El barco en el puerto

El barco en el puerto

 

Revisitando la primera parte del poema “Del Egeo” de Odiseas Elitis.

 

¡Eros!

Y el archipiélago:

la proa de sus espumas

de sus sueños las gaviotas

y una canción el marinero ondea

en el mástil más alto.

 

¡Eros!

Y su canción:

los horizontes del viaje

de la nostalgia el eco

y aguarda la prometida un barco

en la más mojada roca.

 

¡Eros!

Y el barco:

desinterés por los vientos

de la esperanza la vela

y el arribo que mece la isla

en el más ligero oleaje.

 

Escenas del terruño. Consecuencias de la austeridad de la cuarta transformación. Primero, por los reajustes presupuestales en la UNAM, Joaquín Díez-Canedo dejará la Dirección de Publicaciones; una lástima para cualquier editorial perder a uno de los mejores editores del país. Segundo, la Biblioteca de México ha perdido a su director, don Eduardo Lizalde, quien tampoco conservará sus espacios en el IMER. Tercero, la Caniem advierte: el presupuesto asignado a la producción de libros de texto gratuito para 2019 será insuficiente. No sólo es grave para el funcionamiento del programa de textos escolares, sino que avisa del riesgo de utilizar la proyectada editorial única del Estado para cubrir la demanda. ¿Así o más clara la destrucción del Fondo de Cultura Económica?

Coletilla. “El estúpido es el que no se da cuenta de que la inteligencia existe, pero es ajena”. Julio Hubard

El artificio de la perfidia

El artificio de la perfidia

 

Siete cuentos morales es una obra maestra. El sexto de sus capítulos, intitulado “Mentiras”, exhibe en la acción y la palabra el problema de la integridad. Integridad problemática en la acción humana. Integridad problemática en las palabras de los hombres. Problema de la integridad desde la forma misma del capítulo. Coetzee integra perfectamente la imposibilidad de la integridad exhibiendo el artificio de la perfidia.

         “Mentiras” se compone de tres partes. La sección central es un diálogo, los flancos son cartas. Los personajes del diálogo son Elizabeth Costello y su hijo. El remitente de las cartas es el hijo de la novelista australiana y el destinatario es la esposa del hijo. El diálogo es el tema de ambas cartas. El diálogo alimenta las cartas; por las cartas entendemos el diálogo. La comprensión integral del capítulo depende de lo silenciado en las tres secciones. Si hay integridad, silenciar debe ser posible.

         La primera carta nos informa que el hijo visitó a la afamada escritora en su choza española tras una caída que deterioró la salud de la anciana. Por el hijo sabemos del estado de salud de la Costello, de la genuina intención de su visita y de su disposición ante la madre y la esposa. Respecto a la madre, el hijo ha de operar tácticamente para plantearle la necesidad de internarse en una institución en que administren su vejez; el hijo sabe que para salvar la integridad de su madre necesita mentirle. Respecto a su esposa, el hijo ha de presentar la gravedad de la situación de su madre, al tiempo que ha de disimular lo central de la situación. ¿Por qué disimular ante la esposa? Quien coincide con el hijo y la esposa en la necesidad de administrar la vida no reconoce con facilidad el segundo disimulo: acepta la táctica ante la Costello, pero le desconcierta la táctica ante la esposa. ¿Por qué? Lo que el hijo oculta a la esposa es la presencia de los gatos en la choza española. El hijo le miente a su esposa y cubre su mentira con una referencia que, según espera, ocultará la omisión: pregunta si acaso Penélope no tenía una cama similar a la de Elizabeth Costello. La esposa de Odiseo espera en la castidad; Costello pasa sus días alejada de sus libros. En la carta, los gatos son sustituidos por los libros; la erudición suplanta a las ideas: Costello ya no puede tejer y destejer. Y la esposa, aficionada a la erudición filosófica, verá con buenos ojos la castidad intelectual a la que Costello se ha visto obligada. Para el moralista, la privación de la locura por las ideas preserva la integridad. El moralista es un realista que reconviene a los idealistas a una casta integridad. Odiseo siempre será inmoral.

         La parte dramática del capítulo presenta dos momentos en que la estrategia del hijo llega a su límite, ambos relacionados con la muerte de Costello. En el primer momento, en la preparación de la propuesta para administrar la vida, el hijo pide a la madre considerar qué hubiese pasado si tras su caída no hubiera recibido atención médica. Para el hijo, la situación límite es la falta de previsión; para la madre, la situación límite es la muerte. La incapacidad para prevenir es situación límite de quien confía en su propio poder. La muerte, por su parte, es límite no por la ausencia de poder, sino de vida. ¿En verdad podemos administrar la vida? El segundo momento, tras presentar la propuesta, se da como respuesta a los argumentos del hijo contra la terquedad de la madre. El hijo quiere presentar la gravedad de la situación de la madre, pero sin mencionar la muerte. La madre ataja: quiere la verdad sin rodeos. La muerte nunca es la verdad sin rodeos. Sólo para el realista la muerte es mera muerte. Quien cuida las ideas sabe que la muerte ataja a los hombres y que por ello el cuidado se describe con el rodeo de la preparación para la muerte. El hijo, como el realista, como el moralista, desespera por el absurdo de la madre. La perfidia es desesperación de la integridad.

