Magias

Al ver lo que había recibido, con un nudo en la garganta y decepción en su corazón, Humberto pidió el reembolso del alma que había cambiado hace un par de minutos al Diablo.

A cambio pidió el sueño que había guardado desde niño: convertirse en el mago más poderoso de entre todos los hombres.

Y como todos sabemos, el Diablo, que siempre cumple su palabra, en esta ocasión hizo lo que se le pidió. Dotó al jóven con el poder suficiente como para cumplir su deseo, e insuficiente como para recuperar su alma gracias a él.

No es que Humberto lo hubiera siquiera soñado, jamás cruzó por su mente hacerle esta movida a Satán, él, se conformaba con el poder y la gloria que la magia siempre ha prometido al hombre.

A decir verdad, ni el Diablo estaba seguro de lo que Humberto esperaba recibir.

Solo sabemos, que cuando el jóven lanzó su primer hechizo, apareció frente a él materializado, un círculo bien cuadrado.

Prorrogando

Cuando recuperé el conocimiento, ya era cinco de septiembre. Sin embargo, en aquellos tiempos recordaba muchos detalles con precisión, ¿y cómo no iba a hacerlo?, si yo fui una de las pocas mujeres afortunadas que sobrevivió al Gran Terremoto de Kanto. Aquella mañana yo salía del burdel a lavarme la cara cuando sentí a la tierra temblar de miedo. En un principio no sabía qué estaba sucediendo, creí que tal vez el Vodka había tomado más de lo acostumbrado en hacer efecto; después de llevar dieciocho años viviendo en Japón, mi cuerpo nunca tuvo oportunidad de habituarse a aquella bebida. Con temor a caer emborrachada, me sujeté de una pared que comenzó a danzar junto conmigo al sentir mi mano. Como pude, caminé en busca de ayuda hacia la avenida principal que quedaba a unos cuantos pasos de donde me encontraba; sin embargo, me encontré con la sorpresa de que las casas bailaban un macabro vals. Me hubiera quedado allí paralizada sin mover un solo dedo, estupefacta, pero una gran explosión me sacó de mi asombro cuando iluminó el cielo de rojo, inmediatamente le siguieron varias más y el viento se encargó de inundar el cielo con olas de fuego más grandes que cualquiera que el mar hubiera levantado jamás. Yo corrí buscando refugio, mientras las casas caían como si estuvieran hechas de papel. Corrí con todas mis fuerzas hasta que al tropezar caí de bruces y perdí el conocimiento. Y aunque todo el mundo lamentó aquella catástrofe. Yo, estoy completamente segura de que el Gran Terremoto de Kanto comprobaba que Dios nos había escuchado.

Para mediados de febrero mi padre ya se había marchado, comenzaba el año de 1905 y el frío en Rusia era igual de mortífero que el año anterior. En ese entonces yo ayudaba a mi madre, al igual que mi hermana, a remendar la ropa y a mantener la casa en orden para que así la encontrara papá cuando regresara. Yo nunca me preocupé mucho sobre si volvería o no de la guerra, a mí siempre me pareció como si se hubiera ido de pesca por un largo tiempo; yo me preocupaba más por aprender a cocinar mejor que mi hermana, que por si volvería a ver a mi padre. Me gusta pensar que lo conseguí. Las semanas pasaron sin tener noticia del estado de la guerra, o bueno, solo supimos los rumores que nos traían nuestros vecinos que visitaban la ciudad. Algunas veces decían que nuestro ejército había destruido diez buques japoneses y que la victoria estaba cerca. Otras veces nos contaban cómo la marea se había embravecido y había hecho desaparecer varias de nuestras naves; pero oficialmente nada supimos durante algún tiempo.

Fue por abril, o mayo, no recuerdo bien, cuando llegó un jinete montando un caballo grande y bien alimentado, se veía a todas luces que venía por orden del Zar. Llegó antes de medio día a la iglesia del pueblo, y todas nos juntamos al rededor del edificio para tratar de escuchar si traía nuevas noticias; teníamos en el corazón agazapada la esperanza de que viniera a decirnos que la guerra había acabado. No fue así, el jinete pasó un par de horas charlando en voz baja con el sacerdote y nosotras no podíamos escuchar nada, así que comenzamos a especular. Mi mamá fue la primera que habló (tenía la mala costumbre de ser muy impaciente), nos dijo que el emisario venía a elegir quiénes nos iríamos a vivir a la región recién conquistada, junto a un mar de aguas templadas. Otras ideas más pesimistas decían que la guerra estaba tan complicada que venía a llevarse a los niños y seguramente a algunas de nosotras. Yo les dije que había llegado para decirnos quiénes de los hombres de nuestro pueblo habían caído en batalla. Ninguna de nosotras (aún no me explico por qué) se atrevió a decir que venía a dar la buena noticia de que los hombres volverían en unos cuantos días. El motivo que lo trajo a nuestro pueblo, ninguna de nosotras lo llegó a imaginar.

