El sacrificio del éxito

Una universitaria se suicida presuntamente por el estrés al que la somete su universidad. La escuela es famosa por su prestigio; ahí han estudiado numerosos presidentes y muchos secretarios de estado. En lugar de que la discusión sea la finalidad de la educación, en las redes los tuiteros se desbordan a opinar sobre la generación de cristal, los mal y constantemente mentados millennials. En lugar de intentar comprender para qué se estudia, qué clase de conocimiento es bueno y qué es lo mejor que cada estudiante debería conocer (así como si hay algo que para todos sea bueno conocer), se cree conocer qué les hace falta a los actuales estudiantes, se cree saber con claridad quiénes son los actuales estudiantes. En seis características creen englobar a billones de personas. No es nuevo que en las redes se manifiesten más especialistas que la cantidad de problemas que se padecen en la realidad. Lo novedoso es que ni el asunto más grave, la muerte de una persona, permita pensar en toda su complejidad el problema de la educación. Es como si tácitamente se hubiera aceptado que la universitaria se suicidó porque no soportaba la presión de este mundo. Afortunadamente esa no es la voz general. Se ve que existe un problema, pero no se lo logra asir, se nos escurre de las manos por más fuerza que hagamos. Y tal vez ese sea el más grave defecto de la educación actual: su incapacidad para comprender los problemas. El primer problema que no logran ver es la distancia entre sus objetivos educativos y el modo en el que se buscan o se pretenden desarrollar esos objetivos. ¿Qué quiere decir una institución, por más prestigiosa que sea, a un estudiante cuando le exige memorizarse el doble de temas de los que normalmente sería capaz de aprender?, ¿quiere decirle que en su futuro trabajo deberá memorizarse el doble y trabajar el doble que los demás para tener privilegios?, ¿quiere acaso insinuarle que sólo vale la pena sacrificarse a sí mismo con tal de ser exitoso?, ¿quiere acaso insinuarle que sólo se puede ser exitoso si se sacrifica a sí mismo?, ¿no estará sugiriéndole que debe dividirse en dos, matar una parte de sí para que la otra pueda vivir placenteramente? Consecuentemente, si no se es capaz de aprobar en la prestigiosa universidad, ¿quiere decir que no se merece ser exitoso, que es uno del montón, que jamás hará algo que valga la pena, que nunca será recordado por nadie? Y el que no puede lograr el éxito, el fracasado, ¿es un muerto en este acelerado mundo moderno?

Yaddir

Maravilla y esperanza

Leí un par de maravillantes ensayos de Josef Pieper: El ocio, la base de la cultura y El acto filosófico. Él piensa que el alma humana está abierta al mundo y que los dos nombres de esta apertura son maravilla y esperanza. ¿Cómo saber de qué está hablando? ¿Por qué nos interesa? La segunda pregunta enchina la piel, así que tomemos mejor la primera. Para saberlo se requiere que podamos notar qué tiene de extraordinaria la vida cotidiana. La rutina, el esparcimiento y el cumplimiento de nuestras funciones, fundidas en una misma existencia instrumental, se administran con un balance más o menos bien logrado de placeres y dolores que extienden nuestra duración útil. Éste es el objetivo de la agenda individual, la logística de la dedicación. El cálculo termina en el humano poder, o sea el que tiene quien puede máximamente hacer bien a quienes quiere, mal a quienes desprecia y defenderse sin miedo de los que a él querrán dañar (incluso cuando esto se logra, como escuché decir una vez a un profesor de ética, cuando la sociedad puede garantizarle a todo individuo que es libre de hacer en paz lo que se le antoje). Ahí está el éxito. «¡Sé profesional! ¡Triunfa!». En nuestro mundo contemporáneo, todo esto parece consistir en no mucho más que la supervivencia más fácil y cómoda posible; pero el ascenso progresivo hacia ello requiere que uno se entregue a dificultades e incomodidades ineludibles. Virtud del hombre de nuestro tiempo es ser chambeador. No, no virtud: valor agregado. Todo ello conforma nuestra cotidianeidad, incluso en el tedio constante del fracaso, en la afirmación desinteresada de la pereza, o hasta en la inusual satisfacción del deseo de dominar a otros y ser rey, como dice la canción, aun sin trono, reina o comprensión. Las fantasías vacacionales y los sueños de vigilia laboral lo delatan.

