Lectura en línea

Tienen razón quienes proclaman la intervención de la tecnología en la vida del hombre. A veces muy entusiastas, tienen fe en un mundo nuevo sin confusiones, con plena eficiencia en sus metas y problemas políticos prontos a resolverse. Siendo reservados con esta expectativas, al menos sí podemos coincidir con que la vida diaria ha sido trastocada por la vertiginosa novedad. El cambio es tan drástico que sorprende la comparación de nuestro actual modo de vida al de hace veinte años. Sustituimos el frágil walkman con un teléfono celular que contiene —entre otras maravillas— una biblioteca musical. En vez de comprar la Enciclopedia Británica y buscarle espacio en nuestro modesto hogar, consultamos la infinita Wikipedia. Muchos artefactos y síntesis digitales nos rodean, asumimos que el cambio se prueba por la cantidad de facilidades. Sin embargo otros giros no tan evidentes llegan a ser igualmente importantes: lo tradicional es alterable por la novedad.

La celeridad y eficacia proclamada también alcanza a la lectura. Siendo una actividad tan arraigada y común en nosotros, se percibe inmutable. Una capacidad útil, propia, usualmente menospreciada, e independiente del ambiente social (o circunstancias objetivas); una cualidad auténtica e inherente. Una buena lectura exigiría tener dispuestos nuestros sentidos y una capacidad cognitiva normal. En ello, la tecnología auxilia: afina la vista, busca alternativas en los ciegos, añade luz portátil para disfrutar los libros donde el sol esté casi inexistente. Sus beneficios no sólo están en asegurar la normalidad, sino en la expansión de lo que significa leer. Por ejemplo, la lectura del mayor número posible de palabras apuesta por potencializar el maravilloso cerebro y reparar la estrechez visual. Poder devorar las palabras acelera el tiempo de lectura, entre menos tiempo diario se ocupa más tiempo vital para leer. Quien sepa la técnica habrá leído más libros de lo que hubiera logrado sin ella. La expansión no se limita a la explotación biológica, sino que también lo ha hecho con el entorno. El lector nunca sufrirá desabastecimiento al tener la obra a un clic de distancia.

Si la excelencia en lectura radicara en el número de libros, sería una de las promesas más tangibles conseguidas por la tecnología. La novedad presumiría la erudición somo sinónimo de cultura en el hombre. Empero esta manera de leer no es la única. En su libro más célebre, al comienzo, Mortimer J. Adler distingue dos tipos de lectura: la informativa y comprensiva. La imaginación inquieta nos hace entender la alusión de la primera categoría. Leer para informarse es obtener el contenido en las obras que leemos, saber de los hechos que relatan, las opiniones que ofrecen, las afirmaciones que hacen. Un lector informado recolecta extractos de las obras de consulta. Quien capta miles de palabras por minuto, al cabo de un año habrá leído casi mil libros; la capacidad expandida a linderos sobrehumanos. La segunda lectura distinguida no busca la obtención, sino la asimilación de lo que se dice. Asimilar significa pasar del almacenamiento a la viveza de las letras. Es reconocer las múltiples interpretaciones en lo que leemos, seleccionarlas, dilucidar una postura y dialogar con el libro. Así una obra ayudaría a hacernos entender más o hacernos entender menos la realidad.

Aunque más popular y menos exhaustiva, la primera lectura es deficiente. No sólo fomenta la visión generalísima y rudimentaria de los libros, sino es una desaprovechamiento de nuestras capacidades biológicas y anímicas. Prueba de su inferioridad es su degeneración: la lectura en línea. Descartamos leer un gran libro encontrado en un formato digital o consultar una entrada en Wikipedia; en ambos se ocupan las lecturas susodichas. La lectura en línea es la ejercida usualmente al navegar en redes sociales. Mientras se desplaza el usuario, su vista capta publicaciones cortas y memes. No se detiene a rumiarlos, ni los almacena y muchos menos los asimila. Sólo posa fugazmente su vista. Quizás el meme es una puntada que despierta una sonrisa lánguida, pero continúa siendo un objeto unívoco que pasa tras otro. Desplazarse por horas se realiza bajo un tedio disfrazado. Hay memes que se burlan de esta adicción, buscan una risa nerviosa ante la incomodidad del propio reconocimiento; como buen momazo, se tritura a sí mismo. Leemos para enterarnos del marcador del partido de ayer, leemos para saber las conquistas de Julio César, leemos para delinear los componentes de la célula, en redes sociales leemos únicamente para pasar el tiempo.