El próximo domingo las campanas de la iglesia sonaron como cada semana. Ya ninguna de nosotras recordaba la visita del jinete y cuando éste se marchó, el sacerdote salió del recinto solamente a mandarnos de regreso a nuestras casas. La ceremonia transcurrió como cada semana, todas orábamos y escuchábamos la palabra de Dios. Al terminar, el sacerdote nos pidió que rogáramos al Todopoderoso que favoreciera nuestras tropas en el frente, y que le mandara mal tiempo a las tropas japonesas. La siguiente semana, este último rezo ocupó más tiempo, comenzamos a pedir lluvias y desorden en las tropas enemigas, a la vez que suplicábamos al Señor que ayudara a nuestros compatriotas, yo pedía por mi papá todo el tiempo. La tercera semana después de la visita del jinete, el pastor nos comunicó que a partir de entonces se oficiaría la ceremonia cada tercer día, pues era nuestro deber como ciudadanos apoyar a nuestro ejército de todos los modos posibles. Y así hicimos durante algunos meses, a lo largo de los cuáles nos congregábamos menos para escuchar la palabra de Dios y más para pedirle por nuestros soldados.

Volvió un día mientras rezábamos, el jinete de aquella vez, solo que en esta ocasión lo acompañaba un carro con barriles que contenían platos hondos, nosotras continuamos orando mientras los hombres movían los tambos junto al altar. Después, salieron un momento con el sacerdote, nosotras seguíamos concentradas en nuestra oración; para ese entonces ya nos habíamos acostumbrado a pasar más de una hora entre murmuros piadosos, así que el ruido que hacían las palas de los hombres al excavar no nos distrajeron. Aquél día terminamos nuestra oración mucho antes de que las fosas estuvieran excavadas por completo. A la mañana siguiente, las campanas de la iglesia sonaron muy temprano y nosotras acudimos al llamado. El cura nos habló muy serio, nos dijo que el frente era muy poco favorable para nuestras tropas y que ahora era nuestro turno de apoyar. Nos explicó que por órdenes del Zar todas las iglesias de Rusia debían oficiar ceremonias al alba y al atardecer, en las cuales se pediría a Dios que ayudara a nuestro ejército. También nos dijo que él dirigiría nuestros rezos y que nosotras debíamos repetir después de él lo que dijera. Luego nos repartió un tazón a cada quién, nos dijo que si teníamos ganas de llorar juntáramos allí nuestras lágrimas y al final de la sesión pasáramos a verterlas en los barriles. Nos explicó que el gobierno quería que llenáramos los barriles antes de que terminaran la guerra, porque nuestras lágrimas eran una ofrenda grata a Dios y que de ese modo aseguraríamos sus favores. Así hicimos, diario hasta que la guerra terminó. Las oraciones que decíamos día a día durante horas, pedían que el ejército enemigo fuera devorado por el mar, o que un miedo súbito diezmara su moral y emprendieran la retirada; pedíamos también que sus esposas enfermaran; que no tuvieran un hogar a dónde volver; que sus cosechas se echaran a perder, y que sus flores se marchitarán.

Cuando llenamos los barriles con las saladas lágrimas fruto de meses de llanto, los llevamos entre todas a las fosas que los soldados habían cavado e hicimos una última letanía que nos dictó el sacerdote; en ella pedimos que así como esa agua salada entraba en la tierra, así entrara en los barcos enemigos y en la isla que habitan, el agua del mar. Seguimos rezando y llorando a diario hasta que la guerra terminó. Tiempo después, un jinete distinto vino a darnos la noticia de que habíamos perdido la guerra, le dijo a mi mamá que mi padre estaba muerto y nosotras teníamos qué arreglárnosla como pudiéramos. En la primera oportunidad que tuve me fui con un hombre que me prometió cuidar de mí, y terminé viviendo en la isla que pasé un año maldiciendo, lejos de mi familia y con el sentimiento de que Dios nunca nos escuchó.

El tercer cajón

Primero no quise creerle nada, aunque era muy extraño que Ricardo estuviera inventando cosas así. Digo, normalmente era un tipo muy serio. Es más, hasta diría que era despistado cuando una situación llamativa requería de él un poco de imaginación extra-rutinaria. Con todo y eso, no quise creerle nada. Preferí pensar que algún vapor de la ciudad inhalado por descuido lo estaba haciendo colorear las cosas más de la cuenta. Según recuerdo, fue porque me apretó el hombro muy fuerte que quité mi sonrisa para invitar la posibilidad de que estuviera diciendo la verdad, y eso tomó su buen tiempo. Sus ojos reemplazaron ya desde ese momento en mi memoria toda otra ocasión en que reparé en ese par gris. Lo que sí perdí ya por siempre es su primera descripción. ¿Qué palabras habrá usado? Sé que no me imaginé las cosas tal cual, porque no hay buen modo de ponerlo; pero no sé con qué palabras me lo dijo cuando me asaltó esta noción tan absurda. Probablemente me dijo que su cajón estaba cantando.

