Mientras el misterio lo consentía

 

Mientras el misterio lo consentía

(Mi afición a Reyes III)

 

A 130 años del nacimiento

y 60 años del fallecimiento

de Alfonso Reyes

 

 

Arrancar una sombra.

Olvidar un olvido.

Luis Cernuda

 

Siempre podré presumir que mi afición a Alfonso Reyes es el único logro de mi vida. He tenido la fortuna de encontrar en Reyes la cortesía y la gracia que no hallo en los más de los días. Leyendo a Reyes he pasado los días más tristes de mi vida; leyendo a Reyes me he encontrado varios de los momentos más alegres de mi vida. Mi afición a Alfonso Reyes es la más grata compañía. Sí, lo sé lector: vida vacía la de un hombre que sólo puede presumir su diálogo con los libros. Pero es lo que tengo, lo que me queda y con lo que me quedo.

         La presencia de Alfonso Reyes en mis días es constante. A veces despierto entusiasmado creyendo haber atrapado un verso maravilloso entre los sueños, pero de pronto a lo largo del día encuentro ese mismo verso en mi libro más hojeado, el tomo X. A veces, tras un día difícil, tras un enojo, tras el cansancio, a punto de dormir, en mi alma Reyes repiquetea porque la vocecita no deja de llorar. Hace unos días, llorando otra vez, nuevamente estaba Reyes en mi alma con la imaginación henchida de fantasmas: me supe grito; algo más que agradecer a don Alfonso. En los momentos difíciles, pero también en los fáciles, ha estado presente Reyes con su “suavidad conmovedora”, como José María Chacón y Calvo distinguió en un diario cubano de octubre de 1922 al poema La elegía de Ítaca.

Ni forma de la vida, ni pensamiento pasa,

ni luz, ni voz, ni tengo calor ni compañía,

cuando, súbitamente, rompiendo el alma mía,

penetran, como pájaros, los ruidos de la casa.

 

¡Claro rumor del agua bajo los platanares,

y canto de las aves en el amanecer!

Y ¡oh visión de las nobles figuras familiares,

que ya no he de miraros donde estabais ayer!

 

Dispersos los hermanos, ¿qué harás, antigua casa

adonde cada objeto me saludaba ya?

¡Si hasta la misma tierra, después que el agua pasa

ansiosa se pregunta si ya no pasará!

 

Camina con tu cruz; llévate, peregrino,

lo poco que guardábamos de paz y de virtud.

Yo voy también abriendo con los pies el camino,

soltando a cada trecho mi gota de salud.

 

Los remos temblorosos esperan la partida:

Ítaca y mis recuerdos, ay amigos, adiós.

Somos dos en la barca: el agua está dormida.

¡Ya diremos los cantos del mar entre los dos!

 

 

Leamos el poema. La primera estrofa se oculta tras una impresión primeriza: que quien habla en el poema está en la plena tranquilidad hasta que un sonido imprevisto lo perturba. Si bien puede leerse así, la plena tranquilidad —si acaso un hombre puede experimentarla— no corresponde con los seis elementos mencionados en los primeros dos versos. Es decir: vida, pensamiento, luz, voz, calor y compañía son límites naturales de la pretensión de una plena tranquilidad. Porque somos hombres queremos llevar nuestra vida a la luz de los pensamientos, con el calor de la compañía, reunidos en la voz. Porque somos hombres buscamos la felicidad en los mejores diálogos, en compañía de los mejores. Cuando eso ya no es posible, o llevamos mala vida, o somos malos hombres. Quien habla en el poema se encuentra ante el problema de su propia felicidad: parece que no puede vivir como los buenos hombres. De ahí la ruptura del alma. No es la tranquilidad interrumpida por el rechinido de una puerta, sino el alma rota en llanto y el eco repitiendo el llanto en una casa desolada. Quien habla en el poema se ha encontrado completamente solo, incapaz de vivir bien, incapaz siquiera de escuchar su propia voz: sólo se repite su propio llanto. ¿Has llorado, lector, tan a solas que el eco de tu llanto incremente tu necesidad de llorar?

         ¿Quién es este hombre sorprendido por su propio llanto? Buscando la respuesta en la memoria, encuentra el paisaje bucólico al inicio de la segunda estrofa. ¿Es muy difícil reconocer allí a Sócrates y a Fedro escuchando el rumor del Iliso bajo el platanar? Claro, en el diálogo platónico cantan las cigarras; en el poema alfonsino cantan las aves. Las cigarras fueron hombres y nos recuerdan nuestra humanidad. A las aves escucha el que llora solitario en este poema, ¿todavía tiene algo que recordar? Del recuerdo, pasa a la mirada. La casa está sola, los lugares asiduos están solos, no aparecerán los que antes aparecían. Quien habla en el poema sabe que nadie vendrá nuevamente a platicar. ¿Por qué?

         La tercera estrofa inicia con una parte de la respuesta: quienes antes nos encontrábamos, en quienes antes nos encontrábamos, ahora están dispersos. Dispersión, claro está, que no habla de espacialidad, sino de aquello que nos reunía. ¿Cómo podemos abandonarnos al grado de no hacernos lo mejor? La pregunta, para quien habla en el poema, para Alfonso, para mí —¿también para ti, lector?—, torna insoportable. Da vuelta sobre uno mismo: ¿qué harás, antigua casa?, ¿qué harás, bendito Alfonso?, ¿qué podría hacer yo? El segundo verso de la tercera estrofa es conmovedor, pues describe el ideal de la hospitalidad: es nuestra casa un lugar en el que cada cosa nos responde, son los de casa aquellos que siempre nos responden. Mas cuando las cosas no están ahí, cuando no nos orientamos entre las cosas, la casa torna ajena. Cuando nos dispersamos al grado de no respondernos —¡hacernos responsables de lo nuestro, de nuestra búsqueda de lo mejor!—, los amigos también tornan ajenos. Responde la sabiduría de don Alfonso: las mismas dudas de este hombre que llora son las de la naturaleza toda. Nunca la tierra tiene asegurado su porvenir. Nunca los hombres tienen seguro su futuro. La tierra se pregunta ansiosa si el agua volverá a pasar. ¿Hay hombres que hagan todavía preguntas ansiosas?

         Más que una pregunta, el poema continúa con otra respuesta. Quien habla en el poema anuncia que dejará todo, lo dejará al que pase, al peregrino que lleva su cruz. Si algo nos queda de paz y virtud, mejor llévelo el peregrino. ¿Cómo perdimos la virtud y la paz? El poema no lo dice. Si acaso hay todavía hombres que hagan preguntas ansiosas, quizás ellos sabrán el destino de la paz y la virtud. Los que estamos con quien habla en el poema en la casa solitaria donde el eco sólo reproduce el llanto y el llanto sólo alimenta al eco, tomaremos camino. ¿Tomar camino es un modo de seguir preguntando? Es hacer camino, eso es claro, pero también es soltar lo que nos queda de salud. ¿Acaso la pérdida de la virtud y de la paz acabó con nuestra salud? ¿Acaso nos vamos porque queremos encontrar la paz y la virtud y con ellas la salud? El poema no nos lo dice; el poeta no puede decirlo.

         La sabiduría de Alfonso Reyes se muestra plenamente ante las preguntas anteriores: los remos están temblorosos. Nos vamos, con miedo, con dolor, con llanto, pero también con una cierta esperanza. Nos despedimos de Ítaca, nos despedimos de los amigos. Nos vamos ahora que el agua está dormida; quedan en paz. Y ahí va quien habla en el poema con lo que le permite hablar. Confianza en cantar nuevamente. Confianza en que la palabra no se ahogue. Confianza en que la vida, incluso cuando parece imposible y en entredicho, busque nuevamente la virtud y la paz. El poema, el tristísimo poema, termina insistiéndonos en la búsqueda de lo mejor. El sabio Alfonso, al despedirse llorando, nos insiste que busquemos lo mejor. Ojalá nosotros asumiéramos su insistencia. Ojalá no dejáramos de buscar lo mejor. Ojalá… Porque la vida no es segura, pero tampoco es tragedia. Porque a pesar de la sequía se puede dar agua todavía. Porque ver lo mejor es amarlo. Porque soy hombre: duro poco. Porque lo mejor siempre será mejor. Por ello, podrá cambiar todo en una vida, pero espero que de la mía Alfonso Reyes no se me vaya nunca.

Námaste Heptákis

 

Escenas del terruño. El escritor Guillermo Sheridan recibió en su domicilio una carta de amenaza. La discordia que destila cada mañana el presidente, la intolerancia que caracteriza a su movimiento y la indiferencia a la justicia en el nuevo régimen favorecen las amenazas a la inteligencia.

Coletilla. Tema recurrente en la poesía de Ulalume González de León es el dolor del amante hecho menos por el amado. Ella dedicó muchos poemas a un gran amor que si acaso la leyó, ni la valoró, ni atesoró la belleza. Fue hasta después que tuvo la fortuna de encontrar a Jorge Hernández Campos, el cómplice de su vida, con quien y para quien transformó toda su obra poética. Del número 5 de la revista Vuelta, de abril de 1977, copio “Consejo a un amante”, una exploración del soneto monosilábico con la que quiero recordar a la maravillosa Ulalume a diez años de su fallecimiento.

 

Fiel

vas

tras

él.

 

Miel

das.

Mas

hiel

 

te

da.

De

 

tal,

¡sal

ya!

La soledad posmoderna

 

La soledad posmoderna

 

pensando que no es verdad

un caballito soñado

Sin fe, filosofía o locura, la soledad sólo es desarraigo. En el pasado, cuando los hombres creían en Dios, la soledad era un accidente material: ningún ente estaba tan desencajado como para carecer de un lugar en el orden divino. Si Dios nos ama, podía decir el hombre de fe, al menos sé que mi existencia no es plenamente indiferente… al menos hay alguien. ¡Y no se diga del cristiano, que siempre tiene un prójimo! Cuando los hombres creían en Dios, la soledad era un desajuste del juicio. Los locos sólo están solos para los cuerdos; el problema no es su soledad, sino la accesibilidad a ellos. ¡Al contrario! ¡Al contrario, amigos míos! ¡Hablemos de manera popular! Los locos ya no nos son inaccesibles, pues los sabemos demasiado: ninguna soledad puede resistir al diagnóstico psicológico. Hubo locura mientras el hombre pudo ser misterio; ahora todo es administración. La soledad, para nuestros días, es una mediación errónea. ¿La soledad es el nuevo interfaz de las interacciones?