         En la segunda carta, la perfidia se evita con la promesa de la integridad. El hijo escribe nuevamente a su esposa. Le cuenta la discusión con su madre, le comunica su exasperación, su sorpresa ante la verdad sin rodeos. En la carta leemos lo que el hijo no se atrevió a decir a su madre. En la carta leemos la súplica del hijo para que la esposa se comprometa con él: en su momento, allá en el futuro, no se mentirán y se dirán la verdad sin rodeos. La integridad será garante de la promesa. La promesa del realista disipa el terror de la soledad. La integridad produce la apariencia de que nunca más será posible la mentira. La integridad produce la apariencia de una comunidad segura. La comunidad del realista, perfectamente moral, es segura, pues es el triunfo de la administración en un mundo sin ideas. ¿Para qué vivir enamorado poniendo en riesgo la integridad? A veces la moral se presenta como un triunfo sobre la perfidia. A veces la peor perfidia es la integridad.

 

Námaste Heptákis

 

Escenas del terruño. 1. ¡Ah, los profes! Dicen los señores del Observatorio Filosófico de México, en carta publicada ayer en La Jornada, que la estrategia contra la inseguridad se ha de complementar con la enseñanza de la filosofía. Así, junto a la militarización, se ha de enseñar filosofía desde preescolar hasta la vejez escolarizada. Según los profes, la filosofía combate la inseguridad, la corrupción, la ignorancia y la enajenación. Obvio, el anuncio se acompaña de una carta dirigida al nuevo sátrapa: los profes quieren chamba. 2. Pues sí, se modificó la ley para que Paco Ignacio Taibo II pueda dirigir el Fondo de Cultura Económica. Las fuerzas progres se dieron cuenta que la ley era discriminatoria. Curioso: la ley se propuso originalmente por las fuerzas progresistas que, tras el exilio español, quisieron garantizar que los altos puestos quedaran en manos nacionales. Qué curioso, cuando lo progresista fue bloquear a los maestros españoles nacionalizados mexicanos se promulgó una ley discriminatoria; cuando lo progresista es promover a un español nacionalizado mexicano, se modificó la ley. Pura vacilada, pues. 3. Gabriel Zaid explica los problemas del programa editorial que planea el nuevo régimen.

Coletilla. Fernando García Ramírez ha visto el futuro.

Castañón o la lectura como elogio

Castañón o la lectura como elogio

 

yo hasta en sueños fui platónico

 

Fiel a la palabra, así es Adolfo Castañón. Lector, escritor, conversador y nuevamente lector. Incansablemente lector. La lectura parece el centro de su vida. Escribe sobre sus lecturas. Conversa sobre aquello que lee. Lee para leer. Nos escribe para que leamos. Conversa con nosotros para la lectura. Adolfo Castañón es, por ello, el hombre fiel a la palabra. Quizás el reconocimiento de dicha fidelidad (o de la fe) es lo que hace tan gustoso el anuncio por el que se le hace ganador del Premio Internacional Alfonso Reyes. El premio que recuerda al gran hombre de libros de las letras mexicanas reconoce ahora al gran hombre de libros de nuestros días. Celebremos la fidelidad.

         Pocos mexicanos son tan alfonsecuentes como Adolfo Castañón. Castañón ha leído a Reyes, lo ha estudiado, editado, comentado, anotado, investigado, rescatado e interpretado, siempre animando la conversación en torno a él. Don Adolfo ha hecho de don Alfonso ejemplo vital para sí, para los lectores, para los alfonsidílicos de todos lados. En entrevista por la obtención del premio, Castañón dijo: “Reyes ha sido para mí maestro y amigo, confidente y guía, guardián y tabla de salvación”. Encontrar en los libros las ideas que iluminan los momentos tristes de la vida. Reconocer en las letras los vericuetos por los que trastabillan los días. Abrigar en los renglones cada momento, cada amistad, cada amor suspirante y tímida caricia. Adolfo Castañón nos ha hecho reconocer en Alfonso Reyes la más grata compañía, permitiéndonos ajustar el oído al concierto de voces solitarias que es nuestra actual experiencia literaria. Gracias a Castañón podemos leer la mejor prosa del mundo, vivir la fidelidad por la palabra y embellecer la vida.

Si la incuria mexicana por las letras no ha acabado aún con la literatura, mucho se debe al bondadoso trabajo de Adolfo Castañón. En su poemario Había una voz [Universidad Veracruzana, 2000] se encuentra uno de mis poemas favoritos ―a veces confidente, anhelado guía, tabla en mi desesperación―, poema que presenta la bondad de su autor. El poema se intitula “Plegaria del jardinero (Domingo)”.

