Casablanca

Y así regresamos a Casablanca, una y otra vez, como si viéramos el filme una y otra vez mientras el tiempo pasa, siempre Rick e Ilsa, y siempre Lazlo una y otra vez; siempre en África y siempre con la difuminación del destino en la amistad de Louis, una y otra vez. Vivimos la misma historia como vemos la misma película, una y otra vez, y ansiamos que el final sea distinto, que Rick no deje a Ilsa, que Lazlo se vaya al demonio como se estaba yendo el mundo de aquellos entonces – dos años antes de que terminara la guerra, la maldita guerra, y quién sabe si Rick volviera a ver a Ilsa en el nuevo mundo que otra vez era libre, en el nuevo y maldito mundo que no se fue al carajo (pues Rick mata a Strasser como Estados Unidos somete a Alemania imponiéndole el muro que Lazlo le impuso a Rick en su amor por Ilsa) pero que en cierto modo sí se fue al carajo, y se sigue yendo al carajo –, pero entonces viene la neblina y lo único que queda es la amistad, una hermosa amistad que comienza en Casablanca y se dirige al nuevo mundo, mientras la canción se queda, el amor se queda, el pianista se queda y su color – que es el color del porvenir que tiene cada uno de los personajes inmiscuidos en esa tragedia – es el color mismo del celuloide que nos repite una y otra vez que Casablanca siempre estará en nuestros corazones, siempre tendremos Casablanca, pero no podemos vivir en ella y nos difuminamos junto con la niebla que borra la silueta de Humphrey Bogart dirigiéndose hacia su oscuro destino con una nueva y hermosa amistad.

Gazmogno

Como una patada en los huevos

No hay nada parecido a la sensación de una patada en los huevos. Uno está tan tranquilo, ocupándose de lo suyo – tal vez recitando un piropo o descansando la vista en el escote (porque un escote es justamente para eso, para descansar la vista del ajetreo citadino y de tanta polución visual que aqueja en especial a los nobles caballeros) que alguna impúdica delineó sobre sus tetas para incitar las rabietas de tanto moralista callejero –, cuando de repente, ¡rájale!, un empeine o una rodilla traicionera viene a perturbar el orden del cosmos, como un asteroide colisionando contra algún pacífico planeta sacándolo de su orbita habitual. Y es que los huevos – o testículos, como les dicen los letrados y la gente que no soporta las analogías avícolas – se encuentran en órbita, girando en pequeños círculos sobre su eje escrotal o simplemente descansando entre las colinas ingladas siempre uno por encima del otro – generalmente es el izquierdo el que, con su natural disidencia, se encuentra relativamente más alejado del perineo -, pero siempre en un orbitar constante que no debe ser perturbado so pena de uno de los dolores más terribles de que el hombre es capaz – nótese Hombre y no Mujer, y esto sencillamente por un machismo explícito de nuestro creador.

Cuando el choque resulta inminente, hay un pequeño instante en el que pareciera que no pasó absolutamente nada, un instante en el que uno dice “ah caray, esto ni lo sentí”, mientras que los huevos dicen “ya valió verga”, dando lugar a un doblamiento espinal en el que el cuerpo se transforma en un ángulo agudo – cada vez más agudo como agudo va siendo el dolor. Así, el empeine o la rodilla – o incluso puede ser algo tan insignificante como un ligero rozón de los dedos de la mano al dejarlos caer para tomar el jabón o el shampoo mientras uno se ducha (mejor conocido como el pericazo involuntario) – se han insertado violentamente en la cavidad pélvica violando la inviolable ley de la impenetrabilidad de la materia – pues en ese instante pareciera que el huevo izquierdo y el huevo derecho han ocupado al mismo tiempo el mismo espacio, a saber, la garganta – y dando lugar a un dolor que se ramifica por toda la parte baja de la pelvis, pasando por los intestinos y llegando al estómago en un calambre que no hace sino arrugar el asterisco más de lo que ya está arrugado. El aliento se pierde, la respiración se dificulta, la vista se nubla y uno no puede sino concentrarse en ese dolor, vivir ese dolor… uno se vuelve el dolor mismo.

