El drama del mundo

El drama del mundo

 

Veo una columna de fuego que llega hasta el cielo
y una densa nube que cubre la montaña
como si la cobijara la gloria de Dios
del Targum Neophity

Nada tiene un precio mayor para el teísta contemporáneo que la individualidad de la fe. El dogma atenta contra su libertad tanto como la negación del mismo atenta contra su posibilidad de creer. La fe, piensa él, es una experiencia radical de contradicción entre las superficialidades artificiosas del mundo moderno y los pungentes caminos de la conciencia individual; la brega entre una afasia ineluctable y una inevitable agnosia; temor y temblor, como seguramente le enseñó a verlo Kierkegaard. Y tal como pudo haberlo leído en el danés, cree que en nuestros tiempos ya nadie se detiene en la fe porque “vivimos una verdadera liquidación en el mundo de las ideas como en el mundo de los negocios”. Su radical experiencia individual del drama de la fe se despliega sobre el drama del mundo y lo obliga a vivir la experiencia creyente siempre a un paso del abismo: creer es exponerse. Y ante el drama del mundo, el teísta contemporáneo espera la destrucción como salvación, al tiempo que confía que en medio de la devastación sobrevivirá la virtud de su fe como la esperanza en medio de la peste. El teísta contemporáneo aprecia la virtud de su fe a pesar de la muerte de Dios: estar expuesto para nadie. Creer a pesar de todo; que también es creer por nada.

Para el teísta contemporáneo la fe es una prueba y su momento es la destrucción. El teísta vive para el apocalipsis por venir; el teísta viene para vivir el apocalipsis. Por ello, además, el teísta contemporáneo desprecia el ateísmo burgués: confían demasiado en lo que hacen y olvidan muy pronto lo que no pueden hacer. El teísta contemporáneo, ante la comodidad burguesa, siente un ligero regocijo con la incomodidad. Y quizás ante la moralidad burguesa, el teísta se deleite con una porción de inmoralidad. Hombre de porciones, ni consumista desmedido como el burgués, ni mártir prematuro como el creyente, el teísta defiende la moderación como insignia pública. Por ello sabe que la fe, esa belicosa experiencia interior, es necesaria al hombre, pero la moderación es la necesidad del mundo. Lo que no sabe el teísta contemporáneo, lo que por su propia experiencia interior no puede saber, es si la moderación todavía es posible y necesaria cuando la vida pública se encuentra al borde del abismo, cuando el drama del mundo es un apocalipsis agnóstico, mera destrucción innecesaria, nihilismo. La sombra del mundo [Alfaguara, 2015], la más reciente novela de Nir Baram [Jerusalén, 1976], nos ayuda a ahondar en esta limitación.

La sombra del mundo es la encrucijada de tres historias que ponen en vilo al mundo. Por un lado, un hombre de negocios que se suma gustoso a las oportunidades de la globalización y que descubre a su pesar la nueva “ética” de un mundo únicamente empresarial. Por otro lado, una empresa de consultoría política que absorbe las individualidades de sus empleados como la nueva administración pública global ha absorbido la de los nacionalismos y que no tiene claridad suficiente para decidir si el interés individual debe subordinarse al funcionamiento de la empresa o si la empresa funciona para el interés individual de los empleados. En el tercer frente, un grupo de jóvenes ingleses sin futuro económico, esperanza social o ideología definida convocan a una huelga mundial que encuentra justificaciones tan variadas como las pluralidades que la globalización parecía haber anulado, en un vaivén irrevocable entre el interés común y el particular, en una forzosa decisión tan postergada como inasible. Todo reunido en torno a una única evidencia: es imposible salvar al mundo e inevitable la destrucción redentora.

Por la concatenación de los hechos que inevitablemente el mundo moderno conoce como causa la primera gran acción de los jóvenes rebeldes de la novela se presenta como una agresión a la normalidad burguesa: los jóvenes londinenses incendian una galería de arte y sus seguidores en el mundo replican la quemazón del arte en sus localidades. El temor burgués es inevitable: ¿por qué no incendian a las grandes empresas y respetan el arte? Nir Baram nos muestra que la respetabilidad del arte es un prejuicio burgués, una confianza injustificada en el mito de la propia grandeza. El mundo no se salva por el arte; la destrucción no comprende valores. En el momento actual el arte, como el pacifismo simplón, carece de argumentos. Defender al arte por el arte, al arte como mera experiencia interior, nos ha dejado sin argumentos para saber que es bueno que haya arte. Carecemos de argumentos ante la destrucción por más que confiemos en nuestra experiencia interior. La destrucción eclipsa nuestra experiencia.