Sería incompleto decir que la lectura en línea es abuso de imágenes y publicaciones superfluas. En realidad es la máxima reducción del acto de leer, lo lleva casi a la pasividad tan disonante con el alma humana. Sin comunicación posible, las redes sociales conducen al aislamiento o necedad. El maestro caería en ingenuidad si omitiera la intervención tecnológica. Debe admitir el detrimento que ha traído al hábito de leer.  Negar la realidad sería permanecer en su torre, ésa donde reina la serenidad y el silencio propios de un manicomio.

 

Eres lo que lees

Atrapado en una espera interminable, me dispuse a hojear unas revistas para fingir que no estaba aburrido. Las revistas resultan entretenidas porque hablan de muchos temas que interesan, pero no pasan de presentar imágenes de la vida. Especifico que se trata de las revistas más vendidas, aquellas que destacan las opiniones que reafirman las opiniones de la mayoría, las que son como las charlas con los mismos conflictos cuya solución es lo último que importa. Vender un estilo de vida que se quiere comprar pero no se sabe cuáles son los pasos para tenerlo. Quizá las revistas especializadas, como las literarias o las de ciencia, no estén en el mismo tenor. Aunque las revistas especializadas en temas elevados, así como las revistas que presentan los temas top, ¿pondrán en duda la afirmación “eres lo que comes?”

Somos lo que comemos. Sí, tienen razón. No podríamos vivir si no comiéramos y bebiéramos (supongo que ambas actividades están incluidas en la frase). Pero dado que sobre el ser se puede predicar de distintas maneras, como ya Platón nos conduce a ver, el sentido de la frase no apunta únicamente a esa obviedad. Apunta, más bien, a la obviedad de los idolatras del cuerpo, quienes aceptan que lo mejor que puede hacer una persona es tener un cuerpo saludable y atractivo. ¿Para qué? Para que pueda causar atracción, sentir placer y satisfacer ese placer. Además, sin un cuerpo sano no se pueden vivir muchos años. Si no se viven muchos años, no se pueden experimentar constantes placeres. Pero comer alimentos saludables no nos vuelve buenas personas. Los asesinos pueden ser vegetarianos y balanceados. ¿Comer fibra, fruta, jugo de naranja, legumbres, verdura y un poco de carne nos hará progresar moralmente como humanidad? Por el contrario, tomar la frase “eres lo que comes” como un mandato de probidad nos puede conducir a tomar una falsa postura de superioridad moral, a denostar a quienes comen grasas en exceso y eso se refleja en su apariencia. ¿Queremos actuar bien o simplemente vernos bien?

Frases como “eres lo que comes” nos son disparadas con frecuencia y, pese a que parezcan ciertas, son falsas. Al menos nos dan una apariencia de lo que somos. Por eso pueden pasar como verdaderas. Eso quiere decir que aceptarlas con toda su radicalidad nos vuelven aparentemente felices. Sería preferible afirmar “eres lo que lees”.

Yaddir

Andar la letra

Andar la letra

La escritura tiene géneros como muestra de que la palabra escrita rebasa la función meramente testimonial. La misma función testimonial tiene más de una dimensión, como si el testimonio del escritor no pudiera entenderse sin su propia persona, sin el acto que lo confirma como escritor. Cervantes nos enseñó a qué grado puede uno dudar sobre el testimonio de hechos que están entre la historia y lo poético. No existe necesariamente un único narrador que no pueda a su vez estar presente en una obra histórica, mientras el autor sólo existe en los prefacios, aunque sea a la vez un historiador, una obra cronológicamente caótica, y un narrador omnisciente, e incluso sus propios personajes dramáticos. Si se cree que es una obra en verdad histórica se leyó mal; si se cree que la poesía es obra ficticia, cuya dimensión reside meramente en el acto imaginativo, también se ha leído mal. Si se hace la oposición entre historia y poesía en términos de mentira y verdad se leyó mal, aunque la habilidad del escritor en este caso reside en la relación entre ambas, en que se supere la idea de la verdad como término asociado con lo “real”. Mejor dicho, en que entienda que la locura quijotesca invierte el sentido de la razón, para enseñar sensatez y verdad entendiendo la locura.

