Papiroflexia

 

Sigo en Tumblr una breve colección de blogs que tienen como tema principal la literatura. En ellos aparecen un montón de citas textuales de libros que nunca leeré y de autores que no conozco, también, aparecen chicas, muchas de ellas, que de igual manera nunca besaré ni conoceré. Tanto las damas como las frases son muy bonitas, inspiradoras y hasta un poco molestas, llegan a hartar tanto la pupila con su belleza que a veces casi se me olvida lo que en verdad se publica en esos blogs llenos de bibliófilos, sobre todo chicas bibliófilas que se sienten la niñita esa de Harry Potter, que sienten que por leer un montón de blogs sobre literaturas y publicar fotos de ellas muy clavadas en un libro desconocido por mí (y supongo que por la mayoría de hispanohablantes que siguen esos blogs) son bien ilustradas, finas, educadas y civilizadas, dejando a un lado su condición de mujer para convertirse en algún ser mitológico de esos que saben latín y que tienen sobre su sexo aquella maldición ya por todos conocida. Bueno, la idea es que después de casi un año de meterme una vez cada cuatrimestre a ver estos blogs, aunque el celular no se canse de insistir en que debo checarlos a diario con notificaciones completamente absurdas; llegué el día de hoy a darme cuenta que los blogs de literatura, los blogs de los bibliófilos, están llenos de fotografías de libros. Sorprendente, ¿no?

Es difícil desde mi posición maleducada, ruda, iletrada y adversa a la literatura poder llegar a imaginar siquiera un blog literario que tuviera un poquito de dignidad en el nombre, pero más que en el nombre, en el quehacer de su ser. Y es que lo más seguro es que yo sea el que está perdido en el mundo y esté confundiendo este extraño concepto tan de moda en nuestros días del famoso “libro objeto”, sin embargo, creo que habría modos más ingeniosos de mostrar las maravillas que encierran estos microcosmos llamados libros, que usar una vil imagen para describirlos. A lo mejor soy demasiado puritano, e incluso exagero a la hora de pedir coherencia en estas cosas. A lo mejor no. Los blogs literarios que se me ocurren por el momento pueden ser de dos tipos: el primero es de un bibliófilo que está leyendo algún libro de esos que nunca conoceré, y que hace notas acerca de sus avances, publica sus opiniones acerca de lo que va descubriendo en su viaje literario y lanza preguntas teóricas acerca de los símbolos que va desenterrando de la profundidad de la tinta. El segundo modo que se me viene a la mente, es aquel en el que es un literato, literal, que está publicando su obra literaria en letras sin tinta percudidas sobre páginas sin papel. En ninguno de ellos veo la necesidad de sacar una foto acerca de una edición, ni de la portada de una obra escrita, ni de la ropa interior de una dama lectora, ni de la taza de café en una mañana soleada mientras se lee en la cama. Sin embargo, el estilo de vida de los bibliófilos está lleno de imágenes, lleno de fotografías de costumbres que se presumen ellos practican, ¿se imaginan si hubiera narrativas de estas costumbres escritas por cada uno de los presuntos bibliófilos en las entradas de los blogs? ¡Qué colorida sería una misma escena! ¡Qué gusto por leer todas y cada una de las veces en las que se narra el modo en el que el café despierta la imaginación para que dance con las ideas entintadas! ¡Qué placentero el enterarse, en una breve carta de confesión publicada a modo de diario secreto, la sensuales costumbres que tienen las chicas de ojos azules y piel de bebé a la hora de leer semidesnudas recostadas sobre un suelo recubierto por fina madera barnizada! ¿No les gustaría arrancarle esa determinación (de las imágenes) horrible y esclavizante a la fotografía, para que la imaginación propia, individual de cada uno de nosotros la reclame como suya? A mí sí, sin embargo, es demasiado triste ver cómo los fotógrafos que no quedaron satisfechos con destruir la pintura, están tratando de robarnos también las letras, el gusto por ellas y reemplazarlo por el gusto por los dibujitos, por los colores de las portadas de ediciones especiales de libros, ediciones muy bonitas, de pasta gruesa y con grabados impresionantes, pero que jamás llegaremos a conocer. No lo sé, tal vez solo me emocione a mí la idea, tal vez no me emocione porque no estoy lo suficientemente educado como para reconocer cierta edición de cierto libro que salió con cierta imagen en cierto año, como para reconocerla en una fotografía y envidiar a quien la tiene en sus manos. O tal vez soy demasiado amargado como para encontrarle gusto a las descripciones visuales de enormes estanterías llenas de líneas de colores que asemejan los dorsos de libros que a semejante distancia jamás llegaré a conocer ni siquiera su nombre. Nuevamente insisto, no sé, pero me gustaría que las personas bibliófilas que gustan tanto de leer, que son tan apasionadas de los libros dejaran a un lado sus libros, dejaran a un lado su lectura y se pusieran a purgar (como Platón a corrió a los poetas de su república) de no lectores, de imágenes, de erotismo forzado, a estos blogs dedicados a la literatura, avocados a los bibliófilos que nunca los verán por estar sumergidos en libros que nunca conoceremos en una fotografía.

