Los Changos Escritores

“’Estávamos tan contentos’

¿Estábamos con ve chica? ¡Mono tonto, estúpido!”

Sr. Burns

A algún sujeto se le ocurrió un día enunciar con mucha seriedad que si infinitos monos sentados ante infinitas máquinas de escribir, aporreándolas sin cesar, permanecen simiamente en su actividad por infinito tiempo, terminarán por escribir todas las obras de William Shakespeare (entre muchas, muchas otras cosas). La curiosa y chistosa idea, que supone que el infinito es una cosa actual de la que se puede hablar igual que de las cosas con magnitud, descansa en la noción de que nuestras obras artísicas son sumas de elementos pequeños que conforman, por estar unos junto a otros, las expresiones de nuestra humanidad.

Muchos han interpretado esta idea, ora burlonamente como con la máquina fabrica-sonetos de Gabriel Zaid, ora vertiginosamente como con la Biblioteca de Babel de Borges, y seguro en su origen es más vieja que esta mona versión del siglo XX. Creo que en el fondo es notorio que tomarse en serio la noción es una idiotez, pero hoy pensé en una forma quizás muy sencilla de mostrar por qué: a veces las palabras no nos bastan. Todos hemos tenido esa experiencia, y de allí salen todos los neologismos. Y cuando nos parece que sí son suficientes, pueden ser para nosotros miríadas de cosas. Al final, los límites de la máquina de escribir son insuficientes. Un soneto no es lo que es por la combinación de letras y el sentido que de esas palabras registra el diccionario, sino por nuestra experiencia de la imagen poética y su relación con la vida. Y ya, tan sencillo como eso: si necesitamos decir cosas que no sabemos cómo decir, no hay razón para suponer que nuestras palabras son antes sus letras que lo que decimos con ellas.

Pobre del señor Émile Borel (el que propuso la idea) sentado todo el día ante su máquina de escribir, y pobres de los que le siguieron la corriente construyendo los teoremas lógicos de su proposición: no sólo perdieron el tiempo tratando de decir algo tan inverosímil, sino que mientras lo hacían no se dieron cuenta de que sus esfuerzos estaban plegados a que lo que sea que dijeran valiera lo mismo que los aleatorios manotazos entintados de los monos.

En respuesta a Directo de la Biblia de la Cigarra.

Muchas personas creen que es posible encontrar la respuesta que Dios daría a una pregunta tomando la Biblia y escogiendo algún pasaje de ésta al azar, si ese método de adivinación es efectivo o no, es algo que no pretendo poner a discusión en este momento, pues a mi modo de ver las cosas,  las creencias se respetan, pero no se discuten.

La cigarra señala en su escrito titulado Directo de la Biblia que este método de adivinación es empleado por los católicos, veamos cómo lo dice:

“No sé, al leerla me causó una sensación rara recordar aquello que dicen los católicos acerca de que cualquier respuesta está en este libro y que la indicada llega justo al momento en que ha de leerla quien la encontró.”

Si vemos con atención esta afirmación, nos percatamos que en cierto modo la Cigarra habla con verdad, pues efectivamente las religiones que tienen como fundamento un libro sagrado, entre las que se encuentra la religión católica, consideran que ese libro contiene la respuesta a las preguntas que se hace el hombre cuando piensa en sí mismo como un ser mortal que puede trascender, preguntas tales como su origen, o la finalidad de su existencia.

Pero, la Cigarra erra el camino al adjudicar a la práctica católica un método de adivinación que está prohibido por el canon de la Iglesia, y que es contrario a la tradición no lectora de los fieles que bajo sus preceptos se congregan.

Veamos cómo es que tal práctica resulta contraria a la tradición católica, pues una demostración de tal error apelando al canon sólo nos deja en la aceptación silenciosa que éste supone.