Es verdad que la escritura tiene siempre un fin pedagógico. Sin él, la censura no tendría sentido. La expresión ingeniosa se distingue no por su exquisitez o elegancia, sino por hacer de la elegancia o la vulgaridad posibilidad de conocimiento. La censura puede, por ello, ser hecho por gente que entiende a los escritores, aunque también pueda llevarse al extremo mismo de la vulgaridad: la censura de lo que nos irrita, simplemente por ello. La pedagogía de la escritura depende en buena medida de quien la realiza: tanto escritor como lector. Las obras de superación personal son exitosas porque esperamos que se nos enseñe algo sobre nuestras emociones y fracasos, algo claro. Su pedagogía triunfa porque confundimos enseñanza con apapachos. Ese es un efecto pedagógico. Incluso en ese nivel se conducen mínimamente por la “verdad”, aunque de manera deficiente, puesto que la verdad es ahí sólo consejo moral, utilidad de la autoestima, sin ser enseñanza sobre la naturaleza de la moral.

Es complicado aseverar que existe una pedagogía en el Quijote, por ejemplo, dado que el autor novelesco es siempre una sombra. Pero estamos equivocados quienes esperamos la declaración del autor para que sus ideas nos sean presentadas, porque el autor existe en su obra, y no fuera de ella. Fuera del Quijote, Miguel de Cervantes era otra persona, aunque no dejara de ser el autor de un clásico. Esa oscuridad entre los testimonios históricos, la narración de notas al pie de página, la intromisión en los pensamientos, extraña para un historiador, son parte de la obra porque en ellos consiste parte de su pedagogía: en que nuestro prejuicio (inventado por el propio autor) por la irrealidad de la obra sea el camino de la enseñanza. Es pedagogía sobre el hombre, la verdad, la palabra y el mundo que ellas forman a través de los cuestionamientos, de las paradojas y las cosas sin resolver. Como si nos enseñara que en nuestra incomprensión radica el sentido de la verdadera tontería. Una lección moral que nos enseña en los disparates y los buenos discursos, así como en las contradicciones. Nuestro idealismo se esconde en la imposibilidad de entender al amante más idealista, y confundimos la ausencia con la mentira. La pedagogía de la escritura se basa en el modo en que nos disponemos a la verdad. Por eso existen las lecturas genéricas.

Tacitus

 

Papiroflexia

 

Sigo en Tumblr una breve colección de blogs que tienen como tema principal la literatura. En ellos aparecen un montón de citas textuales de libros que nunca leeré y de autores que no conozco, también, aparecen chicas, muchas de ellas, que de igual manera nunca besaré ni conoceré. Tanto las damas como las frases son muy bonitas, inspiradoras y hasta un poco molestas, llegan a hartar tanto la pupila con su belleza que a veces casi se me olvida lo que en verdad se publica en esos blogs llenos de bibliófilos, sobre todo chicas bibliófilas que se sienten la niñita esa de Harry Potter, que sienten que por leer un montón de blogs sobre literaturas y publicar fotos de ellas muy clavadas en un libro desconocido por mí (y supongo que por la mayoría de hispanohablantes que siguen esos blogs) son bien ilustradas, finas, educadas y civilizadas, dejando a un lado su condición de mujer para convertirse en algún ser mitológico de esos que saben latín y que tienen sobre su sexo aquella maldición ya por todos conocida. Bueno, la idea es que después de casi un año de meterme una vez cada cuatrimestre a ver estos blogs, aunque el celular no se canse de insistir en que debo checarlos a diario con notificaciones completamente absurdas; llegué el día de hoy a darme cuenta que los blogs de literatura, los blogs de los bibliófilos, están llenos de fotografías de libros. Sorprendente, ¿no?