Convidar el yermo

Convidar el yermo

Nos preocupamos por el número de lectores en el país. Señalamos a la lectura como una herramienta importante en el desarrollo cultural, necesario para la consolidación del país. Bien podríamos pensar que es importante leer, pero no es del todo importante qué es lo que se lea. Lo que urge son lectores. Cuando intentamos pensar en lo que se debe leer, no hace falta quien se crea lo suficientemente sabio para decirlo bien. Entre la exigencia de las estadísticas y el elitismo del culto sofisticado, se asoman los conflictos de la lectura moderna, y el sentido peculiar que le otorga a la cultura.

No cabe duda que nos inquietan las estadísticas al respecto de la poca existencia de lectores en el país; nos escandaliza de tal modo que nos llega a alegrar sutilmente que dicha estadística llegue a cambiar para bien. Pensamos que la lectura hace bien porque da “cultura”, porque alivia las penurias de verse sometido a la vil ignorancia: nadie cree que se puede ser malo si se posee cultura. Así, en todos los debates sobre las fallas políticas o los errores administrativos hallamos dicho que todo se debe a la existencia obvia de una fiera cultura, que debe intercambiarse. Ahí hay una relación escabrosa sobre nuestra visión de la lectura y nuestra percepción del ámbito político: al igual que queremos hechos, obras visibles, creemos que la cultura de los hombres del país se refleja bien en el número de lectores; por eso hay que hacer campañas a favor de ella.

Notar esa relación no es suficiente, si ella no sale evidentemente de las raíces de nuestra experiencia como lectores modernos. Hay que separar el discurso público de la experiencia real. Estoy seguro que nuestra experiencia común muestra que nos complacen mil cosas más que leer de verdad. Que cada quien se pregunte la razón de ello. El alcance de los libros, que nos parece tan común ahora, pero que antes era un verdadero privilegio, no ha ayudado en serio a enderezar la situación. Ni siquiera la divulgación electrónica. Llama la atención que el aparato crítico, requisito de todo libro moderno, sea tan venerado, pero que pocas veces sea en verdad útil para leer. Decirlo es necesario, pues conforma parte de la experiencia del ámbito que debería contener al público lector: el académico. Al igual que la divulgación, el relleno del aparato crítico sólo termina siendo el cachondeo libre de la abarrotería intelectual con el lector ideal, sin integrar experiencia sincera y profunda de lectura.

Nuestro discurso público encubre nuestra poca preocupación por la cultura, y nuestro disgusto auténtico por leer. Sabemos de mejores maneras de pasar el tiempo, porque leer es eso para nosotros: un modo de pasar el tiempo. No nos puede sorprender que sea ya un buen negocio más, parte de la economía del entretenimiento. El culto lector de café no se escapa de la misma trampa, porque su erudición no garantiza que leer sea para él una experiencia que vaya más allá de la acumulación. Dirán que exagero, pero creo que el paradigma tecnológico y económico, que incluye ya la expansión de la cultura entre sus proyectos, forma parte de nuestra alma en todo momento, y no ha logrado más que el manoseo de la palabra misma cultura.

