El matemático rascó su cabeza, reacomodó sus lentes y repasó por décima vez el pizarrón. Tenía que hacer una lectura zigzagueante, empezando por unas líneas que tenían una trayectoria obvia pero que rápidamente continuaban en caídas libres y después en bucles. Asteriscos lo llevaban a perturbadores saltos hasta el otro lado, de vuelta en sentido contrario, y luego en escaladas y puentes sobre caminos anteriormente recorridos. Las fórmulas que seguían a las pasadas y las ecuaciones nuevas después de las anteriores resueltas se mantenían en una secuencia cuyos quiebres y extraños atajos perderían a cualquier otro. Sólo él, el dr. Buordrak, conocía el camino. Así, pues, reexploró su selva de signos a través de los densos troncos y la maleza ya cortada con machete, cuidándose de los baches ocultos, haciendo por aquí y por allá un quiebre que siguiera al río y que después de la cascada le asegurara la vuelta al final. Él era como el que traza el mapa del tesoro; pero no lo iba ni a enterrar ni a esconder en su buhardilla de pirata, lo compartiría a todos los vientos. Efectivamente, la ecuación estaba resuelta, diez veces checada.
Quiso brincar y gritar «¡eureka!» y destapar una botella de champaña entre aplausos y confeti; pero estaba solo y cansado. Mejor sonrió y se sentó. Cuatrocientos años, esa ecuación había permanecido sin demostración. Quizá le ganaría un premio Nóbel, seguramente unas entrevistas para revistas de interés científico. Y fue así o incluso más brillante, efectivamente. El dr. Buordrak se hizo de una fama de aquellas que resuenan entre los iniciados de algunos círculos selectos, pero que no llegan nunca a las bocas de quienes discuten el Tevenotas. Sus congéneres lo envidiaban, sus alumnos callados de impresión asistían a todas sus clases y después presumían haber estudiado con él. Aplausos, vítores, loas, gloria de la más grande que se le da a un matemático llegó presta a su vida. ¡Bendita la solución a esa monstruosa ecuación de cientos y cientos de líneas, que tanto gozo le había conferido!
Pasados muchos años, habituado ya a la cátedra de honor que había ganado en esa universidad tan renombrada, seguía explicando la prueba de la ecuación. Un día un estudiante se portó excesivamente inquisitivo, mucho más de lo habitual. Sí, la prueba estaba allí: una cosa se seguía de la otra, era muy claro ya, el camino estaba tan abierto y transitado para este entonces que no quedaba selva que echara sombra sobre su limpieza y amplitud; sin embargo, el estudiante seguía preguntando y preguntando. La clase por supuesto se puso incómoda. El doctor dio tantas razones y expuso cuantas comparaciones pudo, y finalmente, el muchacho se calló la boca. Pero esa noche Buordrak no durmió. Sabía que el joven no había quedado satisfecho y, a decir verdad, tampoco él. Su imaginación contrajo una fiebre ansiosa irrefrenable. Trataba de darle forma a cosas que no podía ver, se quería poner ejemplo tras ejemplo, y no daba con nada. Retrocedió sus propios pasos, buscó en la historia que conocía, se cuestionó las naturalezas de todas las palabras involucradas. Nada. Ahora, habiéndolo intentado tanto, se había dado perfecta cuenta de que no tenía ni idea de qué demonios significaba esa ecuación en primer lugar.
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