         Vine a pensar sobre la soledad tras leer Donde me encuentro [Lumen, 2019] de Jhumpa Lahiri [1967]. La promoción inicial de la novela la presenta como un logro, como la superación de un desafío literario, pues se considera más que extravagante la ocasión de una londinense de padres bengalíes que creció en Estados Unidos y escribió una novela en italiano… Sí, a mí también me maravilló la banalidad de la crítica; casi me sonrojo. Añade la promoción de la novela que la autora escribe en un idioma ajeno, en un país distinto del propio, sobre el desarraigo y la experiencia de la soledad. Eso dice la crítica, no una agencia de viajes. Que la novela se promocione como testimonial globalizador en la era de las discordias es, con perdón, mera propaganda. Si la nueva novela de Lahiri es valiosa, deberá serlo por lo literario. Que la propaganda ilustrada se desgaste sola.

         Donde me encuentro narra la historia de una mujer que tiene por profesión a la soledad. Profesa a la soledad sentimientos encontrados. Profesa su soledad libremente. Profesa en la soledad a cada instante. Profesa en su soledad con cada acto. Y profesa la soledad con sus palabras. Porque la novela es la presentación del discurso interior de la solitaria. No se trata de un narrador omnisciente presentando la vida de una mujer solitaria, sino del discurso interno de la mujer solitaria que busca hilar su propia vida. Quizás el logro literario de Lahiri sea la conformación de ese discurso interno. Se requiere explicación.

         Si la autora hubiese elegido la presentación de sí misma como personaje, el discurso interno de la novela sería continuo, pues el lector acudiría a las páginas para testimoniar lo que pasa ante los ojos del personaje. Si se sostiene, en cambio, la identidad de la autora y el personaje, y se considera la presentación fragmentaria del discurso interno, tendría que concluirse que la obra no fue bien lograda, que no es un producto literario. A mi juicio, Jhumpa Lahiri compone la vida de su personaje solitario y muestra mediante el discurso fragmentario la especificidad de la soledad. Porque solo el solitario de nuestros días tiene un fragmentario discurso interno. Véase: el logro literario de Lahiri es mostrar la imposibilidad de lo continuo en las palabras de los solitarios posmodernos. ¡Hemos inventado la discreción!

         Considero que esa es la perspectiva desde la que se ha de leer la novela, porque los límites del discurso interno a cada momento lo muestran. Por un lado, ninguno de los personajes que aparecen en el discurso es visto por sí mismo, sino que a nuestros ojos sólo son accesibles por las palabras de la solitaria. Por otro lado, toda la acción aparente en la obra se presenta interpretada por el discurso de la solitaria. Para el solitario posmoderno los otros y las cosas son situaciones a su disposición, el tejido artificial de la vida que dispone distancias y cercanías, calcula posibilidades y riesgos, y administra inevitablemente a ciegas. Los otros, para nuestros solitarios, nunca irrumpen en nuestro mundo, sólo están ahí para mediar oportunidades. El lector de Donde me encuentro presencia la experiencia fragmentaria de la soledad.

         Evidentemente, para que la soledad sea una experiencia fragmentaria es necesario que las condiciones de las otras soledades sean canceladas. En la novela no hay Dios, tampoco locura, ni siquiera aparece la conciencia histórica moderna. No se trata de Agustín, Dostoievski o Proust. No hay Dios: la acción sólo es resolución. No hay locura: todas las pasiones son ciegas. No hay conciencia: el tiempo es la ilusión planificable. Ahí donde el tiempo es un plan relativo, toda palabra es retórica: la experiencia regular de todos los emplazados en las redes sociales. Ahí donde todas las pasiones son ciegas, el amor nunca podría iluminarnos: la experiencia de quien se jacta por su administración para el amor, por hacer de sí mismo un dispositivo. Ahí donde la resolución es merma de la vida, toda interacción es mecánica: la solitaria de la novela se comprende “llamada” por la curiosidad igual que un cánido al que saca a pasear; el deseo se reduce al mecanismo interno de una naturaleza imbécil. Si el solitario posmoderno no puede ser ni para sí ni para otro, si no tiene experiencia ni de lo público ni de lo privado, si es un solo plano incognoscible, si sólo es reacción, ¿quién es? Octavio Paz nos muestra claramente la respuesta:

Todo está oscuro y sin salida,

y doy vueltas y vueltas en esquinas

que dan siempre a la calle

donde nadie me espera ni me sigue,

donde yo sigo a un hombre que tropieza

y se levanta y dice al verme: nadie.

 

El solitario posmoderno, sin Dios, sin amor y sin historia, lleva una existencia fragmentaria que sólo la obsesiva reunión en el monólogo logra fingir como vida. ¿Para qué, sin ser suicida, leer una novela así? Precisamente creo que eso es lo más difícil de captar en la nueva novela de Jhumpa Lahiri, pues la respuesta aparece en el filo de los fragmentos, en la presentación de nuestra condición. ¿O acaso no nos vamos volviendo cada día más inaccesibles? ¿Acaso nuestros cuerdos no se identifican por su superficialidad? ¿No es nuestra existencia, afirmación de la diferencia, a cada momento más fragmentaria? Donde me encuentro no es el drama multicultural del desarraigo, sino la comedia del arraigo —la solitaria ríe una sola vez. ¿No habéis visto, mis amigos, que ya no tenemos lugar?

         Quizá los optimistas y los perspicaces desconfíen de mi diagnosis; está bien, sean inaccesibles. Si de los optimistas se trata, seguro verán buena noticia en la falta de lugar: los utopistas aspiran a grandes cosas. Pero si acaso no se ha percatado de su soledad el optimista, la novela lo puede ayudar (véase a la madre de la solitaria, por ejemplo). Los perspicaces se habrán dado cuenta que desde la segunda línea dejé de lado a la filosofía. Bien, muchachos, ya están aprendiendo a leer. En la novela aparece un filósofo. Extrañamente, la solitaria sólo sabe de sí en presencia del filósofo y su solo recuerdo la conforta. Mas cuando cree que ahí podría haber camino, cae en cuenta de que ya es demasiado tarde. Quizá la soledad posmoderna es carente de valentía para hacer frente a lo que uno es; administrar la propia vida con eficiencia no requiere esfuerzo, sólo método. Ante esto, no tengan miedo, perseveren en su perspicacia. “No me había dado cuenta para nada”, concluye el episodio. ¿Acaso nos habíamos dado cuenta de nuestra condición? ¿Cómo saber si no es ya demasiado tarde? Creyendo a la vida un plazo, el solitario posmoderno ha perdido la valentía de amar.

Námaste Heptákis

 

Coletilla. Lo habré visto en vivo alrededor de cincuenta peleas. En ninguna lo vi desanimado. En ninguna vi que sólo subiera al ring a cumplir. En ninguna vi que se rindiera (derrotado sí, pero no vi que le sacaran la rendición). No escuché que lo abuchearan. Se ganó al público con su gran carisma. Se ganó al aficionado con su indudable entrega. Y las veces que pude platicar con él reconocí lo que ha de ser un luchador. Dicen que no es bueno conocer al ídolo de la infancia porque uno termina decepcionado. A mí, en cambio, conocerlo me confirmó mi admiración. Descanse en paz el más grande, el Perro Aguayo.

Amor y palabra

 

Amor y palabra

(Mi afición a Reyes II)

 

A 130 años del nacimiento

y 60 años del fallecimiento

de Alfonso Reyes

Amor y palabra: el lugar del hombre. Mejor, en la reunión del amor y la palabra se encuentra el hombre, sabe de sí, se conoce, se aclara… ¿se explica? Quizá no es para tanto. Mas el amante sabe que negar su amor a la palabra siempre lo oscurece, lo olvida. “Si no conociese a Fedro, no me conocería a mí mismo”, dice Sócrates. Por las palabras, los amantes se conocen. Por el amor, las palabras se dicen. Y por el amor a las palabras, que bien podríamos llamar poesía, sabemos privilegiadamente de nosotros mismos. Valga de ejemplo un ejercicio alfonsecuente.

En junio de 1909, Alfonso Reyes escribió el siguiente poema.

Amiga: por el noble silencio; por el alma

de las cosas silentes de la tarde, y el agua

 

quieta que se enamora de su inmovilidad;

por los labios que tiemblan en el valor de hablar;

 

por el hondo suspiro que se queda en el pecho;

por la yema que apunta en el tallo derecho

 

y, avergonzada acaso de los vivos colores

que ya siente, en la savia, dentro de sí, recoge

 

los pétalos que estaban por salir, y a la tierra

cae con su pudor y su esterilidad.

 

Por todas las estrellas cuya luz no miramos;

por aquella verdad interior que callamos,

 

(¡oh verdad que sólo eres verdad informulada!)

amiga, no dejemos hablar a nuestras almas.

 

No digamos, amiga, lo que sabemos. No

digamos ni a nosotros mismos esta interior

 

palabra. ¡Sí, podría ser eterno! lo sé

Lo siento… hoy duerme, hoy duerme ¡ah, no lo despertéis!

¡Callad que escucha en sueños lo que decimos dél!

 

El poema carece de título. De hecho, en el cuaderno donde se encuentra escrito, las letras iniciales de algunos versos tienen un trazo apresurado, como si delataran al joven que quiere atrapar la inspiración en la tinta. Son cuatro las palabras que están escritas sin titubeos, con una claridad notable del trazo: agua, inmovilidad, colores y recoge. Me llama la atención la seguridad en las últimas dos. Claramente no son consonantes. Se trata de una rima difícil. El joven poeta intentaba algo arriesgado. ¿De qué habla el poema?

El poema procede por comparaciones. Primero compara al silencio y al agua. En segundo lugar, la comparación se encarga de reunir el temor y los suspiros. Luego viene la imagen central: la flor. La tercera comparación es la de oscuridad y silencio. Y tras apelar nuevamente a la amiga, el poema presenta su desenlace. Parece sencillo.

