El gobernante del pueblo

Por lo regular aquellos gobernantes que dicen deberse a su pueblo acaban más locos que los que los vitoreaban cuando inician su gobierno. En poco tiempo el miedo a perder el poder conseguido tras muchos años, digamos unos dieciocho, se apodera de ellos; y con tal de afianzar su lugar como mandatarios cortan lenguas y envían a sus opositores al exilio o al cadalso.

A veces surgen defensores de aquellos que inician con un buen gobierno indicando las dificultades de una infancia difícil, llena de austeridades y privaciones, a veces las incoherencias de aquellos que se ganan el título de Gobernante del pueblo, se justifican en la presencia de fiebres.

El caso es que ya sea por dolores y estrés o por las fiebres que atacan a un cerebro débil, en ocasiones aquellos que ostentan el nombre de Gobernante del o para el pueblo, aquellos que dicen deberse a su pueblo, se convierten en seres peores que los opresores de los que supuestamente libraron a quienes los vitorearon cuando llegaron al poder.

Calígula, por ejemplo, estuvo sometido a la voluntad de Tiberio desde que era niño hasta que heredando el trono se convirtió en César. Fueron años de sospechas y de un constante encierro y también fueron años de convivencia con su antecesor Tiberio.

En siete meses se convirtió en Gobernante del Pueblo, y tres meses después de esos siete, de él se apoderaron la locura y el miedo, no quería perder el poder que en sus manos tenía y para mantenerlo se dedicó a asesinar y callar a su querido pueblo.

Ese pueblo que lo vitoreó al ver que en nada se parecía el nuevo César al anterior, especialmente cuando se habían cancelado algunas costumbres de Tiberio. Ese pueblo que se desencantó al ver que tras unos meses regresaban poco a poco las crueles y sangrientas costumbres del gobernante que no era del pueblo.

Maigo.

A unos minutos de la media noche

El silencio se impone mientras los grillos se revuelven y hacen ruido entre los pinos del cerro.

 

Maigo.

Silencio en el ágora señores.

La blancura de la hoja se impone cuando la tiranía se limita a mandar desde el silencio, cuando por economizar en el lenguaje se deja sólo el espacio para el elogio y se hace a un lado la crítica del momento. Bajo la consigna de ahorrar, lo primero que se ahorran son palabras, si es que estas vienen de los labios de los detractores o de quienes podrían llegar a hacerlo.

Lo primero que hace un tirano que desea consolidar su poder es limitar a la posibilidad del habla, economizando lo más posible en cuanto a la variedad de las voces que se han de escuchar en el ágora, la austeridad en la crítica se transformará en abundancia en el elogio y al tirano perfecto le gusta economizar a la voz de “silencio en el ágora señores porque el mandatario va a hablar de amor , abundancia y paz”.

 

Maigo.

Libertad antipolítica

Libertad antipolítica

 

La libertad de expresión, necesaria para la democracia, no garantiza la vida democrática. Es más, la vida democrática puede languidecer en plena libertad de expresión: que cualquiera diga cualquier cosa, que el único rasgo democrático sea la expresión mayoritaria, que las minorías se puedan expresar pero inútilmente… El arranque del gobierno de la que se dice izquierda podría respetar la libertad de expresión, pero el deterioro democrático se ha fraguado desde antes del mero triunfo: desde la democratización del dedo, desde la fraudulenta asamblea multitudinaria, desde el mitin, el templete, la chanza y la ocurrencia… No se trata de regular lo que se puede decir, ni de defender simplemente la posibilidad de decir cualquier cosa, se trata de defender la discusión pública, las razones públicas. Declinar la defensa de las razones públicas es el primer paso para postular la necesidad de limitación a la libertad de expresión: las mayorías unánimes pueden determinar la censura moral sin razones de por medio, basta un líder que pregunte a la asamblea y que la asamblea coree al unísono la respuesta. Sin el cuidado de las razones públicas, cualquier plebiscito podrá cancelar la libertad de expresión. Y todo esto viene a cuento por la confusión de la opinión pública ante el linchamiento de Gabriel Zaid.

