Quien Roba al Ladrón

«Que no se tome lo ajeno,
así está determinado
lo decretó el mismo Dios,
como precepto sagrado,
mas los doctores opinan
y aun los que no usan del don,
que el ladrón que al ladrón roba
ha cien años de perdón.»

«Un mexicano» en
Libro para el Pueblo: 1010 Proverbios en Verso, 1864.

Cien años de perdón son muchísimos. No me imagino ni siquiera un año completo de perdón asegurado sin hacer del beneficiado un peligro para toda persona que se le acerque. Habrá pocos muy decentes que no harían nada malo voluntariamente aun si les dijeran que por un año les perdonarán cualesquiera de sus maldades, pero ¿quién se va a querer arriesgar? Mucho menos se aventuraría uno a otorgarle a alguien cien años de perdón. ¿Y quiénes están tan mal de la cabeza como para perdonar por tanto tiempo a un ladrón? Parece que, en realidad, no son pocos: todos los que suponen que los ladrones de ladrones son tolerables, que se les puede comprender, o que son mejores en general que los ladrones sin más. Y eso que este tipo más sofisticado de pillo a la vileza del robo le suma la infidelidad (bueno, que ser muy leal a la cofradía de bandidos no es mucha «lealtad» de todas formas). Si al ladrón que roba al ladrón se le perdona para siempre -porque en este caso decir ‘cien años’ y decir ‘para siempre’ es lo mismo-, todos los rateros del mundo intentarán aprovechar la indulgencia y justificarán su hurto con la más mínima prueba de que su víctima antes también robó.

El ejemplo heroico y brillante de esta inclinación a perdonar al ladrón está en Robin Hood. Todo mundo lo admira como un hombre de noble corazón y férreos principios que no dejará que los suyos sufran a cuenta de la insaciable codicia del Rey y su cohorte de estafadores. No hay quien no deteste a los prepotentes abusadores y simpatice con las víctimas del abuso; lo malo es que esto es cierto también para los prepotentes abusadores. Nadie se juzga como si él mismo fuera el malvado Rey de negras ambiciones inagotables, porque siempre hay ocasión para pensar que uno ha sido víctima de alguien más y que no es uno enteramente deleznable. Entonces, cuando translada este juicio a su propia situación, ahora resulta que siempre -sea uno quien sea- hay a quienes se vale robar porque ellos mismos han robado. Pero no para allí, porque el fenómeno se amplifica casi sin esfuerzo: si al ladrón le puedo robar mereciendo el perdón de mis conciudadanos, al injusto le puedo hacer injusticias. De allí ya se pasa bien fácilmente a trazar el plano de un villano de caricatura: éste se da cuenta de que el mundo está lleno de injusticia y entonces concluye que toda maldad está permitida. Los principios de Robin Hood son los mismos que los de la Mafia.

La venganza nace cuando alguien que es injuriado actúa con el vivo deseo de convertir en una segunda víctima a quien lo agravió. En el corazón del dicho que perdona al ladrón está la idea de que la justicia y la venganza son lo mismo. Pero entonces la justicia es sólo un nombre bastante absurdo de un equilibrio de males: a una injusticia hay que responder con otra, y ésa es la justicia. No sólo la justicia se envilece cuando se le equipara con el deseo de hacer un mal, sino también el perdón cuando se le enmarca como la tolerancia del malhechor. Porque el perdón -sea como sea que se pueda dar tal cosa- nace de responder un mal con bien, y de reconocer al arrepentido y confiar de nuevo en él. El justiciero por su propia mano es, o un dios que no puede equivocarse en su examen de quién merece qué castigos, o un injusto que cree que merece perdón. El ladrón, y el que le roba al ladrón, son en realidad lo mismo.

Letras Peligrosas

La música tiene un impacto bastante mayor en nuestra vida que el que solemos admitir. Para empezar, la música de una comunidad parece describir en cierta medida lo que ella piensa de sí misma. Claro, no es nunca tan fácil como si las letras de todas las canciones se trataran de una sola opinión. Cuando intentamos conocer el lugar en el que vivimos, y queremos saber qué clase de personas y costumbres caracterizan nuestra comunidad, todos tienen algo diferente que decir: algunos dirán que nuestro país es un espantoso y corrupto lugar, otros dirán que es como una bestia herida que necesita sanación, otros pensarán que debería ser todo mejor aunque es imposible, otros dirán que está mejorando poco a poco, y quizá hasta haya quienes digan que está muy bien así como está. Puede ser que en un caso tan complicado como el de nuestro país todas estas posiciones sean ciertas de algún modo. Pero curiosamente resulta que mientras más pensamos en estas opiniones y en sus bases, mejor conocemos a las personas que las tienen. Todo mundo piensa algo, los miembros de la comunidad no están exentos de tener una opinión sobre ella, y así nos damos cuenta de que nuestra comunidad es, en muy buena medida, lo que ella piensa de sí misma. Solemos considerar a la música sólo como entretenimiento y soporte, pero si es verdad que la ella es en parte la opinión que una comunidad tiene de sí y de sus alrededores, entonces se confirma que deberíamos concederle mayor importancia.

