Del problema de la unidad

Del problema de la unidad

La multitud no hace verdad. A veces, compartir con fervor un acuerdo inexistente (cuando no hay razón convincente, sino enardecimiento de la indignación) puede ser únicamente el origen de una fuerza ciega. La unidad no es consenso universal, porque la variedad de opiniones vertidas en un mismo molde no nos asegura que dicho molde sea fabrique con apego al fin más prudente. Hablar así siempre parece digno de sospecha: quien desprecia a la multitud se siente entronizado en alguna cumbre soberbia del saber. La unidad verdadera es el acuerdo en lo justo, y por eso mismo es rara. Cuando la unidad no nos parece una fila mantenida por un sentimiento incuestionable, la pensamos como la asunción de un mismo dogma: o tripa o escuela. Misma dialéctica que critican los teóricos políticos que desean ver la realidad siempre a través de las exigencias de sus propias confesiones. Comparten ese predicamento que bien observaba Chesterton con respecto a los políticos e intelectuales modernos: el cambio siempre será bajo los términos que la buena voluntad del dogma lo marque. No puede dejar de haber creencia de superioridad, pero manejan la retórica de la igualdad y la unidad sin preocuparles lo problemática que es la ceguera congénita al alma humana que no sufre de los esfuerzos por conocerse. En pocas palabras, los acuerdos multitudinarios pueden ser injustos o arbitrarios, pero supongo que eso poco importa ya frente a los tiempos de cambiar o morir. ¿Cuándo existe mareo ante el fétido olor de la nave, lo mejor será ceder el timón a la mejor lisonja, o pensar la raíz de los problemas políticos en el terreno que se abre entre nuestros deseos y los de aquellos que nos rodean? Quizá la pregunta suponga que tenemos la opción de elegir, con lo que se pecaría de optimismo; no obstante, sería más ingenuo pensar que la elección individual implica un cambio universal de voluntades.

La justicia de un régimen no puede sobrevivir sin ley, pero no es la ley lo justo. Si así fuera, nadie tendría ni la menor idea de lo que experimenta y siente cuando ve que un daño ha sido resarcido de algún modo. La ley procura una vida pública dirigida de acuerdo a razones prácticas, quizá falibles, pero preferibles siempre, naturalmente, antes que la barbarie. Resulta más práctico el regirse por leyes no sólo porque dictan lo que se ha de hacer en cada caso, sino porque facilitan que los agravios, siempre inevitables, sean resarcidos de algún modo: se da o se busca dar a alguien lo que le es propio. Por eso las leyes más justas son aquellas que prohíjan mejores ciudadanos, parecidos a un buen hombre porque está más cerca de la buena vida que un infractor constante, ese que nunca mide el problema del desorden en sus deseos. Aquí recobra toda su sensatez que ostentaba la doctrina antigua en torno a las leyes humanas y su relación con la ley natural: todos desean algo, y la manera más práctica de conseguirlo no es precisamente utilizando a otros, sino buscando el mejor orden posible. El egoísmo del hombre no era el problema medular de esa doctrina, sino el conflicto que el alma humana lleva en esta vida en que la observancia de lo bueno siempre posee grados que se revelan en el modo en que el individuo entra en contacto con otros. Lo central del organismo político es aquello que lo une naturalmente, no aquello que nos identifica como especie biológica. En realidad, para aquélla doctrina, lo que nos distingue biológicamente también se manifiesta en la persecución de fines en común.

