Hincha

Poco importó el escepticismo duro que gobernaba el alma de Federico. Hubiera apostado su vida, a que aquel objeto no estaba maldito. «Fue la radiación» pensó inmediatamente después de que le diagnosticaron un par de semanas de vida a causa de la Leucemia repentina. Sí, todos sabemos que su obsesión por Chernobyl le llevó a esta tragedia. Pero, no veo cómo aquella matrioshka despintada, no hubiera podido estar, también, maldita.

Curiosidad

Ayer fui a la casa abandonada de la avenida Cardoso, la que no hemos podido robar. ¿Te acuerdas cuántas veces le pegamos a los vidrios de las ventanas sin que pudiéramos derribarlos? ¿O la vez que terminamos por romper a golpes la llave de percusión? Ya hasta había empezado a creer esa historia de que el difunto señor Páez guardaba la casa de todo intruso porque guardaba allí dentro una gran fortuna. ¿Te acuerdas que esa fue la razón que nos llevó a querer robarla la primera vez? Yo no sé qué me emocionaba más en ese entonces, si encontrar el tesoro o descubrir qué le había pasado al muertito. Me emocionaba mucho la idea, en ese entonces, de encontrármelo allí tirado en la sala con el cráneo roto y el rostro irreconocible por la golpiza que dicen que le acomodó su esposa para mandarlo derechito al más allá.

Bueno, pues ayer que regresaba yo de trabajar, al pasar por afuera, le dirigí la mirada a la puerta principal y la maldije por habernos roto tantas ganzúas, por habernos hecho perder tanto tiempo y seguir negándonos el secreto que esconden sus puertas de cristal. Más tardé yo en pronunciar la maldición que en lo que ella, así sin que hubiera nadie detrás, abriera sus puertas invitándome a pasar.

Descaro

Cuentan que si vienes del bosque tomando la calzada del rey en una noche de luna llena, se te pueden aparecer dos lobos blancos. Sus afilados colmillos brillan bajo la luz de la luna como dos dagas de plata, mientras que sus ojos profundos como dos brasas de carbón te hacen perder la razón. Según cuentan, te rodean, y no te dejan mover. Si intentas correr te ladran erizando todo su pelaje de la espalda. Hubo un par de hombres que se atrevieron a desafiar este aviso de precaución, y su rostro rebanado hasta el hueso como si se tratase de una calabaza, de esas que adornan la ofrenda  del día de muertos, fue descubierto al día siguiente con un tremendo gesto de horror. A quienes les hacen caso y se quedan quietecitos les va peor: estos endemoniados animales los sitian toda la noche, garantizando que el hechizo que terminará por matarlos de frío, cumpla su objetivo. No ha habido, hasta ahora, ningún hombre, mujer o niño que haya salido con vida de tan atroz situación.

¿Que cómo sé que esto pasa si nadie ha salido vivo? Es muy fácil: yo soy quien invoco a los lobos.

Maldición Diómeda

No estoy seguro si escribo para desahogar tanta tristeza que me inunda en este momento, o si lo hago con toda la mala intención de propagar esta maldición que me aqueja como si fuera la más invencible de las plagas. Penseme en algún momento tan alejado de aquel maldito linaje, que jamás llegué siquiera a soñar con encontrarme en esta situación. Sin embargo hoy me encuentro corrompido en el fondo de mi ser. Me hubiera gustado saber qué hice para que se me señalara de este modo, o cuál fue mi falta, a lo mejor tenía algún modo de solventarla o de compensar mi error antes de que esto me sucediera.

Quiero pensar que en ningún momento de mi vida tuve la bendición (o maldición) de reconocer a los dioses en el campo de batalla, a su vez siempre he estado alejado de la roña que envuelve a la historia de mi país. Me he tratado de mantener pulcro, limpio de toda falta e ignorante de todo conocimiento revolucionario, post revolucionario y precolombino. Una vez aclarada mi situación, comprenderán que jamás puncé la mano de La Diosa, ni conjuré su nombre en vano ni en los más oscuros días de mi vida. No le injurié de palabra ni de acto, tal vez de pensamiento, pero confío en que ella sabrá que mi causa era justa y mis blasfemias, aunque amargas, venían de un gran dolor. Las más de las veces, si hube pronunciado su nombre, fue para suplicar su favor, y par alabar su belleza. Comprenderán, amigos míos, que no juzgo de imprudente a Paris, y que he pensado en cada ocasión que de haberme visto en su lugar, hubiera tomado las mismas elecciones que él, ¡No sería hombre quien eligiera distinto!

