La soledad posmoderna

 

La soledad posmoderna

 

pensando que no es verdad

un caballito soñado

Sin fe, filosofía o locura, la soledad sólo es desarraigo. En el pasado, cuando los hombres creían en Dios, la soledad era un accidente material: ningún ente estaba tan desencajado como para carecer de un lugar en el orden divino. Si Dios nos ama, podía decir el hombre de fe, al menos sé que mi existencia no es plenamente indiferente… al menos hay alguien. ¡Y no se diga del cristiano, que siempre tiene un prójimo! Cuando los hombres creían en Dios, la soledad era un desajuste del juicio. Los locos sólo están solos para los cuerdos; el problema no es su soledad, sino la accesibilidad a ellos. ¡Al contrario! ¡Al contrario, amigos míos! ¡Hablemos de manera popular! Los locos ya no nos son inaccesibles, pues los sabemos demasiado: ninguna soledad puede resistir al diagnóstico psicológico. Hubo locura mientras el hombre pudo ser misterio; ahora todo es administración. La soledad, para nuestros días, es una mediación errónea. ¿La soledad es el nuevo interfaz de las interacciones?

         Vine a pensar sobre la soledad tras leer Donde me encuentro [Lumen, 2019] de Jhumpa Lahiri [1967]. La promoción inicial de la novela la presenta como un logro, como la superación de un desafío literario, pues se considera más que extravagante la ocasión de una londinense de padres bengalíes que creció en Estados Unidos y escribió una novela en italiano… Sí, a mí también me maravilló la banalidad de la crítica; casi me sonrojo. Añade la promoción de la novela que la autora escribe en un idioma ajeno, en un país distinto del propio, sobre el desarraigo y la experiencia de la soledad. Eso dice la crítica, no una agencia de viajes. Que la novela se promocione como testimonial globalizador en la era de las discordias es, con perdón, mera propaganda. Si la nueva novela de Lahiri es valiosa, deberá serlo por lo literario. Que la propaganda ilustrada se desgaste sola.

         Donde me encuentro narra la historia de una mujer que tiene por profesión a la soledad. Profesa a la soledad sentimientos encontrados. Profesa su soledad libremente. Profesa en la soledad a cada instante. Profesa en su soledad con cada acto. Y profesa la soledad con sus palabras. Porque la novela es la presentación del discurso interior de la solitaria. No se trata de un narrador omnisciente presentando la vida de una mujer solitaria, sino del discurso interno de la mujer solitaria que busca hilar su propia vida. Quizás el logro literario de Lahiri sea la conformación de ese discurso interno. Se requiere explicación.

         Si la autora hubiese elegido la presentación de sí misma como personaje, el discurso interno de la novela sería continuo, pues el lector acudiría a las páginas para testimoniar lo que pasa ante los ojos del personaje. Si se sostiene, en cambio, la identidad de la autora y el personaje, y se considera la presentación fragmentaria del discurso interno, tendría que concluirse que la obra no fue bien lograda, que no es un producto literario. A mi juicio, Jhumpa Lahiri compone la vida de su personaje solitario y muestra mediante el discurso fragmentario la especificidad de la soledad. Porque solo el solitario de nuestros días tiene un fragmentario discurso interno. Véase: el logro literario de Lahiri es mostrar la imposibilidad de lo continuo en las palabras de los solitarios posmodernos. ¡Hemos inventado la discreción!

         Considero que esa es la perspectiva desde la que se ha de leer la novela, porque los límites del discurso interno a cada momento lo muestran. Por un lado, ninguno de los personajes que aparecen en el discurso es visto por sí mismo, sino que a nuestros ojos sólo son accesibles por las palabras de la solitaria. Por otro lado, toda la acción aparente en la obra se presenta interpretada por el discurso de la solitaria. Para el solitario posmoderno los otros y las cosas son situaciones a su disposición, el tejido artificial de la vida que dispone distancias y cercanías, calcula posibilidades y riesgos, y administra inevitablemente a ciegas. Los otros, para nuestros solitarios, nunca irrumpen en nuestro mundo, sólo están ahí para mediar oportunidades. El lector de Donde me encuentro presencia la experiencia fragmentaria de la soledad.

         Evidentemente, para que la soledad sea una experiencia fragmentaria es necesario que las condiciones de las otras soledades sean canceladas. En la novela no hay Dios, tampoco locura, ni siquiera aparece la conciencia histórica moderna. No se trata de Agustín, Dostoievski o Proust. No hay Dios: la acción sólo es resolución. No hay locura: todas las pasiones son ciegas. No hay conciencia: el tiempo es la ilusión planificable. Ahí donde el tiempo es un plan relativo, toda palabra es retórica: la experiencia regular de todos los emplazados en las redes sociales. Ahí donde todas las pasiones son ciegas, el amor nunca podría iluminarnos: la experiencia de quien se jacta por su administración para el amor, por hacer de sí mismo un dispositivo. Ahí donde la resolución es merma de la vida, toda interacción es mecánica: la solitaria de la novela se comprende “llamada” por la curiosidad igual que un cánido al que saca a pasear; el deseo se reduce al mecanismo interno de una naturaleza imbécil. Si el solitario posmoderno no puede ser ni para sí ni para otro, si no tiene experiencia ni de lo público ni de lo privado, si es un solo plano incognoscible, si sólo es reacción, ¿quién es? Octavio Paz nos muestra claramente la respuesta:

Todo está oscuro y sin salida,

y doy vueltas y vueltas en esquinas

que dan siempre a la calle

donde nadie me espera ni me sigue,

donde yo sigo a un hombre que tropieza

y se levanta y dice al verme: nadie.

 

El solitario posmoderno, sin Dios, sin amor y sin historia, lleva una existencia fragmentaria que sólo la obsesiva reunión en el monólogo logra fingir como vida. ¿Para qué, sin ser suicida, leer una novela así? Precisamente creo que eso es lo más difícil de captar en la nueva novela de Jhumpa Lahiri, pues la respuesta aparece en el filo de los fragmentos, en la presentación de nuestra condición. ¿O acaso no nos vamos volviendo cada día más inaccesibles? ¿Acaso nuestros cuerdos no se identifican por su superficialidad? ¿No es nuestra existencia, afirmación de la diferencia, a cada momento más fragmentaria? Donde me encuentro no es el drama multicultural del desarraigo, sino la comedia del arraigo —la solitaria ríe una sola vez. ¿No habéis visto, mis amigos, que ya no tenemos lugar?