¿Será que siempre es demasiado tarde para la justicia? La ley podrá cambiar de acuerdo a las ideologías en boga, pero no por ello llegará en sus fluctuaciones a ser justa por sí misma. Tampoco será justo apegarse a toda resolución legal que emane de esa ideología. Hay diferencia entre la integridad y la probidad, y el apoyo moral. En éste último adjetivo habría que reparar bastante, hoy más que nunca. Este mundo procaz y rebelde a nuestros designios apolíneos se ufana en empeorar su condición, dice el moralista en su empeño. Lo malo es que pedir una moral consensuada por el poder es casi un absurdo, digno de risa estridente. Sospecho que a pocos les espanta por el acuerdo implícito con el prócer: él lisonjea y nosotros acatamos. Pero la moral es algo visible en los actos, y en su concordancia con el buen discurso que los alimenta. Lo demás son sólo fábulas que alimentan la leña del autoengaño. Dirán que en política es mejor no hablar de moral, pero eso casi siempre esconde una posición moral que se prefiere no discutir para no embrollar el entendimiento. ¿O no será posición moral eso de decirse realista y no pedir peras al olmo, haciendo de la política y de lo público un fango en el que es imposible pasar sin embarrarse? Hay que mirar como eso se ha reiterado con tal de mantener el apoyo popular de tantos políticos, que la cuenta podría cesar en un mareo infinito. Más realista, insisto, sería notar cómo la salud del cuerpo político no se acerca a la mejor constitución sin lo justo. Lo malo es que se confunda la moral con la mentira necesaria. La verdadera unidad proviene del deseo de lo justo, que da coherencia a la política, como ciencia que es de lo más conveniente.

 

Tacitus

Los excesos de la moral

Nada tan característico de los moralinos de Twitter que su odio a la intemperante reflexión. Lo políticamente incorrecto debe ser el blanco al cual deben apuntar todas las flechas. Las dianas, tan cambiantes como carentes de fijeza, son borrosas; los arqueros presumen su ceguera. La moderación del odio es un crimen. El odio de los tuiteros debe entrelazarse en el músculo gigantesco llamado tendencia. La ausencia del flamante y tendencioso espectáculo no es considerado incorrecto, al menos no todavía. Pero el ausente suele quedar relegado de la conversación en la que participan todos.

Ningún ensayo del primer libro de los escritos de Montaigne está tan remarcado por una exagerada ironía como el número XXX que versa sobre la moderación. El texto puede dividirse en tres partes: la exageración, malformación, de la moderación; el castigo como el mejor remedio a los males; y el dolor como el punto más alto de la existencia humana, pues el placer es divino. ¿Todo exceso es perjudicial? El hombre que busca afanosamente la justicia, según la primera parte, podría ser perjudicial para la sociedad, pues ¿cómo asegurarnos que no esté buscando venganza? Pero semejar venganza con justicia, pese a la hermandad de ambas, resulta excesivo, pues la primera tiene como base un sentimiento personal, egoísta, la segunda involucra a la comunidad. El sentimiento de indignación es el que ha de moderarse, no la conducción que se le da a dicho sentimiento. De manera semejante, no hay filosofía o teología sin exceso de reflexión. La tercera parte de la primer parte del ensayo, que habla sobre el matrimonio, nos exhibe, con lo ejemplos más exagerados, que el matrimonio requiere de excesos entre la pareja para que se sostenga. En la segunda parte, el maestro de los ensayistas modernos nos mezcla remedio con castigo; el castigo nunca se nos presenta como aquello que podría reconvenir la salud moral, pero sin esa posibilidad el castigo sólo sirve para que el castigado ya no desobedezca las leyes de la ciudad o para quien imponga esas leyes. Lo doloroso no siempre es bueno; lo placentero no debe ser necesariamente malo. No sólo se aprende padeciendo dolor. Por ello, la finalidad de la experiencia humana no debe vincularse siempre a padecer; es decir, si la moderación nos ayuda a ser felices al no desbordar nuestras pasiones hasta volverlas destructivas, eso no quiere decir que para que seamos felices debamos sufrir en todo momento o que sólo podremos ser felices si sufrimos la mayor parte de nuestra vida. El extremo de este argumento es que sólo el que se sacrifica, como a los que les arrancaban el corazón como ofrenda a los dioses, es feliz; sólo sería feliz quien se entregara al todo.

Todo moralismo siempre es una simplificación de la moderación.

Yaddir

Lo relativo

Preocupado por su salud moral, un amigo me decía que le preocupaba el porqué le gustaban tanto los discursos relativos en la moral. Él no se sabía malo, inclusive le agradaba saber que hacía algo bueno sin necesidad de regocijarse en una falsa superioridad moral. Pero decirse “no hay nada totalmente bueno ni nada totalmente malo y, por lo tanto, no existen el bien y el mal” le hacía sentirse seguro. Le gustaba sobremanera pensar que, como los gustos son variados, las consecuencias de las acciones no deberían ser las mismas en todos; como cada uno decide lo que más le agrada, para no tener problemas con los demás basta con encontrar a alguien de gustos semejantes. No sabía qué le pasaba, aunque ¿quería saberlo?