Decidí acompañarlo a su casa, allá cuando vivía en la Meseta. No tenía otra opción, la verdad. Me preparó un café con su “secreto”, que no era sino una rebanada de manzana amarilla en el filtro. ¡Qué contraste el descanso delicioso de ese calor con el calor insoportable del camino! Hace mucho que no bebo un café tan bueno, he de preparar uno así pronto. Ricardo estuvo un rato haciéndome la plática de tonterías. Sospecho que porque tenía el temor de estarse volviendo loco y quería aplazar ese diagnóstico cuanto más pudiera; pero yo tenía encendida la curiosidad lo suficiente como para detenerlo después de una o dos anécdotas de su hermana que no me interesaban en lo más mínimo. Así de inquieto andaba yo, que no quería saber nada de la hermana. Bueno, pues subimos a su recámara finalmente. En cuanto estuvimos en presencia del mueble él no hizo sino verlo fijamente y, cuando requerí de él alguna acción, alguna iniciativa cual fuera, sólo me señaló con la quijada y las cejas hacia él. Era una cajonera para ropa, de mi alto o un poco más bajita, y de una madera robusta, pesada. Ese café muy obscuro que refleja anaranjado bajo ciertas lámparas era el de su barniz, y las manijas eran chiquitas, de metal ennegrecido con pintura. Ya antes me había dicho que era el tercer cajón.

Abrí el cajón hacia mí y, solté un estrepitoso jadeo con el susto. De inmediato, volteé a Ricardo mientras me hacía la imagen de la tomada de pelo que me había puesto; pero él no estaba riéndose burlonamente como yo había anticipado. Seguía más bien inmóvil, con sus ojos grises bien abiertos. Creo que fue allí, cuando descarté que fuera una broma (una de Ricardo, por lo menos), que en serio me abrí a la posibilidad de creer en lo que estaba pasando: del cajón de vieja madera fluía el sonido de una flauta tocada con una dulzura enternecedora. Era clara, hasta potente. Además, la flauta no estaba sola: un oboe la acompañaba, y un fagot, y quién sabía cuántos más vientos venían de ese sitio recién abierto en un concierto deleitable. Le aseguré a Ricardo que yo también lo escuchaba (cosa que lo tenía sumamente preocupado), y volvió a decirme todo lo que ya antes me había dicho, nomás que ahora le puse mucha más atención. Esto había empezado a pasar recién, uno o dos días cuando más. Al abrir el tercer cajón, un nuevo conjunto de instrumentos tocaba una melodía distinta, siempre distinta, y todas las que escuchamos nos eran desconocidas. Sacamos toda la ropa, por supuesto, e incluso estando completamente vacío ese cajón seguía animándonos con sus melodías sacadas tan distintamente de su caja de madera como sé que con mi pecho y mi boca proyecto mi propia voz. Si uno sacaba el cajón del mueble, la música comenzaba a desvanecerse; era como las palabras de alguien que se va quedando dormido. El resto del mueble no tenía nada de especial, ningún otro cajón tenía ninguna gracia. ¡Y no es que no nos pusiéramos a experimentar!: reacomodamos la ropa, movimos el mueble, cambiamos los cajones… hicimos de todo, pero solamente cuando ese cajón estaba en su lugar, en el tercer lugar, y estaba abierto, cantaba con toda multitud de instrumentos. Nunca repitió nada de su repertorio, era como si hubiera alguien dentro siempre improvisando y siempre atinando interpretar de la manera más bella todo lo que se le ocurriera tocar. ¿Quién sabe cómo decidía qué cosas ensayar, y de qué maneras? ¿Podría haber sabido que tenía una audiencia? No pudimos encontrarle más sentido juntos que el que Ricardo le había hallado solo. Ya la segunda vez que fui, con toda la intención de escuchar al cajón, tuve que rogarle que me dejara oír. Lo perturbaba bastante.