         Quizá los optimistas y los perspicaces desconfíen de mi diagnosis; está bien, sean inaccesibles. Si de los optimistas se trata, seguro verán buena noticia en la falta de lugar: los utopistas aspiran a grandes cosas. Pero si acaso no se ha percatado de su soledad el optimista, la novela lo puede ayudar (véase a la madre de la solitaria, por ejemplo). Los perspicaces se habrán dado cuenta que desde la segunda línea dejé de lado a la filosofía. Bien, muchachos, ya están aprendiendo a leer. En la novela aparece un filósofo. Extrañamente, la solitaria sólo sabe de sí en presencia del filósofo y su solo recuerdo la conforta. Mas cuando cree que ahí podría haber camino, cae en cuenta de que ya es demasiado tarde. Quizá la soledad posmoderna es carente de valentía para hacer frente a lo que uno es; administrar la propia vida con eficiencia no requiere esfuerzo, sólo método. Ante esto, no tengan miedo, perseveren en su perspicacia. “No me había dado cuenta para nada”, concluye el episodio. ¿Acaso nos habíamos dado cuenta de nuestra condición? ¿Cómo saber si no es ya demasiado tarde? Creyendo a la vida un plazo, el solitario posmoderno ha perdido la valentía de amar.

Námaste Heptákis

 

Coletilla. Lo habré visto en vivo alrededor de cincuenta peleas. En ninguna lo vi desanimado. En ninguna vi que sólo subiera al ring a cumplir. En ninguna vi que se rindiera (derrotado sí, pero no vi que le sacaran la rendición). No escuché que lo abuchearan. Se ganó al público con su gran carisma. Se ganó al aficionado con su indudable entrega. Y las veces que pude platicar con él reconocí lo que ha de ser un luchador. Dicen que no es bueno conocer al ídolo de la infancia porque uno termina decepcionado. A mí, en cambio, conocerlo me confirmó mi admiración. Descanse en paz el más grande, el Perro Aguayo.

Lectura del deseo

 

Lectura del deseo

 

 

hacer de un alma un cuerpo,

hacer de un cuerpo un alma,

hacer un tú de una presencia.

 

Inmaculada o los placeres de la inocencia cumple 30 años. Lo sencillo es decir que se trata de una novela erótica de Juan García Ponce. Pero una afirmación así se nota simplona a primera vista: ¿qué novela de García Ponce no es erótica? O mejor: ¿qué es lo erótico en la obra de García Ponce? Pero no es momento de ofrecer una visión panorámica del erotismo del autor; si acaso tal visión es posible. Además, las elaboraciones eruditas sobre lo erótico no necesariamente muestran el erotismo específico de la obra literaria, mucho menos el de una novela como Inmaculada. Creo, más bien, que ha de hablarse de Los placeres de la inocencia desde la propia experiencia de la lectura, intentando mostrar lo que el autor permite experimentar al lector a través de las páginas; incluso si lo permitido es una reflexión erótica. Permítaseme intentarlo.

         Antes de reflexionar sobre la experiencia de la lectura de Inmaculada o los placeres de la inocencia quisiera señalar lo intempestivo de la obra. En nuestros días inflamados de corrección política y en los que se va consolidando una dictadura moral, la novela no podría ser publicada. Treinta años después de la publicación de Inmaculada, la ranciedad moral censuraría la obra desde el primer hasta el último capítulo. ¿Qué buena conciencia no se perturba con una escena paidolésbica? ¿Qué hombre de moralidad intachable resiste leer con tanto detalle tantas escenas orgiásticas? ¿Cómo evitar que la falsa altura moral de la corrección política entorpezca nuestra lectura de la obra? Tras treinta años en que, dice la propaganda progresista, la revolución sexual nos ha hecho más libres, quizá los lectores están peor dispuestos a leer una novela erótica. Treinta años de buenas conciencias también han cultivado más hipocresía. Y la novela de García Ponce nos lo permite ver. Es más, aventuro mi tesis: Inmaculada o los placeres de la inocencia está escrita de tal modo que el lector puede reconocer su propia incapacidad para el juicio moral sobre el deseo. Permítaseme mostrarlo.

         Comencemos por el título. Inmaculada no sólo es un calificativo central en una tradición moral, también es el nombre de la protagonista de la novela, la primera y la última palabra de la misma. En tanto calificativo, el lector ha de reflexionar qué podría significar su pertinencia. ¿En verdad un moralista puede creer que algo es susceptible de la calificación “inmaculada”? ¿No es precisamente el moralista quien de antemano niega la posibilidad de calificar a alguien de “inmaculada”? Para que el moralista sostenga su pretendida altura moral, los enjuiciados no han de ser nunca libres de manchas. Para que haya moral, lo inmaculado debe ser imposible. —“Por eso es milagro”, me objetaría un moralista cristiano. “Tú no entiendes los milagros”, le contestaría y cambiaría de tema—. De hecho, el autor nos permite ver a lo largo de la obra el fundamento de nuestro juicio moral. Inmaculada o los placeres de la inocencia permite al lector juzgar su propio juicio moral, reconocer las anticipaciones del juicio y examinar las bases de las mismas. Por decirlo de un modo suficientemente inexacto: el lector de Inmaculada va descubriendo en cada página sus propias máculas.

         La segunda parte del título no deja de ser inocentemente juguetona. Los placeres de la inocencia suena inminentemente a pornografía, o bien incontinentemente a Sade. Nuevamente, el comprometido aquí es el lector. ¿Qué tipo de juicio moral supone el lector de libros pornográficos? ¿No es el libertino (véase la explicación de la historia del término al inicio de La llama doble de Octavio Paz) quien cree tener una cierta altura moral para poder disfrutar desprejuiciadamente a Sade? El libertino, igual al moralista, supone conocerse más profundamente que los demás, y funda en dicho supuesto la posibilidad de su aserto. Así como el moralista cristiano no entiende de milagros, el libertino no puede captar los placeres, pues es bastante inocente —inocente en la acepción más insultante del término. La novela permitirá al lector reconocer su propia disposición a los placeres, distinguir que su incomprensión de la inocencia exhibe la inexperiencia del placer.