 

Cultivar un jardín heredado

No sembrar ningún árbol

―regar y podar el ya sembrado

No escribir libros: leerlos

Escribir para pulir la lectura

No tener hijos: alimentar

y educar ajenos

Que otros funden: yo prefiero restaurar

Ahí estaré cuando otros engendren

Cuidando lo engendrado

La muerte será de otro modo          generosa

En primera instancia, el poema aparece con sencillez, como si sólo se comparase la labor del lector con la de quien cuida un jardín. El jardinero ofrece su trabajo al mantenimiento de un jardín ajeno. El mantenimiento embellece el jardín. Como si el jardinero fuese productor de la belleza. Pero leyendo así nos engañamos. ¿Cómo podría alguien embellecer los más bellos jardines del mundo? Además de Alfonso Reyes ―ni jardín ni selva: ¡el mundo!―, Castañón también ha cuidado a Octavio Paz, José Luis Martínez, Alí Chumacero, Los Contemporáneos, José Revueltas, Juan José Arreola, Carlos Monsiváis, Eugenio Montejo, Juan Rulfo, María Zambrano, George Steiner, Alejandro Rossi, Ramón Xirau y Gabriel Zaid. ¿Tiene sentido considerarlo un jardinero embellecedor?

         El poema puede leerse como una crítica a una opinión muy difundida y poco pensada, aquella que supone a la vida con sentido en tanto se planta un árbol, se tiene un hijo y se escribe un libro. El lector sabe que la escritura no es un requisito de la vida, sino su regalo. El lector sabe que un hijo no es mera continuación de la vida, sino su desafío. El lector sabe que un árbol no es cumplimiento con la vida, sino su compromiso. En las letras nos comprometemos, con ellas nos desafiamos, en ellas nos regalamos. Pero esto no nos explica por qué se habla de un jardinero.

         Quizá podríamos leer el poema atendiendo a sus modulaciones. El jardín es heredado, la lectura pulida, los hijos alimentados. El alimento es un pulimiento de la vida, aprendemos en las Memorias de cocina y bodega; lo enseña Castañón en su bellísimo Grano de sal y otros cristales. La lectura es el alimento heredado a nosotros, los casi huérfanos de ideas. ¿Pero por qué un jardín? ¿Qué paternidad podría ser un día de campo? La lectura, el alimento y la herencia podrían ser la restauración castañoniana: pulir los cristales del alma para enseñarnos a seguir leyendo, cuidar el condimento de las letras para que aprendamos a saborear las ideas, regar y podar el campo literario para que la herencia no se extinga. El jardinero a veces también es albacea.

         Sin embargo, el poema es una plegaria. Y no sólo pliega la vida, ni se repliega en las letras. La plegaria se despliega en domingo. El día del descanso, cuando los más se pliegan en sí mismos para reposar en lo ganado por una semana de trabajo, el jardinero despliega su obra, ofrece una plegaria desde su situación precaria. Gracias al jardinero, nosotros, en nuestra incuria, podemos descuidar las letras. Ya nos llegará el tiempo de encontrar los libros, ya le llegará su tiempo a los versos olvidados. Así como a veces la esperanza se mantiene en el mundo por un solo hombre que ora, quizá la literatura se salve mientras todavía haya alguien que lea. El poema es una plegaria no tanto porque anuncie la salvación segura, sino porque suplica por al menos un jardinero más. Si por el poema, si por la plegaria, alguien más puede cuidar el jardín, puede reconocer la bondad de la belleza, la muerte podría por fin haber sido ser generosa. Sólo por la generosidad, la lectura es elogio de la eternidad.

         Celebremos la generosidad. Celebremos al bondadoso Adolfo Castañón. Celebremos la fidelidad por la palabra. Celebremos con alfonsecuencia el amor a las letras, su cuidado, nuestro afán de seguir leyendo. Celebramos: leamos.

Námaste Heptákis

 

Coletilla. “Y en medio de la luz: la soledad”. Adolfo Castañón

El artificio de la indignidad

El artificio de la indignidad

 

Siete cuentos morales es una obra maestra. El quinto de sus capítulos se intitula «La anciana y los gatos», y narra los tres días de visita del hijo de Elizabeth Costello a la choza española en que fue a vivir la novelista australiana. La choza se encuentra en un pueblo de la meseta castellana, pueblo pequeño y pobre; la choza es pequeña y pobre. Costello vive de manera pequeña y pobre. La novelista come alubias, alimenta gatos salvajes y cuida a un hombre diagnosticado con un mal mental y acusado de exhibicionismo. Para el visitante, el juicio es claro y la condición evidente: la Costello vive indignamente. ¿Acaso el lector podría diferir del juicio del visitante? Precisamente, en ello se encuentra la maestría de John Maxwell Coetzee.