Es difícil desde mi posición maleducada, ruda, iletrada y adversa a la literatura poder llegar a imaginar siquiera un blog literario que tuviera un poquito de dignidad en el nombre, pero más que en el nombre, en el quehacer de su ser. Y es que lo más seguro es que yo sea el que está perdido en el mundo y esté confundiendo este extraño concepto tan de moda en nuestros días del famoso “libro objeto”, sin embargo, creo que habría modos más ingeniosos de mostrar las maravillas que encierran estos microcosmos llamados libros, que usar una vil imagen para describirlos. A lo mejor soy demasiado puritano, e incluso exagero a la hora de pedir coherencia en estas cosas. A lo mejor no. Los blogs literarios que se me ocurren por el momento pueden ser de dos tipos: el primero es de un bibliófilo que está leyendo algún libro de esos que nunca conoceré, y que hace notas acerca de sus avances, publica sus opiniones acerca de lo que va descubriendo en su viaje literario y lanza preguntas teóricas acerca de los símbolos que va desenterrando de la profundidad de la tinta. El segundo modo que se me viene a la mente, es aquel en el que es un literato, literal, que está publicando su obra literaria en letras sin tinta percudidas sobre páginas sin papel. En ninguno de ellos veo la necesidad de sacar una foto acerca de una edición, ni de la portada de una obra escrita, ni de la ropa interior de una dama lectora, ni de la taza de café en una mañana soleada mientras se lee en la cama. Sin embargo, el estilo de vida de los bibliófilos está lleno de imágenes, lleno de fotografías de costumbres que se presumen ellos practican, ¿se imaginan si hubiera narrativas de estas costumbres escritas por cada uno de los presuntos bibliófilos en las entradas de los blogs? ¡Qué colorida sería una misma escena! ¡Qué gusto por leer todas y cada una de las veces en las que se narra el modo en el que el café despierta la imaginación para que dance con las ideas entintadas! ¡Qué placentero el enterarse, en una breve carta de confesión publicada a modo de diario secreto, la sensuales costumbres que tienen las chicas de ojos azules y piel de bebé a la hora de leer semidesnudas recostadas sobre un suelo recubierto por fina madera barnizada! ¿No les gustaría arrancarle esa determinación (de las imágenes) horrible y esclavizante a la fotografía, para que la imaginación propia, individual de cada uno de nosotros la reclame como suya? A mí sí, sin embargo, es demasiado triste ver cómo los fotógrafos que no quedaron satisfechos con destruir la pintura, están tratando de robarnos también las letras, el gusto por ellas y reemplazarlo por el gusto por los dibujitos, por los colores de las portadas de ediciones especiales de libros, ediciones muy bonitas, de pasta gruesa y con grabados impresionantes, pero que jamás llegaremos a conocer. No lo sé, tal vez solo me emocione a mí la idea, tal vez no me emocione porque no estoy lo suficientemente educado como para reconocer cierta edición de cierto libro que salió con cierta imagen en cierto año, como para reconocerla en una fotografía y envidiar a quien la tiene en sus manos. O tal vez soy demasiado amargado como para encontrarle gusto a las descripciones visuales de enormes estanterías llenas de líneas de colores que asemejan los dorsos de libros que a semejante distancia jamás llegaré a conocer ni siquiera su nombre. Nuevamente insisto, no sé, pero me gustaría que las personas bibliófilas que gustan tanto de leer, que son tan apasionadas de los libros dejaran a un lado sus libros, dejaran a un lado su lectura y se pusieran a purgar (como Platón a corrió a los poetas de su república) de no lectores, de imágenes, de erotismo forzado, a estos blogs dedicados a la literatura, avocados a los bibliófilos que nunca los verán por estar sumergidos en libros que nunca conoceremos en una fotografía.

Minucias de la lectura

Minucias de la lectura

No es observación demasiado profunda ni pocas veces repetida que cuando se lee, uno se conduce por el texto con alguna expectativa sirviendo de hoguera para nuestras facultades. Así sucede en la vida también. Si exageramos el análisis de lo que sucede cuando abrevamos en un texto, podríamos llegar a una exageración de la observación que Sócrates le hacía a Teeteto sobre el modo en que aprendemos a leer a partir del reconocimiento de las partes y el todo que forman las letras, las sílabas, y las palabras. Diríamos entonces que leer es recorrer cada una de las partes de algo que se presenta organizado en un sentido que no se puede descifrar sin haber antes hecho el viaje. Podríamos sostener que leer es, básicamente, el fenómeno de la tinta que recibimos con nuestros ojos, y que cobra forma gracias a cada unidad determinada del alfabeto.

