De la esposa de Eetes a su infante niña

Lloras porque temes que algún día muera, ya has visto que cuando eso pasa nunca se regresa, no te puedo garantizar siquiera amanecer o poder despertarte para llevarteSigue leyendo «De la esposa de Eetes a su infante niña»

El sentido de esperar

Hace cinco años terminaron las diarias contracciones, la preocupación del momento se ha fortalecido, el cansancio ha crecido bastante y la esperanza se ha arraigado en mi ánimo y se ha estado alimentado cada día.

Lo más demandante que he hecho en mi vida, ha dado sentido a lo que antes mi atención requería. La pregunta por lo bueno me interroga día a día, con cada pasito, con cada palabra y con cada decisión que se va tomando en nombre de aquella por quien desvelo mis ojos para cuidar su sueño.

Hace cinco años se acabaron las diarias contracciones y apenas comienzo con los diarios desvelos.

Valió la pena esperar y sigue la esperanza alimentando la paciente espera por lo que florecerá luego.

 

Maigo

 

 

Madre amorosa

Jesús, al ver a la Madre, y junto a ella al discípulo que más quería, dijo a la Madre: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”. Después dijo al discípulo: “Ahí tienes a tu madre”. Desde ese momento el discípulo se la llevó a su casa.  Jn 19 26-27.

El amor maternal es incomprensible para quien mide la vida en cálculos de costo beneficio, de ahí que éste deba ser reducido a un instinto o a una pulsión enfocada solamente a la supervivencia de la especie. Quien no comprende la relación entre la madre y los hijos como una relación amorosa ha de hablar necesariamente de deseos que se entiendan a partir de la búsqueda de la conservación.

Incluso entre quienes entienden al hombre como un ser que trasciende, algunos hablan de la maternidad como el resultado del deseo que la humanidad tiene por acceder de alguna manera a la inmortalidad; el hombre trasciende en sus hijos porque estos se le parecen, tanto física como moralmente, pues estos son educados por los padres en tanto que buscan verse en su decendencia, aún cuando a veces, partiendo de un supuesto progresista esperan que sus hijos lleguen más lejos que ellos.

Los velos que hay en torno al amor materno, nos muestran en buena medida la oscuridad en la que vivimos cuando pensamos en la familia y en la finalidad de ésta. Sólo una completa comprensión del amor como aquello que sobrepasa al egoísmo nos permitiría entender lo que hace la madre cuando procura a sus hijos, y lo que los hijos encuentran en sus madres una vez que han sido cubiertas sus necesidades inmediatas.

La entrega de la madre a los hijos es algo de lo que se habla con frecuencia, pero el modo en que se habla de ésta parece dejar más oscura la comprensión de lo que sería el amor materno, pues de tal entrega se habla como si se tratara de un sacrificio que ha de ser retribuído una vez que pasado un tiempo y la decendencia debe cuidar de la progenitora.

Pero, si bien es cierto que este discurso permite distinguir a los hijos ingratos de los que no lo son, también lo es que al mismo tiempo oculta una visión de la maternidad como un cálculo en el que se ve a la decendencia como una inversión para cuando ya se es viejo.

De este modo resulta que la comprensión del amor materno no se logra mediante un vistazo rápido a la idea que erróneamente tenemos del sacrificio; la maternidad no garantiza que los hijos sobrevivan a la madre, aún cuando lo natural es esperar que algo así ocurra.

Tal pareciera que nuestro pensamiento se nubla cuando intentamos acercarnos al amor materno partiendo de los supuestos que nos hacen festejar aquello que no comprendemos bien. Pero acercándonos a estos supuestos nos resulta más sencillo notar que los mismos se fundan en el individualismo que espera reconocimiento o bien que pretende sobrepasar los límites propios de la vida humana.

Ante esta apariencia es fácil perder la esperanza; sin embargo al reconocer a la apariencia como tal es más fácil volcar la vista en donde la esperanza se concentra; es decir, en donde el hombre se salva al sobreponerse a su individualismo al grado de entregar a la madre para consuelo de los demás.