Presenciamos la ironía de abundar en libertades convertidas en tiempo de recreación; caemos en la falacia de la libertad material, pero nos vemos imposibilitados de sembrar en el campo infértil que tenemos para las vocaciones que exigen libertad en serio. El detrimento del uso de la palabra cultura se genera cuando entra el drama se reduce a la producción, a la búsqueda del lector informado, y no del que cuida de cultivar mediante el sometimiento de su experiencia al yugo suave de la discusión. Así no se encuentran hombres libres, sino gentes que viven de lo que la necesidad más evidente les exige. La multiplicación de los instrumentos, lamentablemente, se ha transformado sólo en la máscara de nuestra esclavitud. Pedir encarecidamente lectores nos está prohibido si al mismo tiempo creemos que no vale la pena cuidar de nuestros huertos, o del huerto común. El lector creyente de la libertad moderna es el educando y el futuro educador menos serio que hemos de encontrar. Penetrar de nuevo en el sentido de la cultura sólo es posible si dejamos de lado la idea moderna de la producción y autoproducción del hombre.

Tacitus

Libros en oferta e ideas en barata

No me gustan las polémicas, mucho menos si mi interlocutor busca gritar y hacer berrinche antes de entablar un diálogo con pretensiones de verdad. Pero es indignante, molesto y hasta gracioso presenciar argumentos como uno que encontré en un comentario. Navegaba en diversos sitios electrónicos cuando me encontré, en el pueblo azul (Facebook), con un artículo relacionado con la ganga editorial más reciente: la biblioteca “grandes pensadores” de la editorial Gredos. En el artículo (Zedryk Raziel), resumo, el autor menciona la ferviente compra de los mexicanos por obras de filósofos ampliamente ponderados, lo que vuelve difíciles de localizar, incluso resulta imposible, dichos libros; buscando posibles explicaciones a suceso tan inusual, señala que no sólo los estudiantes de filosofía compran los textos, sino también los de otras carreras no tan afines, como los estudiantes de biología y hasta un abogado. De éste extrae una pregunta muy importante: “¿México es un país de lectores o de revendedores?” No se trata de moda intelectual, sino de saber si hay ansia de conocer la verdad, con la ayuda de los grandes pensadores, o ansia de tener más dinero.

Intrigado por el artículo, me di a la tarea de leer los rutinarios comentarios suscitados por un texto con diversas interrogantes y algunas respuestas aparentes. Encontré una opinión, ensalzada por muchos likes, escrita en el tono del más solemne decoro (permitido por las reglas variables de la multitudinaria red social), cuyo argumento se basaba en que los libros de los grandes pensadores sólo le servían a los párvulos de filosofía, a los demás (los no iniciados en el amor a la verdad) no les servían para nada; si les servían, era sólo para revenderlos (pues México es un país de revendedores). Incluso preguntaba: “¿el de derecho para qué los quiere [los libros de los grandes pensadores]?” El juez de aquel pueblo espetaba una fatal condena para la plebe inculta, o quizá sólo ocultaba su berrinche, al no encontrar los textos, con palabras disfrazadas de argumentos.

Después del primer impacto (causado por dicho comentario), comencé a pensar si esa rabieta (o edicto) buscaba dar a cada quien lo correspondiente o era un desgaste de líneas en una zona por demás desgastada. Una primera interrogación comenzó a asomarse en mi alma impactada: ¿al estudiante de derecho para qué le sirve la República de Platón, donde los problemas concernientes a la justicia se presentan desde las primeras páginas? La pregunta me mostró inmejorablemente la limitación de un estudiante de filosofía (pues el del comentario, me consta, estudia filosofía) ante un abogado: el primero pretende marcar distancias, mientras el segundo se pregunta por los afanes lectores del mexicano; las respuestas rápidas ante una situación confusa limitan la reflexión. El pequeño filósofo de Facebook no entiende la importancia de que todos intenten pensar; no me refiero tan sólo a lo que han estudiado, sino lo propuesto por los grandes pensadores. Las preguntas de la filosofía no deben quedarse en unos cuantos publicistas, es conveniente que se planteen en diversos ámbitos, mucho más preguntas como: ¿cuándo se actúa justamente? Gabriel Zaid, por ejemplo, con su increíble inteligencia, nos demuestra cómo el problema del original y la imagen puede pensarse desde un asunto político (Gobernar para las cámaras). Las grandes reflexiones nos incitan a vivir mejor y a ver nuestras dificultades para hacerlo.