¿Qué es “el alma de las cosas silentes de la tarde”? Simplón sería decir que es sólo una metáfora. Hay más. El poeta nos planta al final del día, terminando los quehaceres, contemplando lo hecho: el silencio satisfecho de haber cumplido un día más de labores. Frente a ello, “el agua quieta que se enamora de su inmovilidad”. ¿Acaso no es la descripción del alma satisfecha? Véase si no: la claridad de verse plenamente a uno mismo, de tenerse tan comprendido que nada en uno se mueve. Quizá la labor cumplida deja al alma parmenídea. ¡Aparente solución de la vida humana! Pero el amor… ah, el amor. Aparecen los labios temblorosos. ¿Cómo podría confesar mi amor? ¿Cómo arriesgarme a perder la tranquilidad del alma? Los labios temblorosos se parecen al íntimo tremor del suspiro sofocado. Suspiramos porque no nos atrevemos a hablar; temblamos silenciosos porque nos aterra la oportunidad perdida. ¿Dónde ha quedado nuestra tranquilidad?

El amante que no se atreve a confesar su amor semeja una flor que se marchita. Ahí está, primero, enamorado, la yema al punto de florecer. Sin embargo, le avergüenzan sus colores (¡ah, los colores del enamorado!), le apena la visibilidad de su pasión, la vida manifiesta en su deseo, la sensualidad de su querencia. La flor recoge sus propios pétalos: frustración de la vida: negación de sí mismo. Y al final, marchita, queda en el suelo pudorosa y estéril: cosa vana.

¿Podría haber sido de otro modo? Oscuridad plena del triste, mareo cósmico de la frustración. ¿Qué será de la luz de esas estrellas que no miramos? (“¿A dónde irán los besos que no damos?”, escuché en una canción; “¿dónde quedarán las llamadas que no son contestadas, los mensajes que nunca llegan?”, se pregunta una entrañable anciana en Nuestro mismo idioma). ¿Estamos condenados a la oscuridad o nuestra vida pudo haber sido luminosa? ¿Hay luz para quien calla la verdad interior?

Y ante las dudas, ante la posibilidad de ser eternos, o ante el miedo de serlo, quizá para evitar el riesgo, quien habla en el poema prefiere callar. ¿Por qué?

En abril de 1910, Alfonso Reyes realizó una segunda versión del poema. Lo intituló “Filosofía a Lálage”.

Duerme en la chispa frágil la palpitante fragua,

y en el fugaz intento nuestra fatalidad:

seamos, por el noble silencio, como el agua

quieta que se enamora de su inmovilidad.

 

¡Lálage! los destinos se enhebran ciegamente,

y, por lo que hoy se acierta, mañana se ha de errar:

amad, mejor que el gárrulo discurso y elocuente,

los labios temblorosos sin el valor de hablar.

 

Irrumpe lo que huíamos por lo que deseamos;

nos entra la derrota por nuestra voluntad;

amemos las estrellas cuya luz no miramos,

y, abajo de la roca, la sensibilidad.

 

Duérmase todo intento como se duerme un niño.

¿A qué abrir un destino como un ciego tropel?

Absórbase la sangre si cae en el armiño,

y no nos oiga el sueño lo que decimos dél.

 

El cambio, lo habrá visto el lector, es notable. Primero se introduce un título y desde ahí se llama la atención a un personaje. El poema, además, mejora formal y rítmicamente. Concentrado en cuatro estrofas, el poema conserva las comparaciones y añade el movimiento entre quien habla en el poema y a quien se habla en el poema. Parece que al sustituir a la cotidiana “amiga” por el personaje Lálage, las comparaciones no sólo son presentadas a la otra persona, sino que permite a cada comparación ir y venir entre los enamorados del poema: pasamos de la confesión amorosa al diálogo de los enamorados. Personificar a veces permite al hombre hablar con mayor claridad que en el discurso directo, pues ante la personificación no se está sólo ante la opinión del otro, sino ante la representación del carácter de otro. ¿Acaso la caracterización nos permitirá comprender el silencio?

Entre 1910 y 1913, Reyes siguió intentando la perfección de su poema. Sin fechar, pero posterior a la segunda versión, se encuentra otro “Filosofía a Lálage”.

Duerme en la chispa frágil la palpitante fragua,

y en el fugaz intento nuestra fatalidad:

seamos, por el noble silencio, como el agua

quieta que se enamora de su inmovilidad.

 

¡Lálage! Los destinos se enhebran ciegamente,

y por lo que hoy se acierta mañana se ha de errar:

amad, mejor que el gárrulo discurso y elocuente,

los labios temblorosos sin el valor de hablar.

 

Irrumpe lo que huíamos por lo que deseamos;

nos entra la derrota por nuestra voluntad:

amemos las estrellas cuya luz no miramos,

y bajo la roca, la sensibilidad.

 

Duérmase todo intento como se duerme un niño

y el destino sofrene, pasmado, su corcel:

absórbase la sangre si cae en el armiño

y no nos oiga el sueño lo que decimos de él.

 

Son pocos los cambios, pero importantes. El más notorio se encuentra en el verso catorce. Además, la puntuación se modifica con la presencia de los dos puntos en el segundo verso de cada estrofa, situando con mayor claridad las comparaciones. También es de resaltar la modificación del sexto verso, que al omitir las comas deja de ser fatalista. Y en la nueva versión del doceavo verso volvemos a mirar arriba. En una forma más refinada, el poema casi se va volviendo filosófico.

¿Quién es Lálage? Lálage es la enamorada del cantor horaciano en Odas I, 22. El poema narra un prodigio. Yendo Fusco por el campo entonando las canciones amorosas que le inspiraba su amada, un lobo apareció, mas no hizo nada al cantor. Al inicio del poema, el episodio se presenta como ejemplar de la fortuna del íntegro y el puro. Al final del poema, Fusco pide que se le libre de prodigios, se le libre de peligros, pues él seguirá cantando y amando a Lálage. Lálage es el amor de un cantor cuya integridad y pureza le vienen únicamente de amar. Horacio podría mostrar que hay un amor despreocupado que nos devuelve a la pureza. ¿Estamos, por tanto, ante un Reyes epicúreo?

En su discurso de ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua (9 de febrero de 1984), Tarsicio Herrera Zapién [Churintzio, 1935] consideró que en este poema don Alfonso volvía estoico “el epicúreo aire de su modelo”. Pues, evidentemente, la mofa posible en Horacio, parece reprobación en Reyes. ¿Pero no supone eso identificar a Reyes con el Fusco de su poema? Creo yo que Horacio tiene todavía más humor que el permitido por el epicureísmo: Fusco no es nombre de libre, sino de esclavo (su nombre viene del adjetivo para su color de piel). Si Lálage fuese mujer decente, la pureza de amor del esclavo sería pura inocencia (en el más despectivo sentido del término). Si Lálage fuese una (mujer) cualquiera, sobre todo una de la que tanto se habla (nuevamente pensemos en la etimología de su nombre), el amor del esclavo no debería verse desde la llaneza. La ironía de Horacio es más profunda. ¿La captó Alfonso Reyes? “El silencio es el pudor mexicano, nos entendemos a medias palabras”, observó en torno a este poema Max Aub [París, 1903-Ciudad de México, 1972] con su habitual juguetón silencio (Cuadernos Americanos, marzo-abril de 1953).

A mi juicio, el lobo de Horacio es el silencio de Reyes. La buena fama de integridad y pureza de quien se enamora de la mujer pública depende de las palabras del lobo. Publicar es la amenaza en Horacio. En Reyes, la amenaza es romper el silencio, pero no es una amenaza pública, sino privada. Quien habla en el poema de Reyes no va jactándose de su amor, sino que vive el amor entre palabras recurrentemente insuficientes y silencios recurridamente bochornosos. No hay integridad y pureza pública que cantar en el poema de Reyes. El amor alfonsecuente es privado. La Lálage de Reyes no es una mujer pública. Para don Alfonso, el amor no puede ser una sátira, sino que es la dedicación íntima a la felicidad. ¿Quién es, entonces, la Lálage alfonsina? Aquello que uno ama cuando no encuentra los modos de decirle plenamente, esto es con la claridad que da el autoconocimiento y el mutuo conocimiento, cómo es el amor. De la Lálage alfonsina no se habla entre el pueblo; su multitud de palabras nombra el constante esfuerzo por saber de nuestro amor y aclarárnoslo. Leamos el poema.

La estructura de la primera estrofa pone en relación las ideas separadas por los dos puntos. La primera idea es un símil: la vida humana siempre puede arder; vivir humanamente es ser capaz de amar. Una pequeña chispa encierra un gran incendio, como una tímida sonrisa podría encerrar todo un drama amoroso. La fragua es la posibilidad de encontrarnos en el fuego, como la vida común es la posibilidad de vivir sin la fatalidad del drama. Sin embargo, la mediación técnica que posibilita la fragua no tiene equivalente en la vida del enamorado: si en algo se controla a veces el enamorado es en el noble silencio. Mas el silencio alfonsino no es nihilista: sólo si podemos amar con nobleza podemos esperar las palabras del amado. El agua quieta es el alma que se ve a sí misma en espera, paciente: te espero a ti, te añoro, rompe el silencio para llamarme. La llama y la llamada se sugieren con la contraposición perfecta, en la estrofa, entre el fuego y el agua: todo fuego amenaza incendio, el ahogo palpita en el agua; ante la fatalidad, Reyes convoca a la nobleza para reunirnos cálidamente y refrescar nuestras vidas. La unidad de las ideas, como el amor, se muestra a la luz de lo mejor. ¡Estrofa perfecta!