Esta entrega la vemos en Cristo colgado del madero. Ahí no es el hijo el que sobrevive a la madre, ni es la madre doliente la que pierde la esperanza ante la partida del niño amado que acunó entre sus brazos. Lo que vemos es al hijo amado dejando a la madre amorosa para consuelo de aquellos que pueden perder la esperanza ante los peligros que supone el testimonio de la fe.

Así, la familia adquiere sentido en tanto que se une mediante el amor a Dios, amor que inspira María como madre de todos aquellos que son hermanos en Cristo; hermanos que encuentran el consuelo y la comprensión de una madre capaz de interceder por ellos y de entender que la grandeza del amor está en la esperanza y en la entrega que sólo en Jesús se encuentran.

 

Maigo.

Abrazo materno

El cine nacional, principalmente el de la época dorada, entroniza la figura materna, ensalzando la protección y el cuidado de la madre hacia los hijos. En La oveja negra (1949), por ejemplo, es la madre quien educa a su hijo y quien cuida a su esposo con una dedicación que podría ser desesperante para algunas mujeres; En Las abandonadas (1944), película con contenido más crudo, Dolores del Río (Margarita/Margot) se desgasta, se envilece, por un hijo que no la necesita y nunca la reconocerá más que de forma simbólica. Un tanto exagerado resulta afirmar que el modelo materno del cine nacional es caduco, obra de una época de predominio ideológico, pues el cariño que impulsa el abrazo materno sigue permanente desde épocas lejanas; desde Volumnia hasta Margot la preocupación materna, genuina y desinteresada, se regala hacia los hijos.

La centralidad de la maternidad en la vida humana es algo central para la buena convivencia social, pues el amor, el deseo de procurar el bien a la persona querida, se provee desde la propia gestación; es decir, ese amor desinteresado nos puede impulsar a actuar bien. A los hijos, si bien muestran distancia en algunas ocasiones hacia tan ominosa protección, nunca les deja de resultar imprescindible. Incluso los villanos culpables de centenares de muertes, donde quizá se pueda incluir al romano Coriolano, extrañamente parece que quieren a sus madres; según la propia madre del capo más famoso de México, cuando éste estaba libre la visitaba con frecuencia. Aunque el exceso de buscar la protección materna se vuelve peligroso, como un abrazo que apretara hasta asfixiar. Para lo cual hay una palabra muy adecuada en el saber popular: mamitis. El término suena gracioso, tiene hasta derivaciones extrañas que invocan lo antinatural de algunas actitudes, pero cuando el hijo involucra a la madre en ámbitos en los cuales el amor materno podría estorbar, principalmente los maritales, el asunto se vuelve preocupante. Por eso la sabiduría bíblica señala como parte de lo que el hombre es, el separarse de sus padres cuando ha contraído matrimonio. Todos somos hijos, pero no por eso se debe abusar de dicha condición, también debemos aprender a abrazar.

Yaddir

El regalo perfecto

María es la que sabe trasformar una cueva de animales en la casa de Jesús, con unos pobres pañales y una montaña de ternura.

SS Francisco.

 

Se acerca el día de las madres, y junto con él la avalancha de consumo que caracteriza a las festividades modernas, muchas mujeres esperarán obsequios o visitas de aquellos a los que concibieron; algunas recibirán lo que desean, otras se conformarán con lo que les den, y para las menos el día pasará como una fecha más en el calendario, sin sentido y sin festejo.

El consumo del día y las visitas obligadas con los pleitos consabidos por saber con quién estará cada yerno y cada nuera ese día, se justifican en los sacrificios que hacen las mamás. La mamá moderna sacrifica su figura, su maquillaje perfecto y la posibilidad de realizarse en la vida con tal de tener un hijo. Lo bueno es que esos sacrificios son temporales, como temporales son los deseos y obsequios que se tienen preparados para ese día.