Sé que no quieres creerme nada. No te culpo. Si supiera qué hizo el pobre de Ricardo con esa cajonera antes de mudarse… Tienes que entender que quedé con él de no decirle nada a nadie, y en ese entonces yo me tomaba las promesas muy en serio. Me imagino que él dejó de usar ese cajón, porque mientras más y más pensábamos en el raro suceso, más se aterraba él. Llegó un momento en que ya no quería hablar del asunto y al rato lo olvidó. O por lo menos hizo como si lo hubiera olvidado. ¿Yo qué sé?, tal vez hasta quemó el armatoste. Me pregunto si en estos últimos meses no habrá tenido la inquietud por escuchar esas preciosas flautas. Yo, por mi parte, sé que sí la siento, como un cosquilleo en los huesos, como un peso en el seño, que creo que ya no voy a poder acallar.

Condena Espiral

Lo siento muchísimo, van a tener que perdonarme, pero no puedo soportarlo más. Este secreto lo he mantenido escondido por mucho tiempo, pero antes de que me juzguen como se juzga a los deshonestos, quisiera que atendieran de buena voluntad el relato de lo que me sucedió, con lo que espero que puedan encontrar un modo de perdonar mi silencio.

Verán, esto es un cuento viejo porque sucedió hace treinta años, pero es nuevo para mí como lo es cada amanecer. Solemos pensar que el tiempo pasa mucho más velozmente sobre las cosas que no tenemos presentes en el alma, y al recordarlas exclamamos: «¿ya pasó tanto?»; pero prueben examinar el leve paso de su propio encanecimiento y verán cómo cada momento es largo e insostenible. Así ha sido para mí cargar con este peso. Bueno, pero si sigo dándome oportunidades de retrasar lo que tengo que relatarles, tomaré cada una y no los enteraré nunca de lo que me ha pasado.

Comenzó, curiosamente, cerca de haber pasado mi trigésimo cumpleaños. Y digo que es curioso porque mi hermana me había regalado el Libro de Arena de Borges y estaba leyéndolo.  Ya verán a qué me refiero. Total, que mi concentración se vio interrumpida por un agresivo toquido en la puerta de entrada de mi departamento. ¡Toc, toc, toc! Ojalá hubiera sido, como primero pensé, solamente un vendedor sumamente hostigante o un testigo de Jehová con exceso de fervor; pero no, no se acercaba a nada que yo hubiera podido anticipar.

Me levanté, obviamente molesto, a abrir la puerta antes de que volviera a tocar -aunque no pude evitarlo-, y gritando que me esperara giré por fin la perilla para revelar al suplicante que tanto me aturdía. Frente a mí se manifestó la personificación de la locura, con todos los detalles insospechables para mí, llamativos pero sin sentido, de esos que me imagino que debe de tener lo que está tan lejos de la lógica que hasta jaquecas nos puede producir por intentar abarcarlo con el pensamiento. Me duele la memoria por habérseme mostrado con tanto cuidado cada inverosímil rasgo: era un hombre mayor, a juzgar por su canosa cabellera, despeinado y sin rasurar, arrugado por la preocupación y también por la naturaleza. Su cabello estaba dirigido hacia todos lados, engomado de una manera a la vez seguramente premeditada pero ridícula e insólita. Tenía los ojos de un azul deslavado penetrante, enrojecidos por la locura, y rodeados por aros obscuros y bolsas del cargado insomnio. Su rostro tenía un fuerte corte cuadrado y su larga nariz acentuaba esta apariencia de estar a punto de reventar en esquirlas mortales. Pero lo que realmente me abismaba era su atuendo. Era de alguna tela opaca que tenía tonos de todos los colores cálidos posibles repartidos irregularmente entre el grueso de la ropa pero sin distinción clara de sus principios ni sus finales, como si se fundieran los colores entre ellos y todo fuera una sola prenda de tonalidades gradientes; y aún así, tenía varias capas diferentes de ropa que se montaban en los lugares más incongruentes. Lo que podría ser una camisa se combinaba con algo como una levita larga de un solo lado y corta del otro, y con el cuello levantado, cerrado por el frente. Atrás el asomo de un capuchón intentaba pasar desapercibido. A la mitad de su torso una clase de cinturón grueso daba dos vueltas cambiando su color en un contrastante revoltijo de verdes y azules, y desde él varias tiritas de tela se conectaban con el resto del desarreglo. Tenía colgando cuentas y canicas de un material probablemente metálico a distintas alturas, y sus piernas eran cubiertas más bien por una falda que por un pantalón, pero cuya parte más baja se volteaba hacia adentro perdiéndose más cerca de los muslos. No quiero cansarlos con esta imposible combinación de atavíos, pero pienso que así podrán entender mejor lo radicalmente impresionante que esta experiencia fue para mí, no había nadie que se vistiera así, ni para llamar la atención ni para pasar desapercibido.