Si bien es verdad que el temblor de la sombra del mundo se ha disipado desde que los eclipses han sido desmitificados, no es verdad que el preludio de la destrucción sea menos tembloroso. Podemos explicar estadísticamente la violencia, pero no podemos evitar temerla cuando la padecemos. Podemos controlar químicamente los cerebros de los violentos, pero no sin temer al control mismo. Si el único modo de superar el temor es el control del propio temblor será inevitable la destrucción redentora. Y los redentores, enseña La sombra del mundo, siempre están dispuestos a destruir. A mayor control, vale decir, más destrucción; a menor control, la destrucción aumenta. Desmitificados el hombre y el mundo, la destrucción parece inevitable. Temor y temblor como hitos de la fe que callan bajo la sombra del mundo.

La novela de Nir Baram, empero, no es nihilista. Si bien nos hace ver que ante la situación actual la destrucción parece inevitable, también nos permite ver algo más. El título hebreo de la novela es Tsel Olam que a todo hombre culto debería recordar el canto medieval judío Ribonó Shel Olám que se canta tras la aquedah, nombre que se da al sacrificio de Isaac. La entrega sacrificial torna destrucción redentora cuando no hay Dios. El canto del Soberano del mundo (Ribonó Shel Olám) recuerda al hombre piadoso que sin Dios la redención es imposible. No podemos redimir un mundo que no tiene soberano. La sombra del mundo no es la del eclipse de la razón, sino la zona gélida del desamparo de quien no tiene Dios. Redención irredimible o mentira “noble”; salida en falso para el teísta que no ha entendido el sacrificio de Isaac.

Vivir la fe únicamente entre temor y temblor es condenarse a la zona gélida de quien solo mira la destrucción. Kierkegaard no nos vuelve el aliento y por su soledad desanima. La crisis de fe de nuestros días necesita de calor: que el hombre sepa dónde está el sol y lo reconozca; que el interior del piadoso encuentre unos brazos abiertos que lo reconforten. El canto Ribonó Shel Olám pide que Dios borre el pecado, pues la fe no puede ser únicamente una experiencia interior. En su Hiljot Teshuvá (2:5), Maimónides explica que borrar el pecado facilita el inicio del arrepentimiento. No hay arrepentimiento sin declaración de los pecados, sin prójimo, si la fe no es algo más que una experiencia interior.

La sombra del mundo de Nir Baram nos advierte del peligro de la destrucción redentora. En un mundo sin Dios, cualquier redentor puede confundir una columna de humo con un llamado del cielo. En un mundo sin fe, cualquier incendio puede confundirse con el resplandor divino. Pero en un mundo sin prójimo, en un mundo con una fe que no da razones ni sale de sí, el fuego que llega hasta el cielo y la nube que cubre la montaña sólo son el preludio a la destrucción inevitable. Si sólo la destrucción nos salva, da lo mismo condenarnos para nada.

Námaste Heptákis

 

Escenas del terruño. El pasado jueves 9 de julio, en Reforma, José Woldenberg reflexionó sobre el desencanto electoral. Es conveniente leer su artículo.
Sobre el caso de los normalistas desaparecidos, los padres han llegado a un acuerdo con la Procuraduría: no se hará público cualquier avance en la investigación si antes no se da a conocer a los padres de los desaparecidos. El mismo acuerdo habían tenido con el procurador Murillo, y la Procuraduría no cumplió justo en el momento de publicar la llamada “verdad histórica”. Al menos, la renovación del acuerdo implica que el caso se sigue investigando. No debe olvidarse.

Coletilla. Ayer, 10 de julio, Juan Villoro publicó en Reforma “El peatón iracundo”. Porque me gustó, porque me parece un buen ejemplo del arte de ensayar y porque sigo insistiendo en mi “Vago manifiesto”, lo comparto a continuación.
Para medir los cambios de una ciudad hay que analizar el uso de los pies. Dependiendo de la circunstancia, se camina por necesidad, por fe, por deporte, por resignación o por placer. He conocido caminantes de zapatos descuartizados que atraviesan el DF de punta a punta y preguntan en Tlalpan cuánto les falta para llegar a la Villa. Otros se resignan a ser transeúntes cuando no consiguen un taxi y la estación del metro les queda lejos. En los últimos tiempos, los más raros son los que caminan por gusto.