Cada año es lo mismo durante el día de las madres, se exalta una abnegación fingida en aras del consumo y del reconocimiento mal entendido, se entregan objetos que alivian el trabajo del hogar o que pueden ser colgados sobre un bonito perchero, una vez que éste sale listo del gimnasio o del spa.

Pero, parece que no siempre fue así, cuando María pisaba la tierra no se festejaba el día de las madres, y el sacrificio que hacía una mujer por sus hijos no consistía en dejar de lado aspiraciones profesionales o figuras, o maquillajes, quien era reconocida por su amor maternal simplemente entregaba la vida mediante un sí; una afirmación simple, pero llena de contenido, sin importar que ésta implicara dejar ir al hijo con tal que siguiera vivo, o tener que soportar el dolor de una espada atravesando el corazón para que se cumpliera la voluntad de Dios.

La mamá moderna entrega lo efímero y a cambio lo efímero recibe, reconocimientos y aplausos que se borran al pasar un año, en cambio la que no buscó reconocimiento alguno entregó lo eterno y Dios le dio la gracia para hacer de una cueva el hogar del salvador.

Dios quiera que en el día de las madres todos recibamos la gracia para convertir lo que somos en el hogar ideal para su hijo.

 

 

Ay, mis… ¿hijos?

“Ya verás cuando tengas a tus hijos” dicen, de cuando en cuando, las madres, generalmente para hacernos ver a nosotros, la progenie, lo difícil que es criar a uno. Recuerdo bien que cuando era niña yo deseaba una familia numerosa, como las de antaño, como la de mi abuela, y planeaba tener seis hijos, por lo menos. Quería que fueran tres varones y tres mujeres, intercalados de preferencia, y casi estoy segura de que, en algún momento, tuve nombre para todos ellos. Por lo mismo, planeaba casarme joven, como a los veinte, para empezar a tenerlos lo más pronto posible y así criarlos mientras todavía tuviera las fuerzas para hacerlo.

Mucho tiempo después, como a eso de los once, pensé que seis eran demasiados y que la economía ya no estaba como para mantener a tanto niño holgadamente, por lo que reduje la cantidad a cuatro, como mi propia familia, que en la actualidad resulta ser de las más grandes. Seguía teniendo la idea de que la mitad fueran hombres y la otra mitad mujeres, y de los nombres ya escogidos tuve que descartar los dos que menos me gustaran para así llamarlos. Luego, como a los quince, comencé a notar que las mujeres eran, por mucho, más complicadas que los varones, por lo que decidí que ya no quería tener niñas, o bien sólo una, pero que se comportara más como hombrecito que como nena que era. En pocas palabras, comenzaba a optar por una familia como la que yo había tenido y ya ni hablar de los nombres porque, por así decirlo, ya estaba empezando a hartarme el asunto.

Pasó otra vez el tiempo y entonces me di cuenta, como a eso de los dieciocho, de que tal vez la maternidad no era realmente lo mío. No sólo estaba el hecho de que tuviera poca paciencia y entonces me desesperara con los niños pequeños –y, bueno, con los grandes también–, independientemente de su género, sino que empezaban a preocuparme otras cosas, sobre todo la cuestión de la educación. ¿Cómo educar a un niño? ¿Qué es lo que debe enseñársele y lo que no? Es más, ¿es en verdad susceptible de ser enseñado? Y todavía peor, ¿seré yo realmente capaz de llevar tal labor a cabo? Preguntas como éstas no paraban de rondar por mi mente noche y día hasta que, al fin, mermaron todo ánimo que yo todavía tenía de ser madre, puesto que no hallaba una respuesta que las satisficiera cabalmente.

En su momento pensé que bastaría con estos tres requisitos: que supieran tocar algún instrumento, que hablaran algún idioma además del materno y que practicaran algún deporte, pero nada de estas cosas garantizaba que mis hijos fueran a crecer para convertirse en hombres de bien, para ser buenos ciudadanos y, a su vez, buenos padres cuando llegara el tiempo. Como tampoco se han creado escuelas que le digan a uno como padre qué debe enseñarle a su hijo para que le crezca sano, fuerte y bueno, decidí que lo mejor era no ser madre y punto, ahí se acababa el asunto. Hasta ahora, la decisión sigue en pie, pero, como en todo, no está dicha la última palabra.