“¿En el fondo seré un ser tremendamente malvado y no quiero verme en toda mi suciedad?” Mi amigo me había preocupado, pues, como ya muchas veces había podido observar, los discursos de la relativización de la moral eran de un gusto común. Lo único que los relativistas aceptaban de la Biblia era que teníamos un albedrío libérrimo, pero sin pecado, Mandamientos, culpa ni todo lo que trae consigo la libertad de la acción. ¿Pero realmente vivimos con relatividad moral?, ¿actuamos pensando: “no importa si actúo mal, al fin y al cabo para algunos esto será bueno y para otros malo; puede que haya culturas que me conciban como un dios”? Al menos, me parece, actuamos siguiendo lo que consideramos correcto según el lugar en el que nos encontremos. Pero aceptar lo anterior es aceptar otra modalidad de la relativización: lo bueno y lo malo son relativos al lugar donde se vive; “A donde fueres, haz lo que vieres”. Todos relativizamos hasta que padecemos una injusticia y no tenemos manera de reparar el daño.

Con reflexiones semejantes intenté tranquilizar a mi amigo, mostrarle que por más que nos llenáramos la boca con discursos ambiguos, siempre actuábamos de manera cercana a una idea común de bien. Casi en ninguna cultura el asesinato que no implicara algún tipo de defensa era bien visto. Pero él seguía intranquilo, pensando que, pese a todo lo mencionado hasta ese momento, no podía sacarse algo malo de la cabeza. En ese momento descubrí con claridad el problema de mi amigo; no le molestaba hacer el bien, simplemente no sabía por qué deseaba hacer el mal, por qué quería hacerlo. Y no se trataba de que quisiera matar a alguna persona o hubiera cometido algún delito, simplemente no podía darse cuenta de que inclusive cuando deseamos vengarnos de alguien (y vaya que mi amigo tenía intenciones de vengarse de una persona en específico), siquiera mediante las palabras, estamos haciendo mal. Como se trata de algo así como la sombra de un deseo, algo que no se llega a concretizar en alguna imagen, pero cuya percepción nos hace sonreír maliciosamente, se tiene la falsa sensación de que no se hace mal alguno. ¿Cómo decirle eso a mi amigo sin alterarlo demasiado?, ¿cómo decirle que estaba usando los discursos relativistas para sentirse mejor? En el fondo, los discursos que relativizan la moral, aquellos que justifican que todo está permitido, nos quieren hacer creer que no existe el mal.

Yaddir

El temple del alma

El temple del alma

A veces la tranquilidad es confundida con la displicencia. No siempre poseemos buen ojo para distinguir las peculiaridades más remotas de nuestro estado de ánimo, llegando a creer que el problema en verdad profundo en torno a nuestra natural emotividad se agota en la contraposición entre el sufrimiento y el placer, lo cual determina las ideas que poseemos en torno a la capacidad de entender nuestras satisfacciones y desventuras moralmente (o inmoralmente). Cuando se escuchan palabras que le otorgan peso a la moderación de inclinaciones y propósitos, el prejuicio se mezcla con lo que en realidad deseamos: aplaudimos el tesón de quienes viven con cierta distancia con respecto a la rapidez del impulso, pero también nos vemos impedidos para ser moderados. Una brecha, llena de niebla, se abre en el terreno caluroso y espinoso por el que camina la apreciación de nosotros mismos y de otros, que separa el acto moderado del respeto ante la moderación. Hay grados entre la ofensa, la recriminación y la amonestación que deben distinguirse para lograr reconocer el problema de los buenos actos en la vida cotidiana, y de la exhortación hacia ella, que parecen fácilmente asequibles de manera ocasional, pero que también se envuelven en una ambigüedad que imposibilita las generalidades. La hipocresía no es un deseo del engaño por el placer de la mentira, sino de los beneficios que esta trae: el encubrimiento es placentero porque nos permite saborear algo que sólo nos figuramos, aunque la hipocresía sea la prueba de que lo desconocemos casi completamente.