La siguiente estrofa reúne los extremos del hombre; Lálage es la posibilidad del reconocimiento. Si uno no puede hablar de lo que ama, si uno no puede dialogar sobre su amor con quien se ama, los extremos colapsan al hombre y la reunión es imposible. Si la palabra nos permite reunirnos, los extremos encuentran una posibilidad. ¿De qué extremos se trata? Por un lado, el destino y su ciega hilandera. Por otro, la palabra y su abuso latente. Quizá más platónico que nunca, aquí reúne Alfonso a la palabra y al tejido. La reunión inadecuada, por no decir sofística, de la palabra y la vida produce el discurso del destino: historicismo. La desunión inadecuada, por no decir retórica, de la vida y la palabra produce el destino del discurso: hermenéutica. Sólo si podemos hablar para clarificarnos la vida y vivir para aclararnos las palabras, podemos esquivar la tragedia. Sólo porque algunos pueden hablar de su amor, sabemos que la nobleza es posible.

La tercera estrofa continúa la reflexión de la segunda, al tiempo que la amplía hacia un campo distinto. De no continuar la reflexión, el lector se quedaría con la impresión que para Reyes la nobleza de la palabra es solución suficiente de la vida. ¿Cómo podría serlo si lo que permite que los amorosos hablen está más allá de las manos del hombre? La voluntad y el deseo son muy propios, aunque no por ello planificables. La voluntad no es una determinación libre; el deseo no es una reacción. Deseo y voluntad son aquello por lo que el hombre se sabe llevado. Los amorosos son llevados uno al otro por algo más allá de ellos mismos. Porque el deseo no se agota en la propia vida, porque la voluntad del amante nunca se agota en sí misma, por ello el hombre puede aspirar a más. Sólo atisbamos lo mejor cuando el amor nos permite verlo. Así lo prueba el complemento de la estrofa. No miramos a los cielos para arrancar a las estrellas sus secretos; sino que buscamos las estrellas añorando la luz, como el enamorado añora la presencia de quien ama. No buscamos en la tierra para descubrir tesoros; sino que disfrutamos de este mundo por la vida, como el enamorado disfruta la presencia de la vida por quien ama. No hay cuaternidad posible: los amantes se encuentran entre tierra y cielo, entre la luz y los sentidos, atestiguando la maravillosa mediación que es ser más que uno mismo, amar y hablar de lo que se ama.

La última estrofa aumenta la complejidad, pues ya no habla sólo del encuentro de los amorosos, sino de su actividad misma. Por un lado, entre el niño y el armiño se vuelve a la pureza horaciana, pero en otro sentido: el amante ha de dormir mientras no está listo para amar, pero no puede esperar tanto como para que pase el tiempo del amor. El niño ha de ser amado; quizá no sabe amar. Las manchas del armiño son notables en invierno; quizá la mancha es la perdida oportunidad de amar. La oportunidad perdida es sangre: vida desperdiciada. La posibilidad futura es sueño: imaginación y oportunidad. Entre la vida y el sueño, la palabra. Sin embargo, algo no se resuelve en el poema, pues la palabra sofrenada no es igual al silencio cauto. ¿Qué es lo que nos hace callar ante el amor? Quien habla en el poema vuelve a callar, ¿por qué?

Antes del 10 de agosto de 1913, Alfonso Reyes encontró la versión definitiva de su “Filosofía a Lálage”.

Duerme en la chispa frágil la palpitante fragua,

y en el fugaz instante nuestra fatalidad:

seamos, por el noble silencio, como el agua

quieta, que se enamora de su inmovilidad.

 

Al remero del alma, que dé paz a los remos;

al destino, que frene de pronto su corcel.

Apaga el ansia, baja la voz, filosofemos,

y no nos oiga el sueño lo que decimos dél.

 

Alfonso Rangel Guerra [Monterrey, 1928] observó (Norma para el pensamiento: la poesía de Alfonso Reyes, tomo I, El Colegio de México, 2014) el desarrollo del poema como la clarificación de una idea: se necesita un momento de quietud para que la vida pueda ser entendida. Siendo la quietud semejante al silencio y el poema una invitación a la calma. ¡Vuelve el alma parmenídea! Siendo así, ¿dónde ha quedado el amor? Si el silencio alfonsino es renuncia al amor, el poema es un espejo nihilista. Si el silencio alfonsino puede ofrecernos una comprensión del amor, podemos hablar de un silencio noble. Leamos a Reyes.

La versión final de “Filosofía a Lálage” tiene, además del cambio estructural que Rangel Guerra explica muy bien, un cambio muy notorio y otro que no lo es tanto. En el último verso de la primera estrofa, Reyes introduce una coma que produce un interesante encabalgamiento: caída de agua, no espejo, sino cortina que el amor oculta. En la versión anterior decíamos que el agua quieta es el alma que se ve a sí misma en espera, paciente. Ahora, con el encabalgamiento, el alma no sólo se ve a sí misma, sino que reflexiona. El amante ha comprendido de sí la posibilidad misma del fuego: arde en el deseo de lo que ama. Sin embargo, es innoble arder en soledad. No es el alma la que contiene su propio fuego, sino es el enamorado quien se mira arder en las entrañas y resguarda su luz y su calor para llamar a quien ama. Con la sola coma, Alfonso Reyes ha hecho del alma la hornacina del amor. Ven, amémonos, rindamos juntos el tributo del amor al milagro de nuestra vida. No es quietud ni sosiego, es pasión ennoblecida. Eros, el destructor de los trágicos, es aquí quien nos despliega las alas.

El cambio más notorio de la versión definitiva es la conformación de la estrofa final. Reyes comprendió que el silencio cauto y la palabra sofrenada entraban en contradicción. Si bien la vida humana no puede evitar las contrariedades, no por ello el arte habría de producirlas. Desaparecieron el armiño y el niño; es decir, ya no se está a expensas del tiempo (nótese el instante por el intento en el segundo verso), ya no se posterga al amor a nombre de un confiable mañana. En su lugar, aparecen el remero y el auriga. El alma es una barca; el destino es un carruaje. Reyes deja de lado al alma parmenídea. El alma es llevada por la vida como la barca es llevada por la corriente, mas el enamorado lleva remero, alguien más que dirige el alma más allá del puro fluir, a los brazos que son puerto seguro, por los ojos que son único faro, para arribar al abrigo de los labios. Sin embargo, Reyes pide al remero paz y al auriga freno. Se trata de un amante que no quiere encallar. Y el único modo en que el amor no encalla, descubre don Alfonso, es evitando el silencio, evitando callar: ¡filosofemos! Hablemos y no dejemos de hablarnos. Hablemos de nuestro amor porque ese es también un modo de amarnos. A la tentación constante del silencio, a veces del ruborizado que no se atreve a confesar, a veces del incendiado que no haya qué decir, a veces de quien cree que sólo la caricia es elocuente, el poeta Alfonso Reyes opone el amor a la palabra. Para que el amor no nos destruya, para evitar el nihilismo, amemos el amor y amemos la palabra. ¿Qué palabra? Esa que nos hace dichosos. ¿Y quién es el dichoso? Dichoso el que sí ama, pues en la cercanía de su amor encuentra a dios entre sus brazos. Alfonso Reyes logró, en su “Filosofía a Lálage”, decir en voz baja el amor noble. ¿Acaso en medio de nuestro estruendo todavía tendremos oídos nobles?

Námaste Heptákis

 

Coletilla. “Mi voluntad dormita bajo la superficie brillante y negra de una taza de café”. Julio Torri, a 130 años de su nacimiento.

Retrato del temor

 

Retrato del temor

 

Temo la caducidad de los días. No, no creas lector que de pronto he comenzado a sentir náusea por la muerte, que me atenaza la preocupación por la enfermedad o sopeso soluciones cobardes a los días desagradables. No me angustia mi muerte, pues más o menos he vivido de modo agradable. No me preocupa sobremanera mi salud, pues ambos sabemos que al final poco podré hacer por ella. No soy valiente para llevar al final el desengaño, ni del todo cobarde como para cercenar la luz de la mirada. Temo la caducidad de los días porque no confío en que habrá más. De ahí que me sorprenda tanto la confianza con la que aquellos pocos a los que todavía veo, de los que todavía sé, postergan la vida. ¡Cuánto confían en su poder para administrar lo que dan! Yo ya soy un desconfiado: no creo en el mañana. Leo mucho porque a cada rato supongo que no podré volver a leer (y estos ojos que cada día enfocan peor me lo recuerdan recurrentemente, y esta cabeza que a cada rato duele no me deja olvidarlo, y el acecho constante de la migraña me impide mirar a otro lado; no se diga el pie que a veces arrastro, o el brazo que algunos días casi no siento). Cuando platico, quisiera agotar palabras y presencias. Escribo bastante, aunque sólo dejó aquí un breve testimonio cada semana. Ya no confío en el día de mañana. Lo mismo me matan al rato que me muero yo solo. Soy un desconfiado. Ya no confío en el día de mañana. Publico esta entrada creyendo que será la última: quizás pronto todos se van de este blog, quizá seré yo el que no vuelva a publicar aquí, quizá ya no sabré siquiera qué podría compartir con el lector imaginario, quizá no hay ya lector alguno. Temo a la caducidad de los días porque para muchos los días no parecen caducar. Ustedes tienen futuro; yo desengaño.

         En los momentos en que se incrementa el temor suele venir al alma un poema que me conquistó desde la primera vez que lo leí. No creo entenderlo, porque no me entiendo completamente, porque me ignoro demasiado, porque admiro la grandeza de su autor y me dejo llevar por la corriente solo orientado por la luz de su faro. ¿Encallaré? ¿Todo esto será un naufragio? No sé. Leo el poema, lo recuerdo, lo vivo. En lo demás no confío, pues me importa poco, me dice poco, quizá ya no es para mí. Comparto el “Soneto de la dulce queja” de Federico García Lorca.

Tengo miedo a perder la maravilla

de tus ojos de estatua y el acento

que de noche me pone en la mejilla

la solitaria rosa de tu aliento.

 

Tengo pena de ser en esta orilla

tronco sin ramas; y lo que más siento

es no tener la flor, pulpa o arcilla,

para el gusano de mi sufrimiento.

 

Si tú eres el tesoro oculto mío,

si eres mi cruz y mi dolor mojado,

si soy el perro de tu señorío,

 

no me dejes perder lo que he ganado

y decora las aguas de tu río

con hojas de mi otoño enajenado.

