Austeridad Palaciega

Contaban los ciudadanos de un pueblito, ahora fantasma, que en el palacio habido en esas tierras, a las que una gran ciudad, ahora en ruinas rodeaba, hacía su habitáculo un loco.

Locos ha habido muchos, algunos famosos por ver dragones entre molinos, otros por elogiar a la locura como cuna de la prudencia, pero éste centraba su fama en su temprana costumbre de dar a conocer sus ocurrencias.

Nunca faltaba a la tempranera cita, para anunciar a los vientos lo que por su mente pasaba: en una ocasión estuvo un buen rato regañando al mar, decía que con él no se había portado nada bien al seguir su naturaleza y estar formado por agua salada. El ponto bramó y siguió siendo motivo para los locos enojos de quien creía que el poder de controlar a los vientos y las aguas ostentaba.

El loco de las ruinas decía que vivía austeramente y que lo hacía por amor a un pueblo que a base de dietas y economías, pronto se convertiría en fantasma. Hasta donde sé nunca se percató de que se pensaba viviendo en un palacio cuando sólo entre ruinas habitaba.

Pobre loco, pobre pueblo y pobre mar al que de todo culpaban.

Maigo

Inocente Preguntilla: ¿Cuándo un gobierno elegido democráticamente señala que el régimen ha cambiado, se dará cuenta realmente de lo que significa el término régimen?

Palabras Mareadas

A estas alturas ya deberían estar cansadas las olas de renovarse minuto a minuto, así como los corazones de los amantes ya deberían estar secos de tanto naufragar bajo las tormentas que Cupido cruelmente manda a destruir las embarcaciones que día a día lanzan sin temor a lo desconocido.

Sobre el Mar se ha dicho mucho y se ha andado muy poco, tan vasta es su riqueza, como lo es el valor de los que giran sin éxito el timón de sus vidas cuando se encuentran en altamar sin una gota de viento que los guíe a atracar sus naves en tibias costas habitables por el resto de sus días.

Tal vez dejemos de escribir sobre la Mar cuando la fúrica sed del deseo logre saciarse con el agua saldada de la aventura servida de vez en vez, en diminutos caballitos que adormecen la garganta.

Tal vez dejemos de aventurarnos a la mar cuando el frío suelo de la tierra natal nos resulte más acogedor que las tintineantes estrellas que tienen la virtud (apreciada por marineros y labradores por igual), de gritarnos desde lo alto hacia dónde queda nuestro hogar en este mundo tan ajeno a nosotros.

Sobre el mar se habla insistentemente dentro de botellas de vidrio que navegan sin rumbo esperando ser leídas por alguien en algún momento de la historia, como si llenándolo de letras encapsuladas nos pareciera menos aterrador que la inmensa incertidumbre que se esconde a plena vista en la superficie de una hoja en blanco.

Mar o mujer

Mar o mujer

Vi el eterno vaiven de tu ser;

sentí la salinidad de tu piel;

no supe si eras mar o mujer.

Javel

Burbujas

A doña Mariquita le duelen los huesos cuando hace frío, el médico dice que por viejita, pero el médico da muchas explicaciones sin sentido: una vez dijo que era porque la osteoporosis avanzaba, otra que porque le hacía falta calcio, y en una tercera que estaba forzando de más a su cuerpo al salir a caminar junto al mar, que a sus noventa y seis años convendría más tener una asistente que le empuje la silla de ruedas y le limpie el pañal. Doña Mariquita sabe la verdad, sus huesos se están haciendo espuma, ha sido un proceso largo que le ha tomado más de media vida descubrir, y otro cuarto de ella en aprender a remediarlo. Pero sabe que mientras pueda seguir rezando, su alma se mantendrá libre de toda condenación. Confía en que sus santos la mantendrán alejada del mar.