Quizá esa distancia que hallamos entre la moderación y la posibilidad de encomiarla superficialmente sea paralela a la dificultad que le es inherente a la reflexión poco cautelosa de separar lo vergonzoso de lo reprobable por el ojo público. Es verdad que en la vergüenza la existencia del otro es importante, pero no lo esencial. Lo vergonzoso no es la presencia del otro, sino el acto, o incluso el deseo, eso es lo que da vergüenza y lo que introduce la imposibilidad de referir la vergüenza a lo abstracto. Es claro que la estima de uno mismo y la de los demás nos juega malas pasadas cuando tratamos de juzgar moralmente. El deseo de levantar vergüenza en otros para orientarlos al examen de sí mismo tampoco puede estar exento de examinación. Este problema parecería reducirse incómodamente a la cuestión de distinguir entre las cualidades de otros y las nuestras, para lo cual solemos usar una medida caprichosa. El capricho no consiste en querer un mundo a nuestra medida, sino en el deseo abarcar el bien con una mirada fugaz; la fuga del relativismo ha de llevarnos a caminar con pasos lentos hacia el problema que es la posibilidad de vivir bien. El apasionamiento de la vida buena no se agota en las exhortaciones hacia ella, sino que más bien parecen una consecuencia posibilitada por los encuentros con almas distintas entre quien posee el gobierno de sí mismo y quienes tienden a él, o incluso entre quienes francamente se hallan lejos de él.

¿Cuál es el verdadero problema que se halla bajo el vínculo entre lo erótico y lo vergonzoso? Para orientarnos sin requerir de la confrontación popular entre el prejuicio y la libertad progresista, habría que observar que ambas pueden defenderse de manera vulgar. Lo decisivo no es la exposición del cuerpo: la desnudez no impide la moderación frente a lo bello. Ese misterio del hilo que se tiende entre las miradas y el deseo de una palabra puede volverse digno de distancia sin necesidad de mojigatería. Parecería, por la experiencia de lo erótico de nosotros, que lo fundamental, lo primordial de dicha experiencia siempre se da de hecho: que la posibilidad de escoger escucharla o no supone dicho carácter de importancia privilegiada. En ese sentido, todo discurso sobre las diferencias en el erotismo parece secundario. Pero la naturaleza no es tan sencilla. Probablemente, la idea griega de la existencia de partes contradictorias en el alma, sin romanticismos, explique algo que no se capta cuando pensamos en lo racional y lo irracional sólo en términos de la continencia y el desenfreno. La racionalidad que permitía la buena vida no podía obviar la existencia de lo irracional: la requería. De ese modo apelaba de manera práctica a la experiencia del deseo y su conflictivo despertar y desarrollo en toda pretensión. Lo malo de acercarse a lo no humano no reside en la bestialidad por sí misma, sino en lo impráctico de esta para el hombre: quien vive esclavo de cada ilusión estará encarcelado en la ignorancia. Si no se da cuenta, será peor para él, aunque eso no le produzca dolor. Por eso toda experiencia humana, mucho menos la del erotismo, puede reducirse sólo a la existencia de dolor y placer en ellas.

 

Tacitus

La ilusión eficiente

La ilusión eficiente

Nada nos enciende o nos enfría tanto como la moral. Nos enciende en el deseo de la corrección del otro, ideal avivado por ese rostro de serpiente que la moral tiene (quizá no despertó la moral hasta que la desobediencia bíblica se hizo efectiva); nos disuade y distiende cuando percibimos las limitaciones de un juicio moral al que nuestras vivencias no se acomodan. A la mirada cotidiana, la moral implica una disparidad de criterios, de juicios personales cuyo contenido es siempre controvertible en cuanto vislumbramos el escenario de la ríspida confrontación de voluntades, de elecciones que nunca tienen un carácter trivial, pues sentimos tanto la vida propia como la posible vida en común con otros en el tejido descuidado o blando de las opiniones. No nos deja indiferente la moral, y por eso tenemos que fingir cierta frialdad ante ella; no hay mejor frialdad fingida que la que permite encerrar lo bueno y lo malo bajo el término moral. Difícil parece la pregunta de si la existencia de un juicio moral poco cuidadoso conlleva la irrelevancia definitiva de todo juicio sobre lo bueno y lo malo. Las polémicas morales nos indignan, no ubican en extremos, con intentos de moderación existentes, pero del bien y del mal asumimos que nada preciso podemos saber.