El lector ha de saber que entre las versiones del soneto hay algunas variantes importantes. Quizá la más relevante está en el primer verso, que en otra versión dice “No me dejes perder la maravilla”. A favor de esa versión se encuentra la concordancia con el esquema rítmico de todo el cuarteto; esquema que varía con la versión que aquí propongo. Además, argumenta a favor de esa otra versión la relación con el doceavo verso, por la que “maravilla” sería identificable con “lo que he ganado”; no estoy del todo seguro. Una variante más se encuentra en el sexto verso, pues la otra versión tiene coma, ésta tiene punto y coma. Por último, en otra versión el poeta escribe Otoño, así con mayúscula.

Yo recuerdo el poema siempre a partir del “tengo miedo”. Por una parte, lo recuerdo porque siento miedo. Por otra, más importante para que pensemos el poema, me parece que la sola presencia de la maravilla en la vida hace natural y sobrenatural el temor de la pérdida. Tener la oportunidad afortunada, el dón gratuito y la dicha enorme de maravillarse en la vida conlleva inevitablemente el temor de la pérdida. ¿Acaso en el Fedro es evitable el dolor del alma que sabe imposible volver a los cielos? “Tengo miedo a perder la maravilla” está dicho todavía en la plena contemplación de lo maravilloso. Ahí, cuando reconozco que mi vida podría ser plena, ahí también reconozco la fugacidad, la fragilidad, la debilidad con la que yo podría situarme en la plenitud. Temo que la maravilla pase de mí, se pierda y me pierda. “La maravilla de tus ojos de estatua”, dice el poeta. No, no son ojos vacíos e inexpresivos, pues no se explicaría la maravilla. Tampoco es la mirada esquiva de quien prefiere ver hacia otro lado en lo que cree prepararse para vivir la maravilla (se engaña, finalmente, pues la maravilla no es administrable). Los ojos de estatua los experimenta el maravillado, pues mira a ellos queriendo desentrañar el misterio, penetrar el arte, encontrarse en un más allá de la distancia por la que nos hace estatuas la materia.

La siguiente parte del cuarteto parece una sola oración y una sola idea. Sin embargo, el acento encuentra su complemento hasta un verso después. Deliberadamente, parece, el poeta ha dejado sólo al acento. ¿Por qué? El que encuentra en su vida la maravilla no sólo contempla con los ojos: nos maravillan todos los sentidos. Cierto, el acento del que habla el poema es la calidez de la cercanía. Pero un beso, una caricia, la presencia, siempre es algo más allá del tacto. La presencia de la maravilla sabe a la frescura que alegra los días. Las caricias huelen a la emoción del descubrimiento. Los besos se oyen como el concierto de la dicha. Sí, el poema habla de un solo acento, pero dejando al acento solo, nos muestra su pluralidad.

¿Por qué el acento aparece en la noche? No se trata, obviamente, de un beso de buenas noches. Tampoco es, solamente, la despedida. El acento aparece en la noche como el temor en la oscuridad. La noche es el sitio donde uno quisiera confiar en el futuro. La oscuridad es el lugar donde uno más necesita la presencia. Mientras todos van a dormir confiando en el día de mañana, el maravillado del poema sólo puede esperar a que de haber otro día siga siendo posible la maravilla. Mientras que la mayoría espera el alba para volver a trabajar, el maravillado del poema sólo puede volver a vivir cuando amanece, cuando la maravilla solar de su amor vuelve a estar presente en su vida. Por ello, me parece, García Lorca sitúa el acento en la noche.

El acento, decíamos, es el de “la solitaria rosa de tu aliento”. Parece un beso, un beso en la mejilla. Pero no lo es. El cambio en los acentos del verso (4 6 10, frente a 3 6 10 de los dos versos anteriores) modifica la sonoridad, y la modificación se recalca con la repetición de la “s”. Federico resalta la soledad. Es decir, en la noche, cuando se siente solo, el maravillado del poema suspira por un beso. Imaginemos al personaje del poema solo, en la noche, diciendo en voz baja, susurrando, el nombre de su amor. Aspirando a la compañía. Añorando la presencia. El solitario suspira doloroso el resquemor de su anhelo.

En la segunda estrofa se pierde plenamente la regularidad acentual de la primera. Es decir, el solitario penetra en el drama nocturno de su temor. Se sabe solo: “tengo pena de ser en esta orilla”. Véase bien. Tiene pena, le apena su soledad. ¿Cómo ha podido llegar a ese estado solitario? ¿Quién hubiese imaginado su tristeza solitaria? ¿Cómo explicar que alguien tan dado a tratar con el mundo y los hombres se arrincona solitario en su penar? Pero también tiene pena, le acongoja, le hace sufrir su estado. ¿Qué estado? El de una separación inevitable: él está en una orilla del mundo muy distinta a aquella en que se encuentran los demás. ¿Cruzó un río, como el Aqueronte? ¿Acaso libró el abismo? ¿O es que el maravillado del poema ha visto lo que todos los demás no podrían ver? No podemos decirlo en tanto no sepamos quién es el maravillado del poema.

El poeta describe al maravillado sucintamente: tronco sin ramas. El maravillado no puede dar frutos. La lectura vulgar señalará a la biografía del poeta. Yo prefiero pensar en una imagen platónica; pero no la diré. El tronco sin ramas carece de frutos, cierto, pero también es un mal árbol, no siguió su naturaleza perfecta. Pero también puede ser el árbol cercenado por la técnica. O bien, puede ser un mal refugio. No vengas a mí si quieres ocultarte, mentirte, engañarte. En el árbol sin ramas sólo puedes verte a ti mismo. El árbol sin ramas claramente es inútil para la mayoría de las utilidades, poco atractivo para las intenciones comunes, ni siquiera sirve para cruzar el río pues está allá en el lado solitario. La soledad del tronco sin ramas se recalca con la puntuación del sexto verso.

“Y lo que más siento” responde lo mismo al penar que a lo más evidente. El maravillado del poema siente sobremanera la pena de su soledad, de la inevitabilidad solitaria. O bien, lo que más siente es su incapacidad, siente que a pesar de todos sus esfuerzos la maravilla se quiere disipar. A mi juicio, no siente tanto la pena por su soledad como la limitación de su propia naturaleza: “no tener la flor, pulpa o arcilla”. Nada tiene el maravillado del poema para llamar la atención de su amor. Carece de flor, por lo que no parece ser capaz de atraer a su amor. Carece de pulpa, por lo que no podría mantener cerca a su amor en el pleno goce. Carece de arcilla, por lo que no podría satisfacer las necesidades productivas de su amor. ¿Por qué su amor busca la arcilla? Porque no se ha dado cuenta que no es Dios, que no puede hacer a otro hombre e insuflarle vida. El hombre busca arcilla confiando en la posibilidad de transformarse, de hacerse conforme a sus planes. Quiere arcilla para ser otro, teme conocerse a sí mismo, ser el que es. ¿Por qué su amor busca la pulpa? Porque no sabe qué es el placer y va por el mundo consumiendo los frutos. El hombre que cree al mundo inagotable hace todo por perderse en el mundo para nunca encontrarse. Quisiera perderse para justificarse. ¿Por qué su amor busca la flor? Porque afirma no tener ojos, supone tenerlos de estatua. ¿Hasta dónde puede uno olvidarse de sí mismo?

La segunda estrofa termina en uno de los versos más perturbadores: “en el gusano de mi sufrimiento”. Porque el hombre que se está viendo a sí mismo, que permanece en el ejercicio de conocerse, que teme perder la maravilla, parece que inevitablemente sufre. Y sí, el sufrimiento es como un gusano. No se trata del dolor que se identifica fácilmente en las superficies de lo que la gente llama cuerpo. No se trata de la depresión que los especialistas determinan como un estado. Se trata de un gusano que uno siente en su interior, que nos carcome, que va apareciendo donde uno no creía llegar a verlo. Uno sufre cuando descubre su vida como una crisálida abandonada. Este verso tiene el mismo esquema acentual que el onceavo, al final de la siguiente estrofa.

El primer terceto resalta por sus condicionales. En el verso noveno aparece por primera vez el “tú” que ha movido a todo el poema. El solitario que habla en el poema identifica plenamente a la maravilla como un tesoro oculto. ¿Quién lo ha ocultado? Precisamente en eso consiste la maravilla: sólo el enamorado encuentra lo mejor del amado. Sólo por la mirada del amante brilla la maravilla del amado. El tesoro permanece oculto en tanto el amor no sea posible. La maravilla podría ser preludio del amor, pero también obertura de la tristeza o prefacio de la desolación. Por ello el poema continúa con la cruz y el dolor mojado. Sí, la dificultad de vivir la maravilla parece casi un sacrificio, nos arranca lágrimas y dolor. ¡San Sebastián! Sin embargo, no es suplicio, no es reclamo: se trata de la dulce queja de quien cambia la sangre por llanto, de quien no necesariamente va a morir —se trata de evitar las culpas— pero sabe que sin duda por salvar la maravilla querría sacrificarse.

El onceavo verso es tan perturbador como el octavo: “si soy el perro de tu señorío”. Cualquier lector malintencionado vería aquí sólo un acto de sumisión. Alguien de pocas miras leería un chantaje exagerado. Yo no puedo pensar mal de Federico García Lorca, lo admiro. Creo que el verso no marca ni un reproche ni una humillación; se trata de una dulce queja. Quien habla en el poema le recuerda al amado que le ha sido fiel, que no están justificadas sus desconfianzas, que no se trata de una lucha de fuerzas, que nada resta su señorío. ¿Por qué sería importante resaltar la fidelidad? Porque quien habla en el poema no está en un acto desesperado. El temor por perder la maravilla no ha de arrastrarnos a la destrucción de lo maravilloso. Temeroso, quien habla el poema recuerda que han podido maravillarse. ¿Y no vale todo el esfuerzo para mantener la maravilla?

Los condicionales se resuelven en el doceavo verso: “no me dejes perder lo que he ganado”. Se trata de una apuesta total. La maravilla les permitió encontrarse. Destruir la maravilla, dejarla pasar, les hará perderse. El “no me dejes” pide al otro y pide a sí mismo: ¡estamos en la misma orilla! Nuestra condición es de iguales. La sospecha es que el otro no se ha dado cuenta. ¿Y qué pasaría si acaso se diese cuenta?