         No está de más atender a la disyunción del propio título. ¿La disyunción pone en oposición a lo inmaculado y lo inocente? ¿O bien la disyunción anuncia la reunión de lo inocente y lo carente de mácula en el placer? A mi juicio, además de referir al clásico teatro moralista, el título con disyuntiva muestra la condición necesaria para el juicio de la acción: el moralista no tiene que elegir sobre su juicio; quien piensa la acción sabe que juzgar siempre es disyuntivo. De modo tal que, por la disyunción, la guía para entender Inmaculada o los placeres de la inocencia es la protagonista. ¿Quién es Inmaculada?

         Inmaculada es la protagonista de la novela. Y la afirmación lleva mucho de falsedad. Inmaculada protagoniza no tanto por lo que hace, sino por lo que se deja hacer. A excepción de sus huidas, todo lo que le pasa a la protagonista exalta su pasividad. La novela nos narra lo que pasa Inmaculada y en la narración nos hace imperativo preguntar quién es ella, por qué le pasa lo narrado, si los sucesos son evitables o consecuencias… Inmaculada es el espejo del que juzga las acciones. Por lo que hace Inmaculada uno se conoce a sí mismo. Por lo que sabe Inmaculada, uno… no, uno no necesariamente sabe de sí mismo.

         En medio de las peripecias, ante la casi desesperante pasividad de Inmaculada, cuando el lector no sabe si hay límite alguno a lo que ella se deja hacer, a lo que la creatividad produzca como camino de placer, a la imaginación sexual, ella sólo mantiene una claridad: desea, y su deseo siempre es una determinación ajena. Inmaculada vive deseando que otro paute su deseo, le dé sentido, lo ordene. Para Inmaculada el deseo es el motor de su vida en lo azaroso de la existencia. Sin embargo, es un motor carente de fin. No desea poseer, sino ser poseída. No desea hacer, sino ser hecha. No desea descubrir, sino ser descubierta. El deseo como motor de la vida no es la persistencia en el propio ser, sino la entrega total a otro que nos haga ser en plenitud. El deseo, para Inmaculada, siempre es ser el deseo de otro.

         ¿Qué hace el lector ante el deseo de despersonalización de Inmaculada? Aquí entra la genialidad insuperable de Juan García Ponce. Cualquier escritor sectario tomaría posición sobre la despersonalización; alguno juzgará enajenación, otro una perversión, uno más una violación de la dignidad de la persona… no García Ponce, pues él produce una obra que hace del lector el determinante paulatino de cada deseo de Inmaculada. Por su modo de narrar, el autor logra que el lector vaya avanzando los capítulos sorprendiéndose siempre de la ordinariez de su juicio moral. Uno descubre a cada instante que lo considerado imposible o inaceptable torna, casi naturalmente, posible, aceptable, necesario… quizá bueno. Uno se descubre señalando moralmente la falta, pero deseando inmoralmente su cumplimiento. Juan García Ponce logra que el lector contraríe en sí mismo su juicio moral y su deseo inmoral.

         Sin embargo, ahí no acaba la excelencia de Inmaculada o los placeres de la inocencia. Una vez que el lector se da cuenta del efecto contrariante de la producción garciaponceana, el autor nos introduce en una experiencia más complicada. El lector se descubre cómplice de quienes hacen a Inmaculada, pero en el descubrimiento también se reconoce testigo, interesado en lo que le hacen a Inmaculada. Y en la medida en que el reconocimiento propicia la reflexión, uno no puede evitar preguntarse por qué le interesan todos esos detalles de la explosión sexual de Inmaculada, por qué está dispuesto a testimoniarlos, por qué se mantiene tan atento a lo que afirma indignante. A través de cambios en la narración de la obra, el autor nos va haciendo lo mismo simples espectadores de la orgía, que voyeristas esforzados en el escrutinio de cada hecho, o estetas comprometidos con el prodigio de la sensualidad del arte, hasta hacernos personificar a aquel que paga a Inmaculada para enterarse a detalle de sus experiencias sexuales. A través de ello, insisto, García Ponce hace del lector un cómplice del desenfreno, un cuestionador de la moral, un inspector de la hipocresía, un secuaz de los deseos, un desconocido de sí mismo.

         Y cuando la novela hace del lector un desconocido, cuando el lector no encuentra base firme para su juicio moral, el lector se descubre deseando la determinación de su deseo. ¿El lector podría entregarse tan planamente a otro? ¿El lector descubre tan vivamente sus deseos como para identificar el camino de la entrega? En los mejores casos, parece, Inmaculada o los placeres de la inocencia produce lectores inmaculados que pueden recorrer las excitaciones del libro inocentemente. Y aquí, nuevamente, nos sorprende el autor. ¿O no es raro, lector, que para ese momento las escenas de un psiquiátrico sean tan semejantes a las escenas de la vida corriente? La inocencia es un placer maniático. Pero en Juan García Ponce la manía de eros no es daimónica.

         La novela termina en una escena que podría parecer indigna tras la explosividad sexual de todas las páginas anteriores. Sin embargo, el final casi rosa de Inmaculada o los placeres de la inocencia debe leerse desde la inocencia placentera de saberse inmaculado. La clave, obviamente, proviene de la irónica sonrisa de un psiquiatra, quien testimonia la determinación de los deseos humanos como la búsqueda de un final feliz. ¿O no aspiran todos a conocer sus deseos a tal grado que al final de su vida puedan decirse felices? ¿No aspira la mayoría a conocer sus deseos de modo tal que pueda administrar la entrega? ¿No es la moral, finalmente, la que despersonaliza los deseos? La novela de Juan García Ponce nos permite reconocer los autoengaños tras esa aspiración. El genuino placer de la inocencia radica en saber que no se sabe.