La música que se escucha por costumbre también es muy variada, y más en nuestras comunidades globalizadas; pero aún así podemos reconocer algunos tipos que son predominantes entre ciertas personas. Lo más común de admitir es que la música que a alguien le gusta no puede ser sujeto de crítica moral, porque en diferentes lugares y con diferentes personas los gustos son igualmente variados y válidos. Pero ¿qué pasa cuando consideramos música que tiene evidentemente un juicio moral, como pasa con los narcocorridos? Mientras que los corridos comunes y corrientes suelen ser relatos parecidos a cuentos cortos, mayormente localizados en pueblos y en el campo, y muchas veces tratando desamores o desazones, los narcocorridos son cantos de loa y de gloria a los narcotraficantes. La diferencia es importante porque en estos segundos lo que se canta revela lo que quienes los componen y escuchan aprecian más. Ellos hacen de sus héroes éstos cuyo modo de vida por principio quiebra la ley. En esos cantos se revela algo que se tiene por preferible sin ninguna duda ni ambigüedad. La operación física de traficar droga no es el foco del canto nunca, no es el producto, sino más bien la determinación para quebrar la ley y vivir dominando al resto aún enfrentando en ello la muerte. Esa valentía con la que se enviste a los protagonistas del narcocorrido siempre se da en circunstancias ilícitas y se les realza con más gusto por eso mismo. La mayoría de las letras que basan sus alabanzas en los jefes que murieron dignamente en el enfrentamiento a los cobardes policías federales, o en los que lograron hábilmente escapárseles, dejan ver el anhelo vivo por esa forma de vérselas fuera de la ley. El narcocorrido siempre preferirá un día de rico a una vida de pobre, sin importar lo que tenga que hacer para conseguirlo; pero esto quiere decir encomiar ladrones y asesinos. Eso es lo que hacen las alabanzas: revelan lo que juzgamos como bueno en alguien, y en las letras del narcocorrido el injusto que se sale con la suya y mata para lograrlo es mejor que el que éste sometió. Si su juicio es tan explícito, me parece insostenible que sólo por ser música sean independientes del juicio moral.

Esto se vuelve cardinal si es verdad que lo que la gente dice de sí misma es buena parte de lo que ella es, porque si en nuestra comunidad se deja sin preocupación que la loa a un asesino se escuche y repita, entonces poco a poco nos vamos acostumbrando a ser, no una comunidad de asesinos, sino de personas que los alaban. El robo y el homicidio no son acciones que se aprecien sino por sus resultados, pero éstos son los que en esta música se tienen por preferibles: la riqueza y el dominio sobre toda otra cosa, incluso los demás hombres. La comunidad que le canta loas a los narcotraficantes se puede volver peor que ellos, teniendo sus mismos deseos, pero escondidos e insatisfechos. Corrupto o no, verdadero o imaginado, nuestro país necesita aunque sea un poco, que se hable más y mejor de lo bueno, y menos y peor de lo malo.

Pronto Sería de Noche

Pronto sería de noche. El clima le recordaba algo de su tierra natal: áspero y seco, como el gusto del alpiste. Su boca subía y bajaba mientras intentaba separar la lengua terca que se le pegaba al paladar. Algo más tenía ese lugar, con su vegetación seca y café, su fuerte viento que nada refrescaba, y sus ocasionales sonidos de crujidos; algo más, que le hacía a Líemo sentirse intranquilo. Asaltaba sus recuerdos para ver si alguna pista perdida le devolvía el rumbo, a ver si algo que hubiera pasado por alto le indicaba cómo volver; pero con cada paso perdía un pedacito de esperanza. Llegó a mirar a lo lejos una roca negra que desentonaba con todo el paisaje, y hecho un tronco seco, con la piel apergaminada, Líemo cayó rendido.