Lo más común es terminar de rodillas o en posición fetal agarrándose – o más bien apretujándose – el paquete en un vano intento de controlar la agonía. Pero la agonía no puede ser controlada y lo único que uno puede hacer es dejar que el dolor pase, poco a poco, y la conciencia se reestablezca mientras se yace en el piso como un buda caído meditando sobre el dolor de tener los cojones destrozados.

Gazmogno

Rayada la suela

Andábamos buscándonos pero sin saber que andábamos para olvidarnos…

 

Gazmogno

Blanca Navidad

Blanca, como la gélida nieve que caía afuera, era la leche que le quemaba por dentro mientras su padre, disfrazado de Santa Claus, le daba su regalo.

Gazmogno

Jornada a las Tierras donde Nace el Sol (4)

Escrutando hondo en aquella negrura permanecí largo rato atónito, temeroso, dudando. Ni un rayo de luz ni un mínimo destello percibíase entre la penumbra. Mirara a donde mirase no lograba divisar absolutamente nada. De manera instintiva comencé a parpadear con insistencia en un vano intento por esclarecer la visión para encontrar aunque fuera un pequeño punto sobre el cual descansar tanta ceguera, pero el resultado era el mismo: negrura por todos lados; incluso llegó un momento en el que ya no pude distinguir si tenía los ojos cerrados o abiertos.

Rendido ante aquella extraña ceguera intenté refugiarme en mi oído, con la esperanza de escuchar algo que pudiera servirme de apoyo en esta desolación, pero la nada se me metía tan profundamente que ni mi propia respiración percibía ya – si es que a esas alturas todavía respiraba, pues ni siquiera estaba seguro de poder sentir el palpitar de mi propio corazón – lo único que me llegaba era negrura y más negrura. Por un momento, incluso, intenté aferrarme a esta vaga conciencia de la negrura, pero en ese instante la vacuidad se me metió hasta en los pensamientos devorándolos uno a uno, licuándolos y ennegreciéndolos hasta que no hubo más que una especie de inconsciencia que sólo puedo describir como ese estado onírico en el que no se experimenta sueño alguno. Y así es como lo recuerdo ahora. El tiempo parecía transcurrir, aunque no era exactamente una sensación temporal, de la misma forma en la que tampoco estaba teniendo una sensación espacial cuando comencé a sentir un ligero estremecimiento.

En el vacío – desde el vacío – algo se estremecía. Al principio fue como una sensación difusa e irregular que poco a poco fue cobrando ritmo e intensidad. A este vago estremecimiento se le fue uniendo algo así como un sonido – y digo “algo así” porque la percepción que tuve en ese momento no parecía ser mía; no era oído el que escuchaba, o por lo menos no era esa la sensación que tuve. Era más bien como algo impersonal, como si algo escuchara por mí.

Lenta, rítmica y gradualmente fue definiéndose lo que parecía ser el sonido de un gong. Cada vez resonaba con más fuerza, más metálico, más cerca de donde yo estaba fuera lo que fuera que fuese. Y la estridencia comenzó a ser tal que resultaba insoportable, como si todo a mi alrededor se cimbrara al unísono, como si mi propio ser vibrara con cada estallido, con cada espasmo, siendo yo mismo ese sonido; como si mi sustancia fuera la del agua de un estanque que se estremece todo cuando alguien arroja una piedra, sólo que en este caso no había piedra que cayera dentro del estanque, pues no había siquiera un adentro ni un afuera, tan sólo una sensación líquida e intermitente de estremecimiento.

Como dije, al principio resultaba insoportable y terriblemente perturbador, pues era como si con cada latido todo mi ser se disolviera y estallara en mil pedazos que al instante volvían a formarse sólo para ser liquidados de nuevo. O más bien, como si mi ser cobrara realidad sólo en ese estallido, disolviéndose en el ínterin en el vacío.

