Transformjazzión

Así fue como todo empezó. Me senté en la mecedora a fumarme un cigarro y a beber una taza de café mientras escuchaba música. Ésa ha sido mi costumbre desde hace años, sólo que esta ocasión fui más perezoso y por no poner en el tocadiscos un acetato, preferí abrir mi computadora y dejar que un código que simula lo aleatorio escogiera por mí qué sonaría. «¿Cómo puede una máquina tomar decisiones al azar?» -me pregunté, aunque creo que mi pregunta debería haber sido cómo puede una máquina tomar decisiones. En eso estaba pensando cuando de pronto la voz silenciosa de mis preguntas se adormeció: un piano había llamado ineludiblemente mi atención. ¿De dónde había salido eso? ¿Por qué era tan familiar? Pronto me di cuenta de que yo jamás había escuchado esa canción; yo no conocía siquiera a Bill Evans, mucho menos habría escuchado la versión de «What Are you Doing the Rest of your Life?» del Bill Evans Trio. Entonces, ¿por qué me recordaba con tanta fuerza mi juventud? ¿Por qué sentía que me había acompañado ya muchas veces antes? Esta pieza que no me había tocado nunca estuvo de pronto tan adentro de mi alma que la recordaba en todas partes, cualquiera de mis memorias podía verla como si yo ya hubiera escuchado muchísimas veces ese dulce paso del piano triste que la batería apenas resalta y que el contrabajo ancla a su cadavérico avance. A mí ni siquiera me gusta el jazz, ¿cómo vino a pasarme esto?

Toda esa semana estuve recordando la tonada del piano de Evans; pero poco a poco fue combinándose con más sin que yo pudiera detenerlo. De pronto tenía el ímpetu de escuchar algo, no sabía bien qué, y luego recordé el nombre «Blue in Green» de Miles Davis. ¿Y creen que sabía yo quién era este señor? Claro que no; pero mi mente lo recorría sin querer, una ocurrencia que se impregna como el olor del perfume en la ropa. Casi no me sorprendí cuando lo busqué y encontré la caricia de la trompeta que recordaba. Toda mi vida había cambiado: juraría que esta música la conocía de toda la vida, que East St. Louis Toodle-oo fue lo que escuché mi primer día de clases, y que mi familia escuchaba a Charlie Parker después de la comida; recordaba el sonido del viento los Domingos de mi infancia y ese silencio que delicadamente se volvía un soplido áspero era un saxofón que agitaba árboles y arrojaba hojas obligándolo a uno a entrecerrar los ojos. Miré el album de mis fotos y quedé boquiabierto: allí estaba yo, no en la estudiantina como había sido en realidad, sino en una banda de swing tocando el trombón. En donde antes había fotos de mí jugando futbol ahora me encontraba con mis amigos en conciertos modestos. Pregunté a mis familiares y todos concordaban: yo siempre había sido un férreo amante del jazz. Hasta ellos habían sido modificados por el extraño torbellino de nuevos recuerdos. «Fiera venganza, la del tiempo», decía mi abuelo; supongo que su tiempo fue más áspero con él que el mío conmigo, o de otro modo habría dicho más bien «curiosa travesura, la del tiempo».

Primero pensé en publicar mi historia en una revista escandalosa que me pagara por mi portentosa condición especial, pero me di cuenta de que no tiene caso: me pagarían lo mismo que a los que se inventan sus cuentos, y no podría hacer que me creyeran que esto no lo inventé. ¿Cómo podría mostrar que todo el mundo sufrió un pequeño desajuste cuyo eje es mi memoria?, ¿cómo comparo la realidad con esta nueva anomalía? No hay modo, ni tiene caso. Será para siempre mi secreto que lo que todos recuerdan es ligeramente diferente de como en realidad pasó. Mejor me olvido de fama y dinero, y ahora que tengo este nuevo pasado, supongo que habré de aprovecharlo sentándome en mi vieja mecedora fumando y bebiendo café; pero en lugar de «elegir al azar» -forma estúpida de hablar- escucharé con un recién nacido agrado «Famous Last Words» de Kevin Dean.

Una jota con dos zetas al final

Si Louis Armstrong fuera el séptimo ángel que tocara la séptima trompeta, el mundo comenzaría en lugar de terminar…