Doña Mariquita tiene dos altares, uno para la Muerte y otro para sus santos, los construyó con la misma madera de la que está hecha su choza sobre la playa, que aunque parece muy austera, resultó ser muy espaciosa por dentro. Cuando se fue a vivir a la playa, encontró muchos maderos de embarcaciones que el mar no digirió bien, los tomó uno a uno con premura sabiendo que tenía que construir un hogar para el varoncito que daría a luz en unos meses, y que llegaría el tiempo en que su estado no le permitiría cargar maderos ni acomodar su lecho. Sabía, también, que el padre de su hijo podría volver, así que era de suma urgencia construir un refugio donde las lacerantes miradas del pueblo no la juzgaran por el crimen que le habían cometido. A doña Mariquita le gusta pensar que puede sobornar a la Muerte, o de algún modo ahuyentarla, sabe, sin embargo, que la puede visitar de un momento a otro sin previo aviso, y que sería una pena que la encontrara sin algo que ofrecerle. Lleva más de treinta años esperando la fúnebre visita de La Patrona, como le gusta llamarla en sus adentros. Doña Mariquita no quiere que la encuentren sin nada que ofrecer, es por eso que le cocinó un festín de pescados de todos colores y figuras, y que siguen esperando desde entonces sobre la mesa a su invitada sin parpadear. Doña Mariquita se sienta todas las tardes frente a su casa y se queda quietecita contemplando el mar. Se pregunta a veces si el ruido que hace de vez en cuando son las voces de los difuntos. A Doña Mariquita le da miedo unirse al mar, en general siempre le tuvo miedo al matrimonio, es por eso que no se casó. El tiempo más largo que llevó en una relación fue con su hijo, que no le duró más de tres meses porque lo reclamó como suyo La Patrona. Doña Mariquita cree que por eso llegó a la edad que tiene sin tanto esfuerzo, bueno, no más esfuerzo que el que tiene que hacer cualquiera para sobrevivir. Ella está agradecida con la vida, y dice que seguirá viviendo como si tuviera veinte años, saliendo a caminar, a sentarse a ver al atardecer y se cambiará por sí misma los pañales todos los días hasta que el mar termine de convertir sus huesos en espuma.

Deshacerse a la mar

Tuve un sueño anoche, trataré de relatarlo lo mejor que mi memoria me lo permita. Sin mayor preámbulo o explicación me lanzaba a la playa así, sin nada, ni una mochila ni dinero ni nada, bueno, nomás pal pasaje y con la ropa que traía puesta. En cuestión de segundos (como sucede en los sueños) llegaba y veía un hotel en el que me quedo siempre que voy a la playa de mis sueños, el lugar era bien familiar y bien conocido por mí, las personitas jugaban a lo lejos con sus pelotas rayadas de colores, verde, blanco, rojo, azul, amarillo, otras caminaban a lo largo de la costa tomadas de la mano. Los niños reían y se divertía a la distancia. No había mucho que me llamara la atención, lo conocía todo de pe a pa, como si yo hubiera nacido en ese mismo lugar inexistente, o como si fuera yo, el Demiurgo de ese lugar que había tenido el apetito de echar un vistazo atrás.

 Yo caminaba sobre la arena al lado del mar y pasaba junto a uno de esos paraguas gigantes hechos de palmas, bajo el que había unos señores platicando (estaban haciendo filosofía y hablaban sobre San Agustín, sobre cosas que no puedo recordar ya) caminaba casual frente a ellos sin malicia, andaba hasta tropezar con (a unos cuantos metros de distancia, tampoco frente a sus narices) un cofre viejito, de madera carcomida por la sal y la humedad. Se sentía mojado, tibio y rechinaban sus remaches de fierro viejo a la hora de abrirse. Tenía un montón de paja adentro, tal vez no era paja y era heno, o tal vez era un montón de tiritas de periódicos finamente pasadas por un rayador de zanahorias y regados como en una ensalada. Yo metía la mano y sacaba un bonche de monedas que eran como de plata, con un grabado de algún rey que tal vez nunca existió, pero yo sabía que eran antiguas, como de tiempos de la conquista. Las tomaba y las guardaba rápido en mi bolsa del pantalón pa que no fueran a cacharme los filósofos. Luego me llegaba a la mente un pedazo de una canción y me entraba la urgencia de escribirla en un grupo de WhatsApp, de tuitearla o lo que fuera. La urgencia era hacerla pública, gritarla en silencio sobre el papel, tal vez te llegaría a ti, tal vez se perdería en el infinito ciberespacio. Intentaba escribirla en mi celular, pero creo que no se mandaba, algo salía mal, solo sé que el ansia no había desaparecido, así que me acercaba a los filósofos (nuevamente a hurtadillas) y les robaba unas hojas de papel y una pluma y ahí escribía ese pedazo de canción. Ellos, como es natural, seguían platicando, hablaban ahora sobre las monedas, pero seguía, como si fuera una nube de humo sobre sus cuerpos, la sensación de que tenían que ver con el tema agustino que exploraban unos momentos antes.

La canción que escribía no eran más que unas líneas de infinita melancolía, muy sonsas y sin mucha profundidad como las de cualquier canción de pop. Sin embargo, me ponía muy triste y arrugaba el papel y me dirigía a lanzarlo al mar. Ya estaba toda corrida la tinta como de un periódico mojado y antes de llegar al mar aparecía una especie de reja, que no era otra cosa que unos postes inmensos de fierros tubulares grises e inertes que salían de la arena y se detenían un poco antes de tocar el cielo (la reja siempre había estado ahí, pero no me había fijado, sino hasta que me encontraba junto a ella). El sol que brillaba antes de que yo hurtara las monedas, había cedido su trono a un montón de malosas, gordas y oscuras nubes fortuitas que inundaban el cielo del horizonte y ya no dejaban pasar el brillo del Astro Rey. El cielo tenía el color y la consistencia de una gota de tinta negra vertida sobre agua y yo no me detenía a contemplar tan majestuosa visión. Mi único deseo, era lanzar ese papel a la inmensidad del océano y olvidarme de todo eso, o de algún modo, encontrar alivio a mi sentir.