Sin ahondar demasiado en una historia de la Iglesia, que nos llevaría por lo menos a ver lo que ocurría con el judaísmo desde por lo menos el siglo III a.C. , podemos ver que el catolicismo se instauró como una práctica religiosa que se fue imponiendo de arriba hacia abajo[1], es decir, que una vez que se aceptó el cristianismo entre aquellos que tenían poder político, se buscó que éste mismo fuera aceptado entre aquellos miembros de la sociedad que no poseían tan poder.

Como tal manera de propagar al catolicismo no exigió conocimiento del libro en el que se irían fundando ciertos aspectos del canon, saber leer no era necesario para convertirse en creyente y en feligrés. Además hay que tener en cuenta que la misma tradición católica impidió que se tuviera acceso al libro durante mucho tiempo, pues la libre interpretación de los textos sagrados desembocaba en la propagación de herejías que en la mayoría de las ocasiones hacían peligrar al poder político establecido, de modo que a fin de evitar el peligro que supone la libre lectura del texto la misma Iglesia se encargó de que no todo el mundo tuviera acceso a la Biblia.

Las consecuencias de una libre interpretación de la Biblia se vieron especialmente durante la guerra de Reforma, donde se aprecia que la tradición lectora de los protestantes comienza con la posibilidad de leer e interpretar la Biblia sin necesidad de acudir a una autoridad instruida para ello, tradición que no se desprende de los preceptos católicos, y que no necesariamente involucra el acto de adivinación sobre el que nos invita a pensar la Cigarra.

Así pues, si bien la Cigarra acierta al invitarnos a pensar sobre una creencia que nos muestra cómo se llega a consultar un libro sagrado, erra el camino al adjudicar a los católicos una práctica que va en contra de lo que haría un buen católico, pues aún cuando la Iglesia católica ya tiene la apertura suficiente como para dejar que el fiel se acerque a su texto sagrado, no por ello libera al feligrés de la autoridad que interpreta tal texto, y eso se aprecia en la homilía que se conserva en el rito católico de la misa.

 

Maigo.

 


[1] Cfr. Vaneigem Raoul. Las herejías. Págs. 75-76. Ed. Jus. México. 2008.

Maestro del suspenso

A mi abuelo,

maestro en actos,

in memoriam.

 

Con un poco de suerte, llegará el día en que comprendamos los signos ortográficos. Llegado el día, podremos acudir elegantes a la ceremonia de la lectura para deleitarnos en el recital de las palabras. Como hábiles intérpretes, dirigiremos la orquesta de las letras para florecer la sinfonía de las voces. ¿Cuál es la pauta del punto y coma?; si es que llegamos a saberlo. ¿Las comas son el contrapunto de la lectura? ¿Cómo se intercala una oración accidental? –de esas que se introducen con guiones. ¿Qué del punto? ¿Por qué uno al final? Y sobre todo, ¿qué tipo de pausa, y con qué acompasada finalidad, corresponde a los puntos suspensivos? ¡Nos falta tanto para vivir la lectura!

Si la lectura no es viva, no hay razón para leerla. Se lee para vivir, se vive para leer. Se da vida a la palabra al entonar la lectura. La palabra leída nos da vida cuando se deja ser pronunciada. La vida es bella como para abandonar los libros. Arribar a las orillas de un verso montado en la barca de una rima asonante, nadar contra corriente enfrentando el hiato, contemplar azorados el naufragio de la palabra en la mar inmensa de los versos, recibir la brizna fresca de una metáfora matutina, o mojar tímidamente los pies en la creciente de un soneto… todo sirve para vivir leyendo: lo importante es leer y que la lectura nos haga la vida. ¡Qué importa que nos juzguen locos por vivir la vida como un poema! ¡Qué importa que nos tachen de insensatos por querer leerlo todo! ¡Qué importa que a nadie más le interese esto!