         Debería estar fuera de duda la libertad de expresión de que goza Zaid; ese no es el punto a discutir. El punto a discutir, además del deterioro en la lectura, es la recepción pública de las razones. La ciudadanía “informada” parece no distinguir entre un eslogan, un espot o una campaña publicitaria, de un argumento, de una opinión razonada o de un posicionamiento público. La ciudadanía “informada y crítica” parece creer que en tiempos de campaña toda voz ha de tomar partido, toda expresión ha de ser parte de la competencia, toda opinión ha de funcionar como una estrategia de posicionamiento mediático. Creen, absurdamente, que todo lo público es publicitario. Así, repiten la división facilona entre progresistas y conservadores, malos y buenos, minoría rapaz y pueblo noble. La autonombrada progresía nacional denuncia a todo el que no la apoya como parte de un grupo orquestado para el despojo, para el daño, para el abuso… Los comparsas del maniqueísmo político no compiten, sobreviven. La palabra pública no razona, publicita. Se trata de ganar gritando fuerte. Se trata de convencer por el bien de todos y con las razones de nadie. Se trata de usar los métodos democráticos para asesinar a la democracia.

         Véase si no. Zaid dijo claramente que es digna de consideración para decidir el voto la situación en la salud del candidato puntero. La respuesta del candidato: que el escritor se obnubila al preguntar sobre su salud. La respuesta de los seguidores del candidato: que el candidato nunca se infartó y el escritor es chayotero. Al menos es público que la afirmación primera de los seguidores es rotundamente falsa: López Obrador sí sufrió un infarto. Los seguidores podrán mentir, dominar la tendencia del discurso público, mayoritear, pero eso no cambiará el hecho de que su premisa es falsa. La unanimidad de los seguidores se infartará a sí misma. La realidad supera cualquier repetición del discurso. O como en Esquilo, el arte es con mucho más débil que la necesidad…

         Sin embargo, creo que lo peor del episodio se encuentra en la descalificación tramposa de López Obrador, quien en un mitin adjetivó a Zaid como un escritor conservador, como alguien que ha perdido la imaginación y la inteligencia. ¿Zaid conservador? ¿Zaid carente de imaginación? ¿Zaid sin inteligencia? López Obrador miente y los seguidores que lo repiten mienten. ¿Quién es Gabriel Zaid?

         Gabriel Zaid concibe la crítica como el ejercicio de la imaginación inteligente. No es crítico el apego simplón a cualquier progresismo, pues precisamente es la inteligencia de Zaid la que nos mostró el lado improductivo del progreso: que la obsesión por el progreso entorpece la vida. Lo importante no es progresar, sino vivir bien. La falta de imaginación de los entusiastas del progreso obstaculiza los mejores modos de nuestra vida. La falta de inteligencia de los entusiastas del progreso colma de absurdos los movimientos más cotidianos. La experiencia vital se analiza con imaginación e inteligencia, y el análisis, que Zaid llama crítica, tiene un efecto práctico: el encuentro feliz con la verdad. Cierto, Zaid no es creyente del mero progreso, pero eso no lo hace un conservador: ni todo lo tradicional nos embellece la vida, ni todo lo nuevo nos la entorpece necesariamente. Cierto, la crítica de Zaid no es crítica-práctica revolucionaria: hacer bien tiene su arte, tanto como mejor no hacerlo, tanto como saber apreciar lo pequeño. Lo importante es que el ejercicio crítico sea práctico, que los afanes intelectuales no desprecien la vida, que en los vuelos de la imaginación no se olvide de vivir. El ejercicio de la imaginación inteligente que embellece la vida es la gran aportación política de la labor intelectual de Gabriel Zaid.