Entiendo que no todos los compradores busquen los libros de la editorial Gredos para pensar, pero quizás algún distraído pueda ayudar a iluminar, con dichos textos, preguntas que se encontraban borrosas en su interior, conectarlas con otras preguntas u otros asuntos; con suerte podrá responderlas; los hombres, sean estudiantes o profesionistas, con estudios en derecho o en biología, siempre se hacen preguntas y de manera increíble cuando caen en algún aprieto aparentemente irresoluble. También, leyendo los libros de los grandes pensadores, podrían hacer malabares con conceptos y argumentos, buscando impresionar a otros malabaristas autorizados o causar su ácida envidia; con mala suerte quizá quieran iniciarse en los misterios de los iniciados.

Yaddir

Ejemplar empolvado

Siempre que estoy en una librería buscando algún libro extenso, dividido en varios tomos, soy víctima de un malvado hado: el tomo uno no está. La explicación a tan terrible fenómeno no es nada misteriosa: alguien lo ha comprado o robado. Pero por qué las personas sólo se llevan el primer volumen, al menos la mayoría de las veces, es algo complicado de adivinar, pues los motivos son tan disparatados como diversos.

El primero que se me ocurre es que algún amigo o enemigo lo ha comprado. Si busco un título de manera afanosa, las personas que me rodean podrían creer que se trata de algo bueno o al menos valioso para mí. Mis amigos querrán leerlo, para después regalármelo o vendérmelo a mayor precio; mis enemigos disfrutarán viéndome buscar sin suerte, empolvándome en las librerías como el libro que me ganó se empolvará en su casa. Nunca he comprobado esta hipótesis, pero estén prevenidos, como yo, porque puede pasar.

Otra posible razón es que las personas se sienten motivadas al leer libros extensos. Un libro que excede las quinientas páginas infunde algún tipo de respeto, pues no es poca la paciencia que se requiere para pensarlo, escribirlo y editarlo. Los mortales contemplamos esa especie de logro editorial y, pese a que en ocasiones no nos parezca una buena obra, se nos vuelve un reto terminarlo. Lamentablemente el entusiasmo no excede, buena parte de las veces, la paciencia de los autores.

Pero lo que más me convence, porque lo veo y lo escucho, es que casi todos pensamos a retazos. No construyendo un interminable rompecabezas de la realidad, como algunos creerían, sino yendo y viniendo por un bello jardín que nos gusta soslayar, pisar y cortar por partes (no me imagino lo que sienten los jardineros cuando ven sus plantaciones tan maltratadas). Pensamos, a veces parece que con eso nos conformamos, en pedazos de la realidad porque es complicado apreciar toda su importancia; si es que la podemos apreciar, la apreciamos poco (rara vez más allá de un tomo), pues no necesitamos estimar la realidad para gozarla. De manera semejante, comprar sólo el primer tomo nos sirve para fingir que alguna parte importante de la realidad nos importa. Dejamos que nos vean leyendo el primer volumen, mientras bebemos café en algún establecimiento público, así la admirada clientela (que tampoco tiene los volúmenes restantes y quizá nunca los tenga) sospechará que tenemos los demás y que los leeremos.

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Quizá

“Más encantadoras son las hipótesis

que trascienden lo racional…”

 

Hace unos días leí y me volví a asombrar, como hace mucho no lo hacía, de una figura política. No es una figura actual, es una pasada pero muy pasada. Leí sobre Shih Huang Ti, el primer emperador chino. Palabras como colosal, fuerte, decidido, obstinado, autoritario hasta asombroso y extraordinario tal vez se acerquen a describirlo. Es reconocido por ordenar la construcción de la gran Muralla China. Fortaleció, aseguró y conservó “limpio” a su querido imperio. A él se le debe también la creación de los sorprendentes “Soldados terracota” (cosa que nuestro ex -presidente Vicente ha de  recordar muy bien). Buscaba que su imperio fuera inmenso, intocable e infinito, buscaba que el mundo temblara y temiera al oír siquiera de él y su imperio.  Pero esto no es todo. Por muchos es además recordado, y condenado, como aquel emperador asesino del pasado. Ordenó la quema de todos los libros existentes anteriores a él. Borró el legado científico y literario chino. Dejó una China segura y orgullosa, pero también nostálgica, deseosa de conservar su pasado.  Amado u odiado sin duda es recordado. Hoy miles de chinos y no chinos escriben por él y para él, para alabarlo o condenarlo.