Hace algunas décadas, si uno llamaba por teléfono en busca de un amigo, no era extraño recibir esta respuesta: «Salió a caminar». La escena define a una ciudad donde el tiempo se mataba con los pies.

El ritmo de vida ha cambiado desde entonces. Resulta extraño, por no decir inverosímil, que alguien «salga a caminar» sin meta.

No es lo mismo ir al gimnasio a hacer ejercicio que sentir el repentino deseo de estirar las piernas. Deambular sin rumbo ni horario es uno de los privilegios perdidos del Valle de Anáhuac. Los domingos la gente lleva a sus niños al bosque de Chapultepec o a sus perros al circuito exterior de Ciudad Universitaria, pero estos paseos responden a los programas con los que llenamos el asueto, no a un impulso de ocasión.

Hay gente que ya sólo camina si debe sacar a su mascota. La idea de abandonar la casa sin ánimo definido está en desuso. Hacia 1962, la siesta convertía a mi padre en filósofo peripatético. Al despertar del sueño de quince minutos al que lo acostumbraron los jesuitas, sentía la urgencia de moverse. A través de él descubrí un síntoma que ahora padezco: no caminaba por las calles sino por sus pensamientos. Olvidaba los lugares a los que había ido y podía pasar frente a mi hermana sin reconocerla. A diferencia del viajero, no apreciaba el paisaje; por el contrario, buscaba diluirse en él. Como todos sus afanes tenían que ver con la Universidad, en forma maquinal se dirigía del barrio de Mixcoac a la Facultad de Filosofía y Letras. Regresaba dos horas después, sorprendido de su cansancio.

Lo raro de aquel tiempo no es que se pudiera caminar, sino que se pudiera caminar por Insurgentes. Quien desee hacer hoy ese recorrido, deberá sortear autos estacionados en la banqueta y a los presurosos hombres de chaleco que atienden los reiterados puestos de valet parking.

En Medellín, Colombia, se creó el Parque de los Pies Descalzos para recuperar, no sólo el gusto de caminar, sino de hacerlo sin zapatos. Esta arcadia, digna del Jardín del Edén o una comuna hippie, sería impensable en el DF, donde pronto habrá que usar casco para cruzar la calle.

En ciertos lugares exóticos los peatones tienen derechos. El paso de cebra más fotografiado del mundo es el de Abbey Road, en Londres. Miles de transeúntes se han retratado ahí, imitando la célebre portada de los Beatles, lo cual lleva a pensar en la cantidad de atropellados que habría habido en México, en caso de que se hubiese intentado lo mismo en un paso de cebra vernáculo, capaz de ser visto pero no respetado. ¿Llegará el día en que una señal de tránsito sea entre nosotros «sitio de interés»?

Las agresiones que recibimos al caminar son tantas que nadie puede pedirnos que, además de usar los pies, estemos de buenas. Lo menciono porque he notado una señal de decadencia en nuestras costumbres. Resulta lógico que la gente se asuste cuando te le acercas. Hay tantos asaltos y secuestros que cualquier desconocido causa alarma. Lo peculiar es que en este ambiente de rencilla y paranoia incluso la amabilidad se ha vuelto ofensiva.

Describiré una situación poco frecuente que, cuando se produce, condensa el deterioro capitalino. Un coche se detiene ante un peatón y cede el paso. ¿Cómo reacciona el caminante acostumbrado a los abusos? Rechaza esa insólita cortesía y, a su vez, cede el paso con un displicente ademán. Si el conductor insiste en mostrar que la deferencia es el compensatorio atributo del más fuerte, se desata una rivalidad digna de dos samuráis que compiten en saludar antes de matarse.

Mil veces agraviado, el peatón se niega a recibir esa esquiva propina cívica. Por dignidad, pide otro ultraje. Si finalmente acepta pasar frente al coche, golpea el cofre y le recomienda al conductor que vaya a ser amable con su madre.