«Despierte, que pronto será de noche. No querrá que lo devoren las bestias nocturnas, ¿verdad?» dijo una voz de mujer, atravesando su pesado sueño como lanza que mata a un hombre. Recién abiertos sus ojos se encontraron con dos esferas de ónice que le miraban el alma, y una sonrisa juguetona que revelaba el conocimiento de algún secreto que seguramente le había descubierto sólo con verlo. Junto con ella venían otros más, ataviados en graciosos mantos y enseres coloridos de adornos con rombos y otras figuras bordadas, y que encimaban capas de varios tamaños y formas dando la apariencia de sinsentido. En sus cabezas llevaban gorros de paño como cilindros chatos, y en todos los varones las barbas eran largas y descuidadas.

Líemo se presentó y agradeció el gesto. Continuó diciendo: «Soy un mercader y… ¿quiénes son ustedes?»

«Mi nombre es Shiam,» respondió la mujer. «Somos peregrinos y conocemos estas llanuras. Venga, esta noche lo resguardaremos, y mañana podrá continuar su camino.»

No les dijo que estaba perdido porque temió que lo tomaran como una encajosa petición y que sintiéndose insultados ni siquiera accedieran a ayudarlo esa noche. De por sí ya le harían un favor dejándolo acompañarlos. Con dificultad se levantó y después siguió en silencio a estos extraños caminantes, que le mostraron una senda por entre los pedregales y las hondonadas ocultas por la maleza. Las plantas ya no se veían pardas, sino que ahora estaban teñidas del color naranja del Cielo. El atardecer le había parecido muy largo. «Así mejor,» pensó, «quién sabe a qué bestias se refería esta mujer. Prefiero no conocerlas.»

Llegaron por fin a un refugio natural al celo de dos peñas que cubrían la boca de una quebrada. Allí cacerolas y otros instrumentos aguardaban a sus dueños. Líemo disfrutó de viandas y agua fresca que compartieron con él: los extraños parecían abiertos a su presencia bastante amigablemente. Ya con la noche bien entrada, el perdido atestiguó un espectáculo maravillante. Uno de los peregrinos tomó una guitarra, y mientras al centro otros habían encendido una fogata, comenzó a rasguear velozmente. Los demás, uno por uno, entraban a la canción cuando el anterior había terminado de cantar e improvisaban las líneas y hacían un baile de más fuerza que gracia. Era fascinante. Cada quien se entrometía en la melodía y con su voz continuaba lo que los demás habían cantado, o si lo deseaba, cambiaba por completo el tema, y cuando la rima complacía al resto le respondían al unísono en un grito estruendoso con un solo aplauso. Esta música que nunca había escuchado lo tenía cautivado. Era música para la noche y el fuego. Su danza la guiaban las estrellas. Líemo tenía la mirada prendida de los hoscos dedos del guitarrista y de la voz vibrante de los demás cuando Shiam se sentó a su lado, proyectando sobre él una esbelta sombra, negra como sus ojos pero menos profunda. Junto a ella, el extraviado sintió una comodidad que nunca antes había experimentado, y mientras las lenguas en la hoguera crepitaban, la sombra de Shiam bailaba sobre él como si lo acariciara. En su interior disfrutó ese pensamiento.

La mujer habló y su voz tenía ahora un tono de familiaridad que dejaba ver que lo formal lo reservaba para cuando los demás escuchaban. «Estás perdido en este llano, ¿no es cierto? Lo veo en tu rostro vacilante.»

Aunque hizo un frustrado intento, Líemo no pudo negarlo. «Desde que me rescataste creo que puedes leer mi mente, mujer. Es verdad. Al principio salimos muchos hombres juntos y todos íbamos al mismo sitio, pero me he distraído y sin saberlo perdí el camino. Después de un rato me di cuenta de que no me acompañaba nadie y no supe cómo regresar con los míos. Ahora no sé tampoco si me esperarán o si acaso se han dado cuenta de mi falta.»

«¿Cómo? ¿Tu propia gente no se preocupa por esperarte? ¿O por buscarte?»

«Pues… No es mi gente, en realidad. Verás: somos un grupo de mercaderes y viajamos en cofradías para hacer negocios en la ciudad más allá de las colinas. Ellos lo han hecho cientos de veces, pero ésta fue mi primera salida al llano. Fui descuidado. Quizá no vuelva nunca más.»