Este desorientado hombre había tocado a mi puerta con la mano izquierda, mientas que su diestra cargaba el artilugio de lo que se trata todo esto, el aparato que tanto mal atrajo. Intentaré describirlo. Es algo así como el principio de la pata de una de esas sillas antiguas que eran deliciosamente ornamentadas, tanto por su largo como por su predominantemente rectangular forma, pero sus aristas y puntas agudas son  ligeramente protuberantes de modo que las caras del aparato tienen una leve curva hacia adentro. No podría nombrar un solo color suyo, pues aunque parece más bien negro azabache, su multitud de adornos dorados y plateados pesa mucho en la atención que demanda a la vista, y eso sin contar que su tope y su base simétricos van cambiando de color con las estaciones, pasando de naranja obscuro a un verdiazul marino brillante como piedra semipreciosa. A todo lo largo parece tener una espiral de capas que se vuelve sobre sí misma al llegar a la mitad del cuerpo y sobre ella el brillo plateado de diminutas grecas le da una belleza especial en la noche. Los círculos aparentemente desordenados a todo lo largo (luego se da uno cuenta de que están organizados para medir la mitad del tamaño de cada tercero de ellos cada ocasión hasta que el primero se repite), están grabados con un hilo metálico dorado de un profundo brillo a la luz del Sol. Algunas de sus capas son menos opacas hasta un tono gris claro, y otras no reflejan nada en absoluto. Y lo peor de todo es el botón. Yo no sabía que era un botón, pero desde hace unos años he estado casi completamente seguro: en el tope del dispositivo un cuadrito más prominente, con un dibujo de alguna diminuta bestia de la que no se distinguen bien los detalles, grita de deseo por ser presionado.

El extraño hombre no se presentó, pero me conocía. Lo sé porque mirándome a los ojos me llamó por mi nombre, jadeando como si hubiera corrido mucho o como si el miedo lo dominara (esto último me parece más congruente). Les diré exactamente lo que me dijo: «Julián Villaverde Baldivia, pon muchísima atención. Ahora.» Le puso tanto énfasis a la palabra ‘ahora’ que no pude ni preguntar qué pasaba por el punzón de la curiosidad. Continuó con la frase que me ha perseguido en sueños, pesadillas, recuerdos y anécdotas sin ningún crédito, por toda mi vida. Me dijo: «No pertenezco a este mundo ni a esta época tampoco, y tengo tiempo apenas para decirte esto, no puedo explicar nada. –En ese momento puso en mis manos el artilugio éste, y continuó–, pero por lo que más amas, por todo lo que has conocido y todo lo que conocerás, por todo lo que siempre ha importado, quédate con esto en secreto y jamás, repito, jamás lo uses». Mirándome a los ojos vi que se sintió renuente a irse sin él, pero tenía que hacerlo por alguna razón que no comprendí. Enmudecido por el momento sorprendente sólo pude verlo y asentir. Dejó correr una lágrima por su cara, y finalmente se fue corriendo lo más rápido que podía.

Cerré la puerta y todavía tenía esto en mi mano. Me lo quedé, obviamente. Y así me hice de él, nunca he sabido qué es, pero tampoco nadie a quien se lo he descrito o sugerido de alguna manera (cuidadosamente, por supuesto) ha podido decir para qué serviría o qué clase de cosa es. No sé si es un adorno, una escultura, una parte de algo o algo completo, si tiene valor, si es una cháchara, si es una herramienta, si es antigua o nueva… Lo único que sé de él es que cada vez más me atrae con más fuerza.

Los primeros años no tuve ningún problema porque cuando algo nos llama la atención sólo para decepcionarla después, sin decirle nada que le parezca de valor, naturalmente lo desechamos en los rincones de la memoria, que son parecidos al cajón en el que guardé este objeto mucho tiempo. Pero años después de no hallar explicaciones y de que ningún suceso de mi vida tuviera algo que ver con él, comencé a sospechar algún uso mayor, algún plan que me excedía. No había sido broma de nadie, o no me habían dicho, ni había regresado nunca su dueño para explicarme de qué se trataba. Pensaba a veces que quizá habría muerto metido en alguna riña vil por el modo precario con el que se presentó, y también por cierto tiempo me sentí como quien cuida un bien ajeno; pero dejé de imaginarme su desitno y ya me hice a la idea de que este aparato está a mi cuidado porque es mío.

Esos años en que me preocupé de nuevo recordé las palabras extrañas con las que fui maldito, y las escribí en un cuaderno que ya he perdido. Las estudié buscando pistas, pero no las hallé. ¡Cuántas veces leí esa frase malhadada! ‘Por lo que más amas’. ¿Cuál podría ser la relación de esta cosa con lo que yo más amo? ¿Era sólo la fuerza de mi juramento, o estaban en peligro real mis seres queridos y los pocos gozos de mi vida?