 

Námaste Heptákis

 

 

Escenas del terruño. 1. Recordé la sentencia de Tiresias, «terrible es el saber», al leer: «Fui una de las últimas personas que lo vio con vida. «Todavía está respirando», me dijo uno de los curiosos. Me acerqué a él, y aún no descubro para qué». 2. 83 años después identificaron el cadáver de su madre. Ella acudió a su ejecución con una sonaja de su niño de 9 meses. La ejecutaron los fascistas en la guerra civil española. Aquí la nota con el huérfano de 83 años y su hermana mayor de 94. Conmovedor. 3. No me explicaba el encono de la dramaturga contra el Colegio Nacional. «Quizá no le gustó alguna crítica de Christopher», pensé. «O realmente es muy feminista», supuse. «O quiere formar parte del CN», especulé. Cuando hace unas semanas intentó hacer pasar por suya una anécdota ajena me dije: «seguro sólo son cuestiones personales». Pero cuando insistió en que Enrique Krauze se estaba plagiando a sí mismo no pude más que suponer que algo estaba mal. ¡Ahora todo es claro! Sabina Berman a la 4T.

Coletilla. «Leer es el hermoso diálogo de siglos que no dependen del tiempo». Jorge F. Hernández

La risa del final

 

La risa del final

 

donde están los arrecifes de conchas blancas,

donde todas las frutas están maduras,

nos encontraremos los dos.

«Nunca es la inspiración la que empuja a nadie a contar una historia, sino, más bien, una combinación de rabia y claridad», dice la ensayista migrante. Ahora me rindo y eso es todo [Anagrama, 2018] es la clara y rabiosa rendición de Álvaro Enrigue [Guadalajara, 1969] a la novela. Si en Los niños perdidos [Sexto Piso, 2016] de Valeria Luiselli [Ciudad de México, 1983] preguntábamos azorados por la necesidad del fin de una historia; en la nueva novela de Enrigue encontramos todos los finales posibles, todas las respuestas imaginadas, y con ello el azoro de que al final eso es todo. El problema, claro, es reconocer lo que se acaba. El problema es aceptar con alegría que a veces parece que eso es todo.

         Ahora me rindo y eso es todo es la vida novelada —y perpendicular— de Gerónimo, el famoso jefe apache. El título de la novela reproduce la frase que el jefe apache enunció al entregarse a la milicia estadounidense. La expresión final eso es todo permea a lo largo de la novela, casi como en nuestra vida diaria solemos situarnos frente a los finales… con la única diferencia de que el novelista reconoce la oscuridad del final, lo ridículo de nuestras declaraciones del fin, la impostura necesaria de quien cree que ha visto a algo realmente terminar. Por ello, la novela tiene una forma tan caprichosa, tan inasible, tan complicada como la vida: eso es todo.

         En un sentido, la novela narra la formación de Gerónimo, lo mismo como chamán de guerra que como ser humano. Vemos a un joven Gerónimo preparándose para luchar, practicando el acecho, formando el carácter de quien puede ser terrible. Pero también vemos al joven Gerónimo abriéndose al mundo, como puente entre la Apachería, México y Estados Unidos; como inteligencia que permea entre el apache y el español; como estratega que aprende a ver a dos lados a la vez. La formación de Gerónimo es un tópico complicado para la novela: el lector acostumbrado a los finales sólo quiere ver al hombre pleno y ya formado; el lector psicologizante mira a la formación para comprender el carácter; el lector del drama humano quisiera mayor transparencia en los sentimientos, mayor claridad en los episodios que formaron al hombre terrible. Enrigue no satisface a esos lectores (por ello alguna crítica lo acusa, injustamente, de recrear al buen salvaje), al contrario, a través de la novela nos muestra las limitaciones de esos modos de lectura. Mirar en Gerónimo algo distinto a lo terrible e inexplicable, a lo incomprensible y patente, es reducir el misterio de Gerónimo. Precisamente, el hombre que aparece en esa línea argumental de la novela es el hombre misterioso que disfruta a plenitud el descubrimiento de la vida al mismo tiempo que padece con integridad la aspereza de la guerra; sólo así, sólo un hombre tan misterioso, puede afirmar sin ramplonería ahora me rindo y eso es todo.

         En otro sentido, la novela narra el final de la vida de Gerónimo, la aridez de la existencia del hombre derrotado, de quien ha aceptado la sumisión disfrazada de paz para al menos compartir lo que queda con los familiares. El final de la vida de Gerónimo es al mismo tiempo el final de la Apachería: destrucción de una nación, exterminio de una raza, declive de un hombre. Ahora me rindo para poder vivir el final. Eso es todo, aunque de nadie dependa que el final sea definitivo. “Hay apaches”, se dirá pensando en reservaciones y casinos. Eso es todo, nos contesta con sabiduría la novela. ¿Qué nación es posible como una reservación? ¿Qué familia sobrevive a la fascinación por la ganancia que hace girar la suerte en los casinos? Un viejo cansado y decadente, sí; un asesino despiadado, sí; un hombre de un mundo que no puede sobrevivir a nuestro mundo, sí; todo eso fue Gerónimo… y eso es todo. La segunda línea argumental de la novela nos reitera el misterio del hombre, la ridiculez del decreto de todo fin.

         En otra línea argumental, la novela presenta al narrador viajando a lo que fue la Apachería, acompañado de su esposa y sus hijos. Un padre que quisiera salvar a su familia ante la inclemencia del afán de ganancia de nuestro mundo. Por un lado, el narrador quisiera salvar la unidad de su matrimonio: él y ella coinciden en la comprensión del drama humano de la crisis migrante, ambos ven la destrucción de una nación, el exterminio de una raza y el declive del hombre; pero ella confía todavía en las instituciones, en la posibilidad de enfrentar civilizadamente el drama que la propia civilización ha gestado; él ve que la administración civilizada es equivalente a la rendición de Gerónimo, que salvar la unidad de su matrimonio es rendirse y aceptar que eso es todo. Por otro lado, el narrador quisiera proteger a su hijo mayor, quien con el afán de independencia y el deseo de éxito necesario para sobrevivir en este mundo ve a su padre como un acobardado reaccionario, como un hombre incapaz de atenerse a las nuevas circunstancias de un mundo que demanda hacerse efímero, acomodaticio, libre de desafíos; claro, para un narrador que piensa de la escritura como un desafío, salvar la relación con su hijo es, precisamente, un acto de rendición y aceptación de que eso es todo. (Y aquí nuevamente falla una de las críticas severas, que con afán de joven libertario reprocha a Enrigue intentar una “novela total” y no conseguirlo, es decir renunciar a su estilo desafiante de Hipotermia [Anagrama, 2006] para entregar un texto aparentemente facilón y mal armado, tan mal armado que —según esa crítica— bien podría haber prescindido de la trama familiar. Oh problema, esa lectura es tan descuidada que no lee lo que la novela sí dice: no sabemos si el narrador se rindió firmando la lealtad al rey de España. Señor crítico: ¡lea con cuidado!). Por otro lado, el narrador quisiera que sus hijos pequeños pudieran apreciar el drama apache para entender el drama migrante; conseguirlo implica la rendición de la inocencia. La ocurrencia final de los hijos nos señala la obcecación del padre: no hay rendición posible cuando el hombre no puede entender los finales. (Y aquí falla otra crítica, que cree que el cuidado de la inocencia de los niños sabios es de corte plenamente moderno. ¿No vio el crítico que el niño ha desarrollado, a la sombra del fantasma de Gilberto Owen, la sabiduría de “el mediano” de Los ingrávidos [Sexto Piso, 2011]? Por ello, la bella escena de Dylan protegido por el brazo de Miquel en la parte trasera del auto es tan clarificadora sobre la diferencia generacional. Hay críticos que creen que todo se lee desde una postura política). La tercera línea argumental de Ahora me rindo y eso es todo deja claro que el drama apache, el misterio de Gerónimo y la indeterminación del hombre tienen en común la posibilidad de la risa.