En la posibilidad de encontrar que esta cotidianeidad no refleja la verdad de la vida es que está la maravilla. No se trata de una profundidad obscura, de un secreto indecible, místico, que está en un mundo sin conexiones con éste; se trata más bien de la posibilidad de notar lo extraordinario en lo ordinario. La maravilla es este mundo. La vida humana es mucho más que el canal corriente de la profesión, mucho más que el ajetreo del mercado. El mundo del trabajo, que incluye los ciclos que permiten las vacaciones y el entretenimiento relajante antiestrés, es una superficie solamente. Es una cara de algo más grande. Pero esto sólo puede descubrirse en el ocio. ¿Por qué en el ocio? Porque sólo fuera de la carrera en la que todo es útil o instrumento, en la que el desprecio a la palabra es la forma de intercambio, en la que todo fin está en un difuso ya casi; sólo fuera de ella es posible la oportunidad de que las cosas se contemplen como son sin ser para otras cosas. Y cómo se relacionan entre sí, cuando no estamos pensando en dominarlas para progresar, resulta ser mucho más rico, complicado, y extraordinario de lo que se dejaba ver en el negocio. El ruido del negocio no deja escuchar el sentido de las palabras. Sólo el ocio permite la reflexión. Y por eso, sólo en el ocio podemos vernos a nosotros mismos; aunque sea nomás un poco, porque nunca nos vemos completos y de golpe, como no vemos tampoco completa y de golpe la totalidad de todas las cosas del cosmos. La maravilla, dice Pieper, no «aparece» en el ocio, como si fuera un evento. Esto invitaría la falsa noción de que hay que hacer cita para alcanzarla; abriría las puertas a buscar la sabiduría apretando un cachito en la agenda de 18:00 a 19:00 para hacer yoga. La maravilla es más bien la forma en la que estamos conectados con la totalidad de la que somos una parte. Cuando la contemplamos, lo que creíamos que sabíamos se revela como superficial: no sabíamos nada.

Lo que dio pie a las objeciones de la Modernidad temprana contra los esfuerzos que a tientas hacen los llamados «filósofos», es que ante tal observación misteriosa, «no sabíamos nada», o se cambia completamente el rumbo o se sigue a tientas. Después de saber que no se sabe nada, parecería que uno desespera porque es imposible, entonces, después de tanto preguntar, saber. La objeción, por decirlo de manera reducida (aunque creo, precisa), consiste en decir que no tiene sentido preguntar tanto si después hay tanto más que preguntar. Mejor sería encontrar cómo hacerle para no maravillarnos más y, mejor, dejar de ignorar. Eso me recuerda el cuentito chistoso en el que se supone que Menón va a cenar a casa de Gorgias. Gorgias afirma que nada es, que si es nadie lo sabe, y que si alguien lo sabe, no puede comunicárselo a nadie; Menón le objeta a su anfitrión que no podría saber eso, porque para haberse dado cuenta de que ello es así, tuvo que haberlo aprendido. Pero no puede haber aprendido nada porque si al principio sabía qué estaba buscando, entonces ya sabía desde antes lo que ignoraba, y si por el contrario ignoraba qué buscar, entonces seguramente nunca lo encontró. Gorgias, ofuscado, replica que aunque suene bonita esa objeción, es totalmente infundada; pero como nada puede comunicarse, no importa ni tiene sentido tratar de explicarle cómo aprendió lo que aprendió. Menón entonces le dice que concuerda y con ello canta victoria –antes de tiempo–, señalando que todas esas cosas que Gorgias dice, y muchas más impresionantes, Menón ya las sabía desde antes de haberlo conocido: si las estaba pensando, y era imposible aprenderlas y comunicarlas, entonces no pueden haber venido de otra sabiduría fuera de su cabeza. Gorgias palidece de coraje, pero recobra la compostura contestando que todo lo que dice su invitado son disparates imposibles, porque como finalmente nada es, no hay nada que saber. Con eso vuelven a empezar, y así siguen hasta que se les enfría la comida y da la hora de que Menón se regrese a su casa.