Shiam sonrió, como satisfecha de escuchar lo que ya sabía. Primero no respondió. Se levantó mirándolo intensamente, y se alejó hacia la fogata diciéndole: «Por cierto, claro que puedo leerte. Soy una bruja,» y después desprendió una delicada risita que se fundió con el canto de un viejo que ya terminaba su turno rimando una historia sepultada por el tiempo. Shiam inició una danza hermosa mientras cantaba algo sobre el delicado corazón de los hombres. Y cantó también sobre el amor; y cantó sobre la muerte; y cantó sobre Dios. Líemo le perdió el hilo en seguida. Su voz estaba dedicada a él, su vista no dejó de mirarlo ni un segundo. En una sonora exhalación, el viajero extraviado sintió que había perdido todo el aliento y que en su vientre sólo se alojaba un punzante calor. Por un momento, hubiera jurado que las llamas respondían al contoneo de la bruja. Ella se ocultaba y se revelaba alternativamente en el brillo multicolor de la flama encandilada. Él sentía que su interior danzaba a su compás.

Sonó un gran aplauso, y un grito de loa, y Shiam volvió al lado de su captivo. Nunca supo de dónde la sacó, pero en su mano delicada ella cargaba una esfera negra, con puntos blancos repartidos en un aparente desorden.

«Tenlo. Es un mapa y un obsequio.»

Líemo alcanzó la esfera confundido. Era pesada, como hecha de piedra obscura, y fría. «¿Un mapa? ¿De qué?»

«Es un mapa del Cielo. Con él encontrarás tu camino y tu lugar.»

Miró los puntos blancos y vio que estaban incrustados en lo profundo de la esfera. ¡Eran constelaciones! «Estos puntos… ¿son las estrellas? ¿Cómo encontraré mi camino en un llano con…»

«No te preocupes, Líemo el Mercader –dijo con ceremonia burlona–. Naturalmente está incompleto y una buena parte se ve obscura, mas si te esfuerzas podrás ver más de lo que ahora crees.» Dejó que sus palabras tuvieran tiempo de hacer eco en el fondo del comerciante, y justo antes de que él replicara, continuó: «Ven y bebe conmigo, y no digas más, que deseo escuchar y pronto cesará el canto.»

Ella tomó su mano libre y lo jaló para levantarlo y guiarlo hacia el pocillo del licor. ¡Pobre hombre, con su cuerpo débil y asaltado por el encanto! La bruja lo arrancó de su asiento como se arranca una hoja seca de sauce, y le alcanzó un tazón lleno de un líquido cuyo color se escapaba en la penumbra y el naranja del barro. Después de guardar la esfera en su bolso, bebió hondo. Ese licor quemaba como las brasas del roble de la fogata, como las voces del canto y los pasos del baile. Todo allí estaba hecho del mismo fuego, y donde más ardía era en la mirada de Shiam, en sus ojos y en su sonrisa secreta. Un poderoso peso dominó al extraño viajero, y sintió que el mareo lo tumbaba. Miró esa boca sonriente, y miró los refulgentes ojos; después cayó dormido y la música continuó su cadencia en su denso sueño.

Despertó adolorido junto a la roca negra que miró el día anterior. Había descansado muchísimo. Los peregrinos no se veían por ningún lugar. Shiam no se veía por ningún lugar. «¿Habré estado soñando?» se preguntó, convencido de que no era posible, mientras buscaba en su bolso el regalo. Tenía que encontrarlo para mostrarse que había vivido todo aquello, pero en el fondo no tenía ninguna duda. «Esa música, esas voces no las había escuchado nunca, ni había contemplado tal baile hipnótico.» En su memoria estaba nítida la mágica melodía y su mano rebuscaba el fondo del bolso como imitando el movimiento del hombre que rasgueaba la guitarra; pero no encontró la esfera. No estaba. Líemo fue turbado por una decepción de plomo.

Sentado a la sombra de la roca negra pensó que nunca encontraría su camino, y comenzó a repetir llorosamente que todo había sido un sueño. En el fondo seguía sin creerlo. Al atardecer ya se había desprendido de su voluntad y el viento lo golpeaba lo mismo que podría estárselo llevando el mar abierto. Ni un cabello suyo se resistía. Las bestias nocturnas o diurnas o matutinas podían desgarrarlo: no estaba dispuesto a hacer nada para evitarlo. Pronto sería de noche.

Súbitamente, se renovó su esperanza. En el Cielo se miraban las primeras estrellas. Sintió sus fuerzas como una flama que le quemaba la garganta y que palpitaba con el sonoro ritmo en su oído. Su voz comenzó a improvisar algunas líneas al paso de la música mientras miraba atento el Cielo nocturno. Y se levantó. La estrella más brillante le inspiraba una clase de respeto y la comenzó a seguir imbuido por la misteriosa -pero segura- melodía que repicaba en su alma. Estaba seguro de escucharla. Así anduvo por horas. La noche no lo amenazaba, lo protegía, y justo antes de que rompiera el alba, su invisible guía lo llevó hasta una pequeña laguna. En ella, un hombre que había dejado su montura apostada bebía tranquilamente antes de iniciar la marcha de la mañana.