         «La anciana y los gatos» recuerda deliberadamente a «El perro», primer capítulo de Siete cuentos morales. En el capítulo quinto vuelven a aparecer los animales, preocupación central de Costello y tema del primer capítulo. Los capítulos primero y quinto presentan a los animales en correspondencia: el primer capítulo presenta al animal encerrado en casa, ladrando hacia la calle; el capítulo quinto presenta al animal dentro de casa, huyendo de la calle. El capítulo primero va de lo externo a lo interno; el quinto se desenvuelve plenamente en el interior. La exterioridad del capítulo primero es el discurso interno de la dignidad moderna. La exterioridad del quinto capítulo sólo puede ser sospechada como el entramado normativo y reglamentario de la dignidad moderna. La interioridad del primer capítulo es la alegoría coetzeana del alma humana; el capítulo quinto es una vuelta a la alegoría. En ambos capítulos el alma humana es una casa habitada por animales que perturban el entorno, un anciano sentado a la mesa y una anciana que toma la voz por todos. Difieren, evidentemente, en que no es lo mismo un perro que varios gatos salvajes, o un anciano frente a un tazón que un anciano frente a recortes de periódico, ni la anciana carente de ánimo es semejante a la siempre perturbadora Elizabeth Costello. En «El perro», el paso de la exterioridad a la interioridad se opera por la presencia de San Agustín; en «La anciana y los gatos» la diferencia entre interioridad y exterioridad se exhibe por la presencia de Juan Pablo II. En el primer capítulo por San Agustín se muestra que el erotismo distorsiona la dignidad; en el capítulo quinto por Juan Pablo II se muestra que la dignidad desfigura la piedad. En la alegoría del alma del capítulo cinco el lector podría reconocer el principal obstáculo para encontrar la relación entre piedad y erotismo: la dignidad.

         La choza castellana de Elizabeth Costello es una imagen del alma. Es choza porque fue construida para el tiempo de una vida, sin intención de sobrevivir monumental en los tiempos futuros; el alma humana es una cosa pequeña y pobre. Es castellana porque el español es la lengua con la que Coetzee habla de las ideas (por ello en La infancia de Jesús [2013] David y Simón llegan a una tierra desconocida en que se habla español; por ello, el español aparece en la danza de los números de Los días de Jesús en la escuela [2016]; el español es la lengua del platonismo coetzeano). La choza castellana es el lugar en que Elizabeth Costello cuida de los gatos salvajes y de Pablo. Los gatos salvajes, se entera el lector, adquirieron su condición por la indolencia de los habitantes del pueblo. La actitud de los hombres hacia los gatos ha sido tal que los animales ven en los hombres a sus enemigos, por lo que les temen. La Costello, viendo la situación, decidió cuidar de los gatos, pues su cuidado es el cuidado de la vida, el cuidado del alma. Al hijo, como al hombre del pueblo, como al hombre moderno, le parece insensata la actitud de Costello: cuidar a los gatos la pone en hostilidad hacia sus vecinos. Mejor sería, supone el hijo, poner una solución al problema de los gatos: castrarlos y cuidarlos hasta que naturalmente dejen de ser un problema. Lo sensato sería, supone el hijo, administrar la vida. La administración de la vida, empero, no es el cuidado del alma. La administración de la vida no puede ser erótica, no podría ver en el gato un símbolo erótico (que quedó inmortalizado, por cierto, en El gato de Juan García Ponce). Afirma Costello: “Me estoy preparando para el próximo movimiento. El último. Me estoy acostumbrando a vivir en compañía de seres cuyo modo de ser es diferente del mío, más diferente de lo que el intelecto humano podrá comprender jamás”. Cuidar el alma, cuidar la vida, es una preparación para la muerte. Los gatos salvajes son las ideas que permiten el pensamiento al alma humana (cf. Platón, Fedón, 61b-62e). Los gatos son las ideas, por ello no tienen rostro, no tienen carácter. El hombre que supone solucionar las ideas es un hombre que espera demasiado. La vida no es una opción, por ello su solución no es práctica; la vida es dón, apertura a la teoría.