En el malentendido está precisamente el punto que Pieper resalta al decir que la misma cosa es la que recibe el nombre de maravilla y de esperanza. La Modernidad, fuente arquitectónica de la vida sacrificada al progreso, pregonera del valor supremo del trabajo y enemiga por principio de la sabiduría, se confunde al pensar que la maravilla es lo mismo que la duda. Pero en efecto, sin esperanza, no parece que difieran mucho entre sí la experiencia de maravillarse y la de dudar. Decir que la distinción está en el grado, en la intensidad, es decir algo trivial pues ambas admiten lo más y lo menos. Ambas pueden ser íntimamente placenteras, jubilosas incluso. Al dudar, al mismo tiempo uno se percata de que creía saber, de que pensaba que algo era certero, sin asegurarse antes de que lo fuera; la maravilla hace eso también. La duda, sin embargo, mira sólo hacia dentro. La duda no se ha abierto en la afirmación de la parte, seguramente ínfima, que es quien duda en la totalidad. No confía en que detrás de la revelación misteriosa del desconocimiento, vive la sabiduría. Por esta convicción de que se ha ganado mucho al saber cuán poco se sabía, y que se ganará al aprenderlo de nuevo, y de nuevo, es que habla Pieper de esperanza. La vida extraordinaria muestra, en lo ordinario, que no estábamos viendo la vida incluso cuando pensábamos que la teníamos enfrente. Pero no deja de ser vida; de hecho se revela más viva que nunca. Por eso esta observación no quiere decir que la vida del ocio sea invisible y que mejor hay que encontrarnos un método para cuadrar nuestras sombras interiores según nuestros deseos más abundantes, a fin de que no perdamos tiempo en otras cosas que no eran visibles, que no estaban a nuestro alcance, que no caían bajo nuestro dominio; quiere decir, o acaso eso sugiere Pieper, que la vida humana siempre ha sido visible, máximamente, tan colorida como no sabíamos que fuera posible. Y por eso, de un modo que no deja de ser maravillante, en ser humana es que es divina.

Hippies contra oficinistas

¿Qué tan estresante es la vida moderna para que vivir como un hippie sea una de las mejores opciones de vida? Hay quien diría que las vacaciones son una modalidad del mencionado estilo de vida, pues las preocupaciones se alejan durante un puñado de días para contrarrestar el estrés. Aunque el estrés es causado por el trabajo con el cual se pudieron pagar los días de arena, sol, diversión y tranquilidad. No hay vacaciones sin trabajo; no se vacaciona si no se está estresado. La cíclica pesadilla de todo trabajador. La fórmula de la vida no moderna podría simplificarse como alejada de las preocupaciones, pues éstas son dolorosas; el mejor modo de vida, visto así, sería el de los constantes placeres y los pocos dolores. La disyuntiva sería saber cómo se consiguen más placeres con la menor cantidad de dolores posibles, si con la vida al natural o con la vida laboral. Pero esto sería como abandonar nuestro aspecto humano, pues nunca podemos dejar de preocuparnos por las consecuencias de las acciones que tomamos en la vida de las personas que queremos.

Un hippie consecuente sabe que sus acciones afectarán a las personas que lo quieren; sabe que su estilo de vida le afectará en todos los sentidos; sabe que si quiere alejarse del egoísmo moderno, no puede tomar una decisión egoísta. Quizá por ello pondera tanto el amor y la paz; quizá por ello busca que todos tengan un modo de vida semejante al suyo. Su modo de vida se vuelve estilo de vida si el mundo moderno es como él lo pinta y ahí no hay manera de vivir bien. ¿Aunque si lo que principalmente pondera es el amor, la ausencia total de egoísmo y el despoder humano, esto no podría darse sin necesidad de vivir alejado de las grandes urbes y de sus costumbres?, ¿tendrán razón los hippies y no es posible amar en el mundo moderno tal como se nos presenta?

Desafortunadamente la sencillez de la vida al natural no compagina con la complejidad del alma humana. De no ser porque el hombre que pretende vivir al natural sabe que debe dejar de lado la humana sociabilidad, podríamos decir que quiere alejarse de los problemas humanos, que le tuvo miedo a ser animal político. Siempre hay espacio para soñar que no hay nadie alrededor.

Yaddir

La edad de oro

«El movimiento, si es eterno, dura lo suficiente para que todo lo que muta, lo que fluye y se transforma, sea cada cosa en algún tiempo hasta que vuelva a ser lo que antes fue, deje de ser lo que ahora es, y así constantemente, sin cambiar nunca, como es necesidad».