El poema termina presentando en una imagen la posibilidad de la vida junta: “decora las aguas de tu río con hojas de mi otoño enajenado”. No se trata ya de la preocupación por las flores que tuvo el otro cuando se creía del otro lado. Se trata ahora, tras saber que están del mismo lado, de que el otro se apoye en el uno para dar apariencia a su vida. Para ello, quien habla en el poema ofrece su otoño, su retraimiento, su retiro: la fidelidad que el otro ya ha experimentado pero llevada a ese sitio privado en que ambos se conocen y pueden hacer frente al mundo. El esquema acentual del último verso varía respecto a los otros dos del terceto (2 6 10 frente a 3 6 10), con lo que el poeta pone atención en las hojas. ¿Qué son las hojas de un hombre? A veces las palabras, a veces los actos públicos, a veces el modo en que alguien ha de hablar para que algo quede claro. Termina así el poema con el otoño enajenado: el poeta nos entrega sus palabras, el amante nos entrega sus letras, nos damos. ¿Y no es una dulce queja la maravillada invitación a darse?

Námaste Heptákis

 

Coletilla. “Soledad con caridad, purifica el corazón; soledad con odio, lo turba”. Evagrio Póntico

Privilegio del misterio

 

Privilegio del misterio

 

palabras de mis ojos,

palabras de mis sueños perdidos en la nieve.

Luis Cernuda

Si la palabra no es el lugar de encuentro y libertad, un sitio de salvación y expiación de nuestros miedos, alcoba y palco, jardín y mar, celda y cielo, ya nada es habitable. ¿La vida? La hacemos de palabras. Nuestra vida toma forma entre palabras, lo mismo el diálogo que el soliloquio, la súplica que la injuria, el rumor que la advertencia, la confesión que la mentira. La vida la hacemos de palabras, pero sólo las mejores, las más adictivas, las deslumbrantes, encarnan en el poema. Poemas que nos hacen temblar de resaca, cerrar los ojos para concentrarnos en el sonido, que nos estremecen como una caricia imprevista o como la irrupción del hálito mortal, poemas que se quedan y dan forma a la vida. ¿Para qué compartir esos poemas? ¿Para qué leer y compartir las lecturas? ¿Todavía podemos decir que nos encontramos en las palabras del poema? Podrían quedar dudas semejantes ante los poemas de Sigo escondiéndome detrás de mis ojos, el más reciente poemario de César Cañedo [Sinaloa, 1988] y ganador del Premio Bellas Artes de Poesía Aguascalientes 2019. Hablaré, precisamente, de un poema de César Cañedo. ¿Espero compartir mi lectura? Quizás, aunque acrecen las dudas. Son dos los modos simplones en que puede situarse al lector usual respecto a la poesía de Cañedo, uno por filias, otro por fobias. Pero yo evitaré deliberadamente ambos modos. Ni creo que el premio Aguascalientes de este año se otorgó por mera corrección política, ni soy ciego a la belleza de la obra de Cañedo. Sí, quizás hable especialmente a algunos. Sí, también puede decirse que es una oportunidad para otros. Pero la lectura de poesía no debe reducirse a la presencia pública. Al contrario, la poesía, «casa de la presencia» la llamó Octavio Paz, posibilita una sana presencia pública; la poesía, y hay que decirlo, también explica el retraimiento interior. La poesía es el lugar privilegiado del encuentro de nuestro misterio.

         Leamos a César Cañedo:

Cuando estoy muy alegre compro fruta

porque es mi manera de despertarme menos solo.

La escojo con detalle y pienso

en la deliciosa golosina que son las uvas

y en lo bien que se llevan con las tardes sin lluvia.

En las vidas enganchadas de los plátanos

y en las escondidillas que juegan las semillas de sandía.

Disfruto esa función

de adorno vivo que pueden tener en ciertas mesas,

esa función de fiesta en serio,

de familia reunida que son las frutas,

porque es difícil comprar una fruta sola,

pensarla sola,

dejarla ennegrecer.

 

Dejaré de lado una posibilidad de lectura; presentaré otras tres. En primer lugar, señalo al lector lo vívido del poema. No me refiero, claro está, a que el poema destile optimismo vital o resuene los cauces pasajeros de los días. Me refiero a que el poema está escrito de tal modo que, como la vida, abunda en detalles sorprendentes cuando se sabe mirarlos. Hay quienes obtusos dejan pasar lo mejor de la vida. Hay quienes parece que no se cansan de señalarlo; aunque a veces desesperan y, casi se está tentado a decir, se cansan, se rinden, se van… Me gustaría señalar, por ejemplo, la construcción del segundo verso. Su mera pronunciación, la reiteración de las “m”, pone al lector en sí mismo: la eme es la boca cerrada de quien a sí mismo se contiene. Compárese, por ejemplo, con el sabor del cuarto verso: con la repetición de la “s” saboreamos las uvas. O bien en el séptimo, donde los puntos de la “i” son disimuladas semillitas en la palabra “escondidillas”. Leído así, el poema es perfectamente vívido. Pero eso no es todo el poema.

         En una segunda lectura podríamos pensar el poema por su visualidad. Gracias a los versos de Cañedo vemos las frutas como en un retrato. ¿Retrato de frutas? Sí, aunque suene raro. No son, las del poema, meras frutas expuestas. No se trata de un mero cuadro frutal. No es la exhibición de un canasto con frutas. El poema es el retrato de las frutas. ¿Por qué necesitaríamos retratarlas? Por la soledad. Ante el mundo indiferente, ante el panorama gris, ante la tierra yerma, las frutas coloridas iluminan nuestros ojos. Imaginemos una casa desolada, cortinas cerradas, tarde calurosa y aire reseco. Llega el solitario tras no encontrar nadie en el mundo. Llega el solitario al lugar donde arrincona su vida. Y ahí, a mitad de la mesa, siempre en plural, las frutas. Explosión de colores, pero también arrebato de tamaños: la pequeñez de las uvas junto a la inmensa sandía. Efusividad de olores, pero también candor de las texturas: el plátano se apelmaza, la sandía se deslíe, la uva secreta entre los dientes. ¿Por qué las uvas en racimo? ¿Acaso no es una clara negación de la soledad? ¿Qué frutero deja al plátano en abstracto, solitario? Y la sandía nunca es una, siempre es la reunión de sus muchas rebanadas. La fruta a mitad de la mesa en la casa infecunda del hombre solitario es la alegría que niega la atomicidad del mundo. Pero el poema es algo más.

         Me interesa el personaje del poema. Quien habla en el poema se sabe solitario. Sabiduría del solitario que a veces desespera, se vuelve insoportable, orilla a la renuncia y al abandono. Sabiduría del solitario que a veces aparece alegre, como si la vida finalmente pudiese ser llevada aunque tanto nos cueste, como si la soledad en algún momento no apareciese tan aterradora, como si la alegría coloreara las sombras de la mente. El solitario alegre compra fruta para despertar. ¿Acaso duerme? ¿Acaso un solitario alegre es como aquellos que duermen incluso cuando entra clara la luz del sol? Para nada, el solitario alegre quiere despertar menos solo (nótese la contraposición maravillosa: «muy alegre» en el primer verso, «menos solo» en el segundo). ¿Cómo se despierta menos solo? ¿Por qué la fruta amaina el peso de la soledad? El solitario del poema reconoce la importancia de los frutos. Sabe que en ninguna casa en que haya fruto habrá desolación o continua tristeza. Sabe que si su rincón es solitario, lo es por la ausencia de frutos. El solitario sabe que su aspiración a la vida no le disipará la soledad. Quien habla en el poema sabe que dejar pasar la posibilidad de la vida es ennegrecerse. Algunos fructifican como en la mayoría de las casas, como en ciertas mesas, como de fiesta en serio. Otros fructifican por el único camino de quien no deja pasar lo mejor de la vida. Y todavía hay unos más, los últimos, que prefieren ennegrecerse, negarse, frustrar los más bellos frutos e inmolarlos a lo que creen que es la vida. Quien habla en el poema compra fruta porque reconoce lo mejor de la vida y no quiere perderlo: sabe que las uvas maridan con las tardes sin lluvia, que la sandía es una fiesta de color, que a veces necesitamos engancharnos a la vida. Reunir lo mejor, unirse para vivir bien, perseguir la alegría: anhelo sólo claro bajo la mirada del poema. Si la poesía todavía nos permite compartir, encontrarnos, quizás en el futuro no pesará tanto la soledad: podríamos descubrir el privilegio de la palabra.

Námaste Heptákis

 

Escenas del terruño. 1. ¿Germán Martínez intentó beneficiar a Alejandro Moreno? Sólo así se explica la rara estrategia del secretario de Salud ante las notas sobre el desabasto de medicamentos y el recorte de presupuesto en los hospitales públicos. El asunto es interesante: el grupo de Morena que apoya a Germán también impulsa la candidatura de «Alito», en tanto el grupo de Morena que arropó a Jorge Alcocer impulsa a José Narro. Morena decide la sucesión en el PRI. 2. Mañana será la asamblea constitutiva del «Frente por la Cuarta Transformación», que busca ser partido político en la elección intermedia. ¿Quién está públicamente al frente de lo que será el nuevo partido? Elías Moreno Brizuela, aliado del canciller Marcelo Ebrard. El financiamiento proviene de la charola que una alcaldesa mexiquense (expanista, experredista, ahora morenista) pasó por un fraccionamiento acaudalado y una diputada del PES (expriista, expanista, expetista) que en Atlacomulco encontró recursos. Armando Bautista pondrá a la gente del evento. 3. «La banalidad del bien ha reducido el imperativo categórico a la frase: compórtate de tal manera, que si la masa te viera aprobara tus actos», reflexiona lúcidamente Emiliano Monge. 4. Nuevamente estamos ante la falsificación de la historia. Por un lado, los grupos afines al Frente Nacional por la Familia promueven la homofobia bajo el epíteto de heterofobia y el fascismo bajo la pretensión de deconstrucción de la ideología de género. Por otro lado, los grupos que están organizando el Festival por la Diversidad Sexual reivindican la participación de Nancy Cárdenas y Carlos Monsiváis en la constitución del Frente de Liberación Homosexual; curioso que omiten el papel (importantísimo y central, pues él escribió en agosto de 1975 el documento «Contra la práctica del ciudadano como botín policíaco», explicado en las páginas 23 a 32 de Los derechos de los malos y la angustia de Kepler) de Luis González de Alba. Curioso, ambos grupitos coinciden en los sectarismos que siempre combatió González de Alba; y todavía lo extraño más.