         Pablo, el hombre al que junto a los gatos cuida Costello, es un misterio tanto para el hijo como para el lector. No es misterio para los hombres del pueblo: es un enfermo mental y un criminal sexual. De hecho, cuando el hijo lo ve sentado a la mesa viendo recortes de periódico supone que mira fotos de mujeres desnudas. Pablo, en cambio, le muestra que ve fotos de Juan Pablo II. Ante el misterio, el hijo razona: ¿acaso no sabe que el papa polaco murió? Si la superioridad del juicio moral no es suficiente para acotar el misterio, el hombre moderno busca la superioridad de la información que confunde con conocimiento. Precisamente dicha superioridad es la que contrasta con la preparación para la muerte de Elizabeth Costello: no importa de lo que uno se ha informado, sino de lo que uno ha visto por sí mismo (véase, si no, la primera palabra de Fedón). El ignorante Pablo es un ser muy distinto al hombre moderno: no conoce la actualidad del mundo, no valora la moralidad de los hombres, solo pasa su día en la admiración de Juan Pablo II. El moralista y conocedor tendrá abundantes recursos para desdeñar a Juan Pablo II; el sencillo Pablo no tiene recursos, sólo puede tener devoción por un hombre santo. ¿Por qué lo cuida Elizabeth Costello? Cuidar del hombre devoto es un asentimiento, como hacer caso al llamado de un sueño. Costello asiente a la vida cuidando a Pablo, al hombre marcado por la escasez del mundo moderno. Para el moderno lo pequeño y pobre no es erótico, sino algo escaso que merece solución. Para el moderno la vida no puede ser erótica. La Costello, quien va acostumbrándose a vivir entre ideas, ve que su vida, el final de su vida, sería distinto si acaso tuviese la devoción de Pablo. La indignidad que la Ilustración denuncia en los hombres de fe y que la Modernidad acusa en las ideas delata el artificio por el que nos es imposible ver la relación entre piedad y erotismo.

         El capítulo quinto termina con la partida del visitante. El hijo no se explica la actitud de la madre, la juzga insensata e indigna. A juicio del hijo, Elizabeth Costello se ha aislado del mundo y ha estropeado la posibilidad de vivir feliz el final de su vida. En su obra maestra, John Maxwell Coetzee nos muestra que el hombre moderno no puede comprender la aparente soledad de quien es feliz en el amor. Siete cuentos morales nos recuerda que un cierto modo de vida es incompatible con nuestras soluciones. Ni un libro salva al mundo, ni a la literatura, quizá ni siquiera a las ideas.

Námaste Heptákis

 

Coletiila. “No se trata de devaluación, sino de un deslizamiento” dijo ya saben quien. Al rato no nos extrañe si se presume responsable del timón pero ajeno a la tormenta.

El artificio de la autoestima

El artificio de la autoestima

 

Siete cuentos morales es una obra maestra. El tercero de sus capítulos se intitula “Vanidad” y puede ser un reflejo en que se reconozca la vanidad lectora. John Maxwell Coetzee construye en “Vanidad” un apacible espejo de agua en que pueden reconocerse distintos rostros. La piedra que rebota, la amenaza de tormenta y la sequía son los horizontes de la imagen, los modos en que la autoestima moderna se reconocerá vanidosa.

         La historia narrada en el tercer capítulo es sencilla: una familia se reúne en torno a la madre para celebrar su cumpleaños 65. Al ser recibidos, los hijos, los nietos y la nuera se encuentran con que, por primera vez, la madre se ha arreglado el peinado, teñido el cabello y maquillado el rostro. Los niños no pueden fingir el desconcierto; los adultos intentan varias formas de fingimiento. El lector no sabe cómo termina la celebración, pero el autor nos deja con al menos tres posibilidades de pensar más allá del cuento (¿o tres posibilidades de fingimiento?).

         La segunda mitad de la historia se centra en la diferencia entre el hijo y la nuera sobre la nueva actitud de la madre. Él, acostumbrado a lo estrafalario de su madre, se extraña por el cambio y se apega a fingir la normalidad de no notarlo. Ella, que no suele considerar tolerables las ocurrencias de la suegra, sentencia segura la catástrofe que seguirá al cambio. La suegra ha modificado su aspecto porque quisiera ser vista con deseo nuevamente. Ante la vejez, cabe amarse a sí mismo, cuidarse y arreglarse para ser amado por otro. La autoestima es el refugio de quien queriendo amar cosecha soledad. Es claro, piensa la nuera, que la mujer mayor resultará lastimada; es clara la amenaza de tormenta. Sin la suposición de la autoestima, todos coincidiríamos con el veredicto de la nuera. La autoestima es el modo en que nos ocultamos la superficialidad de nuestro erotismo. El moderno que no sabe amar ha de quererse mucho para no desesperar. La autoestima parece una confianza impermeable.