Si hay hombres que son reales leyendo, y que por leer escriben la realidad para que otros hombres aprendan a leerla, estoy seguro a veces que lo hacen porque no tienen nada mejor que hacer; porque no es lo que hacen bien, sino lo que mejor hacen. Hombres llenos de palabras que llenan de palabras a otros hombres, que comparten vidas en las palabras, palabras en la vida, y viven en la palabra para la palabra misma porque la palabra hace real a la vida. Hombres de palabra, de la palabra de los hombres. Hombres que hacen de las palabras la vida y la vida de palabras. Las palabras son para la vida; ni la muerte gana silencio.

Podemos pensar la muerte con palabras y podemos dar vida a la muerte con palabras, porque la muerte existe en la palabra: es una creación genial de algún poeta excelente que tuvo a bien poner en palabras el último hecho de la vida y despertar a la imaginación hacia un sueño postrero inexorable. ¿Qué pase más allá de la vida? Dejemos eso a quienes en ello quieran creer. Nosotros, hombres todavía vivos, quedémonos con las palabras vivas, con las palabras vivas sobre la muerte.

Si llevamos una vida prosaica, seguramente diremos que a la muerte corresponde el punto final, que el fin de una existencia individual es el fin de la sinfonía que se fue en vida. ¿Pero qué sinfonía tan afónica es aquella que consta de una sola presencia, de la monótona soledad del indiferente? Nadie que se digne de vivir vive solo. La sinfonía de la vida se forma de individuos y el término de una existencia individual no es un punto final, sino el suspense en la ejecución de aquel que toca a su tiempo el solo y se despide con una reverencia. A la muerte corresponden los puntos suspensivos.

Leamos el soneto intitulado †9 de febrero de 1913.

 ¿En qué rincón del tiempo nos aguardas,

desde qué pliegue de la luz nos miras?

¿Adónde estás, varón de siete llagas,

sangre manando en la mitad del día?

Febrero de Caín y de metralla:

humean los cadáveres en pila.

Los estribos y riendas olvidabas

y, Cristo militar, te nos morías…

Desde entonces mi noche tiene voces,

huésped mi soledad, gusto mi llanto.

Y si seguí viviendo desde entonces

es porque en mí te llevo, en mí te salvo,

y me hago adelantar como a empellones,

en el afán de poseerte tanto.

Ante el muerto nos acosan las preguntas por lo eterno. ¿O no es esa percepción de la fugacidad del tiempo la que nos permite reconocer en él rincones? ¿Acaso no es ante la obcecada mirada del deudo mortuorio cuando la luz muestra pliegues; quizás en las arrugas de la piel, quizás en esa asolada sensación bajo el ocaso de la vida? Ante el muerto se evapora la evidencia de la presencia. Porque dejar de vivir es, precisamente, perder la fuerza de la vida y ya no poder llevarse. ¿Y no es eso olvidar las riendas? ¿No es eso lo que sentimos cuando se disipa el calor de quien muere en nuestras manos? ¿No son esos puntos suspensivos, los que intentan aprehender en un mínimo espacio la inmensidad de la mirada súbitamente perdida, la caída misteriosa de la luz de la frágil conciencia, el áspero nudo en la garganta y el dique formado por gruesas, densas y pesadas lágrimas que nos dejan sin palabras ante el muerto? ¿O hay otra manera de decirlo? ¿No es una pausa necesaria, inexorable? Después de la pausa, después de la terrible experiencia de la que no podemos hablar, no queda más que guardarse a uno mismo y ver -como Alfonso Reyes, maestro en las palabras- cómo el muerto habita en las propias palabras, nutre las propias lecturas y vive la propia vida. La vida no vuelve a ser la misma: se requiere recuperar el aliento para continuar en un nuevo verso la sinfonía todavía viva de la vida.

