Nos va ganando el silencio

Algunas personas dicen que estamos viviendo grandes momentos
históricos, hay quienes hablan como si la historia ya se hubiera
trasformado tantas veces, que ésta por fin se va a acabar. Hay quienes
señalan que todo se acabó, que se acabaron los malos tiempos y que las
malas pasadas de la vida terminaron.

Yo no sé si estamos viviendo el final de la historia, pero sé que
muchos están viviendo incontables sufrimientos en estos momentos en
los que el silencio se les impone, miles se han convertido en números
de una curva que no se aplana, otros se han convertido en estadísticas
que crecen geométricamente.

Yo no sé si estamos viviendo el final de la historia, ni siquiera sé
si los números hablan o indican algo como para que ahora todo se diga matemáticamente, pero lo que sí puedo suponer es que cuando Galileo
Galiei señalaba que la naturaleza era un libro escrito en lenguaje
matemático lejos estaba de pensar en que el dolor se cuantificara y se
midiera por curvas y que la necesidad se solventara con otros datos
ajenos a los que nos da la realidad.

Estamos viviendo momentos difíciles, pero no nos gusta verlo así, preferimos pensarnos como invulnerables mientras el silencio del ágora
se extiende por toda la comunidad, callados estamos y callados nos
quedamos deslumbrados por el brillo de las hogueras que ayudan a que
se proyecten sombras que nos impiden hablar con  aquellos que están al
lado nuestro.

Maigo

Quod Erat Demonstrandum

El matemático rascó su cabeza, reacomodó sus lentes y repasó por décima vez el pizarrón. Tenía que hacer una lectura zigzagueante, empezando por unas líneas que tenían una trayectoria obvia pero que rápidamente continuaban en caídas libres y después en bucles. Asteriscos lo llevaban a perturbadores saltos hasta el otro lado, de vuelta en sentido contrario, y luego en escaladas y puentes sobre caminos anteriormente recorridos. Las fórmulas que seguían a las pasadas y las ecuaciones nuevas después de las anteriores resueltas se mantenían en una secuencia cuyos quiebres y extraños atajos perderían a cualquier otro. Sólo él, el dr. Buordrak, conocía el camino. Así, pues, reexploró su selva de signos a través de los densos troncos y la maleza ya cortada con machete, cuidándose de los baches ocultos, haciendo por aquí y por allá un quiebre que siguiera al río y que después de la cascada le asegurara la vuelta al final. Él era como el que traza el mapa del tesoro; pero no lo iba ni a enterrar ni a esconder en su buhardilla de pirata, lo compartiría a todos los vientos. Efectivamente, la ecuación estaba resuelta, diez veces checada.

Quiso brincar y gritar «¡eureka!» y destapar una botella de champaña entre aplausos y confeti; pero estaba solo y cansado. Mejor sonrió y se sentó. Cuatrocientos años, esa ecuación había permanecido sin demostración. Quizá le ganaría un premio Nóbel, seguramente unas entrevistas para revistas de interés científico. Y fue así o incluso más brillante, efectivamente. El dr. Buordrak se hizo de una fama de aquellas que resuenan entre los iniciados de algunos círculos selectos, pero que no llegan nunca a las bocas de quienes discuten el Tevenotas. Sus congéneres lo envidiaban, sus alumnos callados de impresión asistían a todas sus clases y después presumían haber estudiado con él. Aplausos, vítores, loas, gloria de la más grande que se le da a un matemático llegó presta a su vida. ¡Bendita la solución a esa monstruosa ecuación de cientos y cientos de líneas, que tanto gozo le había conferido!

Pasados muchos años, habituado ya a la cátedra de honor que había ganado en esa universidad tan renombrada, seguía explicando la prueba de la ecuación. Un día un estudiante se portó excesivamente inquisitivo, mucho más de lo habitual. Sí, la prueba estaba allí: una cosa se seguía de la otra, era muy claro ya, el camino estaba tan abierto y transitado para este entonces que no quedaba selva que echara sombra sobre su limpieza y amplitud; sin embargo, el estudiante seguía preguntando y preguntando. La clase por supuesto se puso incómoda. El doctor dio tantas razones y expuso cuantas comparaciones pudo, y finalmente, el muchacho se calló la boca. Pero esa noche Buordrak no durmió. Sabía que el joven no había quedado satisfecho y, a decir verdad, tampoco él. Su imaginación contrajo una fiebre ansiosa irrefrenable. Trataba de darle forma a cosas que no podía ver, se quería poner ejemplo tras ejemplo, y no daba con nada. Retrocedió sus propios pasos, buscó en la historia que conocía, se cuestionó las naturalezas de todas las palabras involucradas. Nada. Ahora, habiéndolo intentado tanto, se había dado perfecta cuenta de que no tenía ni idea de qué demonios significaba esa ecuación en primer lugar.