         Por allá de 1971, por ejemplo, Zaid y Cosío Villegas comenzaron a imaginar el fin del PRI. Por esos tiempos, Andrés Manuel López Obrador ingresó al PRI. Mientras Zaid consideraba al PRI un obstáculo para la democracia, López Obrador lo consideraba su camino al poder. Pero el candidato sale con que Zaid es conservador. Por allá de 1972, por ejemplo, Zaid es censurado por Monsiváis para que no se publicase una crítica a Luis Echeverría. López Obrador ha encumbrado la supuesta labor crítica y progresista del censurador, al tiempo que Echeverría es el único de los expresidentes cuya pensión no ha criticado AMLO. Pero el candidato sale con que Zaid es conservador. Durante el gobierno del presunto asesino Luis Echeverría, Zaid ejerció la crítica del poder político y de su amasiato con la intelectualidad (encabezada por Carlos Fuentes). Los seguidores de Andrés Manuel elogian el apoyo de los intelectuales a su proyecto (encabezados por Elena Poniatowska). Zaid criticó el estilo de legitimarse mediante el compromiso de los intelectuales, López Obrador copia el estilo de legitimidad echeverrista. Pero el candidato sale con que Zaid es conservador. Durante los gobiernos de Echeverría y López Portillo, Zaid criticó el manejo de las finanzas públicas desde la casa presidencial, al tiempo que denunció que los programas asistencialistas del desarrollo económico de esas administraciones quebrarían al Estado (además de retrasar la democracia). López Obrador añora los tiempos de la economía presidencial, también le llama desarrollo y también lo ve indisolublemente ligado a la asistencia, que será popular pero no democrática (piénsese en los clientelismos de las redes ciudadanas que le heredó el salinista Manuel Camacho Solís). Pero el candidato sale con que Zaid es conservador. Zaid criticó las políticas educativas de los gobiernos de Echeverría, López Portillo y de la Madrid, pues reconoció que el credencialismo y las pirámides académicas agravaban el problema educativo, llenándolo de grilla, de mediocridad, de demagogia. La propuesta educativa de López Obrador es universalizar las pirámides académicas y el credencialismo. Claro, la grilla académica, la guerrilla de pizarrón, la demagogia y el charrismo universitario le han dado a Andrés Manuel buena parte de sus cercanos colaboradores. Pero el candidato sale con que Zaid es conservador. Del mismo modo, Zaid criticó el deterioro democrático en el gobierno de Salinas: el empobrecimiento del país genera liderazgos que prometen manumisión a cambio del poder. Y ya saben quién ha fundado desde esa pobreza su liderazgo. Pero el candidato sale con que Zaid es conservador. Durante la transición democrática la crítica de Zaid se centró en las decisiones prácticas y las reformas paulatinas que han permitido la participación de los grupos diversos de la sociedad civil; descreído de las promesas de grandes cambios, Zaid ha sostenido la necesidad de cambios pequeños pero inteligentes, constantes pero imaginativos. En el mismo periodo, Andrés Manuel López Obrador ha prometido grandes cambios y unanimidad social, así como ha bloqueado reformas importantes y despreciado a los grupos diversos de la sociedad civil. Pero el candidato sale con que Zaid es conservador. Y el candidato puede decir lo que sea, puede mentir como tanto lo hace. El problema es creer que la libertad de expresión es de por sí democrática. En la tiranía también hay libertad de expresión: el tirano es libre de mentirse cuanto quiera. El problema es si los súbditos también ven el traje nuevo del tirano. El problema es que los súbditos crean que son libres de expresarse cuando vociferan las mentiras del tirano.

 

Námaste Heptákis

Voces populares

La facilidad con la que nos indigna lo fácil demuestra nuestra propensión al escándalo y, por ende, nuestro alejamiento de los problemas. “Si ya tenemos suficientes problemas ¿por qué cargar con otros totalmente innecesarios?, ¿a mí qué me preocupan los malos gobernantes y sus víctimas? Dedícate a lo tuyo y no me des más problemas, pero ay de ti si lastimas a un indefenso perrito, porque eso sí que es un grave problema.” Y las voces suenan más, pero piensan menos. Si ya tienen una buena vida, opinan, no hay que arruinarla con eventos que ni les constan.