«Hola, extraño. ¿Quién eres?» Le preguntó a Líemo en cuanto lo vio.

Respondió: «Un hombre que estaba perdido.»

Tiranos de Oficina

Burocracia es el nombre del gobierno de las oficinas. Eso es lo que quiere decir esta palabrita tan acudida en nuestros días. A cualquiera que no comparta mi miedo de los burócratas lo invito a que piense en el poder que representa en nuestras vidas tal tipo de dominio para que pronto caiga en cuenta de qué tan extensa es nuestra dependencia. En nuestras instituciones se acostumbra no solamente llenar de poder a las oficinas que se encargan de administración de los recursos, sino que todo movimiento pasa por ellas y responde a sus estatutos antes de que pueda realizarse. Las nuevas pautas de una oficina no vienen sino de otras oficinas. Una oficina, repleta con un montón de gente nadando entre documentos, sellos e impresoras, gobierna nuestras instituciones, y se supone que son éstas en las que confiamos para gobernarnos nosotros mismos[1]. Tenemos entonces que quedarnos con el orden impuesto para no sufrir el desorden y, desafortunadamente para cualquiera que anhele ser libre, elegir entre dos males no es libertad.

Cualquiera que viniera de visita de un tiempo o lugar remoto diría de regreso a su hogar que amamos la confusión y la contradicción. Esto no es más notorio en algún otro sitio que en la burocracia, en la que los «servidores» gobiernan nuestro futuro. ¡Ay de quien indisponga a un servidor público!, porque su trámite se atora. Aún así llamamos servidores a los que trabajan en las oficinas. Poderosos nuestros sirvientes que nos dicen cómo podemos y cómo no tomar las decisiones de nuestras vidas. Es loable que prefiramos el orden al desorden; pero creer que es posible erigir para todos los asuntos un mismo sistema mecánico de respuestas predeterminadas es necio. ¡Y es allí donde se pone más ridículo todo! Creemos que es posible que, si las oficinas funcionan bien, los problemas y anhelos de cada individuo separado se puedan reducir a un sistema general que conozca respuestas a todo caso posible. Pensamos –por quienes dicen que soy un exagerado– que aunque esto no va a lograrse jamás, serán pocos los casos en los que estos complicados sistemas de respuesta a casos particulares no den con la solución genérica. Y para no decirlo tan rebuscadamente: lo ridículo de la burocracia es que para ella confiamos en que la prudencia y el buen sentido se pueden substituir por un formulario bien hecho. Es como decir: «no tendremos nunca gobernantes capaces, pero por lo menos podemos ponerles montones de trabas por si tratan de tomar malas decisiones», y con ello pensamos en que sí hay quienes sean capaces para pensar en tales trabas. Esta confianza no sólo nos ha hecho invertir miríadas de recursos en la realización de tan inhumano proyecto, sino que en lo que se completa, nos ha hundido en un mar de papeleo –o de datos digitales– tan obviamente estúpido que lo único que tiene sentido es pensar que de alguna manera tuvo que acostumbrarnos poco a poco a su aspecto antes de que hubiéramos decidido seguir ahogándonos en él. Si antes de la gradual y lenta instauración de la burocracia se hubiera visto el papeleo necesario para sacar un título universitario, nadie se hubiera aventado el papelón de proponerla[2].

Y lo más temible de todo este asunto es que parte del yugo inamovible de la burocracia se debe a lo bien que se oculta y cuela entre las figuras y espejismos que nos creemos que gobiernan. Ella no nos gobernaría tan eficazmente si nos diéramos cuenta de que así lo hace. Pero lo logra, porque está calladita debajo de lo que creemos que tiene el control de nosotros mismos. Puede cada quien pensar en su ejemplo para esto que digo con este esquema: una persona en una oficina desea hacer algo que según su juicio es necesario hacer; pero no existe ningún formato que lo autorice y los que sí están disponibles no tienen ese rubro. Lo que pasa entonces es que tal decisión no se toma, y ese movimiento no se hace. Nadie puede hacer nada que esté fuera de las formitas. El oficinista (casi siempre malencarado) no puede cambiar los rubros de la computadora sin la clave, que tiene la encargada que no puede añadir nada sin el programador, que hizo en primer lugar el programa sin libertad de nada más de lo que le pedía esa sección del Gobierno, que no puede pedir nada que no… etc. Qué demeritados tiranos atendiendo tras ventanillas, con oficios por heraldos y sillas de plástico por tronos. Y qué demeritados los así tiranizados, también.