Shih Huang Ti no fue el único que condenó los libros, también Clemente de Alejandría lo hizo. Se dice que fue porque creía sólo en la palabra hablada. Se dice además que fue porque sabía bien el peligroso poder que tiene un libro. Los libros tal vez harían reflexionar a los hombres y cuestionarían sus acciones, “sería como poner una espada en manos de un niño”. Tal vez esto pensaban y por eso hicieron lo que tuvieron que hacer. No lo sé. Tal vez lo hicieron porque sabían bien que grandes eventos, que sólo siendo autores de sonoros actos –aun los llenos de desgracia- serían recordados por siempre. Los hablarían, cantarían y escribirían.  Llegarían a un libro. Vivirían para siempre. Si todo fue plan con maña les resultó: aún hoy los platican y escriben. Aún hoy son recordados y viven.

La justificación estética de los males es tema que ha estado y creo estará en boca de muchos.  “Los dioses tejen desdichas para que a las futuras generaciones no les falte algo que cantar” decían por ahí hace mucho. Tal vez sea bueno recordarlo estos días tan llenos de ruido y de gris.  Acciones extraordinarias, hermosas o dolorosas, esas que nos encantan o duelen hasta quién sabe cuánto y dónde, las que nos marcan en serio, han llegado y  aterrizan (aunque cada vez menos) de bellas maneras. Caen con colores, texturas o letras, caen como pinturas, esculturas y también como libros. Escribimos cuando nos gusta o nos duele, cuando algo nos atrapa, nos asombra o espanta, cuando amamos u odiamos. Escribimos cuando el asombro o la desilusión. Tal vez la desgracia nos deje llanto, tal vez nos amargue el rato. Tal vez nos pueda dejar mucho más, tal vez nos haga creadores. Quizá todo –aun este doloroso presente, este sombrío mundo y fragmentado suelo- sea cosa de un plan divino.  Quizá ese plan es un libro. Quizá, como dice Mallarmé, el mundo existe para llegar a un libro.

PARA APUNTARLE BIEN: Esta idea ojalá fuera mía, pero no. Yo la leí de Borges aunque él dice que es compartida. Su ensayo se llama “Del culto de los libros” y está en el libro Otras inquisiciones.

MISERERES: De chile, de mole, de dulce y de pozole: proponen de todo para el Senado (familiares, empresarios, personajes de televisoras…). Propuestas económicas (según): http://gerardoesquivel.blogspot.mx/2012/03/los-programas-economicos-2012-18.html. Tragediota en Toulouse, pero acá también.

El elefante blanco

Hoy fui a la Biblioteca Vasconcelos. He de confesar que cada vez que visito ese inmueble no puedo dejar de fascinarme con su edificio, sus colecciones, su estantería, sus huesos de ballena y cada espacio que hacen de ese lugar uno de mis preferidos para leer y escribir. De veras creo que es hermoso y por alguna extraña razón, me saca un buen lado. Mas al tiempo que voy gozándome con mi búsqueda que obliga varios pisos, tampoco puedo sacarme de la cabeza aquella vocecita cual “Pepe grillo” que recuerda y  repite los múltiples problemas en los que se ha visto envuelto el lugar, no sólo en su estructura sino aquellos escándalos con sello Fox.

Claro que el lugar sea hermoso es tan sólo mi opinión, he escuchado a muchos decir que es bastante grosero arquitectónicamente hablando. Sin duda las colecciones son carentes pues el acervo tampoco es brutal. La ballena, bueno, ni falta hace decir qué le toca a ésta. Acepto que como todo tiene fallas, pero consideraría algo osado descartarlo tan prontamente sólo por ser fabricada e inaugurada durante el gobierno del presidente caricatura. La Biblioteca Vasconcelos, tal como muchas de las obras que son entregadas presurosamente, tiene fallas en sus acabados y específicamente eso no tiene nada que ver con Vicente Fox ni con ningún otro hombre de política, el problema es por qué ésta y muchas otras se ven obligadas a entregarse con urgencia y por tanto, mal hechas e incluso inacabadas. Digamos que las obras de esta magnitud siempre han sido una manera de gritar algunos de los mínimos logros de un gobierno que de otro modo pasarían inadvertidos, en este caso, quería presumirse que México caminaría al lado de los países que tienen edificios rimbombantes para resguardar su más preciado conocimiento, ¿logro? Con razón algunos le llamaron “Elefante blanco” a la obra.