         A partir de un pensamiento del personaje más interesante de la novela, el más ridículo y risueño, el narrador hace la siguiente reflexión: «Los finales, no importa cuán cantados estén, nunca portan la calidad de lo terminal, cuando menos no para quien los va remontando. La última hora de intimidad con el otro siempre parece otra en la línea: un episodio repetible y sin consecuencias. Nunca nadie piensa que esa fue la última vez que se bebió esa saliva ni que lo que sigue es extrañar hasta la muerte el olor de la piel que se arremolina tras el lóbulo de una oreja. No registramos la última ocasión en que nuestros hijos nos dieron la mano para cruzar una calle. Cuando cambiamos de ciudad, de país, siempre pensamos que vamos a volver, que los demás se van a quedar fijos, como encantados, y que a la próxima los vamos a abrazar y van a seguir oliendo a la misma loción, tabaco y café quemado. Pero los amigos cambian, progresan y se compran lociones caras, dejan de fumar, dejan el café, huelen a té verde cuando volvemos. O se vuelven locos, los meten a hospitales psiquiátricos y tienen muertes horribles de las que nos enteramos por correo electrónico. Hay una última conversación lúcida viendo un partido cualquiera de futbol con el abuelo y un último plato preparado por la mano maestra de la abuela, una última llamada telefónica con el profesor que nos hizo lo que somos y que una madrugada se resbala en la bañera y muere». Asumir que estamos al tanto de nuestros finales, que controlamos el término de las cosas, que la vida se ciñe a nuestras decisiones, es absurdo, y la exhibición de ese absurdo resulta ridícula para quien lo entiende. Entender este absurdo parece imposible sin mucha claridad y cierta rabia. Ahora me rindo y eso es todo es una excelente novela cómica sobre quien cree conocer los finales. Claro, siempre podemos leer la novela y la vida como una tragedia, asumiendo que el saber y la verdad son terribles, que nos enceguecen y nos castran. Pero también podemos rendirnos al límite mismo de la vida y afirmar con una sonrisa que al parecer eso es todo.

Námaste Heptákis

 

Escenas del terruño. 1. «Lo que sí está mal es que se me acuse de ordenar los abucheos», dijo el presidente. No está de acuerdo con los abucheos, aunque no estén mal. Claro, el show y la simulación del Lic. López. 2. Recupera Carlos Puig una mañanera: una reportera acusa a otro periodista con el presidente. Y la censura irá. 3. Y la censura va de la mano de la mentira. Por una diferencia de 12 mil pesos, el SAT investiga a los dueños del Reforma. En su edición de ayer, el diario preguntó si acaso era un medio de presión. El presidente, en la mañanera, atacó a Reforma. Mintió, cual lo demostró el diario unas horas después. 4. Lo más importante del reportaje aquel sobre el espionaje que se hizo a Vicente Fox es que la nota no es el expresidente, sino que por el reportaje nos venimos a enterar que el analista tan enterado, opinador con muchas fuentes, fue agente de espionaje para el Estado mexicano. 5. Por cierto que el analista juega a divulgar la versión de que entre Alito y Narro sólo una carta es del presidente. ¡Ah, qué ganas de servir al nuevo régimen!

Coletilla. «¡Cuán rápido envejecen las revoluciones! Peor, ¡cuán rápido se vuelven respetables!». G. K. Chesterton

Alimento de los ojos

Alimento de los ojos

el rito de acariciar

prendiendo fuego

Leemos acariciando la superficie de la página, palpando los renglones, lengüeteando las sílabas. ¿Acaso la comprensión es el beso entre las palabras y las ideas? ¿O los lunares pautan el estilo de la prosa? ¿Qué sería entonces una lectura compartida? ¿Qué pensar de la lectura pública? Cabe preguntarnos todo esto ante El lector a domicilio [Sexto Piso, 2018], la nueva novela de Fabio Morábito [Alejandría, 1955].

         Ya es lugar común nombrar como inquietantes las letras de Morábito. Cualquier lector habitual de Morábito puede reconocer la exactitud imprecisa de su lenguaje: nadie sabe decir tan perfectamente las cosas más indeterminadas. Inquietante, sí, pero claro, clarísimo sin transparencia, transparentísimo de opaco. Morábito nombra la realidad que se desdice, en él la palabra es una morada eventual, la bruma que sigue al ventarrón. Y, evidentemente, El lector a domicilio no puede ser más claro, menos claro. Comprender la nueva novela de Morábito implica acostumbrar los sentidos a la claridad, reconocer sus capas, acariciar lo poético desde la tersura de la piel en la mirada hasta el incendio del deseo en la boca. Novela sensual, sí, recatadamente sensual.

         En lo más superficial, en la piel de la novela, El lector a domicilio tiene una trama absurda. Un hombre al que se la ha conmutado el castigo por un crimen por la participación en un programa de lectores a domicilio. El hombre acude formalmente a los domicilios asignados para cumplir cada semana con cierto tiempo de lectura. En cada casa, el hombre lee una obra distinta. Las semanas en que se distiende el castigo dispensa las tramas de las obras. Peripecias del carácter, imprevista sustitución de la prosa por la poesía y el programa de lectores a domicilio se complica. Pequeños gustos, licencias y concesiones complican todo hasta la consecución de un crimen y la oportunidad heroica del hombre. Así la trama. Pero El lector a domicilio es más que una trama.