 

Námaste Heptákis

Pequeña y Exagerada Retahíla contra ‘Facebook’

Por A. Cortés:

Imaginemos tres personas que maquinan un juego: usarán tres pequeños cuartos vacíos, cada uno se sentará en el suelo del suyo y luego escribirá un fragmento de conversación rayando en una de sus paredes. Cuando los tres hayan terminado de escribir, cambiarán de cuarto rotando hacia la derecha, yéndose el último de ellos al primer cuarto y, luego, leerán los mensajes de sus compañeros y los contestarán con breves frases debajo. El procedimiento se repetirá y el juego se seguirá por lo menos dos horas diarias. ¿Divertido?

Bueno, ahora imaginemos que estas tres personas se cansan. Para hacer más entretenida su actividad (a la que llaman imaginativamente ¾), llevan a cada habitación un juego de mesa diferente. Además de escribir se ocupan de mover una pieza por ocasión y, cada cual a solas, juega lentamente 3 divertidos Turistas (o lo que sea) y se imagina a los otros tres jugando con él. Pero es claro que seguirá la insatisfacción porque no hay mucho que hacer aún, así que terminan llevando bolsas muy grandes llenas de payasadas y montones de cosas más para cambiar, mover, señalar, comentar, colorear y menear. Los cuartos ya están atiborrados de estas variadas herramientas y coloridos enseres.

Ahora podemos con facilidad imaginar a uno de ellos llegando en la mañana a donde están los tres cuartos para comenzar el ya habitual ejercicio. Ve a los otros y sin saludar se apresura a entrar para rayar en el muro un “Hola, amigos”. Toma la foto que el segundo dejó en el suelo y le escribe “jajaja” debajo. Mueve las bolsas buscando algo nuevo y ve un zapato que dejó el tercero, se quita el suyo y hace de ellos un par. Lo mete en la bolsa. Deja un video, saca una papa de la bolsa de papas que ya están poniéndose chiclosas, se fuma un cigarro, y le da su soplo respectivo al viejo balón desinflado que lleva ya tres semanas siendo devuelto a su redonda forma. En cuanto salen los tres, todos muy ilusionados de pensar en lo que dirán los otros cuando vean cómo dejaron la habitación, sólo se dicen “ahorita ves”, y se van con aire triunfante.

Pintado así, éste es un juego que sólo tomaría en serio un loco. Bueno, pues eso es facebook.

Sus amantes me dirán que soy un exagerado, y ya quiero que lo hagan. La verdad es que no creo que haya mucho que exagerar; de por sí el facebook ya es muy exagerado. Y es que es cierto que sirve para “encontrarse” con viejos conocidos –para eso sirven también y mejor los cafés- o, bueno, para contactarlos –para eso no se necesita conectarse diario-; pero la verdad es que tratar de encontrarle mucha utilidad y tratar de pintarlo como necesario no puede hacerse con éxito, porque es un juguetote y sirve para jugar.

El peor problema no es ése, porque nada de malo tiene jugar. El problema es lo propenso que es para que se olvide su carácter de juguete. Se le llama “red social”, y ya la sociedad es una red. Entonces, ¿qué clase de relación social se lleva allí? No es lo mismo ver a alguien que ver su foto, y los muy metidos en el asunto lo pasan por alto creyendo que por escribir un mensaje que el otro leerá ya están platicando. Tampoco es falso que se pueda tener una buena conversación epistolar, pero esto es diferente porque olvida (o ayuda a olvidar, más bien) que se puede platicar cara a cara. No estoy diciendo por eso que sea malo tener una cuenta de facebook, lo malo es lo fácil y subrepticiamente que se convierte en vicio.

Ése es el problema de este juguete: sirve para jugar a que uno se relaciona con otros. Sirve para jugar a platicar, y como todo lo dicho es público, se vuelve difícil que se platique en serio (de hecho se ve mal a quien se pone a hablar muy en serio en facebook, y con razón). Al rato ya se nos olvidó que era “de a mentiras” y ya no nos ocupamos ni de encontrarnos con otros ni de tratar con ellos cuestiones importantes, porque en nuestro nuevo mundo virtual nadie habla de cosas serias. Y cuando los más enviciados ven a otras personas frente a frente, hablan de “lo que pasó” en facebook. ¿No es ésta una inversión horrorosa?