Lo que no tomó en cuenta el presidente Fox ni la entonces directora del CONACULTA, es que se necesita mucho más que una impresionante construcción para colocar a México al lado de los países con nivel cultural alto. Se necesitan libros, sí, pero más importante todavía es tener personas que lean esos libros. La cultura no se trabaja poniendo un número inverosímil de bibliotecas ni organizando miles de Ferias del Libro ni tampoco prestando libros en el Metro, la cultura se cultiva en el perfeccionamiento del hombre, proceso que implicaría un replanteamiento de la educación escolar, social y familiar. Entonces teniendo en cuenta estos asuntos, ya podríamos más fácilmente juzgar si fue o no un desacierto. Bueno, para de veras juzgar tendríamos que recordar que fue abierta en mayo de 2006 –tiempos entendidos como “electorales”–, que rebasó el presupuesto otorgado en su hechura, que sus arreglos y composturas también fueron costosos y que se presume, fue un vil desvío de gastos. Juzgar mal parece lo más sencillo.

A veces pienso que todo lo que provenga de un gobierno –sin importar sea bueno o malo– no  es sometido a juicio popular, sino que se descalifica sin más. Como si estuviese en boga estar en contra de todo lo que tenga un gramo más de autoridad que la que ostenta cada uno o como si decir “no” cuando todos dicen “sí”, fuese lo genial. Pero que quede claro, decir “no” es lo más alejado de ser radical, todo el mundo piensa que rebelarse es lo del momento y justamente por eso, dejó de serlo. Al final, si ya acepté que la Biblioteca Vasconcelos –pese a ser uno de mis lugares favoritos– tiene sus visibles fallas, poco sería que el resto aceptase que el lugar es agradable, callado y relajado; sin importar que haya sido idea del gobierno de Fox, porque realmente no creo que haya sido propiamente su idea.

 

La cigarra

Una historia de fidelidad simulada

Sobre lectura y educación


Todos leen libros ahora,

dizque para educarse.

Verso 1110 de las Ranas de

Aristófanes leído por Alfonso Reyes


No harán falta muchos argumentos para que la mayoría acepte que la educación nos hace mejores, porque eso es lo que cree la mayoría. Posiblemente se necesiten pocos argumentos para que algunos concedan que la educación es necesaria, porque casi todos están convencidos. Quizá ningún argumento logre convencer a alguno de la discordancia de la lectura y la vida académica, porque creer lo contrario da sentido a la vida de todo aquel que ha sido formado en la academia y a nadie le gusta saberse entrampado. Sin embargo, ensayar una explicación sobre la discordancia de una vida entregada a la lectura y una entregada a la academia sería un buen ejercicio reflexivo, sobre todo para quien ya ha sido formado en los visos de la segunda y los compromisos requeridos para encaminar la vida por la vía preformada implican la renuncia a la primera. A lo mejor vale la pena intentarlo.

Sabemos, por Jenofonte, que Sócrates se reunía a leer junto a sus amigos para buscar algo bueno en los vestigios del texto. Sabemos, por Platón, que Sócrates desconfió de la escritura al grado de relegar la elaboración de algún escrito hasta sus últimos días. Sabemos, por la acusación a Sócrates, que para los ojos atenienses, o al menos para los de una discreta mayoría, Sócrates fue un mal educador. Sabemos, en consecuencia, que Sócrates maleducó a sus amigos por su modo de leer -y por otras cosas más que ahora no vienen al caso-. Digamos, entonces, que algo hay en el modo socrático de leer que lo hace incompatible con la educación. ¿Qué será? Por el primer testimonio podemos afirmar que para Sócrates toda lectura es selectiva, lo cual implica que la lectura en cuanto tal no es valiosa, lo que vale es la ejecución de la lectura: lo que se lee, como se lee, con quien se lee y para lo que se lee. Leer por leer no nos hace mejores necesariamente. Quizá por ello el segundo testimonio nos dice que los textos, y qué otra cosa se lee que no sea texto, suelen embrutecer al alma. Pero de aquí no se pasa con claridad a una mala educación. Según se dice, la malicia de la lectura socrática estaba en su peculiar modo de interpretar algunos pasajes clásicos, digamos que de una manera poco ortodoxa; o lo que es lo mismo, de reconocer en los textos ideas distintas a las regularmente aceptadas. La mala educación promovida por el modo socrático de leer consistiría entonces en pensar de modo distinto al acostumbrado. Busquemos la diferencia. El primer testimonio, que mi memoria afirma como el único pasaje -de todas las fuentes- en que se muestra a Sócrates leyendo, es elocuente: Sócrates piensa distinto porque lee buscando algo bueno para compartir con los amigos, porque lee para platicar. El tercero, por su parte, supone que la acción del educador es la conformación del ser del educando, esto es, que el educando es pensado como carente de ser que necesita mejorarse mediante la educación, que se lee para ser más, que se lee para producir. Ahora vemos la completa diferencia: Sócrates creía que se lee para ser más reales, porque ante todo somos; la discreta mayoría creyó que se lee para ser más, porque lo que somos no es suficiente, ergo ¡hay que producir! De un lado, la lectura nos muestra en un aspecto de lo que somos, hoy una cosa y mañana otra, y lo mostrado ni se complementa ni se aúna por necesidad; del otro lado, la lectura añade lo que no somos para ser lo que ella quiere que seamos, la lectura nos va completando. De un lado, la selección de las lecturas corresponderá a lo que en el momento somos, a las compañías y las preocupaciones, a los desvelos y las alegrías, porque lo bueno no es lo mismo para todos y para siempre; del otro, la selección viene de lo que el educador considera bueno, de lo que él quiere hacer del otro, porque ya se tiene la receta de lo bueno. De un lado, la lectura es un camino libre que se forja al paso, al compás de las preguntas; del otro, sólo se lee con andadera. Hasta aquí, la vida dedicada a la lectura al modo socrático es contraria a la vida dedicada a la lectura de modo educativo.

