Reflexiones acerca del poder

Reflexiones acerca del poder

Recuerdo que en alguna ocasión la lección fue sobre cómo nos referimos a la acción. El maestro nos mostró que “amable” no sólo es una persona con buena disposición civil hacía otro, sino que es alguien a quien se puede amar. Todos somos amables. También aprendimos que “amante” no es aquél o aquella que invaden una relación ya establecida, sino que es el que puede y de hecho ejerce el amor, es decir, que es el agente activo del amor. Todos somos amantes, cuando sentimos claramente que amamos. Y así con las demás acciones.

Sin darnos cuenta, lo que el maestro ponía de relieve ante nosotros, era el fenómeno del “poder actuar”. Pues de hecho, que yo pueda amar a alguien es sólo posible porque la otra persona puede ser amada y amar. De esta manera le confiero una categoría ontológica al hombre, ya que puedo decir: El hombre es el ser que ama y puede ser amado. Del mismo modo me doy cuenta de que lo importante es el “poder amar” y no sólo el “poder” como quieren muchos de los hombres. Pues de igual modo se puede formular la teoría de que hombre es el ser con poder, mas es éste un poder vació de sentido desde la definición, aunque algunos dirán que no está vacío, sino que de hecho se nos ha dado el lienzo en blanco para matizarlo del color, de las formas más atrayentes, formas y colores que connoten la relación entre ellas y nuestro poder indefinido, omnipotente.

Así, una de las posibilidades que tenemos en este lienzo es la de amar, porque tenemos lo necesario para ello, que es la fuerza que nos azuza el deseo. Pero bien pronto se nos olvida que tenemos fuerza y deseo para amar y ser amados, luego vemos que el lienzo está en blanco para nosotros; sin pensarlo dos veces llenamos todo con nuestra fuerza y deseo sin saber si ya hemos llegado a ser felices, plenos. Pero el lienzo que hemos creado no se acaba, hay más por invadir. La fuerza se convierte en histeria; el deseo director, impulsor, en odio que se queda estancado, y haciendo remedo del agua que con su vaivén refresca las orillas, así éste, lo va invadiendo todo, cubriéndolo de espesura.

Con todo esto, no quiero dar a entender que sólo volviendo a usar correctamente bien las palabras se acabará el problema en que estamos inmersos, pero sí que podemos comenzar a ver tal problema cuando advertimos cómo se está definiendo al hombre en relación con el poder y la acción, es decir, si ponemos atención a que las dos nuevas definiciones que del hombre se tiene nunca podrán convivir si sólo se piensa a la acción como el fin en que se realiza el poder. Pues decir por un lado que hombre es el ser con poder, y por otro que es el ser victimizable, nos dan cuenta de que el derroche del poderío es infinito, al mismo tiempo de que la negación que nos otorgamos para poder hacer el bien, es sólo el aviso que nuestra mezquindad puede ofrecer. Por un lado, huimos del poder, por el otro, nunca nos saciamos de él. En ambos casos sucede el error cuando se nos olvida que éste no es el fin último del hombre.

Pero, ¿cómo nos damos cuenta de que en verdad la finalidad del hombre no es el poder? Sospecho que la respuesta está en el hecho de saber que no estamos solos, que hay alguien semejante a mi lado con quien es bueno estar, con quien, de hecho, no tengo la sospecha ni la ambición por el poder, sino el deseo del bien, es decir, cuando amamos el bien de otro que no soy yo, es cuando caemos en la cuenta de que el poder es sólo la posibilidad de ayudar al otro, pero si no vemos a los otros, entonces sí tenemos el lienzo vacío, y no un mundo que ofrece la posibilidad de vivir bien. Imaginarnos el lienzo vacío junto a un poder infinito, lejos de librarnos, nos carga de un trabajo doble, crearlo todo para dominarlo todo, así nos negamos la posibilidad de amar y ser amados.

Javel   

 

«Los nacidos para perder»

En la vida se nos enseña que hay que ganar y, dependiendo de la ocasión, sin importar lo que esto cueste; pero pocas veces se nos prepara para perder y una pérdida, cualquiera que ésta sea, siempre resulta difícil de aceptar. Podemos perderlo todo y perder en todo también: desde una moneda de 50 centavos hasta una propiedad de varios millones de pesos, desde un concurso de spelling bee (o deletreo de palabras) en la primaria hasta la oportunidad de obtener el trabajo de tus sueños, desde algún recuerdo bastante significativo hasta la persona que más hayas amado en el mundo; sea cual sea el caso, en menor o mayor medida, la pérdida siempre duele.

Habrá quien diga que lo material como sea se recupera, aunque eso no siempre es cierto. Puede que si pierdes una casa que te llevó toda la vida obtener, te sea imposible generar la misma cantidad de dinero que necesitarías para comprarte otra parecida en lo que te resta de vida. Ahora bien, incluso cuando lo material se recupere, no en todos los casos vuelve a ser lo mismo. Por ejemplo, no es lo mismo perder una pluma que compraste en la papelería a perder un separador de libros que te regalaron en alguna ocasión. La pluma la vuelves a comprar en la papelería y aunque no se trate de la misma pluma te sirve para escribir tanto como la otra; pero, en el caso del separador, no importa cuántos separadores te regalen, ninguno sustituirá al perdido, aun cuando provengan de la misma persona que te regaló dicho separador.

Más complicado se torna, creo yo, cuando se trata de cosas intangibles o bien irrecuperables, como son los sentimientos o pensamientos y los seres queridos. Qué no daría –supongo yo– un suicida por recuperar esos deseos de vivir nuevamente, pero no es como que pueda ir a la farmacia más cercana y preguntar “¿tiene pastillas para querer vivir?” o algo por el estilo. Muy parecido es el caso de quien muere de amor, pues aunque suene un poco cursi y hasta absurdo, tal parece que sí hay quienes mueren a causa de esto. Mi tía Genoveva, por ejemplo, era una mujer de 80 años, sin hijos y con problemas de diabetes e hipertensión que había sobrevivido a una cirugía a corazón abierto y nada de eso había podido derrotarla hasta que falleció mi tío Ricardo, su esposo y compañero de toda la vida, de cuya pérdida nunca logró recuperarse. Fue después de la muerte de mi tío que mi tía Chiquis, como todos le decíamos, comenzó a descuidarse y perdió esa autonomía que tanto la caracterizaba. Si bien es cierto que murió por una insuficiencia cardíaca, la causa real de su muerte fue la falta de ese ser a quien tanto amó en su vida, pérdida que le terminó quitando los ánimos de vivir y, por consiguiente, dejó que sus afecciones acabaran con ella.

Nadie pone en duda que lidiar con las pérdidas no es asunto sencillo y el hecho de saber esto no hace que el proceso sea más fácil, pero quizá el secreto está en no intentar recuperar lo perdido o, en todo caso, sustituirlo, sino aprender a dejarlo ir y a no aferrarnos a lo perdido a toda costa, buscándolo por todas partes como si no hubiera mañana; pues si ganar no lo es todo, perder lo es aún menos.

Hiro postal

Naturaleza muerta

En la vida, sé como un árbol: aunque bien plantado, sabe cuándo dejar sus hojas caer.

Hiro postal