El entrenador de Focas

Cierto hombre se acercó una tarde a la playa, era un sitio en el que había mucha basura y algunas focas que trataban inútilmente de encontrar algo de alimento.

Entre los desperdicios había latas de atún y de sardina, pero ya estaban vacías y cortaban el hocico de los pobres animales ya flacos y casi en los huesos.

El hombre, que las vio sucumbir ante el hambre, quiso ser el salvador de los que podrían ser unos ejemplares magníficos.

Él notó la incapacidad de las focas para encontrar otras costas, es muy cierto que el instinto es terco y que éste mantenía a las focas en medio de lo que ya no era para nada un buen lugar para vivir.

Ellas no se mudarían de ahí, no cambarían sus hábitos, o al menos no del todo, así que el protagonista de esta historia decidió construir una granja de pescado un poco más lejos de donde se veía la costa.

Todos sus recursos se fueron en hacer pescado para alimentar a las instintivas focas, pero ellas le aplaudieron a ese hombre que tenía muchos deseos de ser reconocido cuando les llevó el pescado hasta su boca.

Los animales se acostumbraron a que les llevaban la comida, y no se movieron de entre los montones de basura que hasta la granja de pescado producía, ellos se limitaban a abrir la boca y aplaudir, el hombre se levantaba temprano y cada mañana les daba pescado a los animales que ya había entrenado.

Todo estaba bien, hasta que un aciago día comenzaron a escasear las sardinas, ya no importaba que tan temprano se levantaba el entrenador, ya no importaba que tanto le aplaudían las bestias que tan bien lo habían recibido, el alimento se estaba terminando.

La desesperación fue apoderándose del entrenador cuando vio que los aplausos disminuyeron, trató de distraer a las focas, pero éstas se veían cada vez más insatisfechas, y a diferencia de cuando las encontró famélicas, el hombre ahora las veía enojadas.

La promesa de las sardinas se había terminado, el idilio de ser el salvador de las mañanas se estaba convirtiendo en una pesadilla, pero el entrenador y las focas estaban unidos por el hábito de acudir cada mañana al basurero que crecía en lo que había sido una playa.

Un día, de plano ya no hubo sardinas y el entrenador se fue a la playa esperando recibir algún aplauso, las focas llegaron esperando alimento, pero no encontraron nada sino disparos, pues al no aplaudir hicieron enojar a su benefactor, y el benefactor al no recibir lo que quería se transformó en una amenaza para lo que había sido un rebaño de focas bueno y casi sabio.

Las balas del poco acertado entrenador pronto se acabaron, y el pueblo bueno y sabio que antes aplaudía entendió que el entrenador le pertenecía. Una de las bestias más enojada que hambrienta se acercó al hombre y le tomó la mano.

Se la arrancó de un mordisco, tras ella llegaron las demás, hicieron lo mismo con otras partes del cuerpo de quien se sintió su dueño cuando no se dio cuenta de que se había convertido en su esclavo.

El rebaño tomó lo que consideró justo, especialmente tras muchos días de enojos y de insultos y el hombre que pensó hacía bien al pensar en las focas como seres necesitadas de un trabajo que generó más daño que bienes comprendió que no se pertenecía a sí mismo, ya que debía entregarse por completo a su rebaño.

¡Ah cuántos entrenadores de focas hay en el trópico!, haciendo lo que es contrario a lo que se necesita.

Si aspiras a ser entrenador, entiende que en lugar de dar peces y hacer granjas que te obliguen a levantarte temprano, es mejor ayudar a las focas quitando la basura de los lugares en los que son sus santuarios.

Deja que los aplaudidores mamíferos se alimenten con su trabajo, ya que levantarse cada mañana sólo para recibir aplausos no trae nada bueno, ni a los entrenadores, ni a los entrenados.

Maigo.

El Efecto Invernadero

Hace unos días escuché un monólogo sobre el calentamiento global y la responsabilidad de la humanidad en el cambio climático, que me pareció condensar significativamente todo lo que al respecto suele decirse en el discurso público. Con un auditorio muy vasto y un lenguaje predominantemente científico (por lo menos en alusión), se trataba de comprender las causas del problema, de combatir prejuicios falsos, y de sugerir una solución.