El estudiante devolvió el libro a su lugar, naturalmente reposado en un alto estante junto a otras curiosidades bastante viejas. Historias como ésta y muchísimas otras que inspiraban aun más maravilla venían de un mismo suceso, pero con el tiempo una multitud de ellas se había extinguido mientras que otras sólo se contaban fragmentarias e inconexas. Siguió su búsqueda. Leyó todo lo que que fuera por lo menos tangencialmente útil y que estuviera a la mano. A estas alturas cualquier ayuda, por más breve, era bienvenida. Entre otras anotaciones y observaciones, halló éstas:

«Al fondo del mundo se revuelve aquél que antes gobernó y fue derrocado. La curva hoz de hielo parece inmóvil a nuestros débiles ojos, que miran de tan lejos. Se ve como un sólido disco ahusado que acompaña quieto al astro en su ciclo. Pero esta quietud es una ilusión: el filo circula con rapidez propia, virando en su arrojo regular. Saturno, en efecto, siega el éter en períodos de cadente proporción, estación a estación, dictando un paso tan grave y tan fundamental que se escucha adentro de todos los ritmos. El arco interior luce azul blanquecino y el filo se amarrona como la sangre seca. Su cuerpo, en cambio, viste con los colores del desierto y con una corona de seis picos, se burla de su destronamiento el destino mientras del destino se burla él mismo. Lo acompaña un séquito de condenados impotentes, aterradores en magnitud y en fuerzas agotados. En el lejanísimo rincón detrás del cuál no queda sino el Cielo, desde donde el Sol apenas luce como una perla bajo el agua, el titánico Saturno inunda su prisión de negra esfera con pacientes lamentos que extrañan las primaveras que seguían a los veranos que seguían a los otoños que seguían a los inviernos. Mas ha de revocarse su condena ya sea tarde, ya sea temprano».

La escritura de estas palabras le pertenece a una excéntrica astrónoma inglesa que se llamaba Rheagan Priestley. La científica no se había ganado su reputación con escritos como éste, eso es seguro. Lo hizo con estudios respetables, rigurosos, centrados en los cuerpos celestes de la nube de Oort. Pero de vez en cuando salía con alguna pintoresca publicación allende las revistas especializadas y evitaba las discusiones serias al respecto con humor frenético, reclamando poder ver con alguna clase de inspiración poética que los demás científicos no podían sino tildar de extravagancia. Si se le presionaba, decía siempre haberlas encontrado en algún libro o en un artículo, y nunca decía cuáles. Era bien sabida la falsedad de esta pantalla. Jerigonzas aparte, lo importante es que habían sido precisamente ella y su equipo en la Universidad de Cambridge quienes haciendo un análisis orbital habían encontrado por primera vez la discrepancia entre los datos más actualizados de la NASA y los presentes acerca de la distancia entre Ceres y Júpiter en su punto más cercano. En esos años, la diferencia se afrontó con el espíritu con que el corrector ve la errata. Supusieron descuidos en la medición anterior, estando la posterior tan bien sustentada. Pero no, ambas eran correctas. Pasaron unos veinte años de ese hallazgo antes de que la doctora Priestley escribiera el párrafo que ahora Clemente había extraído. Lo leía varias veces con el silencio de un aliento entrecortado. Ella se había dado cuenta antes que todos: no estaba Júpiter escapando de Ceres, sino que estaba cayendo, lenta, inevitablemente, hacia Saturno.

La doctora había hecho una proyección del momento en que se impactarían los dos colosos. Con todo y que fue hecha hace más de sesenta años, se aproximó mucho. Se adelantó solamente por unos dos años según las mejores estimaciones actuales. Todo esto lo había aprendido Clemente en relativamente poco tiempo. Su obsesión con el evento se había acrecentado en la misma medida en que se le iba haciendo manifiesto el desinterés generalizado por él. Cuando el estudiante escuchó las predicciones más probables que se tenían hasta hoy, le habían parecido dichas con una frialdad que acomodaba a un loco o al eco inconsciente, pero no a un hombre. Miraba esta liviandad y no podía dejar de pensar en los Hombres leyendo de Goya. Avejentados, tal vez, o quizá todos estaban adormecidos por la marcha ininterrumpida del progeso. Pero eso no parecía suficiente explicación. La órbita de Júpiter lo había estado llevando por años hacia un choque inevitable con Saturno y nadie sabía aún qué era responsable del insólito trayecto. Había sido así por suficiente tiempo como para que las personas se acostumbraran al dato y lo dieran por rutinario, por consabido, para que generaciones crecieran aprendiéndolo en las escuelas y escritores imaginativos tacharan de sus tramas futuras las presencias de esos planetas en el sistema solar así como se les había conocido. Pronto chocarían y, muy probablemente, se desbaratarían en rocas heladas y bocanadas de gases esparcidos por millones de kilómetros al rededor del impacto. Todo mundo lo había dado ya por sentado: pronto Júpiter y Saturno tan sólo serían los restos en la escena de un accidente aparatoso. Era esta actitud la que nunca le sentó bien a Clemente. ¿Qué tenía que haber ceñido a las personas, a los expertos, para que vieran este hecho como notorio, en vez de como algo completamente formidable? Él no era físico ni tampoco astrónomo, pero era el único convencido de que en este acontecimiento un movimiento cósmico mucho mayor del que se comprendía estaba llevándose a cabo. Recordaba las palabras de Estacio el romano: «venga a mí Saturno libre de sus grilletes». En vez de cantos jubilosos ahora resonaban alarmantes. Más aún en juego con las palabras poéticas, ¿o serían sibilinas?, de la doctora. «Apenas llegada al mundo la noche cerúlea, desciende brillante en medio de la arena, el denso y llameante anillo que eclipsa vencedor a la antorcha…».

