Antes de juzgar la labor del jardinero como un trabajo fácil, o indigno por exigir un constante contacto con la tierra, habrá que preguntar a Adán si el cuidado de un jardín es efectivamente un quehacer sencillo.
Como único habitante capaz de darnos razón sobre las maravillas que componen al jardín más famoso del mundo, él nos podrá decir si lo que ahí se encuentra es digno de ser observado constantemente. Es verdad que Adán no sembró el jardín en el que vivía antes de conocer la paternidad, pero también lo es que lamentó amargamente la pena de tener que abandonarlo.
Pero aún cuando no sembró el jardín sí cultivó sus frutos, sí los nombró y cuidó de todo lo que en él había, estaba realizando un buen trabajo hasta que dejó de ver el jardín completo por concentrarse sólo en la presencia de un árbol.
Hay quienes son injustos con el jardinero que colocó a Adán en el jardín, dicen que su capacidad para cuidarlo era poca y que la responsabilidad que implicaba dicho cuidado era demasiada para los frágiles hombros del hombre que saliera del barro.
Pero la confianza del jardinero en el cuidador no es vacía, ni está llena del amor que ciega a los padres que ven en sus hijos un cúmulo de perfecciones y ninguna ausencia de las mismas, aún cuando Adán debió salir del Edén, éste sigue llevando algo del mismo consigo.
Eso que lleva con él, es lo que le hace sentir nostalgia por el jardín, y es lo que hace que sus descendientes pretendan tenerlo cerca, aun cuando no se han mostrado del todo dignos de regresar al mismo, y que siempre realicen ensayos para traer de nuevo las delicias del jardín a su lado.
Lo que no ven quienes pretenden esto último es que es imposible tener a la mano un bello jardín cuando se ha despreciado a todas luces el trabajo del jardinero, y sólo se confía en quien incapaz de cuidarlo debió dejarlo por su interés en contemplar otras cosas que van mucho más allá del Edén mismo.
Maigo.