No comprendo, entonces, cómo es posible que estando tan alejado de aquellos tiempos donde los premios y castigos eran soberanos; venga yo, como hombre moderno a verme ensuciado en lo más íntimo de mis pensamientos. Nada más y nada menos que por un robot. Encontrábame yo en un día común, esclavizado por la Internet buscando una, que, a mi parecer, es de las más bellas representaciones de La Diosa, cuando la función de autocompletar del cochino Google me sugirió la peor de las blasfemias. ¿Quién chingados quiere saber cuándo putas nació Venustiano Carranza? ¿Qué puta relación hay? No puedo dejar de pensar en que Google, en una fracción de segundo me había puesto los pies en la tierra, me había situado en mi condición de ciudadano tercermundista y de mexicano naco, además había acabado con mis sueños de cultura, reemplazándolos con sueños de constitucionalismo. Mi indignación es harta, así como el morbo de pensar, por un momento, qué pasaría si Google tuviera algo de razón y hubiera efectivamente una relación entre La Diosa y el caudillo. Comencé, a hacerle caso al buscador, y reemplacé los nombres de aquella manera. Las Enfermedades venustianas que tanto hicieron temblar mi tranquilidad en la adolescencia, los montes de Venustiano que tanto encendieron mi imaginación (hasta antes de este incidente) y el jabón rosa Venustiano, cómplice de mis andanzas en la Ciudad de México, fueron los primeros afectados. El planeta segundo al sol que seguramente ahora ya posee una atmósfera de conflicto, muy parecida a la marciana, pero malhecha y roja en otro sentido; las mujeres que nunca fueron de Marte, sino que siempre fueron de Venustiano; las mariposas que cazan en sueños los niños con granos, cuando sueñan que abrazan a Venustiano de Milo sin manos, fueron las segundas víctimas de esta oleada de terrorismo Googleano.

El problema no se detuvo aquí, y tal vez lo que señalo hoy con toda la indignación que puede haber (si es que esto es posible) en el tercer mundo y lo que desde mi visión de ciudadano de éste me parece el inicio de una catástrofe, sea un problema mucho más viejo y haya comenzado con la impiedad renacentista. Cuando a alguien se le ocurrió transformar a los dioses en planetas, de la misma manera en que después a alguien (y no fue Google) se le ocurrió transmutar el amor en revolución; así mismo, ahora, Google viene a maldecirme y a plantarme una marca en la frente que no podré borrar jamás, ya que esta absurda relación seguirá en mi memoria hasta que el padre de alguna patria venga a quitarle el lugar en el buscador a la ya desgastada Mnemosine.

Burbujas

A doña Mariquita le duelen los huesos cuando hace frío, el médico dice que por viejita, pero el médico da muchas explicaciones sin sentido: una vez dijo que era porque la osteoporosis avanzaba, otra que porque le hacía falta calcio, y en una tercera que estaba forzando de más a su cuerpo al salir a caminar junto al mar, que a sus noventa y seis años convendría más tener una asistente que le empuje la silla de ruedas y le limpie el pañal. Doña Mariquita sabe la verdad, sus huesos se están haciendo espuma, ha sido un proceso largo que le ha tomado más de media vida descubrir, y otro cuarto de ella en aprender a remediarlo. Pero sabe que mientras pueda seguir rezando, su alma se mantendrá libre de toda condenación. Confía en que sus santos la mantendrán alejada del mar.

Doña Mariquita tiene dos altares, uno para la Muerte y otro para sus santos, los construyó con la misma madera de la que está hecha su choza sobre la playa, que aunque parece muy austera, resultó ser muy espaciosa por dentro. Cuando se fue a vivir a la playa, encontró muchos maderos de embarcaciones que el mar no digirió bien, los tomó uno a uno con premura sabiendo que tenía que construir un hogar para el varoncito que daría a luz en unos meses, y que llegaría el tiempo en que su estado no le permitiría cargar maderos ni acomodar su lecho. Sabía, también, que el padre de su hijo podría volver, así que era de suma urgencia construir un refugio donde las lacerantes miradas del pueblo no la juzgaran por el crimen que le habían cometido. A doña Mariquita le gusta pensar que puede sobornar a la Muerte, o de algún modo ahuyentarla, sabe, sin embargo, que la puede visitar de un momento a otro sin previo aviso, y que sería una pena que la encontrara sin algo que ofrecerle. Lleva más de treinta años esperando la fúnebre visita de La Patrona, como le gusta llamarla en sus adentros. Doña Mariquita no quiere que la encuentren sin nada que ofrecer, es por eso que le cocinó un festín de pescados de todos colores y figuras, y que siguen esperando desde entonces sobre la mesa a su invitada sin parpadear. Doña Mariquita se sienta todas las tardes frente a su casa y se queda quietecita contemplando el mar. Se pregunta a veces si el ruido que hace de vez en cuando son las voces de los difuntos. A Doña Mariquita le da miedo unirse al mar, en general siempre le tuvo miedo al matrimonio, es por eso que no se casó. El tiempo más largo que llevó en una relación fue con su hijo, que no le duró más de tres meses porque lo reclamó como suyo La Patrona. Doña Mariquita cree que por eso llegó a la edad que tiene sin tanto esfuerzo, bueno, no más esfuerzo que el que tiene que hacer cualquiera para sobrevivir. Ella está agradecida con la vida, y dice que seguirá viviendo como si tuviera veinte años, saliendo a caminar, a sentarse a ver al atardecer y se cambiará por sí misma los pañales todos los días hasta que el mar termine de convertir sus huesos en espuma.