Clemente era joven y su reputación era la que podía esperarse de un estudiante de literatura en un mundo plenamente globalizado. Breve para hablar, pero sin la prudencia que dio fama a los lacónicos, más bien daba la pinta de un muchacho poco inteligente entre los entendidos. Claro, en tal ambiente de igualdad se le respetaba y toleraba como al que más. Los últimos meses la caída de Júpiter se había hecho tema de conversación en todas las plataformas, noticiarios, programas, canales, videos y otros tantos; pero el estudiante ya llevaba mucho con esta preocupación. No había encontrado a nadie que compartiera su sentimiento ni podía convencer a nadie de su importancia. Esto le parecía incongruente en un mundo poblado con tan fecunda abundancia de gente en contacto constante, y sin embargo era así. No sabía exactamente por qué, pero una difusa corazonada lo disuadía de creer que el cambio de la órbita joviana había sido contingente; aunque no hubiera podido él mismo decirlo así. En estos tiempos era inconcebible para cualquiera que los movimientos universales fueran otra cosa que contingentes, eso sí, en la urdimbre de las leyes inquebrantables de la física. No había habido época más productiva de la humanidad, y eso incluía las ciencias. La vida y la composición de todo lo inerte estaban explicadas ya en un exhaustivo sistema que exponía todos los pormenores de la lotería cósmica. Curiosamente, eran los asuntos humanos, legendariamente caprichosos, los que hoy estaban dominados hasta el último detalle por la égida técnica: no había crimen que no se predijera ni disposición anímica que no se amoldara a alguna dieta de fármacos. Incluso la salud estaba garantizada legalmente y las substancias rejuvenecedoras eran tan comunes como el habla. Como fuera, pues, Clemente primero consultó los medios de divulgación científica y luego se esforzó por entender las afirmaciones que pertenecían a la ciencia propiamente dicha, aunque los cálculos eran poco interesantes y nada reveladores. Se hablaba del suceso junto a artículos sobre las arañas que más lejos brincaban o en programas sobre los veinte astros más fascinantes del espacio sideral. En medios serios había mucha investigación acerca de la órbita de Júpiter, de su trayectoria nueva y de los detalles de ésta; pero no había nada de valor acerca de las causas. Varias propuestas seguían siendo discutidas y, para ser justos, evocaban gran emoción entre sus defensores; pero como he dicho antes, no era el interés que Clemente hubiera juzgado apropiado. La que movía a los científicos era la misma fascinación que la que había guiado a pensadores del siglo XX a proponer la existencia de materia obscura para explicar el movimiento del disco galáctico. De haberlo comprendido bien se hubiera avergonzado de admitirlo, pero lo que movía a Clemente era otra cosa.