No mentiríamos del todo si así habláramos, pero sabemos que, por más que eso suceda siempre, no podemos saltarnos la dificultad del significado de la organización del todo, por el cual recibe el nombre de “todo”. La explicación de nuestra experiencia no es racionalizada del todo con este exceso de rigurosidad, como tampoco lo sería hablando de las neuronas, pues eso no me haría entender mejor cómo es que llego a entender un texto, a perderme en él, e incluso a aceptar ideas provenientes de él cuando me veo iluminado por algo. Podría uno catalogar, como de hecho lo hacemos, el nivel de nuestra lectura por la cantidad de palabras recorridas, de hojas pasadas, e incluso los lectores constantes podrían impresionarnos con dichas cifras, e incluso mostrarnos que han entendido lo leído. Pero ese número seguiría sin explicarnos qué es leer.

Vuelvo a mi primera y ordinaria observación. Cuando uno es un lector inexperto, tiene que afrontar un texto desconocido con las posibilidades que ha tenido. No tenemos necesariamente que exagerar todavía para darle rienda suelta a los prejuicios cultos sobre la hermenéutica. Es cierto: uno puede leer un ensayo con la promesa de un título que promete responder una cuestión que creemos debe ser respondida de alguna manera determinada. Así funciona la expectativa. Con un título como “El secreto de los molinos y el batán” podría uno comenzar a esperar con ansia una exposición de los principios mecánicos y físicos que hacen funcionar a tales máquinas anticuadas, y llevarse la terrible decepción de no ver más que una interpretación del posible significado alegórico de los pasajes del Quijote que involucran a tan venerables instrumentos. No obstante, la decepción no impediría, en dado caso, que el acto de la lectura se llevara a cabo, sin importar que la manera no haya sido la adecuada. Un texto no se escribe para ser totalmente convincente o efectivo. Ni siquiera los que están escritos con ese propósito logran su cometido. Podría suceder, extraordinariamente, que tal lector, aficionado más a las respuestas prácticas que puede dar el conocimiento divulgado, comience a interrogarse por la posibilidad de que haya otro modo de hablar sobre batanes y molinos de viento y, en el mejor de los casos, investigar sobre el demente que creía ver monstruos en ellos. Que pueda suceder, no obstante, no es suficiente prueba de que así sucede, por ser algo posible.

Es una tentación muy fuerte el sentirse un lector privilegiado. Sucede así cuando cree que, por ser instruido en las diferencias hermenéuticas que nos explican la superficialidad o profundidad de esa relación entre los textos y la persona que se enfrenta a ellos. Cuando uno lee sin profundidad, necesita, en la mayoría de los casos, una segunda mirada que nos interpele para darse cuenta de ello. No obstante, no siempre es necesaria tal mirada para distinguir cuando no se ha entendido mucho de lo que se intenta leer. Como he dicho, cuando somos inexpertos no hablamos de diferencias entre los modos de leer un texto sobre matemáticas y una obra de teatro; sin embargo, algo sabemos distinguir: que las sumas y las igualdades no son, evidentemente, lo mismo que la seductora elocuencia de Romeo, debajo del balcón. Al leer sin demasiada experiencia, uno se las arregla con lo que tiene, en previsión por lo que creemos verdadero, y de eso se trata todo esto. La teoría moderna de la lectura que se basa en la capacidad temporal para codificar palabras y captar las ideas principales atrofia más de lo que alienta la posibilidad de que esas facultades trabajen mejor, puesto que dividen innecesariamente lo que vemos claramente unido. El arte de la lectura, que se aprende gradualmente, se sacrifica por la esquizofrenia de la eficiencia metódica.

Dijo Gabriel Zaid que el lector decepcionado con los ensayos de Reyes por su poca abundancia de datos importantes se merecía tal decepción. Lo que dicho lector esperaba del texto estaba claramente pregonado por la doctrina académica de las referencias, que expurgaban lo importante del ensayo: la forma. La decepción se debe a que las pretensiones del texto no pueden llegar a verse debido a la ceguera del lector. La culpa es toda de él, por no poder llegar al diálogo que merecía el texto, por no distinguir bien las formas. Me parece que caemos en un trampa semejante cuando, sintiéndonos lectores consagrados, nos damos el lujo de despreciar los textos que no parecen conciliarse con los textos que nos han educado. Ese, no obstante, es un error del que el lector cuidadoso debería preocuparse. Él sabe que leer involucra las enteras facultades de su vida, que a veces es una empresa como la de afrontar molinos de viento, y otras las de un desafío más sencillo. Su cautela no es escéptica, sino cordial. Tiene la cordura que se requiere para ver la prudencia en lo público de lo que lee, y encuentra el camino dejado hacia lo que parece omitirse.