Por estas mismas razones me costó mucho trabajo decidirme por el servicio social que actualmente hago, pues de una u otra forma tenía que ver con la enseñanza y con el hecho de tener chicos bajo mi custodia, por así decirlo. En realidad no me entusiasmaba tener que hacer este servicio, pero otorga las siguientes facilidades: no tengo que trasladarme a otro lugar, pues lo realizo en la escuela y sólo debo presentarme un día a la semana, aunque eso no significa que no le invierta más tiempo.

En fin, hace poco, en una junta que se tuvo para discutir acerca de lo bien o mal que ha resultado el servicio, decía mi “jefa”, y el comentario iba dirigido especialmente a mí, que la experiencia nos serviría para que nos diéramos una idea de cómo era la labor docente, si es que nos queríamos dedicar a ella, y también para actividades que calificó de “un poco más paternales”. Si supiera… Yo, la verdad, ni maestra quiero ser y mucho menos madre, como ya lo he dejado claro, pero la realidad es que mentiría si dijera que no veo a estos chicos como mis hijos.

Ciertamente, me preocupo por ellos y me da gusto cuando les va bien en la escuela, pero también los regaño –¡y vaya que los he regañado!– cuando no le están echando ganas porque, como quiera, estoy invirtiendo en ellos mi tiempo y el escaso conocimiento que tengo y que sé que puede servirles. Lo difícil ha estado, además de saber qué enseñarles y cómo, en tener que ser dura y estricta con ellos porque, a veces, la única forma que tenemos de aprender es a la “mala” para que veamos que por las buenas es siempre mejor. Y es entonces cuando entiendo aquello que también dicen a menudo las madres: “Me duele más a mí que a ti”, porque es verdad que me duele ser así.

“Ya verás cuando tengas a tus hijos” dicen, de cuando en cuando, las madres y ahora lo veo con los míos, postizos si se quiere, pero hijos al fin y al cabo; y, por lo mientras, son los únicos hijos que quiero tener. Por lo mientras…

Hiro postal

LA FAMILIA – Tercera Parte: La Paternidad

¡Oh, qué día para mí, dioses buenos!

¡Qué dicha la mía, ver al hijo y al hijo del hijo

emulando en bravura!

-Laertes en Odisea XXIV, 514 – 515

Por A. Cortés:

Un niño que corre jugando dentro de la casa, haciendo escándalo mientras actúa como el héroe de algún cuento, puede sin más provocar la sonrisa en el rostro de sus padres. No son todos los papás que sienten esta calidez al escuchar el relajo del hijo, pero quienes lo hacen seguramente son tomados por alguna causa que responde por la tranquilidad de la sonrisa. Y es que tendría sentido que alguien se satisficiera en la vista del pequeño solamente si por alguna razón está bien dispuesto hacia él, porque estar bien dispuestos hacia algo quiere decir que nos placemos y beneficiamos de algún modo cuando tal cosa está presente.