Básicamente decía el portavoz de los protectores del medio ambiente que la tecnología que nuestra especie desarrolla ha tenido como consecuencia, por el combustible que más utiliza, una emisión impresionantemente grande de dióxido de carbono en la atmósfera, y que no hay ningún indicio de que alguna vez desde hace cientos de millones de años estos niveles hubieran sido tan escandalosos. Segundo, que podemos tener plena confianza en que este evento no es un fenómeno natural: ni los volcanes, ni el Sol, ni ninguna actividad de la corteza terrestre o de su centro se pueden asociar directamente a los niveles contaminantes nocivos de la atmósfera. En tercer lugar, argüía que el calor atrapado del Sol entre la densidad de dióxido de carbono de la atmósfera es creciente y, en pocas palabras, catastrófico en unos modos tan variados como nefastos. Para que ocurran las hecatombes no habrá que esperar demasiado. Finalmente, apoyaba con una retórica muy sentimental que tanto la adaptabilidad característica de los seres humanos como la tecnología de la que ahora somos capaces deberían ser aprovechadas para que cambiáramos nuestro modo de vivir, habiéndonos percatado del gigantesco jaloneo que le estamos dando al balance de los elementos que hasta ahora habían mantenido al planeta Tierra siendo un lugar propicio para nuestras vidas. Frases como «aún no es demasiado tarde» y «los intereses de todos son más importantes que los de unos cuantos» estaban espolvoreadas sobre la masa del discurso entero. Los objetivos para alcanzar esta bella salvación los encuentran los ambientalistas en la erradicación de la codicia (y la pobreza), en la concienciación de las generaciones sobre la importancia del cuidado contra los contaminantes, en la concentración de los recursos tecnológicos en nuevos y más eficientes medios para producir lo que nuestro tipo de sociedad solicita sin usar combustibles fósiles. Como podrá encontrar mi lector, el cambio de vida del que se habla aquí es más bien el cambio de los combustibles actuales por otros que no emitan dióxido de carbono –difícil, pero no muy asombroso.

Me parece llamativo que en ningún momento se contemplara la causa que impulsó por primera vez esa tecnología que, según decían, han desarrollado todos los que se llamen humanos hoy. La promesa de que la paz, la igualdad, la comodidad, la longevidad, y la riqueza serán asequibles para todos los seres humanos es una muy vieja. Y de hecho se parece mucho a lo que se necesita, según este discurso, para que la humanidad entera cambie su modo de vivir. Pero resulta que esta promesa es la que impulsó la fiebre por la tecnología y el tipo de vida práctica del que están fraguadas casi todas nuestras actividades, y casi todas las ciudades de hoy. La electricidad que me transmitió ese discurso fue cosechada con generadores que sólo fueron posibles por la sed de petróleo y avance tecnológico que nos impide ver el cielo estrellado. Usar la tecnología para salvarnos, encontrar un sistema político en el que todos puedan encontrar la vida que cada quien busca, protegernos de la muerte violenta mientras satisfacemos cada uno de nuestros deseos, sentar las condiciones para perseguir nuestras pasiones; todo eso es lo que quieren los ambientalistas para todos nosotros. Todo eso es lo que quisieron los magnates del petróleo también. El mercado nacional e internacional se mueven con el discurso de que es posible que nos volvamos mejores en el intercambio, en la sana competencia. El estudio científico del comportamiento es un arma demagógica en las «investigaciones» sociales de hoy tanto como siempre lo ha sido cualquier tipo de discurso que sea socialmente aceptado como confiable. La ciencia no deja de hacer exactamente esto mismo, promoviendo que se divulguen sus descubrimientos y se expliquen a todas las personas las más importantes leyes del mundo en el que vivimos para poder controlarlo. Los ambientalistas no quieren terminar con el dominio humano, quieren transformarlo en una tiranía solidaria y responsable.

La promesa de que la tecnología y su buen uso es lo que nos salvará de vivir lentamente destruyéndonos entre nosotros es la de la Modernidad. Es exactamente el mismo discurso que hace unos cuantos cientos de años dio ímpetu al movimiento que consumió vorazmente el petróleo, el carbón, y todo lo que se les ocurra que escupa dióxido de carbono. El Efecto Invernadero es tan preocupante porque con un poquito más de calor que haya dentro de la atmósfera, se empiezan a perder las condiciones que permitían deshacerse del exceso de calor; el siguiente año, el calor es mayor y también lo son sus estragos, permitiendo que el del siguiente año sea, no tres veces, sino muchas más, peor. El crecimiento es geométrico. Quizá lo que necesitábamos para combatir el Efecto Invernadero era que su análogo no le ocurriera al mundo humano hace tanto tiempo con el calor de las promesas vanas.