         El libro dialoga con un poema de Isabel Fraire [México, 1934-2015], con un recuerdo de un poema de Isabel Fraire y con una vida inspirada con un poema de Isabel Fraire… sin que la poetisa sea un personaje en la obra. En alguna escena, un comité de buenas personas organiza una lectura pública en homenaje de Isabel Fraire. El homenaje se realiza de tal modo que, “organizados para no leer” ha dicho un clásico, no hay lugar ni oportunidad para recordar a la homenajeada. La lectura pública se convierte en un acto de propaganda social; la memoria es impermeable a la belleza cuando se está demasiado ocupado. La imposibilidad social de vivir con poesía es paralela a la incapacidad lectora del protagonista, quien lee en voz alta entonando perfectamente con su perfecta voz sin ser capaz de poner atención en aquello que lee. Cumplir con el acto exterior de la lectura, o cumplir con el cuento público de lo “literario”, puede limitarse al enclaustramiento en el propio mundo, a la clausura en el monasterio del deber. No hay lugar para la poesía ni en la vida pública, ni en la privada, si leer sólo es nuestra confirmación. Para que haya lectura, como en el amor, debemos perdernos en los pliegues del otro, encontrar nuestra morada en la piel ajena —muestra el poema de Fraire.

         ¿Perderse en el otro? ¿La lectura como deriva en lo ajeno? ¿Leer como acto erótico? La novela pone en tela de juicio toda la erudición hermenéutica. El lector que no se pierde a sí mismo en el texto no comprende lo que lee, no lo sigue: hace de la lectura una interpretación, una ejecución pública, un entretenimiento social para un auditorio que sólo entiende lo público como la escenografía de la selfie. El lector que se pierde a sí mismo en el texto está, quizá por primera vez, abierto al mundo, dispuesto al otro, camino al conocimiento en alguien más. Cuando el lector se pierde a sí mismo, se cancela la posibilidad de leer a domicilio. La lectura, ya no mensaje: vida.

         El lector a domicilio muestra la dificultad de la cancelación de la lectura como entretenimiento a través de los problemas sensuales de la obra. El tacto se vuelve problema con el poema de Fraire: la diferencia entre acariciar y tocar es inconmensurable, cual lo prueba el abrazo insípido o el fogoso roce incidental. El oído se vuelve problema en la ejecución pública de la lectura: la bella voz de un mal lector de poesía defrauda a la inteligencia. El olfato se vuelve problema ante la inminencia del peligro, que se respira sin fragancia alguna en el aire. El gusto se desmorona entre las migajas de las palabras mal gustadas. Y la vista muestra incapaz al ojo más allá del horizonte, pues sólo por la lectura reconocemos al horizonte como tal. El problema de la sensualidad es presentado en una de las escenas más morabitanas de la obra: ¿cómo se podría persuadir a un sordo por convención de su capacidad de oír? ¡Tan difícil como persuadir a los cultos que la lectura no es progresiva! ¡Tan lejos como entender al erotismo como pathos!

         La pasión, precisamente, es la claridad opaca que permea la nueva obra de Fabio Morábito. El lector a domicilio nos puede mostrar el verdadero crimen: olvidamos leer con sensualidad, acariciar los versos, susurrar cálidamente los acentos, buscar el camino de las sílabas, perdernos a nosotros mismos en las ideas. A veces la lectura es un espectáculo para dos.

Námaste Heptákis

 

Estantería. 1. Jesús Silva-Herzog Márquez reflexiona en torno a la Cartilla moral de Alfonso Reyes. Dice que la Cartilla moral «es posible que sea el peor texto de Reyes pero, aún si lo es, es infinitamente mejor que los textos con los que nos atragantamos cotidianamente. Nunca será mal momento para encontrarse con Reyes, así sea a través de la lectura de su lista del mandado». Y concluye: «Quien lea esta cartilla encontrará una defensa de la alegría y una burla de la solemnidad. Comprenderá que la tradición es vitalidad y no servidumbre a lo antiguo. Aprenderá también a distinguir la emoción patriótica de la manipulación nacionalista. Sabrá que hay que ser modestos frente a las sorpresas del azar para no caer en la soberbia». 2. Rodrigo Martínez Baracs cuenta la historia de la Cartilla moral. 3. Para Fernando García Ramírez, Gabriel Zaid es un juguetón comprometido con la verdad. 4. Para Humberto Beck, Gabriel Zaid es el renovador de la prosa de ideas en castellano. 5. Para Armando González Torres, el trabajo de Gabriel Zaid es lúdico y omnívoro. 6. Para Julio Hubard, los ensayos de crítica al progreso de Gabriel Zaid se caracterizan por reunir la imaginación y la economía, son la muestra de la perfección de lo pequeño. 7.  Según Malva Flores, la poesía de Gabriel Zaid es el ejemplo perfecto del esmero cuidadoso por la claridad. 8. «Para mí, Gabriel Zaid es una estrella que permite orientarse en el camino. No es una estrella fugaz, no es un meteoro, es una estrella que ha estado ahí, que seguirá ahí y cuya luz no se gasta con el uso», dijo Adolfo Castañón.