Empecé a perder el sueño porque hice de mi noche lentamente un ritual. Lo sacaba del cajón y lo miraba intentado entenderlo, intentando comprender completamente qué significaba no usarlo, y luego dormía. Poco a poco, la forma del aparato comenzó a parecerme crecientemente más bella, más congruente. Recuerdo que cuando lo vi por primera vez me pareció tan extraño como el mismo hombre que me lo regaló, pero ya no. Oh, no: me adentré más en su intrincado diseño, en sus minuciosos rasgos. La verdad es que es una pieza impresionante de arte en más de un sentido. Una de esas noches de descanso perdido el botón saltó a mi atención. No había modo de que fuera otra cosa, es difícil de explicar, pero cuando uno conoce sus particularidades sabe que esa protuberancia no es como las demás, por su figura y el sitio en el que está, por la bestia que tiene grabada cuyos ojos siempre me miran. Tiene que ser un botón. De otro modo, ¿cómo se usa un aparato que no tiene relación con ninguna otra cosa en el mundo? No creo que me haya prohibido usarlo de cualquier modo, como de pisapapeles o para darle coscorrones al perro. Estoy convencido de que se trata de una clase de máquina y de que su mecanismo puede activarse. Aunque no debe.

¡Ah, maldito aparato! Nunca lo confesé pero la verdadera razón por la que toda la vida he vivido solo es porque no confío en que nadie vaya a entender por completo la magnitud de este conflicto; no podía confiar en que se mantendría escondido y secreto, y sin uso. Tal vez habría podido ahorrarme todo este sufrimiento si simplemente no hubiera hecho caso… pero ese hombre que me conocía confió en mí porque sabía que podría hacerlo. Y yo asentí. Asentí cerrando el juramento. Y qué razón tuvo hasta hoy, pues estuve a punto de presionar ese botón, a punto de comprobar si se trataba en efecto de un botón, pero al final temía por las palabras no olvidadas. Nunca he de usarlo. Nunca, me repetía. Pero no puedo más.

¿Qué pasaría si muriera y alguien más lo encontrara, y lo usara? Sería lo mismo, pero nunca habría sabido yo para qué servía, cómo funcionaba. ¿Qué propósito tenía, en él mismo, en mi vida? No puedo más, ya no puedo más. Verán que lo único que puedo hacer es presionarlo. Tienen que entender. Tal vez no es nada, tal vez sí fue una broma y yo he perdido treinta años de mi vida dándole importancia a una estupidez. Tal vez es algo bueno y ese hombre sólo quería aprovecharse de mi confianza para evitar que yo hiciera inimaginables mercedes al género humano. Ya he pensado antes todas estas cosas tantas veces que perdí la cuenta. Ya he estado a punto de quebrarme en miles de ocasiones, pero ya no lo soporto más. Debo saber.

Y por eso espero que me perdonen si algo sucede después de que presione el botón. Lo voy a hacer. Ahora mismo lo acercaré a mí y…

La magia del cine

Con mucho cariño para C. S., por haber hecho el sueño realidad.

Según me cuentan, hubo un tiempo en que mi abuelo trabajó en un autocinema, por lo que mi abuela, mi mamá y mis tíos asistían con frecuencia a dicho lugar. Mi mamá dice que en ese entonces se proyectaban dos películas por función y con ello hacían tiempo hasta que mi abuelo salía de trabajar. Por supuesto que yo sabía cómo era un autocinema: lo llegué a ver varias veces en distintas películas –¡qué ironía!, ¿no?–, pero cierta y desgraciadamente nunca estuve en uno, pues a mí ya no me tocó esa época.

Yo soy generación Cinépolis-Cinemex, en la que ir al cine consistía en consultar la cartelera, hacer fila para la taquilla, comprar tus boletos, entrar en una sala cerrada con palomitas y refresco en mano, buscar los mejores lugares y entonces hacerte de ellos para ahora sí disfrutar de la película. A últimas fechas esa rutina ha sufrido de algunas modificaciones, pues ahora escoges tus lugares en el mismo momento en el que compras los boletos para ya no tener que pelear a muerte por ellos cuando entres en la sala, lo cual –a mi parecer– le quita cierto encanto a eso de ir al cine.

Sin embargo, como lo retro está de moda, hace ya algún tiempo que inauguraron un autocinema en la Ciudad de México. Desde que tuve noticia de él quise ir por mera curiosidad, para ver qué se sentía estar en un autocinema y vivir la experiencia como en su tiempo la vivió mi familia, así que cuando di con alguien que nunca había ido al autocinema y tenía tantas ganas de ir como yo, no rechacé la propuesta.

