El árbol de la ausencia

Hay un árbol que está maldito, y al mismo tiempo parece bendecido por quien lo creó, es el árbol de la ausencia.

Su fruto no sacia, de hecho causa un hambre que no se calma con nada, da sed y deja seca la boca y a veces también el corazón, sus hojas no dan sombra y a sus raíces nada crece, lo único que se ve bajo sus ramas es el pálido rostro de la muerte que ronda a quien con él se alimenta.

Quien lo come por primera vez abre los ojos y nunca más los cierra, no duerme y no deja de sentirse perdido, abatido y avergonzado, siente que ya no es lo que debiera y que lo único que le queda en su vida es sufrir.

Pocos comen del árbol de la ausencia y reconocen que lo han hecho, con la esperanza de que con este reconocimiento llegue el descanso que les permitirá no sucumbir ante el hambre o no morir de sed, otros niegan siquiera haberse acercado al árbol y pretenden ocultar aquello que los marca lo más posible, al grado de querer olvidar su marca ellos mismos.

Quienes comen del árbol de la ausencia ya no se preguntan lo que es bueno y lo que es malo, pues son incapaces de distinguir, en cierto modo ya no les importa y hacen alarde de su incapacidad para ver y más aún de su incapacidad para oír.

Hay quien confunde al árbol de la ausencia con otro que tiene parecidos efectos, pues aún cuando se ve tentador su fruto las consecuencias de comerlo suelen ser poco deseables, después de comer se abren los ojos y se ve y se vive en carne propia el mal que hasta entonces no se conocía.

Pero este árbol deja consigo la esperanza de una salvación que se funda en la capacidad de ver lo que es bueno y lo que es malo, y de distinguir a uno de otro. Con el árbol de la ausencia en cambio ya no hay esperanza, porque esa es para los tontos, ya no hay males siempre que no se los vea, pero tampoco hay bienes que hagan más llevadera la vida, no hay nada y por ende nada es mejor que lo que se tiene tras probar el permitido fruto del árbol de la ausencia.

Maigo.

Desde la noche

para ti,

a quien estoy esperando

Mi vida es como una gota de rocío, y tú la hoja que me arrancará el amanecer.

 

Námaste Heptákis

Parte de guerra 2012. 7385 ejecutados al 14 de septiembre.

Voces de la caravana. «Imaginen a un niño que devuelve al océano algunas estrellas de mar que quedan a la orilla de la playa.

– ¿Qué haces?- le dice al niño su papá.

– Lanzo estrellitas de mar- contesta el niño.

– ¿Para qué? Mira: ¡Son miles! Nunca vas a acabar. Unas cuantas no hacen la diferencia.

– Mira esta estrellita de mar, papá. Mírala bien, para esta yo ya hice la diferencia.

Eso está haciendo esta Caravana. Una pequeña diferencia». Enrique Morones, 9 de septiembre.

“Nosotros, a pesar del dolor que esta guerra nos ha infringido, no hemos hecho de nuestro sufrimiento un motivo para el odio y la derrota. Lo hemos transformado en amor y en una larga búsqueda de paz. Pero si ustedes no toman nuestro camino y pasan por alto la urgencia de este momento diciendo que esto no es asunto suyo, nos habrán dejado muy solos y un día también ese sufrimiento terminará por alcanzarlos. […] Soñamos que juntos podremos salvar la democracia y darle un nuevo y más profundo cauce, el de una democracia que ponga por encima de cualquier interés la dignidad y la libertad de los seres humanos. Esta es nuestra esperanza. Esta es también la fe con la que durante un mes hemos caminado por territorio estadounidense y regresamos a México. Con ella encendemos una vela en la oscuridad que nos envuelve y aguardamos, en la esperanza, que muchas más se enciendan hasta que la luz termine por cubrir las tinieblas”. Javier Sicilia, 12 de septiembre.

Obituario. Diariamente, en pequeñas cápsulas radiofónicas, Ernesto de la Peña nos invitaba a reflexionar sobre los misterios de la vida. Testimonio y celebración era el nombre de su sección, y la nombraba perfectamente. Testimonio y celebración es un buen título piadoso que hunde sus raíces en la savia del humanismo erasmiano. Testimonio y celebración sería igualmente aceptable como un buen título de la labor pública de Ernesto de la Peña. Su presencia en los medios culturales fue siempre testimonial: testimoniaba la entrega al saber, la delicia de la cordura que se deleita en el arte, la moderación poética del arrebato musical; en suma, testimoniaba la presencia de lo divino en lo humano y de lo humano en lo divino. Ernesto de la Peña nos enseñó en sus cápsulas, en sus programas y selecciones musicales, en sus poesías y ensayos, el testimonio de lo perfecto en la pequeñez del mundo, de lo perfecto en el instante, de lo perfecto en lo temporal humano. Y al testimoniar, el maestro de la Peña celebraba: celebró el genio humano a través de la palabra, celebró la gracia natural a través de la música, celebró a la Creación a través de la cordialidad de su obra: “tal vez Dios es el deseo incumplido de los que no tenemos fe”. La obra de don Ernesto de la Peña, su presencia pública, fue testimonio y celebración de la sabiduría. Descanse en paz.