Sobre lectura y educación
Todos leen libros ahora,
dizque para educarse.
Verso 1110 de las Ranas de
Aristófanes leído por Alfonso Reyes
No harán falta muchos argumentos para que la mayoría acepte que la educación nos hace mejores, porque eso es lo que cree la mayoría. Posiblemente se necesiten pocos argumentos para que algunos concedan que la educación es necesaria, porque casi todos están convencidos. Quizá ningún argumento logre convencer a alguno de la discordancia de la lectura y la vida académica, porque creer lo contrario da sentido a la vida de todo aquel que ha sido formado en la academia y a nadie le gusta saberse entrampado. Sin embargo, ensayar una explicación sobre la discordancia de una vida entregada a la lectura y una entregada a la academia sería un buen ejercicio reflexivo, sobre todo para quien ya ha sido formado en los visos de la segunda y los compromisos requeridos para encaminar la vida por la vía preformada implican la renuncia a la primera. A lo mejor vale la pena intentarlo.
Sabemos, por Jenofonte, que Sócrates se reunía a leer junto a sus amigos para buscar algo bueno en los vestigios del texto. Sabemos, por Platón, que Sócrates desconfió de la escritura al grado de relegar la elaboración de algún escrito hasta sus últimos días. Sabemos, por la acusación a Sócrates, que para los ojos atenienses, o al menos para los de una discreta mayoría, Sócrates fue un mal educador. Sabemos, en consecuencia, que Sócrates maleducó a sus amigos por su modo de leer -y por otras cosas más que ahora no vienen al caso-. Digamos, entonces, que algo hay en el modo socrático de leer que lo hace incompatible con la educación. ¿Qué será? Por el primer testimonio podemos afirmar que para Sócrates toda lectura es selectiva, lo cual implica que la lectura en cuanto tal no es valiosa, lo que vale es la ejecución de la lectura: lo que se lee, como se lee, con quien se lee y para lo que se lee. Leer por leer no nos hace mejores necesariamente. Quizá por ello el segundo testimonio nos dice que los textos, y qué otra cosa se lee que no sea texto, suelen embrutecer al alma. Pero de aquí no se pasa con claridad a una mala educación. Según se dice, la malicia de la lectura socrática estaba en su peculiar modo de interpretar algunos pasajes clásicos, digamos que de una manera poco ortodoxa; o lo que es lo mismo, de reconocer en los textos ideas distintas a las regularmente aceptadas. La mala educación promovida por el modo socrático de leer consistiría entonces en pensar de modo distinto al acostumbrado. Busquemos la diferencia. El primer testimonio, que mi memoria afirma como el único pasaje -de todas las fuentes- en que se muestra a Sócrates leyendo, es elocuente: Sócrates piensa distinto porque lee buscando algo bueno para compartir con los amigos, porque lee para platicar. El tercero, por su parte, supone que la acción del educador es la conformación del ser del educando, esto es, que el educando es pensado como carente de ser que necesita mejorarse mediante la educación, que se lee para ser más, que se lee para producir. Ahora vemos la completa diferencia: Sócrates creía que se lee para ser más reales, porque ante todo somos; la discreta mayoría creyó que se lee para ser más, porque lo que somos no es suficiente, ergo ¡hay que producir! De un lado, la lectura nos muestra en un aspecto de lo que somos, hoy una cosa y mañana otra, y lo mostrado ni se complementa ni se aúna por necesidad; del otro lado, la lectura añade lo que no somos para ser lo que ella quiere que seamos, la lectura nos va completando. De un lado, la selección de las lecturas corresponderá a lo que en el momento somos, a las compañías y las preocupaciones, a los desvelos y las alegrías, porque lo bueno no es lo mismo para todos y para siempre; del otro, la selección viene de lo que el educador considera bueno, de lo que él quiere hacer del otro, porque ya se tiene la receta de lo bueno. De un lado, la lectura es un camino libre que se forja al paso, al compás de las preguntas; del otro, sólo se lee con andadera. Hasta aquí, la vida dedicada a la lectura al modo socrático es contraria a la vida dedicada a la lectura de modo educativo.
Sin embargo, en la Atenas clásica la educación no estaba dominada por los libros, por eso no se centra en ello la acusación a Sócrates. No hacía falta leer cuando la formación se obtenía por otros medios. No hacían falta los libros en las academias o los liceos… al menos hasta que la palabra se volvió autoridad, cuando de las bibliotecas se formaron las escuelas, cuando una escuela se caracterizó por estudiar los libros de su maestro; la educación tornó entonces libresca: lo importante era estudiar lo dicho, aprender los textos, hacerse mejores en cuanto al parecido con el maestro. Lo importante era producirse como imagen del maestro. Los libros se volvieron más importantes que las palabras, las glosas ocuparon el tiempo de las pláticas y los textos comenzaron a embrutecer las almas.
En tiempos del helenismo, cuando proliferaron las escuelas y las sectas, la esencia de la actividad escolar se realizaba en la biblioteca y los libros tornaron objetos de cuidado: tanto de conservación bibliotecaria, como de copiosos comentarios al margen. La magna labor de la biblioteca de Alejandría fue, en esencia, la misma de aquel que no sabe qué hacer con los libros: archivar, limpiar el polvo, subrayar con rojo las ideas importantes, elaborar tarjetitas que resuman lo esencial, hacer listas de vocabulario y asegurarse una dos o más copias para cuando sea necesario. La necesidad de producir se acompañó de la necesidad de tener más. La abundancia de libros dejó en el olvido al modo socrático de leer, pues lo importante era otra cosa: mantener la escuela.
