores que matan nunca mueren.”

Joaquín Sabina

Fue por diciembre que nació Panchita, cuando todavía no hacía demasiado frío como para que éste se le colara entre sus endebles huesos. Siendo la menor de seis hermanos, resultaba comprensible que su mama tendiera a protegerla sobremanera. Panchita disfrutó de este excesivo cuidado maternal todo lo que duró su infancia, pues no hay nada mejor para un niño que ser el centro de gravedad en torno al cual gira el mundo de sus padres. Es cierto que don Miguel, su padre, la adoraba, de eso no cabía la menor duda, pero era doña Juana quien le procuraba los mimos más dulces y tiernos a Panchita, la cual vivía feliz siendo la niña de sus ojos.

Sin embargo, aquel paraíso infantil se convirtió en el peor de los purgatorios cuando la atención de doña Juana comenzó a sofocar a Panchita, pues, llegado el tiempo, aquel menudo y torpe botón se abrió de par en par para dar paso a una preciosa y delicada flor de formas exquisitas y delicioso aroma que capturaba la mirada de cualquiera que se cruzaba con ella. Esto no le hacía ni pizca de gracia a doña Juana, quien pronto le prohibió a Panchita salir de casa y si tenía que hacerlo, ella la acompañaba a sol y a sombra, pues no iba a dejar a su retoño a merced de aquellos zánganos que la pretendían. ¿Qué tal si alguno la hipnotizaba con su zumbido y se la llevaba lejos, muy lejos de allí, de ella? No, eso simplemente no podía permitirlo.

A don Miguel le preocupaba la actitud de su mujer, pues aunque Panchita era una joven casadera bastante codiciada, si seguían dejando que el tiempo transcurriera sólo conseguirían que pronto se quedara para vestir santos. Dios no lo quisiera, pero si él llegaba a faltar y Panchita no se había casado para entonces, ¿qué sería de ella? ¿Quién se encargaría de su bienestar? Más aun, si esto sucedía, ¿cómo podría él partir de este mundo con semejante cargo de conciencia que no lo dejaría descansar en paz en su tumba? Claro que a doña Juana no le importaba en lo más mínimo que Panchita se quedara soltera, pues de esa forma su hermoso retoño no la abandonaría jamás.

Pese a que a Panchita la llenaba de gran ilusión casarse y formar su propia familia, como a toda joven mujer de su época –y como ya también habían hecho sus hermanos mucho antes que ella–, se sometía al yugo de doña Juana sin quejarse, pues al fin y al cabo se trataba de su madre. Sin embargo, no alcanzaba a comprender por qué si ella juraba quererla tanto como decía, le causaba tremendo daño con semejantes peticiones. No es que Panchita no quisiera a su madre, por supuesto que la amaba, tanto así que estaba dispuesta a sacrificar su propia felicidad para ver feliz a doña Juana, pero no podía evitar preguntarse por qué su madre no podía hacer lo mismo.

Resignada a este aciago destino, Panchita comenzó a vestirse como una auténtica solterona, lo que provocó que varios de sus pretendientes perdieran interés en ella. Así, Panchita se dedicó en cuerpo y alma a cuidar a sus padres, en especial a doña Juana, quien a pesar de haber logrado su cometido no dejaba de asfixiar a su hija con las mismas obsesivas atenciones de toda la vida. Panchita soportaba en silencio esta pena y hasta había aprendido a querer la vida que ahora llevaba; no obstante, había veces que, no sin culpa, deseaba la muerte de su madre para entonces sí poder dedicarse a la suya por completo. Para su infortunio, sus padres habrían de vivir mucho tiempo más, por lo que pronto aquella flor se fue deshojando hasta perder por completo su color.

Aunque ambos gozaban de buena salud, don Miguel auguraba que moriría antes que su esposa, con lo que dejaría a Panchita a merced de doña Juana y de cumplirse su presentimiento, no necesitaba tener una bola de cristal para saber que la vida de su hija terminaría siendo un completo infierno si la dejaba sola en este mundo con esa mujer, su mujer, a menos que él pudiera hacer algo para evitarlo. Conforme pasaba el tiempo, más le urgía a don Miguel encontrarle una solución a Panchita, quien le decía que no se preocupara, que ella era feliz sirviéndolos a ellos y que ésa era su vida ahora y para siempre…

Por su parte, Panchita también se daba cuenta de que su padre tenía contados los días, por eso no le sorprendió nada encontrárselo muerto en el viejo diván que había a un costado de la habitación del longevo matrimonio. Ese día, como todas las mañanas, Panchita le llevó a la pareja de ancianos el desayuno a su cuarto. Inmediatamente notó que su padre estaba inusualmente quieto, así que se acercó a él para confirmar la terrible noticia. Panchita lo tomó con serenidad y se dirigió entonces a la cama para despertar a su madre y contarle lo ocurrido. Sin embargo, se quedó paralizada del terror cuando vio que su madre estaba tan tiesa como lo estaba don Manuel en su diván.

Panchita comenzó a negar frenéticamente con la cabeza mientras se alejaba torpemente de la cama. Se llevó entonces las manos a la cara para enjugarse los ojos que estaban anegados de lágrimas. Luego, cayó de rodillas al suelo, donde adoptó instintivamente una posición fetal, lo que le permitió posar su mirada debajo de la cama de sus padres donde alcanzó a divisar un pequeño bulto blanco. Como pudo, lo alcanzó y notó que se trataba de un sobre cuyo destinatario era Panchita misma. Abrió aquel sobre de un tirón y se encontró entonces con la caligrafía brusca, pero inconfundible de su padre.