Sin embargo, en la Atenas clásica la educación no estaba dominada por los libros, por eso no se centra en ello la acusación a Sócrates. No hacía falta leer cuando la formación se obtenía por otros medios. No hacían falta los libros en las academias o los liceos… al menos hasta que la palabra se volvió autoridad, cuando de las bibliotecas se formaron las escuelas, cuando una escuela se caracterizó por estudiar los libros de su maestro; la educación tornó entonces libresca: lo importante era estudiar lo dicho, aprender los textos, hacerse mejores en cuanto al parecido con el maestro. Lo importante era producirse como imagen del maestro. Los libros se volvieron más importantes que las palabras, las glosas ocuparon el tiempo de las pláticas y los textos comenzaron a embrutecer las almas.

En tiempos del helenismo, cuando proliferaron las escuelas y las sectas, la esencia de la actividad escolar se realizaba en la biblioteca y los libros tornaron objetos de cuidado: tanto de conservación bibliotecaria, como de copiosos comentarios al margen. La magna labor de la biblioteca de Alejandría fue, en esencia, la misma de aquel que no sabe qué hacer con los libros: archivar, limpiar el polvo, subrayar con rojo las ideas importantes, elaborar tarjetitas que resuman lo esencial, hacer listas de vocabulario y asegurarse una dos o más copias para cuando sea necesario. La necesidad de producir se acompañó de la necesidad de tener más. La abundancia de libros dejó en el olvido al modo socrático de leer, pues lo importante era otra cosa: mantener la escuela.

Poco cambió el asunto en el mundo romano: las escuelas siguieron creciendo junto a las colecciones de libros, los nuevos maestros formaban nuevas escuelas y hacían más grandes las colecciones. Fue entre los siglos V y VI que a las grandes colecciones de letras clásicas se añadieron los textos canónicos del cristianismo. Las bibliothecae sacrae pronto se convirtieron en anexos de los templos: el cuidado de los libros se convirtió en cuidado de la fe. Más que producir, ahora se buscaba la salvación; pero para salvarse era necesario producir: educarse en la fe. El monasterio de Vivarium nació como la primera academia cristiana. Su reglamento interno, formulado por su fundador Diocleciano, incluía el compromiso de los monjes para servir a Dios mediante el asiduo estudio y la esmerada copia de los textos cristianos y paganos, de modo que por razón del copiado los monjes aprendieran las lenguas clásicas y fuesen capaces de leer las Escrituras. Lo importante era leer para estar bien educado y difundir correctamente la fe. Los maestros de la antigüedad fueron substituidos por sacerdotes y los educandos por feligreses; el púlpito profetizaba la cátedra. La lectura socrática quedaba, entonces, fuera del camino de la salvación.