¿Será la moderación algo que la moral puede despertar? Si andamos paso quedo, podemos observar la fisura entre la moral y el bien. Los alegatos públicos para orillar a la moderación se convierten pronto en una farsa: la moderación probablemente no se pueda otorgar predicándola, pues predicar no es lo mismo que argumentar sobre lo bueno. Nietzsche vio de manera genial que para reflexionar sobre la moral había que indagar en lo remoto del fenómeno del poder no sólo político, sino distintivo del individuo que manda. La implicación de ese empeño no puede obviarse: según el cauce de Nietzsche, la justicia, si no imposible, es algo que destaca por su insólita rareza. Aunque el problema ínsito en esa afirmación es la presencia insoslayable de la voluntad de poder, ese embate polémico debería sacudirnos lo suficiente como para notar que la posibilidad de la justicia no se esparce con la semilla de la prédica. Preguntar por la justicia es necesario para quien desea ser justo, y para quien nota lo problemático de la vida en común. Si puede ser una pregunta filosófica, o, mejor dicho, si es la pregunta filosófica en torno a la vida en común, no debe olvidarse que la moral no es la conclusión de la filosofía misma. La moral se inclina a la dictadura en tanto el problema del poder pasa desapercibido en los alegatos. Trasímaco no era justo; Protágoras creía que enseñar era hacer crecer la facultad de acomodar la palabra a la idea del otro. ¿Era Sócrates un moralista, o, como Odiseo, sabía prudentemente algo que nosotros no?

La justicia es una pregunta de dimensiones tangibles por estar orientada a los problemas prácticos más cotidianos en la injusticia presente. Hay injusticias visibles, otras apenas perceptibles. Nos pone en la encrucijada del poder cuando observamos en nosotros mismos ese ímpetu de mover: la justicia no es una pregunta completa si Eros no se hace presente. Eros se moraliza torpemente cuando se establece una aristocracia endeble de la relación entre los afectos y la categorización de ellos. Aquí puede verse la genialidad cristiana: el deseo de lo más alto no difumina, sino que aclara y enfatiza la posición del hombre. La disciplina cristiana es conocimiento de Dios, no sometimiento de los afectos, y por eso requiere del amor como lo concibe la fe. Pero la fe cristiana tampoco es moralizadora de manera necesaria: si la cruz es entendida como una imagen carismática se despoja de la fe en el crucificado, que no es sólo un hombre. La caridad es una virtud que no exalta las cualidades personales ni las ajenas, porque no vive como una disposición del carácter.

Someter nuestros deseos a un juicio no siempre requiere de una dureza extrema, pues una pregunta tomada en serio se extiende con el alcance que nuestra alma le otorga en distintos tiempos unidos por la vida. Las dictaduras requieren de una moral en las que disentir implica consecuencias inmediatas, pues lo moral vive por el influjo que logra el encanto del poder. Quien de verdad busque el conocimiento sincero del otro no puede oponer la obstrucción de la moral de manera repetida, no tanto porque sea imposible juzgar de lo bueno y lo malo, sino porque probablemente la mayor parte del tiempo la presencia compartida apenas logrará comenzar a discutir la cuestión. Lo bueno no se diversifica según las opiniones personales, y por eso mismo no puede imponerse (aunque sí conocerse): nos toparemos en el intento con aquello que creíamos conocer y dominar. Los pasos para el autoconocimiento son dados con una ardiente y esmerada cautela; nadie puede ir rápido sin riesgo de tropezar en la imprudencia.

 