Decidimos, pues, que iríamos a la función de Scott Pilgrim contra el mundo, ya que a ambos nos gusta mucho esa película, cuya proyección estaba programada para las nueve de la noche. El autocinema está ubicado en Santa Fe y si bien mi acompañante suele andar por esos rumbos, dado que jamás habíamos ido, nos fuimos temprano por si acaso se nos presentaba algún contratiempo y aunque sí se presentaron algunos pormenores, para nuestra buena suerte, a las 8:30 p.m. ya estábamos formados para entrar.

Ambos estábamos muy emocionados y es que desde la entrada te vas sumergiendo en la magia que desprende el lugar. El autocinema te recibe con un anuncio estilo vintage donde tiene escrito su nombre y enseguida verifican que tu boleto sea para la función del día. A continuación, te señalan el camino que deberás seguir para ubicarte dentro del recinto junto con la bocina que llevará el sonido de la película al interior de tu automóvil. Una vez que te has ubicado en el sitio que te corresponde puedes bajar de tu auto para comprar comida y bebidas, ir al baño, ver la tienda de souvenirs o rentar una shisha para fumar mientras ves la película.

Después de ir al baño, el cual también está ambientado con el estilo vintage del lugar, fuimos a comprar unos nachos y una malteada para mí y una hamburguesa con papas y refresco para él. Cabe mencionar que todo sabía demasiado rico, no como la comida de los cines normales, la cual no siempre es muy buena. Curioseamos un rato en la tienda de souvenirs y luego nos dirigimos otra vez al coche.

En cuanto a la película, lo llamativo del asunto es que puedes verla desde la comodidad de tu auto o bien hacerlo desde los distintos asientos que están dispuestos hasta el frente a una buena distancia de la pantalla y lo bonito de estar afuera es que puedes disfrutar de la noche acompañada de algunas estrellas, lo cual le da un toque especial y romántico a la experiencia. Nosotros, por ser la primera vez, nos quedamos adentro del coche, pero acordamos que si volvíamos a ir definitivamente probaríamos la otra manera.

Como sucede con todas las películas, al principio salen los comerciales y las futuras proyecciones, pero en esta ocasión los comerciales también eran retro, lo cual me pareció un excelente detalle porque de cierta forma te ambienta en esa otra época real de los autocinemas, y una vez que terminan entonces sí puedes prepararte para que empiece la película, la cual tiene su respectivo intermedio, y cuyo inicio es anunciado con la cuenta regresiva típica de las películas viejas.

¡Qué Cinemex ni qué nada! Esto sí es la magia del cine…

Hiro postal

Los Malos Buenos Deseos

To be happy with you have,

you have to be happy with what you have to be happy with.

-King Crimson

Muy fácil es decirle a alguien que aprenda a conformarse con lo que tiene, y fácil también (aunque no tanto), es convencerse a uno mismo de que debe hacerlo: la vida es de por sí dura como para que encima le añadamos más problemas mortificándonos por lo que no tenemos; no sólo eso, sino que al estar pensando en lo que nos falta perdemos la mirada y dejamos de atender lo que sí tenemos, de darle el valor que merece; si dependemos de lo demás para sentirnos bien entonces nunca seremos dueños de nosotros mismos; y además, por inconformes vivimos infelices, cosa que parece muy tonta si la felicidad depende de decidir estar bien con lo que se tiene, sea lo que sea, sea cuando sea.

Este discurso, plenamente recurrido por muchísima gente en nuestro país, y seguramente en el resto del mundo, no sólo es fácil, sino que muy perjudicial. La razón es que no es cierto que convenciéndose de que a uno le basta lo que tiene, le basta. No es cosa de recitar la nueva vida lo que lo deja a uno comenzar a ser feliz, porque de hecho la necesidad de tal convencimiento surge de sentirse infeliz por lo que no se tiene (o por lo que sí se tiene que uno no quiere). Y tener lo estoy usando en un sentido muy amplio, que puede ser de objetos o de privilegios o de una buena vida. Si sentimos que nuestra vida no es digna, no hay modo de convencernos de que la felicidad está allí en la indignidad, tan pronto como nos persuadamos de que en lo único en lo que radica el gozo de vivir es en la decisión de disfrutarlo. En ese sitio yace lo que más nocivo encuentro de la propuesta conformista: equipara todas las posibles decisiones, las concentra en el mismo punto y las deja todas a la par, sin distinción de buenas o malas, ni de buenas o malas vidas. Decidir que se vive bien, vívase como se viva, es lo mismo que decir que hay que autoconvencernos de que no importa lo que decidamos hacer, si decimos que está bien las suficientes veces como para llegar a creerlo fervientemente.