Saber distinguir entre una cara y una foto es algo que cualquier humano sano debe poder hacer. Si se nos olvida cómo, ¿qué diremos que nos está pasando?

Una historia de fidelidad simulada

Sobre lectura y educación


Todos leen libros ahora,

dizque para educarse.

Verso 1110 de las Ranas de

Aristófanes leído por Alfonso Reyes


No harán falta muchos argumentos para que la mayoría acepte que la educación nos hace mejores, porque eso es lo que cree la mayoría. Posiblemente se necesiten pocos argumentos para que algunos concedan que la educación es necesaria, porque casi todos están convencidos. Quizá ningún argumento logre convencer a alguno de la discordancia de la lectura y la vida académica, porque creer lo contrario da sentido a la vida de todo aquel que ha sido formado en la academia y a nadie le gusta saberse entrampado. Sin embargo, ensayar una explicación sobre la discordancia de una vida entregada a la lectura y una entregada a la academia sería un buen ejercicio reflexivo, sobre todo para quien ya ha sido formado en los visos de la segunda y los compromisos requeridos para encaminar la vida por la vía preformada implican la renuncia a la primera. A lo mejor vale la pena intentarlo.

Sabemos, por Jenofonte, que Sócrates se reunía a leer junto a sus amigos para buscar algo bueno en los vestigios del texto. Sabemos, por Platón, que Sócrates desconfió de la escritura al grado de relegar la elaboración de algún escrito hasta sus últimos días. Sabemos, por la acusación a Sócrates, que para los ojos atenienses, o al menos para los de una discreta mayoría, Sócrates fue un mal educador. Sabemos, en consecuencia, que Sócrates maleducó a sus amigos por su modo de leer -y por otras cosas más que ahora no vienen al caso-. Digamos, entonces, que algo hay en el modo socrático de leer que lo hace incompatible con la educación. ¿Qué será? Por el primer testimonio podemos afirmar que para Sócrates toda lectura es selectiva, lo cual implica que la lectura en cuanto tal no es valiosa, lo que vale es la ejecución de la lectura: lo que se lee, como se lee, con quien se lee y para lo que se lee. Leer por leer no nos hace mejores necesariamente. Quizá por ello el segundo testimonio nos dice que los textos, y qué otra cosa se lee que no sea texto, suelen embrutecer al alma. Pero de aquí no se pasa con claridad a una mala educación. Según se dice, la malicia de la lectura socrática estaba en su peculiar modo de interpretar algunos pasajes clásicos, digamos que de una manera poco ortodoxa; o lo que es lo mismo, de reconocer en los textos ideas distintas a las regularmente aceptadas. La mala educación promovida por el modo socrático de leer consistiría entonces en pensar de modo distinto al acostumbrado. Busquemos la diferencia. El primer testimonio, que mi memoria afirma como el único pasaje -de todas las fuentes- en que se muestra a Sócrates leyendo, es elocuente: Sócrates piensa distinto porque lee buscando algo bueno para compartir con los amigos, porque lee para platicar. El tercero, por su parte, supone que la acción del educador es la conformación del ser del educando, esto es, que el educando es pensado como carente de ser que necesita mejorarse mediante la educación, que se lee para ser más, que se lee para producir. Ahora vemos la completa diferencia: Sócrates creía que se lee para ser más reales, porque ante todo somos; la discreta mayoría creyó que se lee para ser más, porque lo que somos no es suficiente, ergo ¡hay que producir! De un lado, la lectura nos muestra en un aspecto de lo que somos, hoy una cosa y mañana otra, y lo mostrado ni se complementa ni se aúna por necesidad; del otro lado, la lectura añade lo que no somos para ser lo que ella quiere que seamos, la lectura nos va completando. De un lado, la selección de las lecturas corresponderá a lo que en el momento somos, a las compañías y las preocupaciones, a los desvelos y las alegrías, porque lo bueno no es lo mismo para todos y para siempre; del otro, la selección viene de lo que el educador considera bueno, de lo que él quiere hacer del otro, porque ya se tiene la receta de lo bueno. De un lado, la lectura es un camino libre que se forja al paso, al compás de las preguntas; del otro, sólo se lee con andadera. Hasta aquí, la vida dedicada a la lectura al modo socrático es contraria a la vida dedicada a la lectura de modo educativo.