De las razones que pueden darse para esta disposición, las más evidentes son las biológicas. Cuando la madre engendra a su hijo, su mismo cuerpo es el que cambia de ser uno a ser par. Esta unión que a la vez es multiplicidad siempre es complementaria, porque cada miembro se explica viendo al otro, y así, la primera relación familiar se hace notar en la palabra: madre sólo es quien tiene un hijo, y no hay tal sin madre. Ella está unida al bebé porque éste depende de ella, y lo nutre y lo protege aunque no veamos ventajas directas que parezca sacar de hacerlo (sin contar el puro gusto, que casi nadie creo que me aceptaría como evidencia). El cuerpo femenino tiende naturalmente al mantenimiento del recién nacido, y a su sano crecimiento. Nadie está obligado por alguna utilidad a resguardar a un hijo suyo que, por lo pronto, no hace nada por uno más que demandar cuidados y atenciones. Si acaso hay algún fin utilitario en hacerlo, es el que plegado hacia el futuro espera en respuesta a la protección del pequeño un cuidado semejante para sí en la vejez; pero no me convence que alguien (si acaso, serían muy pocos) elija a su prole como potencial guardián: hay medios mucho más baratos para asegurar a la larga la salud y la manutención del anciano. Y si no los hay, entonces nada que no sea lo mínimo indispensable sería dado al niño, contrariamente a la mayoría de los casos de paternidad que podemos observar. La madre en realidad no espera más que la tranquilidad del hijo para sentirse tranquila ella misma: su gozo está en la constatación de su lozanía, en la contemplación de sus gestos y en las marcas de su salud (hasta el buen color, como con las frutas), en la comparación del hijo con sus familiares adultos, y en la constante observación de la mirada infantil que, día a día, se acerca a enfocar ambos ojos y a reconocer la cara de su madre como un rostro familiar y suyo.

El padre mira desde más lejos, pero no por necesidad lo hace con ajenación. La lejanía que implica no haber tenido al hijo desde su cuerpo puede ser raíz de la mayor cercanía con la madre, buscando en el contacto la certeza de ese lazo que culminó en un brote suyo; o puede también ser excusa para escapar de la casa y olvidar el proyecto de hogar que con un embarazo se inicia, queriendo o no. Esta última opción no es, sin embargo, la que explicaría la sonrisa del padre, y por tanto no es imagen de buena disposición. La otra, la unión con la madre, es unión familiar nacida de la comunidad del hijo o de su proyecto. Por eso puede pensarse que, muy al contrario del escape indiferente del padredesnaturalizado, nada hay menos ajeno para un papá que el hijo: es su carne y su sangre, y es por tanto el proyecto de su misma figura y la de su madre hecha hombre (y no me refiero al varón, sino al humano). El padre siente en el vigor de su hijo el suyo propio; si su hijo es enfermizo, sufre (y también la madre) en su alma lo que al niño duele en el cuerpo. Si es robusto, mira en él la fuerza; si es gritón, mira en él la potencia de la voz; si lo desespera, mira en él todo lo que teme de él mismo. El impulso a cuidar al hijo nace al mismo tiempo que el padre concede de simple vista el parecido. No es necesario que sea una semejanza de la figura, o una peculiaridad física, sino simplemente que reconozca en el pequeño su propiedad; no instrumental, sino de pertenencia a un mismo sitio. Es decir, se reconoce que el origen de uno es el otro, y que por tanto, coinciden en un mismo lugar, que es de ambos y de cada uno por separado. Cuando un padre puede admitir que un hijo es suyo, concede la familiaridad, y la relación familiar nace también en la palabra en un sentido semejante al anterior: por eso es hijo el que lo es del padre, y viceversa.

Ambas relaciones, con la madre y con el padre, son dos especies de un mismo género: la relación de paternidad. Ésta radica en la familiaridad del origen. No es la identidad del origen, pues la madre, el padre y el hijo tienen cada uno su origen propio; pero digo “familiaridad” porque la unión de dos que engendran un tercero hace que los tres se unan en una semejanza: se funda hogar porque todos se pertenecen entre sí. La pertenencia implica que a los tres les es familiar estar juntos, porque uno fue de ellos originado, y la unión de ellos está todo el tiempo explícita en éste. Se dan por lo menos dos uniones de la familia: la del marido y la mujer, y la de los padres y el hijo. La formación de un hogar saludable depende de la constatación de una unión que dos hacen para proyectar su subsistencia, y eso es el hijo. La familia que vive bien, se relacionará de modo que esta unión propicie entre ellos la buena vida de cada uno estando juntos. El padre, quien in-semina, de sí mismo hace enraizar su semilla en la madre. Con ello deja asentado su linaje confiado a la protección de ella, que guardará en su seno al pequeño por un tiempo. Ella completará la conformación humana consigo misma, y con su misma carne y sangre hará posible que la semilla, que en cualquier otro caso se desvanece seca e incompleta, se nutra para crecer. El hijo, habiendo por primera vez hablado, reconocerá en la emulación que tiene su sitio y su origen en la unión que sus padres concordaron.

