Hay un árbol que está maldito, y al mismo tiempo parece bendecido por quien lo creó, es el árbol de la ausencia.
Su fruto no sacia, de hecho causa un hambre que no se calma con nada, da sed y deja seca la boca y a veces también el corazón, sus hojas no dan sombra y a sus raíces nada crece, lo único que se ve bajo sus ramas es el pálido rostro de la muerte que ronda a quien con él se alimenta.
Quien lo come por primera vez abre los ojos y nunca más los cierra, no duerme y no deja de sentirse perdido, abatido y avergonzado, siente que ya no es lo que debiera y que lo único que le queda en su vida es sufrir.
Pocos comen del árbol de la ausencia y reconocen que lo han hecho, con la esperanza de que con este reconocimiento llegue el descanso que les permitirá no sucumbir ante el hambre o no morir de sed, otros niegan siquiera haberse acercado al árbol y pretenden ocultar aquello que los marca lo más posible, al grado de querer olvidar su marca ellos mismos.
Quienes comen del árbol de la ausencia ya no se preguntan lo que es bueno y lo que es malo, pues son incapaces de distinguir, en cierto modo ya no les importa y hacen alarde de su incapacidad para ver y más aún de su incapacidad para oír.
Hay quien confunde al árbol de la ausencia con otro que tiene parecidos efectos, pues aún cuando se ve tentador su fruto las consecuencias de comerlo suelen ser poco deseables, después de comer se abren los ojos y se ve y se vive en carne propia el mal que hasta entonces no se conocía.
Pero este árbol deja consigo la esperanza de una salvación que se funda en la capacidad de ver lo que es bueno y lo que es malo, y de distinguir a uno de otro. Con el árbol de la ausencia en cambio ya no hay esperanza, porque esa es para los tontos, ya no hay males siempre que no se los vea, pero tampoco hay bienes que hagan más llevadera la vida, no hay nada y por ende nada es mejor que lo que se tiene tras probar el permitido fruto del árbol de la ausencia.
Maigo.