La lucha por los terrenos

La lucha por los terrenos. Me gusta como título de una película. Lo he visto en repetidas ocasiones en redes sociales y como tema de conversación. Es el tema de Navidad. ¿Será simplemente por bromear o una repulsa a las celebraciones navideñas?  Tal vez no a las celebraciones, sino a la reunión con ciertas personas de la familia. Hay muchos familiares a los que no se les ve en mucho tiempo. Uno podría no tener mucho en común con ellos. Pero hacen algo, recuerdan ciertos momentos, y ya son parte de la familia. Quizá el chiste de la pelea por los terrenos sea otra mala manera de manifestar el cariño. En eso somos expertos, en no saber manifestar nuestro cariño. Las llamadas relaciones tóxicas son prueba de ello. Nietzsche decía algo parecido, aunque no de modo cómico cuando afirmó: “El último hombre se pregunta qué es amor y parpadea”.

Yaddir

La espina en el pecho

 

No es cierto que un credo

una a los hombres. No, una diferencia

 de credos une a los hombres,

mientras sea una diferencia clara.

 Una frontera une.

G. K. Chesterton

 

La utilidad más celebrada que se atribuye a las palabras es la del artificio militar: las palabras son un arma, una con gran poder. En las escuelas, sirven muy bien para librar batallas ridículas una vez que la verdad ha dejado de importar. Públicamente, sirven, sobre todo, para denunciar las arbitrariedades del otro: son el purgante ideal para lograr lo que nos imaginamos como democracia. En donde las bombas son exageración, las palabras dan elegancia. Yo prefiero creer que la palabra no tiene otra utilidad sincera que la del vínculo, más modesto, de la aspiración a la verdad que, creo, tienen o han tenido, de uno u otro modo, la mayoría de los hombres comunes y corrientes.

Esa aspiración no significa, como parecería, que todos los hombres estén en lo correcto. Lo que significa es que casi todos creemos estarlo. Eso no es nuevo, sino tan viejo como el hombre mismo. Ello es así porque el hombre es el único que se preocupa –aunque la dureza de las situaciones o la existencia de más de una opinión traten de disuadirlo- por algo así como la verdad. Eso es, desde mi punto de vista, una de las cosas que lo ennoblecen; esa es una de las joyas de su rústica y ligera corona. Puede que simplifique demasiado las cosas, pero a menudo me gusta pensar en que se le dio una lengua para más de un sólo motivo.

Si esto es algo que al parecer ennoblece al hombre, ¿por qué no podemos decir que los nuestras sean tiempos nobles? ¿Por qué parece que a veces no nos queda más que mirar al pasado, con un sabor a licor de melancolía? El hombre siempre será hombre, pero jamás en la historia se dijo que el hombre fuera esclavo de un sólo lado en una batalla que parece infantil: el bien y el mal.

Creo que creer que las palabras pueden revolucionar al mundo es un error. Pero, al mismo tiempo, no encuentro otra esperanza en este mundo que no esté bajo la capacidad iluminadora de la inteligencia y su vetusta asociación con la palabra. Creo, también, que las palabras no cumplen su función si no aceptamos que al hablar estamos guiados por lo que creemos que es bueno en cada momento. Una manera de ser valiente es hablando; es cierto. Pero un hombre que cree que la verdad no tiene sentido o que lo bueno, en realidad, ya no sirve para un mundo cabalgante hacia la realización de un enigma, ya no puede atreverse a vivir feliz hablando de una virtud que no entiende.

Si no se busca estar en lo correcto, se queda uno con eso que muchos admiran llamado: la razón del más grande. Si se cree que no hay motivos ni para hacer la guerra, habrá que llorar por no habernos dado cuenta de que Dios vino antes de lo contado: fue el primer hombre silencioso. Esta es una encrucijada que sólo se puede resolver si creemos que ambos caminos son falsos. Es un lugar que quizá pueda empeorar; de eso se trata escoger. Hablar no depende de formar un trinchera, sino de notar las diferencias para acotarlas o salvarlas, si es posible. Por eso el hombre no es cualquier animal.

 

Tacitus

Amarga Victoria

«Nefasta práctica», dijo en voz alta el soldado. Con un pie sobre lo que antes fue el brioso pecho de un hermoso joven hizo presión y con fuerza jaló hacia sí. En un tronido se zafó la lanza del costillar. ¡Horrible estremecimiento! El ángulo del Sol ya se abatía exhausto, y aún sonaban en la distancia forzados respiros y el golpe de metal con metal, como cuando rebaja su fragor la lluvia y cesa su fuerza minutos antes de que se apacigüe por completo.

«Nefasta -repitió-; tener que lanzar así la jabalina…» Después de suspirar siguió disertando para su audiencia invisible, como quien ensaya antes de presentarle al foro su discurso: «Nadie debería venir al llano a morir sin saber lo que enfrenta, muerto de lejos, cobardemente y sin defensa. Es lo mismo que caer quebrado por un rayo, o ahogarse en las honduras del mar vinoso.»

Detrás de él, su general alcanzó a escuchar lo último, y dejó salir una risa compasiva. En sus manos se confundían su sangre y la ajena, pero sus ojos las distinguían. Cuando el soldado volteó de súbito al ser tomado desprevenido, de la marcada sonrisa de su superior salieron estas palabras: «Cuando miras a tu enemigo a la cara y sabes que uno de los dos morirá; cuando le dices tu nombre, le relatas tu linaje y presentas tu casa y tus logros; cuando escuchas los suyos y aprietas las manos al mango de tu espada; cuando haces todo esto, ¿sabes tú a lo que te enfrentas?»

El soldado pronunció un agudo silencio, y después miró a su general marcharse a ordenar los honores funerarios de los amigos caídos.