Cuando hubo terminado de leer el recado, Panchita no supo qué hacer con la temible verdad que le había sido confiada. Don Miguel había asfixiado a doña Juana cuando ésta todavía dormía y le rogaba encarecidamente a Panchita que rehiciera su vida mientras le pedía perdón por haber dejado que las cosas hubieran llegado tan lejos. Pero ya era demasiado tarde: lo que no sabía don Miguel era que esa flor o, mejor dicho, el retoño de doña Juana, otrora llena de vida, había terminado ya de marchitarse por completo.

Hiro postal

Páthei Máthos

Viejos los cerros,  ¡y reverdecen!

Naturalmente es el viejo quien mejor aprecia su juventud.

Amarga Victoria

«Nefasta práctica», dijo en voz alta el soldado. Con un pie sobre lo que antes fue el brioso pecho de un hermoso joven hizo presión y con fuerza jaló hacia sí. En un tronido se zafó la lanza del costillar. ¡Horrible estremecimiento! El ángulo del Sol ya se abatía exhausto, y aún sonaban en la distancia forzados respiros y el golpe de metal con metal, como cuando rebaja su fragor la lluvia y cesa su fuerza minutos antes de que se apacigüe por completo.

«Nefasta -repitió-; tener que lanzar así la jabalina…» Después de suspirar siguió disertando para su audiencia invisible, como quien ensaya antes de presentarle al foro su discurso: «Nadie debería venir al llano a morir sin saber lo que enfrenta, muerto de lejos, cobardemente y sin defensa. Es lo mismo que caer quebrado por un rayo, o ahogarse en las honduras del mar vinoso.»

Detrás de él, su general alcanzó a escuchar lo último, y dejó salir una risa compasiva. En sus manos se confundían su sangre y la ajena, pero sus ojos las distinguían. Cuando el soldado volteó de súbito al ser tomado desprevenido, de la marcada sonrisa de su superior salieron estas palabras: «Cuando miras a tu enemigo a la cara y sabes que uno de los dos morirá; cuando le dices tu nombre, le relatas tu linaje y presentas tu casa y tus logros; cuando escuchas los suyos y aprietas las manos al mango de tu espada; cuando haces todo esto, ¿sabes tú a lo que te enfrentas?»

El soldado pronunció un agudo silencio, y después miró a su general marcharse a ordenar los honores funerarios de los amigos caídos.

Jóvenes Amores

–Aconséjame sobre lo que hay que decir o hacer para que sea grato a los ojos del amado.

–No es fácil de decir, le contesté, pero si quisieras hacerlo venir a conversar conmigo, tal vez sería capaz de mostrarte las cosas de las que conviene dialogar, en lugar de aquellas que ahora recitas y cantas.

-Hipotales y Sócrates en el Lisis

¿Alguna vez han escuchado a alguien justificar las locuras de sus primeros amores diciendo «éramos muy jóvenes»? Me parece que no es extraño. Los jóvenes tienen que soportar todo el tiempo que los mayores estén diciéndoles que sus amores no son verdaderos, que son más juegos y caprichos que otra cosa, y cuando lloran algún terrible desamor, que ya se les pasará y aprenderán que no era tan importante como en ese momento piensan. Pobre del que escucha todo el tiempo esta cantaleta. Con todo, no he conocido aún al muchacho o muchacha que la acepte y tan tranquilamente diga: «Tienes razón, no me había dado cuenta. Ya me siento mejor».

Vemos entre los que tienen muy cercana la niñez explosiones abruptas de amores fervientes, alternadas (o hasta mezcladas) con súbitos odios. Vemos arrebatos voraces, y movimientos bruscos por todas partes. Vemos cambios, cambios, cambios, todos rápidos: nuevos amigos, viejas alianzas renovadas, placeres insólitos, promesas de toda la vida de pronto rotas; y cuando eso se vuelve para muchos solamente un recuerdo, la imagen de una vorágine los inclina a pensar que esos fueron «ensayos», y que el verdadero amor se ha templado más. «No puede algo verdadero ser tan cambiante», parece ser la idea. Piensan que el amor es más duradero, más seguro, más estable, y por tanto más precioso. Y podrían tener razón en que es así, ¿pero es cierto que sólo los jóvenes experimentan las tormentas del amor, y los viejos ya las tienen bien controladas y apaciguadas? ¿Nunca han habido varones o mujeres maduros que se entreguen sin pensarlo al arrebato de Eros? Por supuesto que sí. ¿Y entonces por qué no pensar que por el otro lado el turbulento amor de los jóvenes puede ser verdadero?

Nadie piensa que su amor es falso. ¿Cómo podría?, si la única razón para pensarlo así es la experiencia de haberlo vivido. ¿Quién ha existido que haya podido tener su amor siempre bajo control? Nadie. Qué no es amar de verdad y qué sí, no es algo que se deje explicar aunque de ello platiquemos mucho, y los que ya han vivido lo suficiente como para ver una diferencia entre el amor joven y el maduro tienen algo que los ha templado a ellos mismos, no al amor. Entonces los ingenuos no son los jóvenes que creen estar enamorados -aun si tuviera toda la razón del mundo quien dijera que el amor no es trémulo sino cadencioso-, sino los que creen que haber amado significa haber conquistado al amor. Para Eros, todos somos suficientemente jóvenes como para enamorarnos sin saber qué nos está pasando, y suficientemente viejos como para creer que sabemos bien que estamos enamorados.