Lo malo es que no podía pasar al mar pa aventar mi papelito, me quedaba junto a la reja llorando y apretando el papel y se me ocurría aventarlo desde ahí, aunque sabía que nunca alcanzaría las olas y quedaría como un pedazo más de basura sobre la arena. Tal vez lo barrerían o lo recogerían al día siguiente, lo amontonarían en una bolsa de plástico y terminaría por confundirse con el resto de la basura en la parte trasera del camión. En eso aparecía Carlitos y me decía que qué pedo, que qué hacía ahí. Le contaba de la canción y de las monedas que me había robado, luego me decía con la naturalidad y calma que lo caracterizan que mejor volviéramos a casa, y así sin más, sin decirle adiós al cuarto de hotel testigo de mi única luna de miel, sin voltear la mirada una última vez a la joven noche que conservaba un poco de luz natural sobre los turistas, así, sin pensarlo dos veces, volvía con él. Tomábamos un avión con vuelo directo a la Ciudad de Méjico y llegando al D.F, veía que yo ya no tenía dinero, así que le decía que ya me iba porque tenía que caminar a mi casa, y él respondía que me fuera con él, que no tenía dinero tampoco pero que podía quedarme en la suya todo el tiempo que quisiera. Me alegraba yo un montón y sin pensarlo dos veces aceptaba su invitación. Segundos después, desperté, sin rastros del papel, con poca memoria de la canción y con un sentimiento de tristeza estampado en mi ser.

Luna

Sin saberlo

la luna se reflejaba

en la calma del mar.

El Muelle

“El valor de los hombres de antaño es una medida injusta para nuestros tiempos –pensaba el marinero–, tanto como esperar de la refulgente ciudad que muestre por las noches las estrellas como se miran en alta mar”. Desde su ventana el rugido mortuorio de las dolidas lenguas marinas se escuchaba claro y grave. Algo en ese sonsonete hacía resurgir en su mente la voz de su abuelo, pronosticando remordimientos en esos tiempos en los que había aún razones para arrepentirse. Veía en su memoria la espuma tragada por las arenas de costas cafés que raspaban los pies como lija y no devolvían ni disculpas. Se miraban casi con tanta vida como los reflejos allá afuera, ahora. “Ahora”, dijo entre jadeos, intentando enfocar. Un bote azul de madera añejada por sus viajes comerciales entre ciudades rivales golpeaba en su insipiente vaivén los palos del muellecillo decoroso que resistía un día más aún éste y muchos otros suaves embates, como un anciano comprensivo que deja que el infante dé de golpes en sus piernas con sus manos lácteas. Blandos golpes para tan severas vigas. Los puertos que habían sido saqueados por piratas y defendidos por héroes corsarios desplegaban estandartes nobilísimos, arrebataban suspiros y se regodeaban de augusta compostura; éste no. Este sitio en la bahía se había construido ahora que todo estaba descubierto, ahora que de las obras de los hombres sólo se esperaba que soportaran el paso de unos cuantos soles sin quejarse de más.

Anciano el bote, y mucho más anciano el puerto, los miraba por su ventana el marinero, el más vetusto de los tres. Sus blandos pensamientos cosquilleaban como la sangre regresando a la arteria que la extrañaba, y luego calmos se sumían en los muros rosados de la alcaldía para perderse de nuevo. Ese edificio brotaba del muelle con un espasmo del paisaje y entristecía los grises cielos del Verano con su techo alicaído y su chimenea de latón ennegrecido, tosiente. “El color de la rosa no va bien con el mar”, había pensado el marinero los últimos días, mirando recostado en su lecho. ¿Qué había hecho con su mando, qué hombres había mejorado, qué tesoros había descubierto, qué trazas malignas había segado? El lento tronar del bote jalaba de las amarras del último barco que lo vio surcar mar abierto con los brazos descansados y la voz sin alarma o entusiasmo. El pequeño velero sollozaba también con el recital del viento. Las voces del puerto poco a poco se perdían hundidas en el fugaz atardecer que ilumina de un anaranjado floral todas las cosas del mundo sólo un instante. Ya había pasado.

El marinero lloró esa última noche al no ver más su velero, ni su bote, ni los sólidos maderos. ¿Dónde están cuando nada los alumbra? Su faz se redujo a una mueca que nadie pudo ver, porque pese a todos sus esfuerzos, él sabía en el fondo de su blanda alma que nunca había hecho nada por sobreponerse a la terrible fuerza del mar.