Coletilla. Comparto el poema de Isabel Fraire que se menciona en la entrada, publicado por primera vez en el número 27 de El corno emplumado, la revista beatnik mexicana, en julio de 1968.

tu piel, como sábanas de arena y sábanas de agua en remolino

tu piel, que tiene brillos de mandolina turbia

tu piel, a donde llega mi piel como a su casa

y enciende una lámpara callada

tu piel, que alimenta mis ojos

y me pone mi nombre como un vestido nuevo

tu piel que es un espejo en donde mi piel me reconoce

y mi mano perdida viene desde mi infancia y llega hasta

el momento presente y me saluda

tu piel, en donde al fin

yo estoy conmigo

 

La vida en un tiempo enfermo

La vida en un tiempo enfermo

 

Estamos enfermos de

predicciones y recuerdos

Quizá la más terrible de las consecuencias prácticas del historicismo sea la resolución. Considerar a nuestros tiempos impulsados por un pasado fatídico y dar a nuestra acción una importancia tal que sea siempre necesaria es consecuencia directa de la fe historicista. Creer que se tiene demasiada claridad sobre el pasado suele engendrar la convicción de una claridad suficiente sobre el futuro. De ese modo la acción se vuelve imperativa: hay que hacer algo, y hay que hacerlo ahora… Así nuestro tiempo enfermo. Mas no basta señalarlo, que la crítica al historicismo, a la fe en el progreso o a la insensatez de la resolución ni son nuevas ni son desconocidas. Los jóvenes marxistas que en el pasado se engrieron con el banderín del “¿Qué hacer?” para sostener la inevitabilidad de la revolución, después se negaron a reconocer el infierno soviético y ahora creen que su proyecto no fracasó, sino que solamente no se realizó a plenitud. Había que hacer algo, piensan; se reconfortan creyendo que al menos ellos sí lo hicieron. Mas no basta señalarlos, que siempre habrá más dedos para apuntar a los demás. Señalar y denunciar no son necesariamente críticas; no todas las críticas disuelven las imágenes: nos falta imaginación. Traigo a cuento el problema, porque el inminente aniversario 40 de la muerte de Jordi García Bergua [1956-1979] me ha recordado su Karpus Minthej, quizá la novela mexicana que mejor presenta el problema de la resolución.

         Karpus Minthej parece escrita en dos partes, pero en realidad se conforma de seis. Dos de ellas, la segunda y la tercera, señaladas como partes. Tres, la cuarta, quinta y sexta, señaladas como apéndices. Una, la primera, como una carta que presenta el resto. Precisamente, reconocer la unidad de las partes es comprender el ejercicio de imaginación de García Bergua y, con ello, leer cuidadosamente la novela.

         Si atendiésemos únicamente a las partes de la novela que se señalan como partes, tendría que decirse que Karpus Minthej es la historia de la muerte de Karpus Minthej, joven europeo enfermo de Modernidad. Y efectivamente, a lo largo de las dos partes señaladas como partes se nos presenta el proceso de enfermedad de Karpus Minthej y la terrible consecuencia que su enfermedad conlleva. Problema con ello es que en ninguna de las dos partes muere Karpus Minthej; lo enfermo y la muerte dan sentido a las partes, pero más allá de sí mismas.

         Si atendemos a la carta inicial, Karpus Minthej es el informe detallado de un científico que pretende demostrar la inocencia de Karpus a fin de lograr la absolución de la justicia por los crímenes que cometió. De este modo, las dos partes señaladas como partes serían la descripción del científico que pretende defender a Karpus. De ahí que dichas partes expliciten la enfermedad. Genialidad del autor: comprender al nihilismo como enfermedad es una interpretación cientificista de la misma Modernidad enferma. Nietzsche exageró evidentemente esa comprensión; García Bergua leyó de tal modo a Nietzsche que reprodujo poéticamente la exageración. Eso da, por tanto, una distancia en la lectura que nos pide considerar los tres apéndices.

         Por los apéndices de Karpus Minthej nos enteramos que el científico que redactó la carta inicial y las dos partes señaladas como partes no es el autor de la novela Karpus Minthej, por lo que no podemos concluir que la novela tenga la misma intención que el informe científico. García Bergua no nos permite saber quién recopiló los apéndices, y el impedimento es parte de su ejercicio literario. Si Jordi García Bergua hubiese construido al personaje-autor de Karpus Minthej, Jordi García Bergua se comprometería a encontrar solución al problema de la resolución; cayendo en el problema mismo. La resolución se entiende a través de Karpus Minthej precisamente porque la vida de Karpus resuelta en el drama no está resuelta en la trama. Esa contradicción sólo puede ser presentada poéticamente, sólo se origina en la crítica que opera la imaginación.

         El tercero de los apéndices de una vuelta más sobre la imposibilidad de solucionar la resolución. ¿Y si la resolución es aniquiladora de sí misma? Y si el hombre más inteligente comete el más grande crimen, ¿una trepanación podría ser la resolución final? Si lo fuese, gana el nihilismo. Si no, Jordi García Bergua habría logrado mostrar que la resolución siempre es una trepanación. ¿Cómo sobrevivimos los trepanados? Bien haría mi generación (y la que le sigue) en leer Karpus Minthej.

Námaste Heptákis

 

Escenas del terruño. A partir del lunes 7 se registrarán las asociaciones políticas con intenciones de recibir el reconocimiento como partido político nacional. Ante la incertidumbre del camino que les toque transitar, el Frente Nacional por la Familia decidió probar suerte en más de uno de los grupos que buscarán el registro. Así, tienen gente entre los margaritos, lo mismo que andan en negociación con la Maestra o con la última dirigencia de Nueva Alianza. De parte del Yunque, sus representantes tienen fuerza en lo que sería el partido México Independiente. Y por la izquierda, sus miembros se han colado en dos de las principales organizaciones. En febrero sabremos cuántas organizaciones quieren convertirse en partido político y entonces veremos por cuántos caminos está apostando el Frente Nacional. Mientras, los defensores de derechos humanos duermen en los laureles de la 4T.

Coletilla. No entiendo. Si dicen que los Reyes Magos son los papás… ¿entonces soy hijo de un ménage à trois?

El soledoso arte de narrar

El soledoso arte de narrar

Algunos creen que el escritor imagina una trama completa y la distribuye habilidoso en frases. ¡Eureka, tenemos una novela! Otros más consideran que el escritor tiene una idea y va buscando modos de expresarla, tasando la gramática alquímicamente. No faltará quien piense que para narrar se requiere primero la privilegiada mirada que reconoce entre lo diario aquello que puede ser narrado. O bien, habrá quien crea que la obra literaria es producto de la planeación, el ejercicio y el profesionalismo. ¡Metodología de la obra maestra! Pues los lectores preguntamos con entusiasmo por la obra literaria, creyendo que el autor es la autoridad para respondernos todo sobre la obra. Creencia, por cierto, que encuentra su problematización más literaria en Versos de vida y muerte de Amos Oz.

