La paciencia es invaluable. Me parece natural que sea una característica tan rara, porque casi nadie tiene bastante como para detenerse a observar por qué es de provecho tenerla. El otro día platicaba con un cuate que me tuvo una paciencia monástica. Hace mucho tiempo no lo veía. Durante nuestras discusiones se me hizo obvio que una misma idea le daba vueltas en la cabeza; pero no eran nomás vueltas como para decir que la tenía en la periferia, sino que estaba bien centrada en su mente y por eso, independientemente del tema de nuestra charla, cada tanto se aparecía rondando en una corta y rápida órbita. Su idea era que el mercado es una cosa fabulosa, que es fabuloso que todos dirijamos nuestra vida según el mercado, y que lo que lo hace tan fabuloso es que se regula solo. Su tono me hacía pensar en biólogos a los que se les aguan los ojos de emoción explicando los prodigios de la fotosíntesis. Hablaba así del movimiento mercantil como algo «autorregulador», que «se adapta naturalmente», que «tiende al equilibrio» y otras analogías por el estilo. Como al principio no me parecía muy claro qué estaba pensando cuando decía estas cosas, le pregunté. Me explicó varias veces el principio de la oferta y la demanda. Le inspiraba veneración pensar en lo perfecto que era y en lo conveniente que resultaba para nosotros que así fuera. Él supuso erróneamente que yo no era lo torpe que soy para los tecnicismos sobre observaciones de economía, así que sufrimos amargamente un rato juntos tratando de hacerme entender los pormenores de esta complicada disciplina que más que matemática se me hacía trigonomancia.
«Bueno –me decía–, no es tan complicado. De hecho el chiste es que cualquiera puede entenderlo», y efectivamente, cada una de las veces que me dijo esto continuó con una explicación que sonaba menos complicada y más fundamental. Llegó el momento en que entendí, o eso creo, a lo que llamaba el principio de la oferta y la demanda. Me explicó algo como que ambas fuerzas se jalonean en sentidos contrarios mientras van cediendo terreno la una a la otra, hasta que terminan equilibradas. «La demanda de un bien específico hará que se le oferte más –me dijo– y luego, a mayor presencia de ese artículo en el mercado esa demanda disminuirá. Juntas las dos cosas se irán nivelando conforme la gente comercie hasta que la demanda llegue a coincidir con la oferta en un punto en el que ninguna estaba cuando empezó. Así, el mercado se regula solo». «Solo –abundé–, supongo que quiere decir, que no necesitas ingeniarte ningún plan aparte, ni se requiere otro arte que intervenga para que el bien sea valorado cuanto merece ser valorado». Coincidió con esto. «Si uno lo piensa, no es distinta la idea de lo que ocurre en el intercambio de energía térmica entre dos sistemas con diferencias de temperatura», le dije, y también coincidió, emocionado con la analogía. Me advirtió en numerosas ocasiones que esta forma tan básica de entenderlo es apenas el primer paso; después se estudian muchos detalles que se erigen sobre estos cimientos.
Valorar un bien en el mercado es apreciarlo: en la generalidad de este principio, «la existencia de un bien, su abundancia y la necesidad percibida subyacen a su precio –expandió su explicación–. Se autorregulan los precios de los bienes que se hallan disponibles en el mercado porque el precio de lo ofrecido se adapta naturalmente en proporción a la cantidad de gente interesada y a su disposición a pagar por ello» y añadió al conjunto más consideraciones que no tuvo tiempo de explicarme a detalle (como el poder adquisitivo, los tipos de competencia, los medios de producción, los de transporte y un gran etcétera). Le pregunté si necesidad percibida quería decir tal como sonaba, o sea, que se trataba de cuán necesario era un bien según lo percibían los que lo demandaban, y me dijo que sí, efectivamente. Le dije «pero entonces la analogía con la naturaleza y el intercambio térmico no puede estar bien planteada. No puede ser que la autorregulación del mercado sea tan ‹fabulosa› como dices». Al decir estas cosas estaba pensando en un afiebrado al que se recomienda darse un baño de hielo. El traspaso de calor por el que se espera que vuelva a su temperatura natural es un suceso que ocurre indiferentemente de la enfermedad. Las moléculas meneándose con más o menos enjundia no pierden su tiempo pensando a quién matan o a quién curan. Por otro lado, aprovecharse del conocimiento que permite la hazaña curativa es un ingenio, un arte. Son dos cosas diferentes, aunque se den en el mismo movimiento, la curación que es arte del médico, y los cambios naturales que corresponden a las cosas por ser lo que son. Algo así traté de expresarle, aunque fui más vago de lo que quería, porque me pidió que le explicara qué tenía que ver eso con el mercado y su fabuloso proceso. «Pues es que esta comprensión del mercado que tienes –le dije–, requiere que finjamos que las causas naturales y los bienes humanos son idénticos». «¡Claro que no! –objetó–, lo que hace es enseñar cómo funcionan juntos. Porque es natural y es benéfico: las personas nos beneficiamos de que el mercado regule solo los bienes, nada termina con mayor ni menor precio que el que las personas de hecho piensan que merece cualquiera de las cosas que se ofrecen. Si algo hace falta en un momento dado, por el mismo proceso eso deja de hacer falta, y al revés, lo que sobra tiende a desaparecer». «Estarás de acuerdo –ofrecí entonces–, en que los bienes que están en el mercado siempre son bienes humanos. –Él accedió y yo seguí–: ¿Y no son representados por el principio de equilibrio del mercado con la misma necesidad irrefragable de las leyes cósmicas?, como si el deseo de tener computadoras se diera en los seres humanos con la misma necesidad con que caen los rayos de una tormenta, como si la prudencia creciera nomás por regarla. Esta idea de mercado no toma en cuenta nuestra capacidad para elegir ni tampoco las tensiones del deseo. Por ejemplo, para elegir consumir menos de algo que se me antoja mucho pero me hace mal, o para desear un bien, pensando que es capital, cuando la mayoría de la gente lo considera trivial o hasta nocivo, cosas por el estilo». Seguía sin convencerse. «Pero no estás entendiendo –respondió–. Es cierto que no son lo mismo los artículos en el mercado y los eventos cósmicos: nunca dije lo contrario. Y claro que el mercado considera la elección y el deseo. Míralo así, tomando tu ejemplo, los rayos en una tormenta no pueden someterse al juicio de los consumidores; pero si pudieran, no nomás nos desharíamos de los rayos, sino de las tormentas enteras. ¿No viviríamos todavía mejor si el mercado se encargara de esas cosas también? Pero son las cosas humanas las que así funcionan, y ya ese proceso se da naturalmente».
Después de algunas idas y venidas sin claridad, parecidas a las anteriores, le propuse que cambiáramos de tema y accedió. Afortunadamente no quedó todo en un completo desacuerdo porque de todas formas, como les conté antes, su imagen del mundo humano como un gran mercado no dejó de aparecérsenos de vez en cuando. Casi por inercia volvimos al asunto, o por lo menos, a tocarlo de refilón. Hablábamos ahora de su hijo, me contaba las chistosadas que éste hace y las cosas que está aprendiendo de él. Todo lo hacía sonar como un mayate incontrolable de escuincle. Estábamos en plena disertación sobre los caprichos infantiles y sus berrinches, además de los problemas que mi cuate tiene para determinar si está premiándolo mucho o muy poco para que se porte bien, cuando coincidimos los dos en algo: definitivamente los niños no saben lo que les conviene. «Ahí sí estaría de acuerdo contigo –me dijo–: si se tratara de un mercado de niños, dejar que se autorregulara sin meterle mano sería la peor idea del mundo».