Lo bueno es que en un ambiente aparentemente tan obscuro y triste, aún nos queda reír cuando se hace una encuesta para conocer cuál de los trámites oficiales es el peor, y para participar en ella, es necesario llenar un pequeño formulario: ¡la extensión de nuestra libertad!

 


[1] Aun más miedo me da pensar en el número de sindicalizados que trabajan en las burocracias mexicanas, pero eso es tema aparte y de implicaciones más ácidas, aunque no más profundas.

[2] Para titularse por la UNAM es necesario hacer un trámite para comprobar que uno ha terminado sus estudios en la UNAM, cuyo requisito inicial es haber terminado sus estudios en la UNAM. Por supuesto, es un trámite que cuesta dinero.

Adivinanza #571

¿Quién soy?

 

Yo doy pasos aun sin pies,

duro mucho y duro poco,

sin tener dos manos toco

el corazón de dos o tres.

Digo frases sin palabras,

y soy fuerte y también suave,

dicen que yo evoco al ave,

aunque igual y hasta a las cabras.

Tengo sin un cuerpo, altura,

no estoy en ningún lugar,

y mi voz hace brillar

la locura y la cordura.

El Flojo y el Mezquino

«El hombre erguido declara que

su fin está en lo alto y está aquí

para reestablecer el vínculo perdido

por nuestros padres entre el cielo y la tierra.»

-Juan, en «El Bautista» de Javier Sicilia

Estamos muy acostumbrados a hacer las cosas fáciles y a desear que lo sean más de lo que ya lo son. Seguramente mucho tiene de bueno lo fácil, porque de estar en posición de elegir hacer una misma cosa con trabajos y tardanzas o hacerla velozmente y sin esfuerzo, es casi seguro que preferiríamos realizarla de esta última manera. Aunque tal vez no se vale decir que es «una misma cosa» la que se hace fácilmente que la que se hace con esfuerzo. Todo lo que hacemos podemos imaginárnoslo siendo realizado con mayor sencillez o con más complicación. Pero es diferente pensar en las cosas que hacemos que son útiles y en las que no. Si estamos pensando en el resultado útil de nuestro trabajo, estamos fijándonos en producciones, como si hacemos zapatos o patinetas o libros o cisternas; y si es así, cualquier medio que nos garantizara iguales productos por menor esfuerzo sería gratamente aceptado. Allí lo que nos interesa es el resultado (obviamente, si vivo de vender sombreros, me conviene tener más y que me cueste menos hacerlos). Perdóneme el lector si estoy demorándome en lo obvio, pero más me llama la atención que sea tan obvio que preferimos la facilidad. ¿Qué pasa con nosotros cuando la facilidad en las cosas no se aboca a los actos que producen?

Por pensar en ejemplos de acciones sin productos útiles, hay a quienes les encanta caminar, quienes escriben un diario, hay a quienes les gusta jugar futbol, y hasta hay algunos exiguos que dedican voluntariamente algunas horas a estudiar. Si se fijan, éstas son cosas a las que solemos llamar «actividades», como para distinguirlas del trabajo o de la ocupación. Por alguna razón, si uno imagina artificios que hagan más fácil el cumplimiento de cualquiera de ellas, inmediatamente atestigua también su deterioro: si me gusta caminar, cuando me compre una caminadora para hacerlo en casa se acabará el placer de la caminata; las agendas, el twitter y el facebook acaban con el gusto del recuento del día; el futbolito nunca substituye la cascarita; y, en fin, la enciclopedia y Wikipedia substituyen por prejuicios nuevos los viejos, diluyendo la propia investigación. Sin embargo, concluir solamente de esta observación que la técnica que mejora y facilita es mala, es claramente una necedad. Su perjuicio o beneficio dependen de qué queramos conseguir, dependen de qué deseamos.