Tacitus

Entender lo real

Entender lo real

Cuestión espinosa para el intelecto es definir la valía e importancia de una ficción. No sabemos si el poema tiene poder absoluto sobre nosotros y el mundo, o si es eternamente limitado frente a la aspereza de lo “real”. Las más de las veces, solemos retomar ingratamente una resonancia platónica frente al poema, y desconfiar de él. Decimos y actuamos conforme a la máxima del realismo a borbotones, para no vivir en un doloroso engaño, para no hacerse ilusiones nacidas y brotadas de fábulas, pues queremos exceso de filosofía práctica para andar por los vericuetos del mundo real y el hombre real. Queremos saber qué es él para saber qué esperar. No nos hacemos cuentos, decimos, porque nos distingue la cordura, y la verdad es casi evidente, fáctica; tanto que su dureza semeja una lluvia de piedras sobre nosotros. Sólo de esa evidencia puede surgir la grandeza o utilidad de un cuento: en ser relato fiel de lo que todos vemos.

Pero, ¿qué sucede si lo esencial, lo verdaderamente real y natural no es lo que podemos ver a primera luz? No he de poner en duda que las grandes ficciones nos enseñan a ver el mundo con ojos más atentos; pongo en duda que la posibilidad de esa enseñanza provenga de ser la ficción una simple copia de lo que todos podemos ver. El propósito de pintar paisajes (ficciones a color) está lejos de limitarse a una reproducción del original. La literatura sería historia endeble si fuera una extensión de la crónica. Quizá lo mismo podría decirse de otro tipo de artes, en las que la ficción, como ventana de lo ideal, es parte esencial.

No se agota el carácter problemática de la cuestión aludiendo a la copia, pero tampoco se agota si decimos que es mera fabulación, producto de una imaginación todopoderosa. ¿Cómo nos ha de servir para juzgar la verdad algo que está “dos veces alejada” de ella”, o algo enteramente artificial? Tendríamos, para avanzar, que deshacernos de la idea de que nuestra mirada es lo suficientemente poderosa como para notar la verdad de una simple ojeada. No es obligación renunciar al vínculo entre lo verdadero y lo real si notamos que lo “real” proviene de una relación vasta entre hombres y entre cosas. No es el triunfo de lo subjetivo: es lo que funda a todo discurso posible. Ni la más alta fábula puede renunciar a depender, por un lado, de esa relación, y, por otro, a ese correlato entre su proyección y lo que intenta enseñar. De otro modo no podríamos distinguir entre complejidades y sencilleces.

Lo que nos ha de enseñar una obra literaria en torno a lo que reproduce, que son los actos humanos y sus distintos niveles, hay que encontrarlo en lo que la imaginación está viendo en la obra, y lo que se ha juzgado sobre la vida propia. Cada detalle de ella es una aventura que sólo el lector (sin hacer distinciones aquí) puede tomar. No nos instruye sobre cómo descarnar lo evidente, sino a mirarlo en toda su extensión. Los problemas humanos tan complejos, en los que se inmiscuyen siempre la moral y algunos atisbos de metafísica, así como el tiempo y la historia juntos, no se comprenden únicamente con la experiencia cotidiana. La pluma gentil con la que las grandes ficciones se escriben no corrige lo real, sino que, siguiendo un poco a Gabriel Zaid, nos encarna mejor en ello. Así, uno se descubre cómplice, suspirante o reticente ante las desgracias de Werther; se ve uno desgarrado, incólume, esperanzado o idólatra en el drama de los hermanos Karamázov. Los problemas filosóficos de alto vuelo que cada obra sabe inmiscuir en el escenario poético se otean mejor con cada modo de involucrarse en ella, porque sólo así vemos lo magníficamente real de dichos problemas, y no nos confundimos al pensar que lo real es lo inmediato y evidente, parpadeando.