La novela de Oz ofrece una apariencia inicial: se trata del discurso interno de un escritor que reflexiona sobre el arte narrativo a causa de un evento cultural en que será cuestionado sobre su obra literaria. Así, la novela nos va presentando el monólogo interior del autor (que permanece anónimo a lo largo de la obra, pero que es popular y famoso; contradicción, por cierto, con la que Oz nos permite ir más allá de la apariencia inicial. El autor se llama a sí mismo el autor en su discurso interno; nadie se nombra a sí mismo como el autor al interior de su alma. Oz es el autor de un autor que es autor de un autor), al tiempo que va desarrollando lo que parece ser la acción. La acción, empero, nunca se presenta directamente, sino por medio de lo que en la apariencia inicial es el discurso interno del escritor. ¿La acción se realiza por la narración del escritor o el escritor narra la acción realizada?

En cuanto nos percatamos que la acción de la obra siempre es incompleta, o potencial, también nos percatamos de la inexactitud de la apariencia inicial: el discurso interno del autor reúne indistintamente los pensamientos y las impresiones, las reflexiones y las imaginaciones, del personaje llamado el autor. Distinguir la indistinción es importante porque apunta al hecho literario. Cierto, el autor sentado en la mesa de un café imagina el pasado y el futuro de la mesera, la peripecia de quienes ocupan la mesa contigua, la tragedia del conocido común de los vecinos de mesa, la relación posible entre el conocido común y la mesera, o entre la exnovia imaginada del exnovio imaginado de la mesera apenas vista y el imaginado desconocido conocido común de los vecinos de mesa… El discurso interno del autor es imaginación de la experiencia cotidiana, al tiempo que narración, recreación de esa misma experiencia. ¿Las acciones ocurren realmente o es nuestro modo de reunir la experiencia lo que nos permite reconocer las acciones?

Si no hay acciones fuera del marco de un discurso, el origen del discurso es la fuente de nuestra vida diaria. Vivimos en tanto hablamos; los hablantes somos los creadores de lo que vivimos. Sin embargo, Oz no permite que lleguemos a esa conclusión tan sencillamente. El que en la apariencia inicial es el discurso interno del autor y que en una segunda mirada es la imaginación narrativa de un autor aparece pronto como el discurso interno del autor, de aquellos con los que se relaciona el autor y del punto de vista del espectador que es el lector (algo así como ese efecto único de Virginia Woolf al cambiar la fuente de la narración entre los personajes sin que ninguno agote la narración por sí misma). O bien aquello que nos narra nos hace narradores que crean el marco desde el que surgen las acciones, o bien el autor es narrador de las narraciones ajenas y la vida es la reconstrucción literaria del desconocimiento de los otros. ¿Qué es aquello que nos narra? ¿Qué autor puede ser tal que su narración reconstruya la vida de los otros?

No se trata en Versos de vida y muerte de crear con la palabra, aunque a varios lectores les podría ser fácil esa blasfemia. El título de la obra está tomado del título de una obra que forma parte del discurso interno de la obra misma. Versos de vida y muerte nos presenta en varias de sus páginas algunos fragmentos de los poemas de un personaje que intituló su poemario Versos de vida y muerte. La narración novelística crea la obra poética. El lugar de los poemas es el intrincado sitio desarrollado en la novela. En la ejecución de la obra poética encontraremos el lugar de la creación novelística.

Versos de vida y muerte (poemario) es una obra tradicional del sionismo que reivindica al Estado de Israel y a los valores del mismo Estado. Según nos enteramos por la novela, los poemas fueron muy populares en un momento anterior a aquel en que se desarrollan el discurso y la acción de la novela; ahora, no se sabe si el autor sigue vivo y sólo los mayores recuerdan los poemas. La popularidad se explica por la intención nacionalista de los versos. Los poemas arraigan entre la gente, se popularizan, se vuelven necesarios, cuando expresan las opiniones de su tiempo, cuando confirman las convicciones de sus coetáneos, cuando nos dan la razón. Versos de vida y muerte (poemario) es el opuesto a Versos de vida y muerte (novela), que ve con ironía el nacionalismo, que cuestiona las opiniones de su tiempo, que impide confirmar cualquier convicción de sus coetáneos. En tiempos en que los lectores opinan que el lenguaje es sólo un problema, Amos Oz nos hace preguntarnos sobre la distinción entre palabra e imaginación, difuminando dicha distinción. En tiempos en que algunos lectores tienen la convicción de que el lenguaje es yahvista, Amos Oz nos conduce a considerar que el lenguaje sólo es posible por la distancia que da la imaginación: los hombres no creamos con las palabras, sino que por ellas salen a la luz las creaciones. ¿Quién crea? Amos Oz crea un autor que crea un discurso que crea a un autor que crea un poemario que crea a un autor que crea un modo de vida. El autor concluye con toda autoridad: la vida es una alegría que acaba en llanto. ¿Entonces quién crea la alegría? ¿Acaso podremos evitar el llanto?

Námaste Heptákis

 

Escenas del terruño. Un accidente demasiado perfecto. Tras él, el presidente interpreta los hechos como un problema moral: que no lo acusen los neofascistas. El problema, empero, es legal. Ni el presidente por encima de la ley, ni la moral como excepción de lo legal. Fue un accidente demasiado perfecto.

Coletilla. La revista Letras Libres celebrará 20 años con su número de enero de 2019, un número imperdible, lector, que has de ir a comprar lo antes posible. ¿Por qué? Porque su portada será origen de una polémica importante; podríamos decir que la ilustración de portada llevaría por título “La Rapsodia Bohemia de López Obrador”. El artículo principal es de Enrique Krauze y está dedicado a una detallada revisión de los libros de historia que ha escrito el presidente López Obrador. El historiador muestra la distorsión ideológica de la historia que permea en las opiniones del político que se jacta de estar haciendo historia. Además, el número incluye una narración de Héctor Manjarrez (que este año publicó sus relatos reunidos en Historia), un ensayo de Ian Buruma sobre la libertad del arte y poemas de Hernán Bravo Varela. Además, se celebran cincuenta años de traducción poética de Gabriel Zaid, presentando versiones del sabio mexicano a poemas de: Voltaire, Po Chu Yi, Shakespeare, Geoffrey Hill, Paul Celan, Janos Pilinszky, Richard García, George Bataille, Jan Zych, Fouad El-Etr, Dorothy Parker, Nerval, Safo, Vidyápati y Pessoa. Imperdible, lector, Letras Libres de enero de 2019.