El problema suele ser que cuando la facilidad se hace hábito se confunde tanto con la utilidad cuanto con el bien de las cosas que hacemos. Y esto ocurre con una facilidad que bien le queda al fenómeno. Es algo análogo a lo que pasa con el cine y la televisión, aunque en diferente proporción. Me refiero a que un dramaturgo confecciona un personaje digno, noble y bueno y con ello nos complace sorprendiéndonos con la fuerza de sus imágenes, y nos agrada lo que vemos; pero mientras más estamos mirando sus obras, más esperamos la maravilla que nos suscitó. Nosotros como espectadores confundimos lo bueno de sus personajes con el placer de verlos porque las dos cosas siempre nos ocurren juntas. Conforme este placer se cansa, las obras del escritor, y las de quienes vienen después de él, tienen que buscar su éxito en una nueva impresión y en una sorpresa diferente. El público se fastidia pronto y la variedad fortalece el placer. La belleza de las primeras imágenes se convierte en burla de las nuevas cuando éstas sorprenden refrescantemente, y así como al principio mirábamos con gusto a los viejos personajes, ahora se mira con gusto a los nuevos. Pronto, como espectadores dejamos atrás las imágenes que unían el agrado de observar a la bondad de las acciones y, esperando más gusto nosotros y queriendo dárnoslo los dramaturgos, el recurso a la sorpresa degrada las imágenes alejándolas cada vez más de lo bueno que retrataban, hasta que lo que maravilla y vende es lo más ruin[1]. El público se envilece porque quiere ser complacido por algo nuevo, y el dramaturgo se envilece porque quiere complacer al público. No quiero suponer que esta manera simple de ver el deterioro de la relación de espectadores con dramaturgos es una descripción fiel de la realidad, pero me parece que en ella se ve bien cómo pueden fundirse en nuestra percepción lo bueno de algo con el placer que nos da. Algo análogo, decía, ocurre con la facilidad.

Lo fácil se vuelve sinónimo de lo bueno por una confusión semejante, porque con el tiempo lo que suponemos que nos ayuda se vuelve tan placentero para nosotros en su auxilio, que comenzamos a desear en todo la facilidad en la misma medida. Este deseo de facilidad termina por inmiscuírsenos en la vida, aún cuando su encanto obre los más inútiles artificios (como aparatos que responden a la voz en vez de hacerlo a botones (de un control remoto hecho para no levantarse (para ver la tele))). La facilidad que queremos encontrar en todo nos acostumbra a buscar la bondad de las cosas en qué tan rápido pueden hacerse, en qué tanto esfuerzo ahorran y en cuál es la magnitud de su ventaja sobre las otras. Esto no es sino la imagen empresarial del mismo deseo: la eficacia.

El verdadero peligro aparece cuando la facilidad se convierte en causa de pereza denigrante. Si sospechamos siquiera alguna diferencia entre los seres humanos y las demás cosas de este mundo tenemos alguna noción de dignidad, porque es lo propio del ser humano[2]. Cuando detrás de un nuevo método que facilita las cosas se oculta una práctica indigna, la recurrencia del hábito y la complacencia de la comodidad nos hacen completamente insensibles al cambio. Es más, hasta nos hacen despreciar lo anterior cuando ya nos hallamos imbuidos de deseo por lo fácil, y miramos como conservadores tercos a los que no quieren incorporarse a la corriente. Vamos poco a poco acostumbrándonos a que nuestros placeres sean veloces, fáciles y si se puede, intensos. Ahora que si quieren seres de fácil complacer, ahí están los perros. Y además son animales bien eficaces: hacen todo lo que tienen que hacer sin falta ni exceso, con la mayor soltura, y sus deseos nunca van más allá de sus posibilidades. Pero antes de que los amantes de los perros se enfurezcan, no estoy insultándolos, pues creo que no es injuria a los perros llamar indigno a quien, siendo hombre, se porta como ellos. Leí en una novela este episodio: un hombre que camina por el desierto recuerda las viejas enseñanzas de un rabino que lo amonestaba por su jorobada postura diciéndole que «la vertical es la dignidad del hombre». Algo que aparenta tan poca importancia como mantenerse erguido es en esta amonestación el signo de que uno merece ser llamado humano, porque es de humanos andar con la mirada hacia el frente y la espalda recta. Hace mucho más tiempo escribió otro que un buen ejemplo de cómo son las personas con alma débil está en los jóvenes que arrastran la toga en vez de llevarla recogida por el brazo. ¿Y qué hay en el fondo de estas reprimendas que recuerdan antes a viejitos amargados que a gente reflexiva? Que la dificultad de mantenerse derecho y de conservar el porte sin que la pereza lo desguance a uno no es sólo cosa de presentación, como dicen al dar consejos para las entrevistas de trabajo, sino que es muestra de la fortaleza para hacer las demás cosas. Lo que nos place y nos gusta, y lo que no, se dejan ver en lo que hacemos y en la forma en la que lo hacemos. Y nosotros mismos nos presentamos en lo que nos place y en lo que no. La facilidad no es mala, pero sí lo es el amor por la facilidad, porque en todos los lugares en los que se manifiesta que éste es el que domina, el hombre se ve demeritado y débil. Se ve denigrado. O sea que la facilidad no conduce necesariamente a la mezquindad, pero el mezquino nunca se da cuenta de cuándo una lo llevó a la otra. Supongo que un buen translado del ejemplo de la toga a nuestra actual época es el de los usuarios de computadora que no escriben los acentos de las palabras «porque les da flojera». La belleza de la escritura es cosa tan humana como el porte erguido, y su persecución no tiene su causa en el deseo de eficacia, sino en el celo de la dignidad. Así que por algo valdrá el esfuerzo de hacer las cosas como más nos convenga hacerlas, aún cuando ello represente para nosotros un gran peso, digno de igual fortaleza. Como dicen que dicen por ahí: «lo bello es difícil».