         La nuera, sin embargo, perturba la tranquilidad de la autoestima. La nuera es una piedra que rebota. ¿Quién es? Es una académica profesional, lectora de libros de filosofía, se llama Norma y es la nuera de la novelista Elizabeth Costello. No es accidental que Coetzee nos muestre la falsedad de la autoestima por medio de las palabras de un personaje que se define a sí mismo como intelectual. De hecho, considerando intelectualmente la autoestima, Norma tiene razón y la Costello ignora por insensata la proximidad de la tormenta. Mas la autoestima no se encuentra únicamente en la suegra: la intelectual cree conocer perfectamente el problema de Costello, se cree capaz de definirla y caracterizarla, cree que puede denunciar la autoestima ajena y que la propia pase desapercibida. ¿No es eso lo que también le pasa al lector de Coetzee que entiende el juicio de Norma y cree entender la superficialidad del erotismo moderno? Norma compara a Elizabeth con un personaje de Chejov. El lector culto es capaz de terminar la historia, que el autor deja deliberadamente incompleta, siguiendo la indicación chejoviana. Cierto, los personajes de Chejov suelen comportarse como Norma juzga el comportamiento de su suegra. Cierto, el lector de La dama del perrito podría tener en la mano la cartografía de Elizabeth Costello. Pero también es cierto que la suegra sabe que su nuera no la entiende, que no puede entenderla. Entre la académica y la novelista, aprendimos en la sección central de Elizabeth Costello, hay una diferencia importante sobre el pensamiento de René Descartes. Cartesiamente, Norma y Elizabeth son incomunicables. Asumir al otro como un personaje definido es posible por la autoestima intelectual de quien supone que nunca nos conocemos. El cartesianismo hace de eros un impulso y de la mímesis pasividad. La autoestima arroja al lago una piedra para medir las ondulaciones del mundo. Los otros, inaccesibles e incomprensibles, son caracterizaciones del propio impulso. La autoestima es el principio de la identidad.

         No por nada el problema de la identidad torna evidente en el tercer capítulo de Siete cuentos morales, pues es el primero donde aparece claramente Elizabeth Costello; aparición que en “Vanidad” queda innombrada y que será permanente el resto del libro. ¿Quién es Elizabeth Costello? ¿Por qué aparece? ¿Qué busca la estrafalaria novelista australiana? Enigma hasta el baconiano final de Elizabeth Costello; pregunta irresuelta en Hombre lento; titilar de una personalidad poderosa en Siete cuentos morales. El lector, desconcertado, podría simplemente admitir que conoce y reconoce a Costello, o bien que la novelista es claramente un misterio; cualquiera de ambas disposiciones nos abandona a la sequía. La suspensión del juicio sobre Elizabeth Costello también nos desampara. Definir o dejar indefinido al personaje coetzeano será producto de nuestra autoestima: nos asumimos lectores que ya saben lo que sabe Coetzee. La vanidad del lector, su autoestima, le impide reconocer la sabiduría del autor. El buen lector ha de evitar el fingimiento ante la extrañeza por la nueva imagen de Costello. La sabiduría del autor nos hace deseable la mirada a la novelista. Si John Maxwell Coetzee es sabio, el lector encontrará en “Vanidad” la oportunidad de cuestionarse sus expectativas sobre el amor. “Vanidad” nos cuestiona sobre quién, cuándo y cómo amar; sobre cómo podríamos aspirar a ser amados; sobre la caracterización del resignado a la soledad. La siempre incómoda Elizabeth Costello irrumpe para enfrentarnos al amor y a la soledad. Coetzee logra exhibir a la autoestima como el ensalmo por el que ya no nos perturban ni la soledad ni el amor. Quizá la autoestima sea el espejo de nuestra vanidad.

Námaste Heptákis

 

Coletilla. Son tres las referencias a Descartes en la obra de Chejov, dos en narrativa, una en drama. Curioso lector, ¿aceptarías el reto de identificarlas?

El artificio de la integridad

El artificio de la integridad

 

Siete cuentos morales es una obra maestra. El segundo capítulo se intitula “Una historia”; así de impreciso, así de indeterminado. Una primera lectura no disminuye la imprecisión; la aumenta. La historia parece carente de inicio y fin, ni siquiera puede reconocerse un “nudo”. Cuando mucho parece que casi se acerca a un problema moral. O mejor dicho, “Una historia” nos presenta la latencia de un problema moral en el discurso interno de la protagonista. Ella es un ama de casa, con siete o diez años de casada, que engaña a su marido una o dos veces por semana y que se complace en la perfección de su situación: puede ser feliz teniendo un matrimonio, viviendo una aventura y no sintiendo culpa. No, ella no es una mujer liberada del estigma patriarcal. No, ella no vilipendia el matrimonio y su lugar eminente en el desarrollo personal. No, ella ni siquiera buscó el amorío en un arrebato de deseo o en el incendio de una pasión. Ella ve todo muy claramente: tiene un amante y un matrimonio, dos hombres que la desean y ella está dispuesta a que el amorío sobreviva lo posible y que el matrimonio se conserve hasta que la muerte los separe. La claridad dispensa la culpa.

         ¿Quién podría culparla? Evidentemente el lector, quien sin duda querría una historia completa. Evidentemente, también, al inculparla llevaríamos la historia más allá de la presentación del autor, supondríamos conocer a la acusada mejor de lo que historia nos permite conocerla, resolveríamos la vacilación de lo escrito. La claridad nos engañaría… quizá sin que el lector sienta culpa.