Pero lo insoportable se volvió soportable y más que eso, agradable, pues había algo así como una especie de dicha con cada estallido, con el hecho de formar parte – de ser parte- de un ritmo que me sobrepasaba, de un latido que parecía provenir de los confines mismos del cosmos y que me había sacado del vacío en el que estaba para encausarme en una especie de vibración universal. La dicha creció todavía más cuando descubrí que cada latido iba acompañado de un resplandor, primero difuso y lejano, que cobraba cada vez más fuerza y luminosidad, cada vez más intensidad, como si alguien que ha perdido la vista fuera recuperándola gradualmente con cada parpadeo. Y así andaba yo en la nada, parpadeando y viviendo en el latido cósmico del universo, con un regocijo infinito hasta que la vi… y todo se detuvo.

Gazmogno

Jornada a las Tierras donde Nace el Sol (3)

Cuando mi amigo me pasó la taza, me pidió de manera delicada y serena que primero disfrutara de su aroma. Al tomarla con ambas manos me percaté de su temperatura y de la extraña sensación de la porcelana caliente. La acerqué lentamente a mi nariz sintiendo la tibieza del vapor, que exhalaba, en mi rostro e inhalando profundamente llené mis pulmones con el aroma de aquel líquido verduzco que me inspiraba tranquilidad y serenidad a la vez que reverencia. Imágenes de antiguos y olvidados senderos polvorientos llenaban mi cabeza, senderos otoñales desgastados por el tiempo y cubiertos con el oro tributado por los árboles marchitos que en alguna primavera remota volverían a enverdecer. Y me veía a mí mismo en medio de aquellos caminos, milenario, viejo y empobrecido, decidiendo direcciones.

Pero algo en la visión de ese anciano empezó a perturbarme; algo en su mirada; algo familiar. Una especie de intranquilidad comenzó a nacerme en la boca del estómago mientras la imagen del anciano se volvía cada vez más nítida; podía observar la textura de su barba, las llagas de la sed que carcomían sus labios, las arrugas que el tiempo había trazado en su piel como extraños ideogramas de una sabiduría perdida que, de alguna manera, contaban toda su historia, y lo más terrible de todo era su mirada: opaca y difusa como de quien ha dejado de ver sin perder la vista; mirada extraviada de quien ha olvidado el rumbo y no sabe ya qué camino tomar ante una encrucijada de cien direcciones; mirada que comprendí era la mía, y cuya angustia cayó sobre mí en ese instante con todo el peso de la realidad. De pronto, la intranquilidad nacida en la boca del estómago se desató recorriéndome por completo y paralizando cada fibra de mí ser. Mis sentidos se bloquearon y un millar de preguntas y pensamientos se arremolinaron en mi cabeza en una lucha a muerte por la supremacía. Me encontraba de nuevo sin dirección ni propósito, con una tensión interna tal que incluso respirar se me dificultaba y cada latido de mi corazón retumbaba en mi interior estremeciendo la cristalinidad toda de mi ser.

“Bebe”, escuché de pronto tan intensamente que no supe si era la voz de mi amigo o de alguna parte de mi interior.

Al primer sorbo un intenso calor recorrió mi cuerpo, cimbrándolo. Desde mi lengua hasta mi estómago comenzó a ramificarse por mis extremidades y mi cabeza como un río desbordado en poderosos caudales que barren con todo lo que encuentran a su paso. Un escalofrío me invadió y sentí claramente como si algo se quebrara en mil pedazos dentro de mí. En ese instante abrí los ojos todo lo que pude mientras llenaba mis pulmones de aire en un movimiento violento en involuntario. Me aferré desesperadamente a la taza y empecé a beber sin parar. Lo bebía todo: el calor hirviente que me quemaba las entrañas, la amarga serenidad que este néctar de oriente me producía, la necesidad de algo que por fin clamara la sed por tantos siglos padecida… y a cada sorbo me invadía una extraña sensación de purificación, como si el caudal que me estaba bebiendo barriera con los pedazos de un terrible naufragio dejándome solo y a la deriva en la inmensidad del océano.

Paradójicamente, entre más líquido ingería más vacío me sentía; vacío de todo: vacío de sentido, vacío de dirección, vacío de soledad, vacío de deseo, vacío de anhelos, vacío de vida, vacío de tiempo… y adentrándome en este vacío se fue terminando el contenido de la taza hasta no quedar ni una sola gota, y en ese instante pude sentir claramente cómo el tiempo en su totalidad se detenía, mientras una especie de oscuridad me envolvía obnubilándome la vista.