Esta vez había llegado a la biblioteca con una sospecha negra, muda, incomprensible. Nada encontró el estudiante que la iluminara. Y así siguió buscando algo que le sugiriera por qué, pero fue en vano. Llegó el día del impacto y los telescopios estuvieron listos para grabar el evento desde todos los cuadrantes del orbe. Después lo iban a publicar con las imágenes mejoradas por técnicas digitales que simularan la perspectiva del espectador en primera fila; pero no llegaron a eso. La primera de las extrañezas que tomó por sorpresa a los astrónomos fue que al acercarse a Saturno, Júpiter empezó a encogerse como hacen las estrellas cuyos corazones colapsan, hasta quedar tan reducido y denso como el más pesado de todos los asteroides. De haber sido el más grande y majestuoso de todos los astros, quedó disminuido hasta parecer un niño junto al enorme cuerpo setecientas veces más grande que la Tierra. No se dio, pues, la colisión que los expertos suponían, sino más bien una caída desbocada. Júpiter fue engullido. La gravedad de Saturno lo tomó y éste cayó hecho una bola ígnea más brillante que el Sol, jalando consigo una estela quebrada como delta en los anillos por donde se había proyectado. Se apagó cuando lo devoraron las nubes en la superficie con una fumarola que hubiera hecho un estruendo monstruoso si hubiera habido oídos para escucharlo. Las nubes cargadas explotaron en relámpagos azules y grisáceos arrojados con la rabia de mil toros heridos de muerte. Los satélites jovianos, que acompañaron al planeta en su viaje errante hasta aquí y habían ganado ya gran velocidad, perdieron su orden y se desperdigaron, algunos jalándose por gravedad mutuamente con los satélites saturninos, chocando unos contra otros y desmoronándose, o siendo lanzados a velocidades incalculables hasta el fondo de los cielos, o revolviéndose perdidos hasta ralentizarse en una nueva órbita más o menos luminosa. Entre ellos, Mimas pulverizó vorazmente a Calé, Jápeto chocó de lleno con Egeón y lo hizo cien pedazos, Hiperión impactó una faz de Ganimedes reduciéndola a esquirlas. La hecatombe duró días. Su órbita se invirtió. Cuando Saturno por fin volvió al sosiego mudo del abismo, los mortales que lo miraban ya no eran capaces de entender qué sucedía.

Aletargadas, todas las personas que poblaban la Tierra intentaron concentrarse como quien despierta de una larga siesta con la consciencia a media luz. El día parecía haberse diluído en un calendario vago, la memoria de lo pasado y los proyectos de lo venidero se deshilachaban como la textura de un espejismo. Desde los más ricos hasta los más pobres, viejos y niños, jefes y empleados, conservadores y revolucionarios, y todos en medio, fueron presas de terribles vértigos. Clemente sintió una confusión nauseabunda pero no atinaba a darse bien cuenta de ella, como si su pensamiento entero hiciera bizcos, como si viviera en esos sueños en los que se persigue al que siempre queda a punto de ser alcanzado. Se disipó su preocupación. Nunca más pudo recordar a los poetas. Poco después, olvidó su nombre. Todos experimentaron sensaciones semejantes por un tiempo. Las primeras cosas que se desvanecieron fueron la familiaridad, la hospitalidad, la amistad, la personalidad; todas se mezclaron en un extraño asentimiento de vida latente cuya mirada no era suficiente para distinguir unas caras de otras. La sabiduría de milenios se volvió ininteligible de un momento a otro. Sufrieron también los negocios, porque nadie era capaz de seguirles el hilo, ni de mantenerse en ellos ni siquiera lo suficiente como para aventajarse de los demás que sufrían lo mismo. Claro, no hubo quien se lamentara, pues en la confusión general las posesiones perdieron sentido, el dinero desapareció dejando nomás sus trazas de papel y metal, las fronteras entre países se perdieron, y a las idiosincracias folclóricas se las llevó el viento como si fueran humo. Los gobiernos se desarticularon en partes cada vez más chicas hasta que no era visible quién estaba por encima de quién. Las artes decayeron hasta el desuso: ropa, herramientas, armas, cachivaches, todo fue relegado. Al tiempo el lenguaje se aflojó. Cada nombre debilitado fue perdiendo forma hasta quedar líquido, reducido a vocales pasionales o a intuiciones inmediatas. Se fundió apenas lo suficiente como para que ya no hubiera sintaxis con qué quejarse de haber perdido la estructura. La vuelta al vientre silvestre los obligó a comer lo que se hallara al alcance. Había una fecunda abundancia. Comían incluso plomo, y pronto habían sido miríadas los muertos, que además mataron a otros tantos con su peste. Eso sí, murieron sin miedo. Y los que aún se propagaban podían gratificar sin obstáculo toda extensión de su gozo. En el horizonte el Sol pareció detenerse brillando cual oro, sin noche ni día. Pero al tiempo, las debilitadas mentes que sobrevivían comenzaron a bullir. Los nuevos salvajes se volvieron irritables. Como asediados por una maldición, empezaron a padecer constantes cefalalgias, ataques de furia, convulsiones. Empezaron a cazarse entre sí. En grupos se escondían en hoyos en la tierra o en edificios erigidos con conocimientos ya perdidos, y acechaban. Celebraban bramando haber capturado a otro, al que sin dudar liberaban del dolor descabezándolo. Luego ofrendaban partes de su cuerpo sangriento en un barullo ensordecedor, algunas entre ellos y otras al cielo abierto, bebían y comían, y festejaban con luchas y placeres combinados, y luego danzaban proyectando sombras que no se acrecentaban ni languidecían, hasta desfallecer de cansancio y caer. La guerra no tocó jamás sus corazones. Y así siguieron por milenios sin cuenta. O tal vez por décadas. O tal vez un instante solamente; da lo mismo, porque ya no había quien viviera como si no hubiera sido así desde siempre, como si nada pudiera cambiar, como si así fuera a mantenerse por toda la eternidad.