Especialmente estas épocas escuchan mucho de esto porque cunden de buenos deseos y esperanzas renovadas (por lo menos entre los que no creen que la Tierra explotará mañana) por la satisfacción de los deseos. Estos anhelos, dicho de paso, casi siempre son económicos, y de ahí que haya tantos rituales y supersticiones con las que se afirma que el siguiente año tendrá más dinero y éxito-en-el-trabajo: como se supone que las ganas de que todo esté bien son suficientes para que lo esté, no hay por qué suponer que uno no incrementará sus riquezas, si tanto lo desea. Pero ese camino fomenta que uno no tome consciencia de sus errores y pierda la perspectiva sobre la profundidad de las consecuencias de sus acciones. En el mercado (porque por supuesto hay un mercado amplísimo para esta tendencia) se habla sin parar de prosperidad y éxito, de valores y caridad, de calidad de vida y de innumerables fórmulas que ya no nombran nada porque todas tienen un mismo cometido y están pensadas desde una misma perspectiva: crear la noción de que la buena vida la puede tener cualquiera, viva la vida que viva. El camino, entonces, es facilísimo, porque requiere únicamente admitir que uno lo quiere, y después de eso todo llegará solo. Pero la prosperidad no se puede obtener, creo que afortunadamente, en los libros de Sanborns ni en el radio matutino. No es verdad que sonreír siempre es fácil, y que “no cuesta nada”. No es verdad que la vida sea muy simple y sencilla y que los problemas sean en realidad la actitud hacia los problemas. Quien está convencido de que éste es el camino para ser feliz se pasa todo el día hablando de ello, esforzándose, repitiéndolo: tiene que callar la muy obvia sensación de infelicidad que lo llevó ahí en primer lugar. Decirle a miles de personas que abran sus corazones para la llegada de la luz al mundo y que liberen sus almas y que despejen sus mentes y que gocen su yo interior no sirve a ningún buen propósito si quien escucha tales cosas no tiene la más mínima preocupación por mejorar. Y mejorar sólo es posible si uno no está conforme, y si uno no admite que así como vive está mejor que de cualquier otro modo.

La Portentosa Cuchara Azucarera

Ésta es la portentosa cuchara azucarera. Nadie sabe de dónde proviene, pero probablemente la creó hace mucho alguno de los dioses nórdicos con su incomprensible magia. No desaparece de la vista de pronto, no flota, no brilla espontáneamente. No hace ninguna de esas cosas vistosas; pero lo que hace es un poco mejor. Podrían decir que más útil, por lo menos. Azucara. Jamás hay que tomar el azúcar de ningún recipiente, ni hay tampoco que preguntar al que beberá el café cuántas cucharadas quiere: se introduce la cuchara vacía en el café, se revuelve como si se le hubiera endulzado, y al sacarla el café está azucarado. Y nunca más de lo conveniente ni menos de lo que quiera quien vaya a beber. Extrañamente, no puede endulzar ni tés, ni agua sola, ni ningún líquido salvo el café. Su función es suficiente para sorprender a todos los científicos del mundo, pero si no lo fuera, los sorprendería entonces su grado sumo de especialización. Eso sí, sirve en cualquier café, sea chiapaneco, chileno, colombiano, o de cualquier lugar; y sirve en concentraciones de americano, expreso, capuchino o el que sea (siempre y cuando sepa a café). Pocos meses después de su descubrimiento, investigadores de todo el mundo aspiraron a reproducirla en laboratorios, pero las terribles mutaciones producto de tales empresas están mejor confinadas al olvido. No obstante, no toda experimentación con ella ha sido menoscabo. Se ha comprobado hasta ahora que la cuchara puede azucarar una tina de 80 litros de café con el sabor de aproximadamente dos cucharadas por taza, pero no se conoce su límite (ni si lo tiene), y se han usado exitosamente piletas cafeteras así endulzadas en eventos importantes como dinámicas de psicología, de pedagogía, y pláticas de superación personal. Otros experimentos no han sido ni devastadores ni gloriosos, como la vez en que el Dr. Heisenhöhner trató de azucarar una mezcla de café con sal para corroborar si la cuchara añadía suficiente dulzor como para desaparecer el dejo salado, y acabó comprobando en su lugar los efectos vomitivos de la mezcla; o cuando se la llevaron al espacio en transbordador para comprobar su actividad, y no hizo nada que no hubiera hecho una cuchara normal, según dijeron los de la NASA, porque el café que flota no es café. Es más, una vez se intentó montar una planta extractora de azúcar que solidificara el café endulzado milagrosamente para obtener azúcar infinita y terminar con todos los problemas del mundo; y era un noble ideal, pero salía más caro mantenerla que lo que se ganaba con azúcar, así que cerró y fue abandonada. Es una lástima que de todos los artificios sorprendentes que la fortuna pudo haber depositado en nuestro camino para sacarles provecho, hayamos encontrado éste, de tan estrecho alcance; pero lo peor de su hallazgo, por lo menos para mí, es que yo no le pongo azúcar al café.