[1] Piénsese por ejemplo en la historia de las películas de vaqueros estadounidenses, los westerns, que empezaron con héroes muy bonachones y divisiones sencillísimas de los personajes buenos y los malos, y a lo largo del tiempo dieron con la burla socarrona de este simplismo en obras como «El Bueno, el Malo y el Feo», en donde toda acción parece abierta a interpretación moral. Sobre programas dedicados de plano a la vileza los ejemplos más bien son actuales, en series como «Shameless» o «It’s Always Sunny in Philadelphia».

[2] Estoy obviando que si se cree que somos lo mismo que los chimpancés, o que somos fenómenos naturales improbables, no puede haber nada propio del ser humano y, por tanto, nada es digno (ni indigno, tampoco).

La Pena de Robar

«Pena: robar y que te cachen» es un refrán recurrido por los que intentan quitarle de encima la vergüenza a quien está impedido de hacer algo por el adormecimiento que le produce. Es un ejemplo de un momento en el que de plano no sería posible sacudirse el feo sentimiento de que uno está siendo observado al hacer algo muy feo, y me imagino que la idea es que con el contraste se dé uno cuenta de lo trivial de su propia situación embarazosa. Mientras menos se parezca la situación a la del hurto, menos justificable es a su vez la causa del sentimiento. Así como entre los más jóvenes los refranes son menos y menos usados, así también me parece que vamos creyendo que no son tantas las cosas que merecen que sintamos pena por ellas; al fin, vivimos en un país libre, ¿no es cierto? ¿Por qué me voy a andar avergonzando de lo que hago si es lo que sinceramente quiero hacer?[1] Ese refrán pretende recordar a los pocos que ahora lo escuchan el mejor ejemplo de lo vergonzoso, la imagen que se ha colado en nuestra sabiduría popular de lo que quiere decir en serio sentirse apenado.

Es una triste imagen, sin embargo. Es un refrán rodeado de fealdad. No sé qué está peor: que ahora no se recite casi nunca, o que se haya recitado alguna vez. Cuando los ojos fantasiosos miran el pasado buscando con añoranza mejores tiempos pueden fácilmente engañarse, y no es raro que veamos lo que antes era como mejor que lo que ahora es, sin que estemos siquiera seguros de que no es nuestra imagen de lo que anhelamos, y nada más. Es muy sugerente que el bastión de nuestros días sea un descaro combinado con un aire soberbio, porque parece indicarnos que se ha dejado de citar este refrán porque no dice ya nada: muchos sin ser ladrones sin embargo no tienen vergüenza, y a los ladrones que se la aguantan no les sirve para nada. Pero esto tiene otra cara, y es que quienes sí lo recitan no cuidan lo que dicen. «Pena: robar y que te cachen» es una imagen que nos invita a fundirnos en la noche para no ser vistos, para evitar la vergüenza de que se nos vea. Antes de conmovernos por la infamia del robo y la comparación con nuestras acciones, nos enseña (que juzgue el lector si bien o mal) que el perjuicio está en el incómodo escozor de la vergüenza que nos enrojece haciéndonos evidencia caminante. Eso era verdad también el día en que este dicho se dijo por primera vez. La verdadera pena, sin embargo, no está en que te cachen al robar, sino en que robes.


[1] Digo de paso: que aquí le digamos ‘pena’ a la vergüenza como si aquésta fuera la pena por antonomasia me hace pensar que en el fondo somos menos desvergonzados de lo que parece.