Sin embargo, en la Atenas clásica la educación no estaba dominada por los libros, por eso no se centra en ello la acusación a Sócrates. No hacía falta leer cuando la formación se obtenía por otros medios. No hacían falta los libros en las academias o los liceos… al menos hasta que la palabra se volvió autoridad, cuando de las bibliotecas se formaron las escuelas, cuando una escuela se caracterizó por estudiar los libros de su maestro; la educación tornó entonces libresca: lo importante era estudiar lo dicho, aprender los textos, hacerse mejores en cuanto al parecido con el maestro. Lo importante era producirse como imagen del maestro. Los libros se volvieron más importantes que las palabras, las glosas ocuparon el tiempo de las pláticas y los textos comenzaron a embrutecer las almas.

En tiempos del helenismo, cuando proliferaron las escuelas y las sectas, la esencia de la actividad escolar se realizaba en la biblioteca y los libros tornaron objetos de cuidado: tanto de conservación bibliotecaria, como de copiosos comentarios al margen. La magna labor de la biblioteca de Alejandría fue, en esencia, la misma de aquel que no sabe qué hacer con los libros: archivar, limpiar el polvo, subrayar con rojo las ideas importantes, elaborar tarjetitas que resuman lo esencial, hacer listas de vocabulario y asegurarse una dos o más copias para cuando sea necesario. La necesidad de producir se acompañó de la necesidad de tener más. La abundancia de libros dejó en el olvido al modo socrático de leer, pues lo importante era otra cosa: mantener la escuela.

Poco cambió el asunto en el mundo romano: las escuelas siguieron creciendo junto a las colecciones de libros, los nuevos maestros formaban nuevas escuelas y hacían más grandes las colecciones. Fue entre los siglos V y VI que a las grandes colecciones de letras clásicas se añadieron los textos canónicos del cristianismo. Las bibliothecae sacrae pronto se convirtieron en anexos de los templos: el cuidado de los libros se convirtió en cuidado de la fe. Más que producir, ahora se buscaba la salvación; pero para salvarse era necesario producir: educarse en la fe. El monasterio de Vivarium nació como la primera academia cristiana. Su reglamento interno, formulado por su fundador Diocleciano, incluía el compromiso de los monjes para servir a Dios mediante el asiduo estudio y la esmerada copia de los textos cristianos y paganos, de modo que por razón del copiado los monjes aprendieran las lenguas clásicas y fuesen capaces de leer las Escrituras. Lo importante era leer para estar bien educado y difundir correctamente la fe. Los maestros de la antigüedad fueron substituidos por sacerdotes y los educandos por feligreses; el púlpito profetizaba la cátedra. La lectura socrática quedaba, entonces, fuera del camino de la salvación.