         Coetzee, empero, no deja al lector en el desamparo. El relato “Una historia” está tejido finamente con el cuento “La consumación del amor” de Robert Musil. Miremos el tejido. Una semejanza importante: en ambas historias la infidelidad parece beneficiar al matrimonio. Una diferencia central: la mujer de Musil experimenta estéticamente su entorno, pues posee una sensibilidad privilegiada; la mujer de Coetzee está ensimismada, que nada vea en el mundo le permite suponer que el mundo no la verá a ella. El amor como experiencia estética y el amor como ensimismamiento es la diferencia desde la que podemos pensar “Una historia”. La mujer de Musil, quizá sin culpa, se sabe vejada, sabe de la perversión de su gusto. La mujer de Coetzee, inmune a la culpa, carece de imaginación para el amor. Musil crea un personaje en que es posible el arrepentimiento; Coetzee crea un personaje que ha inventado la integridad.

         El cuento de Robert Musil es rico en sonidos y experiencias sonoras, por lo que cualquier transgresión rompe claramente el equilibrio armónico. Nunca presenta Musil la transgresión amorosa; el lector la adivina al escuchar la respiración agitada. El cuento de John Maxwell Coetzee, en contraste, sólo deja escuchar una voz y por la voz de la protagonista nos llega casi toda la historia. Al inicio del cuento, la voz de la protagonista impide escuchar el sonido del agua, su voz lo inunda todo; el lector reconoce en el soliloquio ensimismado la urgencia de controlarlo todo. La fragilidad del personaje musiliano exhibe la perversión del personaje coetzeano. En “Una historia”, la moral es refugio de los hombres perversos.

         El párrafo central del cuento de Coetzee es el único momento creativo de la protagonista. Ella imagina que si su amante fuese un pintor, ella posaría gustosa para propiciar un cuadro intitulado “Desnudo con máscara”. Ella, se dice a sí misma, no es una inmoral que por todos lados se jactaría de su aventura. Ella, se convence, es una mujer íntegra que protegerá su moral con la claridad de su pensamiento. Con toda claridad, separará su matrimonio y su amorío, su persona de su familia, su cuerpo de su amor… La integridad, piensa ella, es el principio moral por el que aquilatamos el placer. Coetzee consigue exhibir el modo en que la integridad se nos vuelve máscara.

         “Una historia” es el capítulo de Siete cuentos morales que debe leer el hombre experto en engañarse a sí mismo. En “Una historia”, los expertos del autoengaño reconocerán por qué a la negación de sí mismos oponen tanta moralidad. Esos hombres que ―a sabiendas de que se mienten a sí mismos― atesoran sus ratos de honestidad pública presumiendo su moralidad al aceptar que “no deberían ser así”, podrían reconocer ―al menos― que junto al amor quizá también han perdido la posibilidad del arrepentimiento.

Námaste Heptákis

 

Coletilla. Una vez más la guerrilla intelectual intenta enlodar el prestigio del poeta. Ángel Gilberto Adame aclara: Octavio Paz inició en 1967 su trámite de jubilación, por lo que su renuncia en 1968 fue verdadera. Claro, la propaganda seguirá diciendo que nuestro poeta mintió.

Artificio de la moral

Artificio de la moral

 

Titubea el que escribe ante la afirmación categórica. Reconoce la gravedad de la afirmación. Identifica la levedad en que su sentido sería situado. Sabe que recurrir a la afirmación categórica lo definirá ante su lector, determinará el sentido pleno de la lectura, la posibilidad misma del escrito. El que escribe se juega a sí mismo ante la afirmación categórica y por ello titubea.

         Siete cuentos morales, el nuevo libro de John Maxwell Coetzee, es una obra maestra. Ahí está la afirmación categórica. El que escribe no sabe si ha traicionado su sentido crítico, o lo ha confirmado. El que escribe no decide si el gusto por el autor lo condujo a la afirmación, si la afirmación se le impuso por la obra misma, o si la experiencia de lectura fue tal que en el intento de acercarla al lector se reconoció la conveniencia de la afirmación.

         Titubea el lector ante la afirmación categórica. El lector no sabe si la gravedad de la afirmación encuentra justicia en la intención del que escribe. El lector no sabe si la levedad del que escribe posibilita una afirmación fácil. El lector sabe que su posición ante la afirmación categórica lo define frente al autor, define su propia actividad, la posibilidad misma de lo leído. El lector se juega a sí mismo ante la afirmación categórica y por ello titubea.

         ¿Por qué dudamos ante la afirmación de una obra maestra? ¿Por qué dudar que una obra maestra es posible en nuestro tiempo? ¿A dónde nos conduce el resquemor ante la afirmación de una obra maestra contemporánea? Los titubeos, las dudas ante la afirmación categórica son, y precisamente eso lo enseña el nuevo libro de Coetzee, un problema moral, un artificio moral.

         La sociedad liberal y globalizada no puede sentirse cómoda ante la afirmación de una obra maestra. Si acaso reconoce superioridad alguna en la literatura, apoya su reconocimiento en la consolidación histórica del prestigio o en la contribución del texto al estado de la civilización. Si acaso podría reivindicar la creatividad del autor, el compromiso de sus temas con los derechos humanos y las libertades. El mundo liberal y globalizado no produce obras maestras, porque ahí la única obra es el progreso.