Jornada a las Tierras donde Nace el Sol (I)

De un tiempo para acá Oriente se metió en mis escritos. Poco a poco fue introduciéndose en mis pensamientos, luego en mi vida y finalmente en mis escritos, que no son muchos, pero resultan un intento por darle sentido y orden al caótico mundo espiritual que a últimas fechas me atormenta… Corrijo, Oriente siempre ha estado en mis escritos – y en mis afectos -, pero no el Oriente del que ahora quiero hablar y del que surgió todo lo bueno y lo malo de esta última etapa de mi vida, sino ese Oriente que me llegó de oídas a muy temprana edad y del cual no pude dar cuenta en ese momento, pero que transformó profundamente mis ideas y convicciones, aunque éstas se basaran en meros cuentos infantiles y supersticiones religiosas; ese oriente sobre-estilizado de colores chocantes y chillones – como su música – y en donde la gente tiene el color del limo que se forma en el delta del Ganges a donde van a lavar sus impurezas; ese Oriente de dioses multiformes y terribles y de mil brazos que como arañas se le meten a uno en la imaginación sobresaltándola y llenándola de las maravillas que Occidente constantemente le va negando; ese Oriente pacifista y profundamente espiritual de mahatmas y monjes y budas que enseñan caminos de renuncia y meditación y serenidad, cuyo incienso perfuma el alma y la incita con su penetrante látigo a adormecerse en mil ensueños con turbantes y enromes bestias de orejas grandes y terribles colmillos; ese Oriente que sólo puede existir en la imaginación de un niño y del cual la vida poco a poco lo fue apartando… para mostrarle aquel otro Oriente del que jamás tuvo ni la más remota idea.

Como algunas de las más bellas historias, todo comenzó con un libro. Un libro que por los azares de la casualidad llegó a mis manos a través de la persona que más amaba en ese entonces. Ni ella ni yo sabíamos las consecuencias que dicha obra tendría en nuestras vidas, sobre todo en la mía. El libro del té, dejábase ver en la portada, junto con un hombre de aspecto oriental y mal talante que parecía estar revolviendo algo dentro de un enorme caldero.

A lo largo de sus páginas me fui enterando, de manera breve y sucinta, de cómo vivía y pensaba ese Oriente al que nunca había prestado atención y que, francamente, poco me importaba. Ese Oriente del que proviene el té y donde nace el sol y que le rinde culto a lo simple, a lo sencillo, al detalle. Esto fue lo que me cautivó en un principio: la sencilla y profunda reverencia a lo cotidiano, en contraste con la caótica complejidad sobre la que había edificado mi vida hasta ese momento. Tal vez fue por eso mismo que comencé a escribir Haikús, escribirlos más que leerlos, tratando de captar con el menor número de palabras la vitalidad de un instante, su belleza, aunque imperfecta. Vaciar la mente de tal modo que se pueda estar verdaderamente en dicho instante, y más que describirlo, señalarlo: “eso es así”, tathata, sin valoración alguna.

El camino del haikú me condujo por el sendero de la sobriedad que lleva hacia el té; sendero que se fue bifurcando en toda una serie de doctrinas y prácticas, ora yóguicas, ora marciales, que buscaban la armonía y la serenidad. Sin embargo algo faltaba. Un dejo de artificialidad impregnaba todo lo que hacía, así como artificial nos resulta el camino previamente trazado por otros. Y el sendero se bifurcó de tal forma que extravié el camino. Perdí la dirección.

Comencé a estar a la deriva de todo lo que hacía. Dejé el yoga y el aikido y poco a poco fui regresando a mis hábitos occidentales, que de alguna forma me parecían a la vez más enraizados como heterónomos. Hacía las cosas en automático sin siquiera cuestionar el porqué. Un malestar se apoderaba de mí con gran fuerza y llegó un momento en el que el caos resultó ser tal que perdí el control y, con él, cualquier punto de apoyo que pudiera sostenerme. Me encontraba desquiciado. Sólo esperaba el momento en el que el suelo detuviera mi caída terminándolo todo. Pero el suelo nunca llegó y en su lugar apareció otra cosa.

Gazmogno