Tacitus

Sed desierta

Sed desierta

Lo más apasionante de un problema no está únicamente en la posibilidad de esbozarlo. Lo problemático resalta en la superficie conforme los ojos se abren para ello. Es común que, en la superficie, se hallen preguntas, sospechas, molestias, insatisfacciones que a veces se relegan a la oscuridad porque lo problemático parece solucionable. El problema fundamental parece vivir, aunque precisamente decirlo así no nos haga ver todavía problema alguno. La superación personal, por ejemplo, crea sus fábulas y motivos persuasivos con base en esas sombras cotidianas que aquejan el deseo, la imaginación, la espera y las relaciones, e intenta solucionar algo que apenas es problemático. No sería un gran negocio si, en alguna medida, sus creyentes no sintieran su experiencia guiada. En esa medida, el vivir está ya orientado a fines específicos. Ese entramado de fines y metas es el alimento de los problemas cotidianos. Pero ¿lo problemático en dónde se halla? ¿Estará en los impedimentos, en las preguntas, en el desconocimiento del futuro o en el contexto social en que se desenvuelve nuestra vida? A esa serie de preguntas parece también corresponderles una interpretación, una mirada quizás moral de lo que hacemos constantemente. Sólo el hombre puede eludirse en la mirada a sí mismo, acto este que no puede completarse sin una mirada a lo que comparte su tiempo, sin radicalizar incluso la capacidad de comprender todo sentido de pregunta, respuesta o decisión alguna que le sea posible.

No es fácil reconocer el discurso que nos persuade. La dificultad estriba en mirar nuestra manera de vivir. Esa palabra se presta para la poética de la publicidad con facilidad porque es la que con mayor amplitud expresa lo que muchos podemos reconocer de nuestros actos: que muestran que buscamos algo. ¿Qué le sucede a la capacidad del hombre para desear en un mundo en que la relación entre el deseo y lo moral esconde un secreto a voces en el nihilismo? ¿Es la pérdida de sentido un problema asequible a la experiencia cotidiana de la vida? No podemos decir que el deseo haya desaparecido, pero sí podemos notar los efectos en él del mundo en que nos movemos. Para la consecución de fines inmediatos, se nos ofrece un paraíso irrefrenable de opciones: rara vez sabemos responder si hay una manera idónea de desear y, por ende, de satisfacernos. La vida está aclarada, a nuestro criterio, por la necesidad imperante de sobrevivir, pero es difícil notar que el rasgo vital que organiza nuestras posibilidades se guía por nuestras opiniones. Y nuestras opiniones coinciden casi al unísono con lo moral: hasta el ateísmo está cargado de moralina. Intentamos juzgar al otro, nuestras emociones nos hacen saber que no somos independientes del otro, pero esos rasgos de todo ser humano no son suficientes para suponer que el sentido inmediato de nuestra vida asegure la verdad. Esos rasgos del ser humano aparecen ahora en un contexto en que se esconde el extravío del desconocimiento.

El problema de la vida humana está al fondo de ese desconocimiento. Nadie verá un problema cuando tiene claras sus metas, cuando la teleología cotidiana ha establecido sus límites comunes. Lo importante sería observar que en esa estructura está lo que nosotros somos, que por ella se nos distingue o, mejor expresado, que ella es posible porque en alguna medida conocemos y desconocemos lo que somos, aunque podamos vivir sin reconocerlo. No se debe eso sólo a que vivir sea un proceso natural: el conocimiento del cuerpo humano nos ha posibilitado una manera peculiar de vivir. Es decir, el conocimiento de lo que la vida “es” no está asegurado por la ciencia, porque ella misma se reproduce bajo un deseo, rasgo de lo vital. Si la experiencia histórica puede llamarse en algún sentido actual no se debe sólo a su posición en una cronología temporal, puesto que todo mundo puede, sin necesidad de saber historia, reconocer que en ningún momento las cosas humanas pueden mantenerse en un estatismo absoluto. La experiencia histórica actual tiene un panorama distinto, con ideas peculiares y propias, pero los signos de nuestro tiempo son también efectos de las relaciones humanas en el tiempo. El pensamiento del pasado no puede caducar por el simple hecho de un cambio de contexto, y el problema más grave estaría en no notar que quizá sostener la novedad total de nuestra vida esconda más una catástrofe para las posibilidades mismas de nuestra vida cotidiana. Un problema no se vive si la experiencia no se alimenta del misterio que emana de lo temporal en el hombre. ¿O puede tomarse en serio la afirmación de que la creación de nuevas posibilidades implica una transformación de lo que hace posible lo posible? ¿No sería esa la contradicción más inane posible? La situación se establece conforme a lo actual, pero incluso podría ser que el sentido mismo de lo actual no pudiera ser aclarado si no sabemos responder por nosotros, que somos los únicos capaces de hablar de actualidad. Problemático es saber si esa capacidad de notar más de una posibilidad de satisfacernos no se reduce a una sola esclavitud. La libertad podría no ser un estado natural o legal.