         La sociedad populista y nacionalista se incomoda ante la afirmación de una obra maestra. Afirma lo popular, denuncia lo comercial, y toda obra literaria nueva está en la disyuntiva de responder al pueblo o al mercado; ninguna obra maestra le es posible. Sin militancia, ninguna obra literaria alcanzaría la grandeza, el reconocimiento y la validación del régimen. La sociedad populista y nacionalista no acepta obra maestras, porque ahí cada obra es una lucha y nada es obra donde todo es un futuro por hacer.

         Si el mundo es un debate político, mal hace el que escribe al presentar el nuevo libro de Coetzee como una obra maestra. Aunque, precisamente son las obras maestras de la literatura las que exhiben la artificialidad de la reducción del mundo al debate político, a la lucha ideológica, al imperio de la praxis. La exigencia moral atenta contra el sentido literario. La exigencia moral de nuestros días nos obliga a rechazar la afirmación de las obras maestras.

         ¿Por qué duda el lector ante la afirmación de una obra maestra? ¿No es precisamente por la exigencia moral de la crítica? ¿Por qué duda el que escribe de afirmar una obra maestra? ¿Acaso no es, nuevamente, por la exigencia moral de la crítica? ¿Cómo fue que la crítica se convirtió en un artificio moral? ¿No es acaso que la ceguera ante la obra maestra literaria nace de la exigencia de objetividad? ¿No es la objetividad la negación de la sabiduría y la afirmación plena de la técnica? ¿Cuándo comenzó a ser la exigencia de objetividad una renuncia a la creatividad? Si la objetividad funda la exigencia moral, nuestra moralidad es un complicado artificio.

         ¿Y a qué viene todo esto en un escrito que intenta presentar como obra maestra Siete cuentos morales, el nuevo libro de John Maxwell Coetzee? Primero que nada a advertir que el acercamiento moral al libro facilitado por el título nos complica la comprensión de la obra. Sí, se trata de siete “historias”, pero su reunión no se logra en una mera recopilación de cuentos. En realidad Siete cuentos morales es la presentación conjunta del artificio de la moral a partir de la construcción de una obra que consta de siete artificios sobre la moral. Podría decirse que son siete maneras de exhibir la artificialidad de la moral, y diciéndolo así se estará malentendiendo la obra. No es que la moral sea artificial, sino que la moral se ha instaurado en un artificio que nos obliga a actuar de cierto modo. El artificio de la moral enfoca nuestras expectativas sobre lo humano hasta uniformar el deber como panorama; la uniformidad del deber deshumaniza. Siete cuentos morales es la presentación de la moral deshumanizante a través de siete artificios plenamente logrados. ¿Por qué se requiere de un artificio para exhibir al artificio de la moral?

         Siete cuentos morales es la tercera obra de Coetzee en que aparece el personaje de Elizabeth Costello. A través de Costello, el autor ha explorado las posibilidades de la novela. En Elizabeth Costello (2003) exploró el modo en que la reflexión teórica se vuelve narrativa. En Hombre lento (2005) exploró a la narrativa como orientación de la vida práctica. Siete cuentos morales (2018) es la exploración narrativa de la vida práctica para la reflexión teórica. El artificio narrativo permite que la praxis sea teorizada. No se trata de hacer una crítica a la moral, sino de que el artificio literario nos muestre el artificio de la moral. La crítica de la moral continúa el intento artificioso del imperio de la praxis. El artificio literario que muestra el artificio de la moral es la posibilidad teórica de pensar lo bueno cuando la acción ha sido tecnificada. Por la exhibición del artificio moral a través del artificio literario John Maxwell Coetzee evita el nihilismo. No viene Coetzee a narrar fábulas de inspiración moral, a componer historias para confirmar militancias, o a hacer de la literatura propaganda. Al contrario, viene a mostrar la exigencia que el artificio de la moral ha hecho a la literatura. Siete cuentos morales es la novela por la que Coetzee explora la posibilidad de la sabiduría práctica. ¿Acaso el temor ante la afirmación categórica no es la desconfianza en la sabiduría práctica?

Námaste Heptákis

 

Nota. Claro, lector, la reseña parece inacabada. Pero es que en las semanas siguientes iré ensayando una interpretación de los artificios de Siete cuentos morales. ¿O hay algún deber para con las obras maestras?

Estantería. 1. Christopher Domínguez Michael escribe sobre el estado actual de la política vaticana. 2. Ángel Gilberto Adame escribe sobre el «problema» de la sucesión de Octavio Paz. 3. José de la Colina afirma que el arte de Juan José Arreola constaba de crear un palacio de la más mínima gruta.

Coletilla. «No sabían si era amor esa urgencia de ademanes ensayados». Odette Alonso