La ficción es posible en tanto que el conocimiento lo es también. Entre ambos nos movemos siempre, sin darnos cuenta de la mejor manera. Cada explicación que nos damos de nuestros actos y de los ajenos, cada retrato que memorizamos de lo sucedido no tiene todo raíz de arte, pero sí de acercamiento a lo vivido y de necesidad de explicación. Quizá no sólo no por la bondad de las mejores ficciones, sino también por los peligros de cada una de ellas haya sido puesto ese extraño vínculo como problema de pensarse para la reflexión política y filosófica. Es decir, no sólo a través de ellas podemos conocernos, sino también desconocernos, como en los cuentos de los tiranos. Me parece que, las más de las veces, somos nosotros poco reales como para tener la mirada del caballero de la figura triste, siendo la tristeza de su figura mejor símil de la hombría, que nuestra fábula de lo práctico.

Tacitus

La buena literatura

La buena literatura

La literatura ha sido pensada, en nuestros tiempos, como uno de los modos que tiene el hombre para expresarse. Sin embargo, dejar el lienzo en blanco, dejar a la literatura con una finalidad así de grade, sin una finalidad más concreta, es arrojarnos al infinito sin tener certeza de lo que hacemos, así como de para qué lo hacemos. La literatura pasa a ser un asunto opcional, un dato más que se puede contar, pero que al final no importa, cualquiera puede hacerlo. La genialidad de los grandes pensadores, de los escritores, se reduce a que encontraron el tiempo necesario para poder decir algo. Asunto que en verdad nos asombra a nosotros, los hombres del estrés y de la vida fugaz, solitaria, muda.

La literatura, pues, no puede ser un aterrador infinito al que entramos sin esperanza de salir, sino ¿para qué conservar libros?, ¿sólo para tener más salidas de la vida? Nuestra genialidad de anticuarios se reduce a la cobarde comodidad de no querer vivir. La literatura, si bien es la expresión escrita en verso o prosa de un hombre, no es la irresponsable suplica por ser escuchado, ni una falsa salida, es la invitación cordial, a veces brusca, para comenzar a explorar un asunto que debe ser pensado. Pensar, pues, es la actividad final de la literatura, mas no se piense en cualquier cosa, que las grandes obras literarias universales nos apuntan a repensar, o pensar por vez primera, el hacer, pensar, y sentir del hombre. ¿Por qué ahora se actúa así y antes de otro modo? ¿Qué sé de lo que pienso? ¿Cómo es posible que yo sienta empatía por éste que ni soy yo, ni es cómo yo, ni vive en mi espacio tiempo? ¿Qué me dice eso de mí? ¿Qué perdí, qué cambié, qué gané como hombre? ¿Por qué este personaje es el principal? ¿Qué de bueno o malo tiene? Y muchas más preguntas que debemos intentar resolver, sino sólo acumulamos vacíos.

La literatura puede ser la expresión de un hombre preocupado por el hombre, o de uno que sólo quiere preocupar al hombre para perderlo. Por eso hay que poner atención a la filantrópica preocupación, ya que puede ser fingida. Puede que fingiendo nos haga pensar algunas situaciones de la vida. Puede que pueda movernos guasonamente el alma. Puede que este hombre lo que quiera es admiración, poder. La escritura seguiría siendo la expresión, pero la expresión del poder banal, o del mal intencionado. Hay que tener cuidado, pues al entregarnos así nos olvidamos de que nosotros podemos vivir. No es entregar la vida y que otro nos la solucione, es ayudar a ayudarnos con la ayuda de otro, es acompañarnos. Un hombre que se preocupa por otro hombre casi siempre puede ayudarlo. La literatura nos puede ayudar a pensarnos, a sentirnos, a intentar ser buenos hombres, a ayudarnos.

Es por esto último que guardamos las palabras, los buenos libros, porque nos sabemos necesitados de ayuda para ser buenos hombres. Pero notemos dos cosas: la primera es que sólo nos vemos necesitados de ayuda cuando no nos sentimos omnipotentes, es decir, cuando no ocupamos el lugar de Dios; y lo segundo, que la ayuda no viene de la pasiva colección de palabras, sino de la actividad de leer con una actitud similar al que lo escribió, es decir, como ayudantes, así la relación entre los hombres se hace necesaria, pues no somos dioses solitarios, sino hombres que pueden ayudarse. La buena literatura es la expresión, en verso o prosa, de la ayuda entre los hombres.

Javel