La explicación persistente

La explicación persistente

 

Pallas, quas condidit arces,

ipsa colat…

 

La ciudad es el lugar de las palabras. Por ello, la reacción romántica contra la civilización moderna enaltece al campo. Si la ciudad moderna se construye a partir de la razón instrumental, será la sólida muralla del silencio la que circunde el panorama romántico del campo. Y la música –a media luz entre el silencio y la palabra- se presentará como la frontera de la civilización y la naturaleza. ¿Acaso la música requiere explicación? ¿Acaso el campo nos libra de explicar? ¿Qué es una ciudad donde ya no se explica nada?

         El silencio del civilizado extraña, pues es una renuncia a la explicación. De igual modo, cuando la música deja de ser concierto en la ciudad, el ruido es lo que permea. ¿Quién quiere vivir en el ruido? Incluso allí donde la palabra parece ya imposible, la explicación no es del todo un inútil combate. Podríamos explicarnos el ruido que circunda para entender al menos si todavía hay lugar para las palabras. Persistir en la explicación no es siempre un acto vanidoso, que a veces la vanidad del autor está en su renuncia a explicar.

         Alexis, o el tratado del inútil combate es una obra literaria que nos permite pensar en la persistencia de la explicación. Por un lado, Alexis podría ser considerada una novela cuasi-autobiográfica: el drama del despertar sexual de un escritor que se hipostasia en su personaje como mecanismo de ocultamiento. Por otro lado, y más acertado, El tratado del inútil combate podría ser considerado como una carta extensa en que se explican en primera persona las acciones de un personaje fabulado. Sin embargo, Marguerite Yourcenar logró mucho más que eso con su obra: logra una novela epistolar biográfica que da razón silenciosa del autoconocimiento erótico. ¿Razón silenciosa?

         Considerada como carta, el autor es el personaje principal de la novela. Pensada como novela, Alexis es el personaje principal de la carta. Sin embargo, no es sencillo identificar a Alexis con el autor de la carta, ni a alguno de los dos con la autora de la obra, ni a la destinataria con el lector, la autora o quien originalmente pedía la explicación. Alexis, el autor de la carta, la destinataria de la carta, la autora de la novela y el lector de la novela se encuentran en torno al silencio que origina toda la obra. El silencio está tanto en la periferia como en el centro de la obra porque es la continuación del viejo lamento de un pastor que es cervatillo, es la respuesta de quien alejándose protege, es la explicación persistente del silencio en la segunda Bucólica de Virgilio.

         Virgilio presenta a Corydon lamentándose porque su amor por Alexis no le es correspondido. A lo largo de la égloga, el pastor muestra la sinceridad de su pasión amorosa y su distanciamiento de la sencilla armonía natural. El epicureísmo virgiliano permite notar que el amor, aun cuando sea sincero, es siempre una perturbación, un desequilibrio de lo natural. No es antinatural la pasión homosexual, sino que su oposición a la naturaleza se origina en la perturbación originaria: todo amor es contrario a la naturaleza. Corydon se lamenta porque al amar ha perdido la tranquilidad y no ha ganado a Alexis.

         Alexis, en cambio, no tiene voz en el poema virgiliano. El silencio de Alexis motiva la creación yourcenariana: parece que la novela pretende dar voz al que en el poema calló. Sin embargo, la voz de Alexis sólo sonará a través de la voz de quien redacta la carta: un hombre que confiado en la comodidad de la costumbre evitó el autoconocimiento y en ello ha reconocido la razón de su infelicidad. El redactor de la carta escribe a su esposa para explicarle por qué ha huido, por qué la ha abandonado, por qué ella es la única que podría entenderlo. Huye porque él nunca sería feliz en la relación burguesa que el matrimonio le permite; él ama de otro modo. Abandona porque no puede exponerse a la tentación de la ciudad, de los citadinos, de los jóvenes de la ciudad. Y la esposa es la única que lo entenderá porque es la única que sabe por qué su amor es realmente imposible: sólo la esposa aquilatará el silencio de la explicación nunca plenamente dada. El esposo se va de la ciudad sabiendo que en el campo tampoco podrá hablar Alexis.