Poco cambió el asunto en el mundo romano: las escuelas siguieron creciendo junto a las colecciones de libros, los nuevos maestros formaban nuevas escuelas y hacían más grandes las colecciones. Fue entre los siglos V y VI que a las grandes colecciones de letras clásicas se añadieron los textos canónicos del cristianismo. Las bibliothecae sacrae pronto se convirtieron en anexos de los templos: el cuidado de los libros se convirtió en cuidado de la fe. Más que producir, ahora se buscaba la salvación; pero para salvarse era necesario producir: educarse en la fe. El monasterio de Vivarium nació como la primera academia cristiana. Su reglamento interno, formulado por su fundador Diocleciano, incluía el compromiso de los monjes para servir a Dios mediante el asiduo estudio y la esmerada copia de los textos cristianos y paganos, de modo que por razón del copiado los monjes aprendieran las lenguas clásicas y fuesen capaces de leer las Escrituras. Lo importante era leer para estar bien educado y difundir correctamente la fe. Los maestros de la antigüedad fueron substituidos por sacerdotes y los educandos por feligreses; el púlpito profetizaba la cátedra. La lectura socrática quedaba, entonces, fuera del camino de la salvación.
La universidad medieval dio un pequeño giro al asunto: además del préstamo de la biblioteca universitaria era permitido que los stationarii prestaran libros a los estudiantes para formar su biblioteca personal, pues ahora la salvación dejaba de ser asunto comunitario y era más cercana para el que más sabía. (De aquí, creo yo, viene esa ruin costumbre de desacomodar y esconder los libros en los estantes bibliotecarios ¡para que nadie más los lea!). Lo importante ya no sólo era producir, sino ser maestro en las producciones; la salvación vendría luego. Poco después, ya no por fe sino por fama -esa rara fama que da el exceso de fe-, se fundó la Biblioteca Marciana: ostentación plena del poder de los Médici, símbolo de su influencia política, fluidez crematística y potestad eclesiástica; o en otras palabras, fiel imagen del Renacimiento, vaga reunión de lo pasajero y lo eterno a la sombra del comercio -que en su clase cultural se llama mecenazgo-. Lo importante aún era hacerse, pero no hacerse en la erudición para la sabiduría, ni en la fe para la salvación, sino en la fama para la ganancia y por el mercado; lo importante ya no era copiar los libros, sino comprarlos impresos. La palabra perdió autoridad y los estudiosos abandonaron los libros antiguos -que ya nada decían- y la verdad, como en Descartes, fue buscada leyendo el gran libro del Mundo, escrito en el lenguaje en que estuviese escrito. La escuela, como el pasado, ya no era importante; lo importante era producir para el futuro… y los libros se llenaron de polvo.
¿Los libros se llenaron de polvo por esos años cuando, en palabras de Kant, el hombre salía de su minoría de edad? ¿Qué no es acaso que el siglo de las Luces es el período culto par excellence de la humanidad? ¿Cómo explicar que teniendo todos los recursos y conocimientos de que disponía el hombre moderno la situación de sus lecturas se juzgue aquí tan deplorable? Voltaire es más que claro: “las conversaciones y los libros raras veces nos dan ideas precisas, es muy común leer mucho de sobra y conversar inútilmente”. Es la Ilustración: hay mucho por saber y poco tiempo que perder. Lo importante era sintetizar el saber, dejarlo en lo esencial, despejar las minucias… y así nacieron los libros de texto -delicia de los jóvenes universitarios actuales-. Junto a los libros de texto nacieron las universidades modernas y las burocracias académicas. Si en el pasado la escuela era anexo de la biblioteca, ahora la biblioteca vino a ser apéndice escolar; y quizá en un futuro no muy lejano la escuela llegue a ser hopo de la administración burocrática. Ahora lo importante era la certificación universitaria: leer los libros de texto para instruirse en el modo correcto de conquistar al mundo. Si se tenían libros, eran para hacer trabajo intelectual; si se escribían, eran para demostrar que uno trabajaba. Lo importante nuevamente había cambiado, pues había que hacerse, hacerse de la mejor manera: sin perder tiempo y sin errores. Había que hacerse a sí mismo y hacerse era forjar su propia fama. ¿Entonces lo importante era la fama? La respuesta histórica fue dialéctica: sí y no. No, porque había apremios que no la hacían disfrutable: “el éxito es indispensable para poder encontrar un editor en Inglaterra, sin lo cual mi deplorable situación material seguirá siendo tan difícil y tan irregular que no encontraré tiempo ni sosiego para terminar rápidamente la obra (El Capital)” [Carta de Karl Marx a Ludwig Kugelmann del 11 de octubre de 1857]. Sí, porque lo que se haga o se deje de hacer para librar los apremios depende de la fama: “Mucho más que la profundidad lo que nos interesa es «meter ruido»” [Carta de Friedrich Engels a Karl Marx del 13 de octubre de 1867]. La fama era indispensable para la libertad y la libertad era el fin último. Había, por tanto, que producirse y producirse era producirse libre. Por ello, las letras se asumieron revolucionarias: del germen de ser que se es, se habría de buscar el desarrollo pleno del hombre. Había que producir para el futuro, pero viviendo el futuro desde hoy. Los libros se convirtieron en las herramientas de la producción, en los instrumentos de la libertad. Los intelectuales se convirtieron en la vanguardia de los hombres nuevos. Las universidades tornaron voceros espirituales de su raza. El apotegma escolar fue del ageométretos médeis eisíto al Arbeit macht frei. La discreta mayoría devino absoluta. Y ahora estamos totalmente convencidos de que la educación nos hace mejores.
Námaste Heptákis
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