En el clásico libro de J.W. Goethe, Fausto, hay dos señalamientos sobre el uso del periódico (uno en el “Prólogo en el teatro” y otro en “Frente a la puerta de la ciudad”), en ambos se muestra con cierta claridad que el periódico es una herramienta para el entretenimiento. En el primer señalamiento un director, que discute con un poeta y un gracioso, se lamenta de un público tan ávido de espectáculos (ir al teatro es un espectáculo como leer el periódico); en el segundo señalamiento, las noticias bélicas que suceden en el mundo son entretenidas para dos caballeros de la clase media y además resultan reconfortantes, pues en otros lugares hay guerra y donde ellos discuten hay paz. Goethe no creía que el periódico fuera un medio de entretenimiento, pues él lo leía para darse una idea de lo que pasaba en Europa y saber de qué manera podía incidir siquiera en la vida de Weimar.

Actualmente nos sigue gustando el espectáculo y tenemos la facilidad de participar en una extensión de éste. A veces tenemos la oportunidad de participar en varios escenarios, poniéndole mayor atención al que más aplausos virtuales nos proporcione; consideramos tan importante el maltrato animal como el asesinato de un fotógrafo que creía en el buen uso de la información política. Tan extrema resulta la libertad de expresión que decimos cualquier cosa porque no sabemos qué decir ni sobre qué es mejor hablar; tan extrema es la incomprensión de nuestra sociedad que ya se sabe cómo vivir.

Yaddir

Libertador

Pensar en esclavos felices es algo que no puede dejar de aterrar a cualquiera que vea en el hombre la imagen de la libertad. ¿Y quién mejor que un libertador para defender a toda costa la libertad que tiene el hombre? ¿Quién mejor que aquél que sacrifica su tiempo para denunciar siempre la falsedad de la vida de los esclavos?

Seguramente no hay nada mejor que un libertador, un líder capaz de ser escuchado y de guiar a los hombres a vivir y morir por una causa, un ser competente para retirar a los seres destinados a la libertad las cadenas de la esclavitud que no lo dejan actuar conforme a su voluntad, aún cuando su voluntad sea contraria a la ley y a todo lo que en otro tiempo fue bueno.

El libertador es innovación, es cambio y es revolución, y por lo mismo es abandono de lo que fueron las buenas costumbres y también de las malas, pues bajo su guía ya no hay nada bueno o malo, todo es cuestión de perspectiva y nada más. Quizá por ello es que el libertador es escuchado por tantos, alabado y preferido en medio de la plaza pública, rescatado de los tormentos y soltado para que viva en las calles y en medio de los por él liberados.

Y cómo no hacer caso al libertador, si en vez de mandamientos y leyes trae consigo posibilidades, el hombre que sigue al libertador espera hacer lo que quiere en la medida de sus fuerzas, pretende comerse al mundo sin considerar su hambre, y atiende a los caprichos que le va dictando su deseo sin importar el sacrificio que se debe hacer para satisfacerlo.

El libertador deja al hombre convertirse en tirano y le permite hacer sus propias leyes y mandatos, sin importar hacia dónde puedan estos dirigirle, pues el libertador ve en el hombre a un ser sabio y capaz de actuar previendo lo que ocurrirá, y ve al mundo como un sitio donde de A necesariamente se sigue B.

Maigo.

 

 

El Silencio entre Gritos

Grandísimo peligro los sofistas,
que saben que a todos agrada escuchar sobre el bien.