 

Tacitus

Espejos en círculo

Espejos en círculo

No es cierto que las miradas sean revelaciones instantáneas. No es posible decir con certeza que haya mirada sin que el observador esté implicado en lo observado. Para mirar en el recuerdo los ojos deben ejercitarse. De la relación entre el pasado y la actualidad del alma, del sello del tiempo en la actividad natural surge el conocimiento “psicológico”. Los esquemas del psicoanálisis son explicaciones que intentan ser certeras, pero que no aclaran su nivel interpretativo: ¿qué nivel de “objetividad” aparece en el fenómeno del alma en su relación entre recuerdos, vivencias, costumbres, palabras, gestos, inclinaciones? ¿Es una causalidad definida? Al mismo tiempo, esa pregunta ya no puede ser abordada por nosotros sin al mismo tiempo interrogarnos por la posible utilidad de ese saber. La versión de la autognosis moderna interpreta la actividad del alma a raíz de algo que le subyace: el movimiento de las afecciones nunca es espontáneo, pues obedece a “estructuras” profundas, insertas en el ser de todo hombre, que se dinamizan en los esquemas de las relaciones personales naturales.

¿Por qué es tan persuasiva la mera idea de que en el alma hay una especie de profundidad que esquiva la mirada primeriza? Esta pregunta no intenta decir que las actividades del alma sean todas ellas sencillas de comprender, sino que busca aclarar si acaso la “profundidad” que buscamos es necesariamente la mejor manera de entender la profundidad de una investigación en torno a qué es el alma. Quizá es pregunta resulta irrelevante, puesto que nosotros hemos dado por sentado que esa palabra es un error interpretativo de lo que experimentamos sin cesar: la sensibilidad, la imaginación, la inteligencia, el deseo y, no nos es fácil asociarla en esta sucesión, la nutrición como exigencia del vivir. Es importante asociarla, porque el hambre muestra perfectamente la relación ínsita entre todas: no sólo es un fenómeno sensible e inteligible como una especie de exigencia dolorosa y motriz, es también posibilitadora del antojo, la cocina y el anhelo, todos ellos imaginativos; sobre todo, sin esa manutención exigida las otras actividades son mermadas. El hambre, dicen algunos, permite que se haga visible plenamente la línea entre la indigencia y la supervivencia para oficios arriesgados, lo cual es cierto sólo a medias.

La profundidad de las observaciones psicológicas, hasta donde he visto, está más revestida de la discreción que de la evidencia del esquema. Observar nuestros propios recuerdos con esa discreción tiene la complejidad que conlleva un auténtico juicio moral: nunca se conforma con la claridad apodíctica de la seguridad puritana o con la relajación de los extremos maniqueos. ¿Obedece eso a la complejidad del entramado que hay en lo que la naturaleza del alma ha experimentado, o al entramado del mundo? Los maestros morales rara vez expresan claramente un juicio, como si quisieran decir que no hay arte mimético de las obras humanas -esa dimensión que implica todas las actividades, hasta la del pensamiento- en revelar el pensamiento sobre lo moral. El arte no estaría en revelar las profundas intenciones de manera directa, sino en manifestar la dificultad de mirar moralmente: el acto nunca habla por sí mismo, entendiendo esto como si todo hubiera de producir el mismo juicio. Quizá por ello la virtud, el problema por antonomasia de la ética clásica, no pueda resolverse con una definición, la cual deja a todos insatisfecho por mostrar la insuperable dificultad de que la predicación apodíctica no conlleva entendimiento. Como si el juicio aquí no se precisara con esa sencillez a la que se reduce fácilmente la lógica del pensamiento griego. El moralismo siempre se escabulle en las miradas a nosotros mismos, y el producto de esa asociación es una ignorancia inevitable. Lo es porque hacemos el camino sabiendo a donde llegaremos. Lo es porque, como podría pensarse, buscamos reafirmarnos. En nuestros propios recuerdos, huimos de nosotros, lo cual es también una huida de los demás. Ahí viven las apariencias y las imágenes que buscamos encarnar, a veces sin saberlo.

 

Tacitus