La universidad medieval dio un pequeño giro al asunto: además del préstamo de la biblioteca universitaria era permitido que los stationarii prestaran libros a los estudiantes para formar su biblioteca personal, pues ahora la salvación dejaba de ser asunto comunitario y era más cercana para el que más sabía. (De aquí, creo yo, viene esa ruin costumbre de desacomodar y esconder los libros en los estantes bibliotecarios ¡para que nadie más los lea!). Lo importante ya no sólo era producir, sino ser maestro en las producciones; la salvación vendría luego. Poco después, ya no por fe sino por fama -esa rara fama que da el exceso de fe-, se fundó la Biblioteca Marciana: ostentación plena del poder de los Médici, símbolo de su influencia política, fluidez crematística y potestad eclesiástica; o en otras palabras, fiel imagen del Renacimiento, vaga reunión de lo pasajero y lo eterno a la sombra del comercio -que en su clase cultural se llama mecenazgo-. Lo importante aún era hacerse, pero no hacerse en la erudición para la sabiduría, ni en la fe para la salvación, sino en la fama para la ganancia y por el mercado; lo importante ya no era copiar los libros, sino comprarlos impresos. La palabra perdió autoridad y los estudiosos abandonaron los libros antiguos -que ya nada decían- y la verdad, como en Descartes, fue buscada leyendo el gran libro del Mundo, escrito en el lenguaje en que estuviese escrito. La escuela, como el pasado, ya no era importante; lo importante era producir para el futuro… y los libros se llenaron de polvo.

¿Los libros se llenaron de polvo por esos años cuando, en palabras de Kant, el hombre salía de su minoría de edad? ¿Qué no es acaso que el siglo de las Luces es el período culto par excellence de la humanidad? ¿Cómo explicar que teniendo todos los recursos y conocimientos de que disponía el hombre moderno la situación de sus lecturas se juzgue aquí tan deplorable? Voltaire es más que claro: “las conversaciones y los libros raras veces nos dan ideas precisas, es muy común leer mucho de sobra y conversar inútilmente”. Es la Ilustración: hay mucho por saber y poco tiempo que perder. Lo importante era sintetizar el saber, dejarlo en lo esencial, despejar las minucias… y así nacieron los libros de texto -delicia de los jóvenes universitarios actuales-. Junto a los libros de texto nacieron las universidades modernas y las burocracias académicas. Si en el pasado la escuela era anexo de la biblioteca, ahora la biblioteca vino a ser apéndice escolar; y quizá en un futuro no muy lejano la escuela llegue a ser hopo de la administración burocrática. Ahora lo importante era la certificación universitaria: leer los libros de texto para instruirse en el modo correcto de conquistar al mundo. Si se tenían libros, eran para hacer trabajo intelectual; si se escribían, eran para demostrar que uno trabajaba. Lo importante nuevamente había cambiado, pues había que hacerse, hacerse de la mejor manera: sin perder tiempo y sin errores. Había que hacerse a sí mismo y hacerse era forjar su propia fama. ¿Entonces lo importante era la fama? La respuesta histórica fue dialéctica: sí y no. No, porque había apremios que no la hacían disfrutable: “el éxito es indispensable para poder encontrar un editor en Inglaterra, sin lo cual mi deplorable situación material seguirá siendo tan difícil y tan irregular que no encontraré tiempo ni sosiego para terminar rápidamente la obra (El Capital)” [Carta de Karl Marx a Ludwig Kugelmann del 11 de octubre de 1857]. Sí, porque lo que se haga o se deje de hacer para librar los apremios depende de la fama: “Mucho más que la profundidad lo que nos interesa es «meter ruido»” [Carta de Friedrich Engels a Karl Marx del 13 de octubre de 1867]. La fama era indispensable para la libertad y la libertad era el fin último. Había, por tanto, que producirse y producirse era producirse libre. Por ello, las letras se asumieron revolucionarias: del germen de ser que se es, se habría de buscar el desarrollo pleno del hombre. Había que producir para el futuro, pero viviendo el futuro desde hoy. Los libros se convirtieron en las herramientas de la producción, en los instrumentos de la libertad. Los intelectuales se convirtieron en la vanguardia de los hombres nuevos. Las universidades tornaron voceros espirituales de su raza. El apotegma escolar fue del ageométretos médeis eisíto al Arbeit macht frei. La discreta mayoría devino absoluta. Y ahora estamos totalmente convencidos de que la educación nos hace mejores.

Námaste Heptákis