Nuestro imposible conocimiento milenario

A lo largo de cientos de años… corrijo: de miles de años, hemos hecho enormes avances de los que comprensiblemente estamos muy orgullosos. Hemos aprendido muchísimas cosas sobre el mundo y sobre los hombres, desde los pequeños organismos invisibles hasta los también invisibles astros allende nuestra galaxia. Ahora más que nunca vivimos provistos de una tremenda cantidad de información que nos acerca a explicar con más consistencia la multitud incontable de fenómenos que componen nuestra vida. Excepto por un detalle: ninguno de nosotros ha vivido ni vivirá miles de años.

El plural que suele componerse cuando se piensa en los tremendos progresos de la humanidad tiende a ocultar el hecho de que cada uno de nosotros aprende a su propio paso y vive su propia vida muy aparte de la cantidad de conocimiento enciclopédico que haya podido acumularse por el trabajo de numerosas generaciones de investigación sobre los más diversos temas. Incluso el hombre nacido en la época de mayormente completa ilustración tiene que leer la Enciclopedia antes de poder ponerse al corriente de los éxitos de sus antepasados. Sin embargo, el punto importante no es tanto el hecho de que tenga que leer la enciclopedia, sino que nada garantiza que sea posible que la entienda. Hay tantas especializaciones y tantos detalles que consumen el tiempo y las fuerzas humanas que es imposible que alguien sepa todo lo que la humanidad sabe, y mucho menos a fondo y con interés.

Que el conocimiento científico recaudado en los anales de la investigación no sea dependiente de un solo individuo no es algo repudiable, que sería el extremo en el que posiblemente se lea el párrafo anterior. Pondré por ejemplo nuestro conocimiento astronómico. El arduo trabajo que representa un proyecto por hallar una explicación suficiente para la composición de la atmósfera de un planeta del sistema solar puede cobrarse el largo de una vida completa, pero si encuentra satisfacción, el siguiente astrónomo puede ahorrarse la búsqueda y partir de los hallazgos de su antepasado, sabiendo ya por qué parece verosímil que tal planeta tenga tal y cual elemento componiéndolo. O puedo pensar también en las matemáticas e irme mucho más atrás en el tiempo: no es necesario que cada matemático luche contra el problema de la inconmensurabilidad de los catetos con respecto a la hipotenusa de un triángulo rectángulo cuando ya hubo alguien que pudo demostrar por qué la suma de los dos cuadrados menores resulta en lo mismo que el cuadrado mayor. Es obvio que hay progreso en los conocimientos de lo demostrable porque una buena parte del trabajo de los investigadores se va en búsquedas de explicaciones que pueden acabar muchas veces mal y solamente una vez bien. El resto puede ahorrarse los tropiezos.

Sin embargo, más importante sería preguntar si las demostraciones nos bastan para conocer los problemas que las propiciaron. Y es que se aprende mucho del esfuerzo por explicar bien en qué consiste un problema, además del vasto provecho que se le pueda sacar a su resolución posteriormente. Con este aglomerado de personas y vidas en el que nos incluimos cuando nos afirmamos como humanidad, es latente la tendencia a olvidar ese aprendizaje. Y quizás seamos muy versados ya en las intrincadas telarañas cuánticas que es la materia (yo no, la verdad), pero al mismo tiempo estamos lejos de poder responder por qué sería importante responder qué es la materia. ¿Será importante porque así podemos hacer mejores tecnologías basados en cálculos más acertados? Si es así, entonces no nos interesa la materia, nos interesa la comodidad que se gana con las tecnologías. ¿Será porque nuestra curiosidad no tiene límite y una nueva respuesta la sacia momentáneamente, mientras que abre otras posibilidades para explorar? Si es así, entonces no nos interesa la materia tampoco, nos interesa cualquier objeto con el que podamos sentirnos agradados por curiosos. Y finalmente, si cada quién tiene que aprender desde el principio cuáles son los problemas y cuáles soluciones se encontraron por qué razones (porque puede haber soluciones aparentes, claro), ¿no valdría la pena preguntar también qué vale la pena y qué no saber, y por cuáles conocimientos estaríamos dispuestos a entregar la vida completa?