La maldición de la familia real

Hay muchas cosas en el Cielo y en la Tierra,
pero solamente puedes tener lo que yo decida brindarte.

 

El emperador se sentó a la mesa nocturna, siguiendo cada paso según protocolo y ley. Comió en silencio. Consciente de todos sus movimientos, concentrado en los símbolos de todo lo que lo rodeaba, sabía muy bien que la historia del mundo estaba tejida en los hilos que hacían su tocado, tanto como en los que enhilaban los tapices y los que urdían los tapetes. Cada acto era ejemplo para la nación entera, cada moción tenía el peso de los astros. Todas las noches miraba recostado la obscuridad con ojos abiertos antes de que lo tomara el sueño. Ésta sería la primera, sin embargo, en la que en su hondo respiro sabría muy bien que no había ya sobre la Tierra ningún heredero suyo.

Bendita ignorancia

Quien tiene una idea clara sobre lo que es bueno y malo puede con facilidad distinguir a una bendición de una maldición, el bien decir va asociado con el buen desear. Y sólo cuando se sabe qué es bueno es posible desear a alguien algo bueno, lo mismo ocurre con el maldecir; el camino de reconocimiento es circular y por ende poco aceptable para quien tiene un alma que sólo recibe como argumento válido aquel que de alguna u otra forma permite un progreso constante y notorio respecto a lo que se pretende conocer.

Pero cerrar la puerta a quien ama el camino progresista es no tomar en serio la pregunta que nos aqueja sobre lo bueno y lo malo, en especial cuando se puede pensar que el progreso es ciego y por ende incapaz de reconocer lo que es una bendición de una maldición. De igual forma cancelar la pregunta y la respuesta que nos pueda dar la fe es irresponsable en tanto que la religiosidad de quien tiene fe da muestras calaras de saber lo que es bueno y lo malo, aún cuando sus argumentos parezcan distantes de lo que son del agrado de los oídos que odian lo circular o lo contradictorio.

En un mundo donde la fe no resplandece como antaño, es necesario volver a preguntar si hay manera de distinguir a lo bueno de lo malo, lo que implica apostar nuevamente el ser a la posibilidad de preguntar y responder sinceramente.

¿Desde dónde y hacía donde podemos dirigir la pregunta que nos llevaría a cambiar nuestra vida? La religión no resulta del todo atractiva, de modo que se puede caer en el error de preguntar al religioso con la plena disposición a no creerle, así la pregunta no sería genuina y la respuesta sólo nos conduciría a alimentar más ciertos prejuicios. La razón tampoco es de fiar, sus límites ya han sido claramente delimitados y lo bueno y lo malo quedan ajenos a la misma, en caso de preguntar a la razón entonces sólo tendremos una moral provisional que por lo mismo es poco segura. No faltará quien diga que le podemos preguntar al corazón, pero éste es veleidoso e inconstante y a veces su voz se confunde fácilmente con la de los sentidos, de modo que lo bueno se puede reducir a lo placentero y lo malo a lo doloroso, poco a poco nos vamos quedando solos y sin tener a quién preguntar.

Las posibilidades se van cerrando y junto con ellas se va diluyendo la distinción entre lo bueno y lo malo, entre lo que es bendición y lo que es maldición; y con este constante cerrar de puertas lo único que queda para ser cuestionado es el hombre, que se expresa en todo lo que hace y en lo que cree.

Viendo lo que resta, el hombre, resulta necesario explorar cada uno de los caminos a los que nuestra disposición y ánimo se han cerrado -ya sea por prejuicios, por conocimientos previos o por falta de ánimo- como si para saber lo que es bueno y malo nos reconociéramos primero como ignorantes en la materia y no como sabios dispuestos a tomar un camino que ya llenamos de obstáculos.

 Maigo.