La universidad medieval dio un pequeño giro al asunto: además del préstamo de la biblioteca universitaria era permitido que los stationarii prestaran libros a los estudiantes para formar su biblioteca personal, pues ahora la salvación dejaba de ser asunto comunitario y era más cercana para el que más sabía. (De aquí, creo yo, viene esa ruin costumbre de desacomodar y esconder los libros en los estantes bibliotecarios ¡para que nadie más los lea!). Lo importante ya no sólo era producir, sino ser maestro en las producciones; la salvación vendría luego. Poco después, ya no por fe sino por fama -esa rara fama que da el exceso de fe-, se fundó la Biblioteca Marciana: ostentación plena del poder de los Médici, símbolo de su influencia política, fluidez crematística y potestad eclesiástica; o en otras palabras, fiel imagen del Renacimiento, vaga reunión de lo pasajero y lo eterno a la sombra del comercio -que en su clase cultural se llama mecenazgo-. Lo importante aún era hacerse, pero no hacerse en la erudición para la sabiduría, ni en la fe para la salvación, sino en la fama para la ganancia y por el mercado; lo importante ya no era copiar los libros, sino comprarlos impresos. La palabra perdió autoridad y los estudiosos abandonaron los libros antiguos -que ya nada decían- y la verdad, como en Descartes, fue buscada leyendo el gran libro del Mundo, escrito en el lenguaje en que estuviese escrito. La escuela, como el pasado, ya no era importante; lo importante era producir para el futuro… y los libros se llenaron de polvo.

¿Los libros se llenaron de polvo por esos años cuando, en palabras de Kant, el hombre salía de su minoría de edad? ¿Qué no es acaso que el siglo de las Luces es el período culto par excellence de la humanidad? ¿Cómo explicar que teniendo todos los recursos y conocimientos de que disponía el hombre moderno la situación de sus lecturas se juzgue aquí tan deplorable? Voltaire es más que claro: “las conversaciones y los libros raras veces nos dan ideas precisas, es muy común leer mucho de sobra y conversar inútilmente”. Es la Ilustración: hay mucho por saber y poco tiempo que perder. Lo importante era sintetizar el saber, dejarlo en lo esencial, despejar las minucias… y así nacieron los libros de texto -delicia de los jóvenes universitarios actuales-. Junto a los libros de texto nacieron las universidades modernas y las burocracias académicas. Si en el pasado la escuela era anexo de la biblioteca, ahora la biblioteca vino a ser apéndice escolar; y quizá en un futuro no muy lejano la escuela llegue a ser hopo de la administración burocrática. Ahora lo importante era la certificación universitaria: leer los libros de texto para instruirse en el modo correcto de conquistar al mundo. Si se tenían libros, eran para hacer trabajo intelectual; si se escribían, eran para demostrar que uno trabajaba. Lo importante nuevamente había cambiado, pues había que hacerse, hacerse de la mejor manera: sin perder tiempo y sin errores. Había que hacerse a sí mismo y hacerse era forjar su propia fama. ¿Entonces lo importante era la fama? La respuesta histórica fue dialéctica: sí y no. No, porque había apremios que no la hacían disfrutable: “el éxito es indispensable para poder encontrar un editor en Inglaterra, sin lo cual mi deplorable situación material seguirá siendo tan difícil y tan irregular que no encontraré tiempo ni sosiego para terminar rápidamente la obra (El Capital)” [Carta de Karl Marx a Ludwig Kugelmann del 11 de octubre de 1857]. Sí, porque lo que se haga o se deje de hacer para librar los apremios depende de la fama: “Mucho más que la profundidad lo que nos interesa es «meter ruido»” [Carta de Friedrich Engels a Karl Marx del 13 de octubre de 1867]. La fama era indispensable para la libertad y la libertad era el fin último. Había, por tanto, que producirse y producirse era producirse libre. Por ello, las letras se asumieron revolucionarias: del germen de ser que se es, se habría de buscar el desarrollo pleno del hombre. Había que producir para el futuro, pero viviendo el futuro desde hoy. Los libros se convirtieron en las herramientas de la producción, en los instrumentos de la libertad. Los intelectuales se convirtieron en la vanguardia de los hombres nuevos. Las universidades tornaron voceros espirituales de su raza. El apotegma escolar fue del ageométretos médeis eisíto al Arbeit macht frei. La discreta mayoría devino absoluta. Y ahora estamos totalmente convencidos de que la educación nos hace mejores.

Námaste Heptákis