Puede ponerse en duda si la alegría que provoca el hijo de una pareja -que está contenta cuando yace junta- sea o no natural, o sea o no cuestión de educación y costumbres. Puede ponerse en duda que los hombres nos alegremos con nuestro linaje; pero no es difícil notar que en cierta medida es necesario este gozo y necia esta duda (aunque sea sólo en esa medida). Si el hombre está feliz cuando vive bien, y vive bien cuando consigue lo que le corresponde por ser hombre, entonces hay condiciones que pueden cumplirse para su bienestar que dependen de cómo es él mismo. Y hay mucha discusión al respecto de qué cosas son las que le corresponden al hombre por sí mismo, porque el hombre puede hacer y ser de muchos modos; pero no puede argumentarse que la procreación no sea natural, pues la evidencia biológica es demasiado clara. Ser hombre (varón y mujer) no depende de reproducirse, pero se constata en la reproducción por ser una cuestión natural. O sea, que una de estas cosas que corresponden al ser humano es unirse para procrear. Entonces, el vástago de la unión es natural y su cuidado naturalmente necesario.

Por eso nada de raro tiene que uno esté bien, contento y sonriente, mientras que puede proteger a los suyos en casa, fomentando con la salud de la familia su propia sucesión a través del linaje. El gusto de que la sangre siga circulando, de que la carne se mantenga fuerte, y de que la vida rebrote y se mantenga saludable es, en la mínima comprensión humana, el placer del alma de ver a los ojos a los padres, y éstos a su hijo, sabiéndose mutuamente pertenecientes, y destacando en ello el proyecto de que un hombre se mantenga vivo a través de su casa viviendo lo mejor posible.

Me parece, y para terminar, que lo poco que puedo resaltar en esta prosa lo remarca de modo inmejorable la poesía homérica. Los hijos que Homero retrata son el gozo y la alegría de sus padres. Éstos se placen viéndolos crecer, disfrutándolos en casa, teniéndolos cerca para hacerles bien, y recibir bien de ellos. Se puede decir que los hombres son alegría de los hombres cuando vienen de su carne. Así, se cuenta que Néstor fue favorecido por el dón de Zeus, quien le otorgó lozana vejez para estar con sus prudentes vástagos[1]; Agamemnón, por su parte, esperaba gozar del cariño de sus descendientes, quienes por ley habían de echarse en los brazos del padre[2]; a su vez, por herir a Afrodita, Diomedes es devastadoramente condenado privándole Dione de descendientes que se abracen de él en su casa al regresar él de la guerra[3]. Continuar la línea de sangre en la paz del hogar parece ser un bien indiscutible. Es de esperarse que los hijos sean naturalmente el gozo de sus padres viéndolos prosperar en sus casas, y observando cómo emulándolos crecen, pues en ellos se placen de mirarse a sí mismos de nuevo proyectados en el mundo. Por ello Odiseo, aun siendo desconfiado de casi todos los hombres, obedece de buen grado a Atenea y se descubre ante Telémaco; por eso aun viéndolo débil y tembloroso le confía su futuro contándole todos sus planes y poniéndose a sí mismo en riesgo. Tal como el júbilo de Laertes que exclama teniendo al hijo y al nieto a su lado, valientes y listos para la batalla: “¡Oh, qué día para mí, dioses buenos! ¡Qué dicha la mía, ver al hijo y al hijo del hijo emulando en bravura!”, será el de Odiseo cuando Telémaco se alce a su altura, y debe confiar en que lo hará. Ésta será para él la más grande alegría que puede llegar a tener un padre.


[1] Odisea, IV, 209 – 211.

[2] Idem, XI, 430 – 451.

[3] Ilíada, V, 405 – 415.