Al-Fahayut, «Reflexiones sobre la Ciudad»

Hay tiempos de fuertes discusiones y tiempos de mayor silencio. Como olas que azotan a ratos con ímpetu y que en otras ocasiones sólo acarician la costa, hay épocas en que sube la marea como ocurre hoy, y en todas partes rompen los argumentos de clases y calidades muy variadas. El maremoto de opiniones demanda habilidad para seguir su veloz vaivén. Uno de los discursos favoritos y más predicados dicta que es de irresponsables (o hasta de imbéciles) quedarse callados entre tanto jaloneo de información y desinformación, y que determinar cuanto antes nuestra postura es lo propio de los buenos ciudadanos. Tal vez es buena recomendación, si antes de expresarse uno se dio tiempo de pensar qué iba a decir y a quiénes; pero si no, quizá en un momento como éste valga más recordar viejas enseñanzas que con facilidad se nos escurren, como lo que algunos ancianos o padres de familia aún predican: que cuando alguien más habla, lo propio es callar y escuchar.

Escuchar es fácil en principio, o por lo menos debería de serlo para quienes tienen oídos y conocen el idioma; pero la verdad es que siempre resulta más difícil que eso. Cualquiera concordará por pura experiencia. La cosa es que no nos interesa igualmente todo lo que se nos dice. El pobre profesor que predica geografía a adormilados escuincles de primaria apuesta todo su éxito a su capacidad para hacer su plática tan llamativa que los ríos más grandes y los medios económicos predominantes de cada región suenen interesantes. Espinosa misión. Escuchar lo que no nos interesa es dificilísimo, y es necesario entrenamiento duro y diligencia para conseguir tal hábito. Por el otro lado del conflicto sería verosímil que fuera bien fácil escuchar lo que nos interesa; pero a veces ni eso es verdad: en las discusiones sordas de enardecidos políticos (o enardecidos de política) es muy fácil notar dos o más interesados por lo mismo que no prestan ni la mínima atención al otro.

Esta sorpresa puede disiparse. No es tan extraño que dos «interesados» no se escuchen si pensamos que no nos importa nada más lo que decimos, sino también quiénes lo decimos. Afirmar que nos preocupa mucho el país y desdeñar a los demás que opinan sobre él es un modo de hipocresía. Su único antídoto es juzgar el valor de la opinión. Cuando la conversación se vuelve áspera y de pronto es una lucha (se puede diagnosticar este cambio porque todos al rededor comienzan a incomodarse), las palabras se degradan. Se vuelven lo mismo que ladridos y, en realidad, que mordidas, porque no escuchar lo que el otro grita e intentar gritar más fuerte es lo mismo que intentar someterlo por la fuerza. Interrumpir el discurso del otro es cortarle las palabras a la fuerza. Pero la fuerza no es la cualidad que da valor a la palabra. A veces no nos damos cuenta de que no nos interesa el discurso, sino que nos interesamos más nosotros mismos. El foco de quien discute así es él mismo: se interesa tanto que defiende su postura como si en un enfrentamiento devolviera desafiante el empujón de cualquier ofensor que lo pone a prueba.

Dar la oportunidad de opinar, y soportar el riguroso juicio de la propia posición es la única manera de que el ejercicio de escuchar se vuelva valioso. La libertad de expresión no sirve de nada cuando se entiende como espacio para decir lo que sea sin persecución ni juicio, porque sin buen sentido de quien entiende lo dicho no hay nada dicho. Gritar impunemente sandeces al Cielo no es libertad de expresión. Sólo con la práctica del silencio, muchas veces solamente por respeto, y en las mejores por genuino interés, se puede hacer tan importante escuchar como hablar. Por su parte, hablar resulta que sólo tiene sentido cuando se tiene capacidad para escuchar, y cualquiera con un mínimo de decencia podrá darse cuenta de por qué. El silencio atento es el mejor inicio para juzgar el valor de la opinión (seguido de la conversación, claro). Es difícil, como todo buen hábito, acostumbrarse a considerar lo que otros dicen; pero tiene grandes ventajas. Quizá la más importante para nuestra situación actual es que muestra una disposición, que requerimos desesperadamente, a interesarse por el otro.