Coletilla. “La precisión es la obligación de un hombre honrado”. Alejandro Rossi, a 10 años de su fallecimiento.

Aparición de la nostalgia

 

Aparición de la nostalgia

(Mi afición a Reyes I)

 

A 130 años del nacimiento

y 60 años del fallecimiento

de Alfonso Reyes

 

Adverbiando la vida te recuerdo. No estás aquí; mi mundo es más pequeño. Pasan los días, normales, rutinarios, tan pasajeros y de pronto aparece tu recuerdo. Miro el cielo nublado y en la despejada mente reluce tu ausencia. Atiendo a los ruidos que pautan la madrugada del insomne y solo oigo que faltas tú. Por la calle veo a todos los que no son tú. Mejor ya no hablo; intercambio simplemente lo necesario. ¿Qué es una vida sin adverbios? Nostalgia. Sorpresiva nostalgia. ¿Por qué?

         Copio el poema “Apenas” de Alfonso Reyes, compuesto en 1927, durante su estancia en Buenos Aires.

A veces, hecho de nada,

sube un efluvio del suelo.

De repente, a la callada,

suspira de aroma el cedro.

 

 

Como somos la delgada

disolución de un secreto,

a poco que cede el alma

desborda la fuente un sueño.

 

 

¡Mísera cosa la vaga

razón cuando, en el silencio,

una como resolana

me baja, de tu recuerdo!

 

Sencillo, como dice la mayoría de sus estudiosos, el poema es una pequeña perfección. Cumple a cabalidad, como es usual en él, las rimas y los acentos. Menos usual, casi contrario a la opinión general sobre la poesía alfonsecuente, es la intensidad desgarradora del poema. Nótese, si no, cómo resalta la estrofa central en la figura misma del poema: sólo una coma marca la pausa; el resto se acota como la nada, la callada, el silencio y el recuerdo. La nada y el recuerdo se anudan en el secreto del alma. El poema apenas sugiere el huracán interno.

         El verso inicial da la impresión de situarnos en lo ocasional, ese terreno incierto en que nos pasamos entre la sombra de la costumbre y el claro de lo inesperado. A veces pasan las cosas. Sin embargo, quien habla en el poema oculta el drama del mismo: no se habla de cualesquiera veces, sino de esas veces en las que uno se siente particularmente mal, en las que uno se encuentra personalmente solo, en las que a uno lo sorprende la nostalgia. Por ello, el segundo verso identifica lo que pasa a veces: sube un efluvio del suelo. La tierra huele, la tierra clama… pero no clama la sangre en la tierra, en el poema no se acusa ningún crimen. La tierra huele como cuando llueve… pero no está lloviendo. La tierra todavía nos sostiene cuando nos diluvia el alma. A veces, cuando lloramos, la nostalgia nos aparece como hecha de nada.

         ¿De veras podemos llorar como si nada? No se habla de la situación pesarosa de un hombre al que acaba de ocurrirle una desgracia. No es el dolor de un enfermo. Tampoco es la consternación de aquel al que le ha ido mal. Ni se trata del abatimiento del derrotado. El llanto hecho de nada es el de la ausencia. ¿Por qué?

         Quien habla en el poema se encuentra a la intemperie. En torno a él pulsa la vida. El cedro, vecino pero no prójimo, suspira. El cedro suspira calladamente. Quien llora, el triste, escucha su desconsuelo, oye una lágrima arar por la negrura de los ojos, siente el ahogo de sus suspiros. Pero no hay nadie allí, todo es silencio. Si el cedro está presente, no dice nada, no puede: suspira a la callada. Quien habla en el poema recibe el aroma del cedro vecino. Llorando, al suspirar, el aire pasa por detrás de la nariz y el cedro se presenta: madera y ámbar, aire libre y viento del amanecer, luna llena y un día juntos… Las notas del cedro enfatizan la ausencia: salífero llanto frente al aceite maderoso; la lluvia reaviva lo externo, el llanto escuece al interior. Un llanto hecho de nada; inhóspito es el llanto de la ausencia.

         La estrofa central es uno de los momentos de Alfonso Reyes que más admiro. El hombre cuyas letras me devuelven la sonrisa, el poeta que me templa cuando todo me excede, el escritor al que leo cuando todo va tan mal, quien me pide recordar a mis amigos, quien me invita a no abandonar la civilidad, el literato que me hace vivir otro tanto con gusto presenta nuestra existencia como “la delgada disolución de un secreto”. ¿Por qué?

         La estrofa central comienza con la apariencia de una explicación. Quien habla en el poema y recorre el mundo llorando la ausencia y sintiendo la vida circundante, quizás indiferente a su pena, quiere comprender su propia situación. Se sabe triste, pero quisiera claridad sobre su propia tristeza. ¿Cómo es que de pronto a uno le vuelve el llanto? ¿Cómo es que la nostalgia escapa al propio control? ¿Cómo es que el ajetreo diario es insuficiente para disipar el peso de la ausencia? “Desborda la fuente un sueño”, señala Alfonso Reyes. La nostalgia aparece súbitamente cuando al alma es claro lo que pudo ser… Quizá la ilusión de controlarse plenamente es una renuncia a las claridades del alma. El conformista no necesita nada claro, sólo algo cómodo. El realista no ama la claridad, sólo la diferencia. El apocado prefiere la penumbra que justifica sus miedos. Sólo cuando se quiere saber la verdad de uno mismo al alma se le acosa con claridades y la fuente le desborda sueños: fe después del pensar, ha dicho Antonio Machado. Sólo cuando se quiere saber la verdad de uno mismo es posible descubrirnos como la delgada disolución de un secreto. Somos el secreto de nosotros mismos para nosotros mismos. Somos el secreto de nuestra vida junta. Somos el secreto que se deshila por las cisuras del llanto, las estelas de la alegría, los pliegues de la ilusión y los cauces de la esperanza. Somos la delgada disolución de nuestro propio secreto porque al conocernos abandonamos las seguridades, flotando apenas por encimita de la verdad. Saberse es siempre apenas. Saberse es ser misterio.

         El personaje del poema, lloroso y nostálgico, se sorprende de sí, del recurso de su razón. ¿Acaso no había planificado ya los modos en que podría sobreponerse a la ausencia? ¿No es verdad que se había trazado la estrategia para los momentos de debilidad sentimental? ¿Acaso no se tenía una salida de emergencia por si el alma volviese a ver apenitas la verdad? Razón miserable la del que cree controlar la verdad. Vaga razón apenas la que cree disponer plenamente del mundo. En el silencio, sin ninguna razón contrapuesta que ponga en duda la disposición, el personaje en el poema descubre la limitación de sus planes. Sí, la seguridad que esperaba habitar evitando el recuerdo se ha mostrado falsa. Desolado ante la derrota de su razón, el personaje del poema se arrincona en el frío del obstinado: abandonados quedaron sus planes, helada quedó su astucia. Oponerse a la verdad es autoengaño. Pero incluso ahí, en su obstinación, donde está desolado, donde la nostalgia se muestra plenamente inhóspita, aparece la resolana del recuerdo. Tu presencia evocada por mi memoria es el cálido abrazo de la esperanza. La nostalgia hiela el alma; el recuerdo apenas la conforta. ¿Podemos vivir entre recuerdos? A veces los recuerdos son como llamados, como la humana nostalgia de quien no quiere perder la esperanza.

Námaste Heptákis

 

Escenas del terruño. 1. Importantes las aclaraciones de Manuel Cluthier sobre la manipulación del expediente que el CISEN elaboró en torno a su padre. El régimen de la simulación da nombre de transparencia al maquillaje. 2. «Repitiendo siempre las mismas frases como si fueran sublimes hallazgos de sabiduría, vanagloriándose constantemente de su teatral humildad, sermoneando diario a la República sobre el camino de la santa virtud y la verdadera felicidad, insistiendo en que en su voluntad radica un poder mágico que cambiará la historia de la patria, fustigando a los demonios y a los pecadores, el Presidente empieza a convertirse en una figura tan cautivadora como un tele-evangelista». Jesús Silva-Herzog Márquez 3. Jean Meyer reflexiona sobre los antagonismos que sustentan el ascenso populista: en el mejor de los casos se crea una nueva «mafia del poder», en el peor de los casos una dictadura «popular». 4. Aunque para María de Jesús Patricio, excandidata presidencial del Consejo Nacional Indígena, la estrategia del nuevo régimen es la imposición totalitaria, cual puede verse en el plan de desplegar a la Guardia Nacional en las regiones indígenas para imponer los proyectos «progresistas». «Tenemos que estar preparados para lo que sea», concluye Marichuy. 5. «Si el totalitarismo te preocupa, salir de la dinámica política, crear espacios de arte, espiritualidad, cultura e individualidad sin otro fin que ellos mismos es una forma audaz de la resistencia», señala Emilio Lezama.

Coletilla. “El poeta no es el que escribe versos, es el que mira poéticamente”. Javier Sicilia

Lectura del deseo

 

Lectura del deseo

 

 

hacer de un alma un cuerpo,

hacer de un cuerpo un alma,

hacer un tú de una presencia.

 

Inmaculada o los placeres de la inocencia cumple 30 años. Lo sencillo es decir que se trata de una novela erótica de Juan García Ponce. Pero una afirmación así se nota simplona a primera vista: ¿qué novela de García Ponce no es erótica? O mejor: ¿qué es lo erótico en la obra de García Ponce? Pero no es momento de ofrecer una visión panorámica del erotismo del autor; si acaso tal visión es posible. Además, las elaboraciones eruditas sobre lo erótico no necesariamente muestran el erotismo específico de la obra literaria, mucho menos el de una novela como Inmaculada. Creo, más bien, que ha de hablarse de Los placeres de la inocencia desde la propia experiencia de la lectura, intentando mostrar lo que el autor permite experimentar al lector a través de las páginas; incluso si lo permitido es una reflexión erótica. Permítaseme intentarlo.