         El epicureísmo del poema nos permite ver al amor como perturbación. Alexis, si correspondiese a Corydon, se perdería en el silencio de los lamentos. El yourcenarismo, en cambio, comprende al silencio de otro modo. Piensa el redactor de la carta que entre una ejecución musical y otra sólo permea el silencio, la continuidad musical de la vida. Los lamentos de Corydon continúan en el silencio de Alexis. El esposo que abandona a su pareja, sabedor de la imposibilidad de amarla, deja una carta en que da razón del silencio en que terminará su relación. Mientras en el epicureísmo no hay solución para el amor, en el yourcenarismo la falta de solución es una renuncia a dar razón. Mientras los cantos virgilianos enaltecen el campo, la música yourcenariana nos acompaña en la ciudad.

         Persistencia en la explicación de uno mismo es el camino por el que Marguerite Yourcenar presenta el autoconocimiento erótico de Alexis y del personaje de Alexis, o del combate inútil. Negarse al autoconocimiento, negarse a dar razón de sí mismo, obliga a un silencio contrario a la razón, a un silencio forzoso, a la infelicidad más sencilla y más imbécil. Dar razón de la propia pasión erótica no necesariamente conduce a la felicidad, pero al menos sí nos aleja de imbecilidad. Cuando es imposible el sencillo amor del campo, cuando se es moderno, cabe detenerse a escuchar la música antes de partir. Cuando es imposible el amor de la ciudad, cuando se es romántico, cabe detenerse a explicar las razones del silencio. La explicación es solución, aunque no sea efectividad. A la oposición entre modernidad y romanticismo, Yourcenar presenta el valor de las palabras: el silencio revalora las palabras acalladas por la razón instrumental, así como las palabras revaloran el silencio de la simplificación romántica del campo. Las palabras valen cuando aquilatan los silencios. Los silencios suenan cuando prueban las palabras. Palabras y silencios se entretejen en toda explicación. Conocerse es, quizás, una explicación persistente.

 

Námaste Heptákis

 

Escenas del terruño. No nos engañemos: la alianza del Frente Nacional por la Familia con Mikel Arreola no significa que la gente del Frente sólo esté en el PRI, sino que el asunto está muy bien arreglado. Hacia el fin de semana circuló en los centros de activismo de derechos LGBTTTI una declaración en que se denunciaba la discriminación de Morena en la repartición de candidaturas. Para preparar terreno, el Frente convenció a Mikel de hacer una declaración escandalosa en domingo. La carta se hizo pública. Y el nuevo distractor fue la divulgación de la alianza del Frente con Mikel. ¿Por qué esforzarse tanto en dar la impresión de que Morena y el Frente no están de la mano?

Coletilla. “No hay mundo exterior para los amantes, pero todo es exterior en ellos”. Juan García Ponce

Circe

No es casualidad que en la isla donde habita la hija de Helios, los seres muten a su verdadera forma.

El sol devela la verdad, y con la hechicera, hija del sol, los que parecen ser hombres, acaban mostrando a la luz su naturaleza porcina, sólo bastan algunas comodidades y dulces promesas para ello.

Circe, bien puede ser imagen de la modernidad, ya que al prometer banquetes y delicias saca a la luz la verdadera forma del hombre moderno, quien busca en qué entretenerse mientras, le llega la muerte, que busca pasar el tiempo, para ya no tener que buscar su hogar, y que recuerda que buscaba algo en su vida cuando ve pasar a su lado a quien mantiene su forma humana.

Por efectos de la presencia de la doncella, los compañeros del vagabundo Odiseo, mutaron en cerdos, y por las acciones del nostálgico rey de Ítaca, los cerdos se convirtieron en hombres … que como tales murieron, o al menos eso se cuenta.

 

Maigo.

Poeta moderno

Huelga decir que el poeta culpa a la musa por no acudir a su llamado, por no estar lista cada vez que algo le solicita, por no jugar con él a los dados.

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