         Antes de reflexionar sobre la experiencia de la lectura de Inmaculada o los placeres de la inocencia quisiera señalar lo intempestivo de la obra. En nuestros días inflamados de corrección política y en los que se va consolidando una dictadura moral, la novela no podría ser publicada. Treinta años después de la publicación de Inmaculada, la ranciedad moral censuraría la obra desde el primer hasta el último capítulo. ¿Qué buena conciencia no se perturba con una escena paidolésbica? ¿Qué hombre de moralidad intachable resiste leer con tanto detalle tantas escenas orgiásticas? ¿Cómo evitar que la falsa altura moral de la corrección política entorpezca nuestra lectura de la obra? Tras treinta años en que, dice la propaganda progresista, la revolución sexual nos ha hecho más libres, quizá los lectores están peor dispuestos a leer una novela erótica. Treinta años de buenas conciencias también han cultivado más hipocresía. Y la novela de García Ponce nos lo permite ver. Es más, aventuro mi tesis: Inmaculada o los placeres de la inocencia está escrita de tal modo que el lector puede reconocer su propia incapacidad para el juicio moral sobre el deseo. Permítaseme mostrarlo.

         Comencemos por el título. Inmaculada no sólo es un calificativo central en una tradición moral, también es el nombre de la protagonista de la novela, la primera y la última palabra de la misma. En tanto calificativo, el lector ha de reflexionar qué podría significar su pertinencia. ¿En verdad un moralista puede creer que algo es susceptible de la calificación “inmaculada”? ¿No es precisamente el moralista quien de antemano niega la posibilidad de calificar a alguien de “inmaculada”? Para que el moralista sostenga su pretendida altura moral, los enjuiciados no han de ser nunca libres de manchas. Para que haya moral, lo inmaculado debe ser imposible. —“Por eso es milagro”, me objetaría un moralista cristiano. “Tú no entiendes los milagros”, le contestaría y cambiaría de tema—. De hecho, el autor nos permite ver a lo largo de la obra el fundamento de nuestro juicio moral. Inmaculada o los placeres de la inocencia permite al lector juzgar su propio juicio moral, reconocer las anticipaciones del juicio y examinar las bases de las mismas. Por decirlo de un modo suficientemente inexacto: el lector de Inmaculada va descubriendo en cada página sus propias máculas.

         La segunda parte del título no deja de ser inocentemente juguetona. Los placeres de la inocencia suena inminentemente a pornografía, o bien incontinentemente a Sade. Nuevamente, el comprometido aquí es el lector. ¿Qué tipo de juicio moral supone el lector de libros pornográficos? ¿No es el libertino (véase la explicación de la historia del término al inicio de La llama doble de Octavio Paz) quien cree tener una cierta altura moral para poder disfrutar desprejuiciadamente a Sade? El libertino, igual al moralista, supone conocerse más profundamente que los demás, y funda en dicho supuesto la posibilidad de su aserto. Así como el moralista cristiano no entiende de milagros, el libertino no puede captar los placeres, pues es bastante inocente —inocente en la acepción más insultante del término. La novela permitirá al lector reconocer su propia disposición a los placeres, distinguir que su incomprensión de la inocencia exhibe la inexperiencia del placer.

         No está de más atender a la disyunción del propio título. ¿La disyunción pone en oposición a lo inmaculado y lo inocente? ¿O bien la disyunción anuncia la reunión de lo inocente y lo carente de mácula en el placer? A mi juicio, además de referir al clásico teatro moralista, el título con disyuntiva muestra la condición necesaria para el juicio de la acción: el moralista no tiene que elegir sobre su juicio; quien piensa la acción sabe que juzgar siempre es disyuntivo. De modo tal que, por la disyunción, la guía para entender Inmaculada o los placeres de la inocencia es la protagonista. ¿Quién es Inmaculada?

         Inmaculada es la protagonista de la novela. Y la afirmación lleva mucho de falsedad. Inmaculada protagoniza no tanto por lo que hace, sino por lo que se deja hacer. A excepción de sus huidas, todo lo que le pasa a la protagonista exalta su pasividad. La novela nos narra lo que pasa Inmaculada y en la narración nos hace imperativo preguntar quién es ella, por qué le pasa lo narrado, si los sucesos son evitables o consecuencias… Inmaculada es el espejo del que juzga las acciones. Por lo que hace Inmaculada uno se conoce a sí mismo. Por lo que sabe Inmaculada, uno… no, uno no necesariamente sabe de sí mismo.

         En medio de las peripecias, ante la casi desesperante pasividad de Inmaculada, cuando el lector no sabe si hay límite alguno a lo que ella se deja hacer, a lo que la creatividad produzca como camino de placer, a la imaginación sexual, ella sólo mantiene una claridad: desea, y su deseo siempre es una determinación ajena. Inmaculada vive deseando que otro paute su deseo, le dé sentido, lo ordene. Para Inmaculada el deseo es el motor de su vida en lo azaroso de la existencia. Sin embargo, es un motor carente de fin. No desea poseer, sino ser poseída. No desea hacer, sino ser hecha. No desea descubrir, sino ser descubierta. El deseo como motor de la vida no es la persistencia en el propio ser, sino la entrega total a otro que nos haga ser en plenitud. El deseo, para Inmaculada, siempre es ser el deseo de otro.

         ¿Qué hace el lector ante el deseo de despersonalización de Inmaculada? Aquí entra la genialidad insuperable de Juan García Ponce. Cualquier escritor sectario tomaría posición sobre la despersonalización; alguno juzgará enajenación, otro una perversión, uno más una violación de la dignidad de la persona… no García Ponce, pues él produce una obra que hace del lector el determinante paulatino de cada deseo de Inmaculada. Por su modo de narrar, el autor logra que el lector vaya avanzando los capítulos sorprendiéndose siempre de la ordinariez de su juicio moral. Uno descubre a cada instante que lo considerado imposible o inaceptable torna, casi naturalmente, posible, aceptable, necesario… quizá bueno. Uno se descubre señalando moralmente la falta, pero deseando inmoralmente su cumplimiento. Juan García Ponce logra que el lector contraríe en sí mismo su juicio moral y su deseo inmoral.

         Sin embargo, ahí no acaba la excelencia de Inmaculada o los placeres de la inocencia. Una vez que el lector se da cuenta del efecto contrariante de la producción garciaponceana, el autor nos introduce en una experiencia más complicada. El lector se descubre cómplice de quienes hacen a Inmaculada, pero en el descubrimiento también se reconoce testigo, interesado en lo que le hacen a Inmaculada. Y en la medida en que el reconocimiento propicia la reflexión, uno no puede evitar preguntarse por qué le interesan todos esos detalles de la explosión sexual de Inmaculada, por qué está dispuesto a testimoniarlos, por qué se mantiene tan atento a lo que afirma indignante. A través de cambios en la narración de la obra, el autor nos va haciendo lo mismo simples espectadores de la orgía, que voyeristas esforzados en el escrutinio de cada hecho, o estetas comprometidos con el prodigio de la sensualidad del arte, hasta hacernos personificar a aquel que paga a Inmaculada para enterarse a detalle de sus experiencias sexuales. A través de ello, insisto, García Ponce hace del lector un cómplice del desenfreno, un cuestionador de la moral, un inspector de la hipocresía, un secuaz de los deseos, un desconocido de sí mismo.

         Y cuando la novela hace del lector un desconocido, cuando el lector no encuentra base firme para su juicio moral, el lector se descubre deseando la determinación de su deseo. ¿El lector podría entregarse tan planamente a otro? ¿El lector descubre tan vivamente sus deseos como para identificar el camino de la entrega? En los mejores casos, parece, Inmaculada o los placeres de la inocencia produce lectores inmaculados que pueden recorrer las excitaciones del libro inocentemente. Y aquí, nuevamente, nos sorprende el autor. ¿O no es raro, lector, que para ese momento las escenas de un psiquiátrico sean tan semejantes a las escenas de la vida corriente? La inocencia es un placer maniático. Pero en Juan García Ponce la manía de eros no es daimónica.

         La novela termina en una escena que podría parecer indigna tras la explosividad sexual de todas las páginas anteriores. Sin embargo, el final casi rosa de Inmaculada o los placeres de la inocencia debe leerse desde la inocencia placentera de saberse inmaculado. La clave, obviamente, proviene de la irónica sonrisa de un psiquiatra, quien testimonia la determinación de los deseos humanos como la búsqueda de un final feliz. ¿O no aspiran todos a conocer sus deseos a tal grado que al final de su vida puedan decirse felices? ¿No aspira la mayoría a conocer sus deseos de modo tal que pueda administrar la entrega? ¿No es la moral, finalmente, la que despersonaliza los deseos? La novela de Juan García Ponce nos permite reconocer los autoengaños tras esa aspiración. El genuino placer de la inocencia radica en saber que no se sabe.

 

Námaste Heptákis

 

 

Escenas del terruño. 1. Recordé la sentencia de Tiresias, «terrible es el saber», al leer: «Fui una de las últimas personas que lo vio con vida. «Todavía está respirando», me dijo uno de los curiosos. Me acerqué a él, y aún no descubro para qué». 2. 83 años después identificaron el cadáver de su madre. Ella acudió a su ejecución con una sonaja de su niño de 9 meses. La ejecutaron los fascistas en la guerra civil española. Aquí la nota con el huérfano de 83 años y su hermana mayor de 94. Conmovedor. 3. No me explicaba el encono de la dramaturga contra el Colegio Nacional. «Quizá no le gustó alguna crítica de Christopher», pensé. «O realmente es muy feminista», supuse. «O quiere formar parte del CN», especulé. Cuando hace unas semanas intentó hacer pasar por suya una anécdota ajena me dije: «seguro sólo son cuestiones personales». Pero cuando insistió en que Enrique Krauze se estaba plagiando a sí mismo no pude más que suponer que algo estaba mal. ¡Ahora todo es claro! Sabina Berman a la 4T.

Coletilla. «Leer es el hermoso diálogo de siglos que no dependen del tiempo». Jorge F. Hernández