Mar o mujer

Mar o mujer

Vi el eterno vaiven de tu ser;

sentí la salinidad de tu piel;

no supe si eras mar o mujer.

Javel

LA FAMILIA – Tercera Parte: La Paternidad

¡Oh, qué día para mí, dioses buenos!

¡Qué dicha la mía, ver al hijo y al hijo del hijo

emulando en bravura!

-Laertes en Odisea XXIV, 514 – 515

Por A. Cortés:

Un niño que corre jugando dentro de la casa, haciendo escándalo mientras actúa como el héroe de algún cuento, puede sin más provocar la sonrisa en el rostro de sus padres. No son todos los papás que sienten esta calidez al escuchar el relajo del hijo, pero quienes lo hacen seguramente son tomados por alguna causa que responde por la tranquilidad de la sonrisa. Y es que tendría sentido que alguien se satisficiera en la vista del pequeño solamente si por alguna razón está bien dispuesto hacia él, porque estar bien dispuestos hacia algo quiere decir que nos placemos y beneficiamos de algún modo cuando tal cosa está presente.

De las razones que pueden darse para esta disposición, las más evidentes son las biológicas. Cuando la madre engendra a su hijo, su mismo cuerpo es el que cambia de ser uno a ser par. Esta unión que a la vez es multiplicidad siempre es complementaria, porque cada miembro se explica viendo al otro, y así, la primera relación familiar se hace notar en la palabra: madre sólo es quien tiene un hijo, y no hay tal sin madre. Ella está unida al bebé porque éste depende de ella, y lo nutre y lo protege aunque no veamos ventajas directas que parezca sacar de hacerlo (sin contar el puro gusto, que casi nadie creo que me aceptaría como evidencia). El cuerpo femenino tiende naturalmente al mantenimiento del recién nacido, y a su sano crecimiento. Nadie está obligado por alguna utilidad a resguardar a un hijo suyo que, por lo pronto, no hace nada por uno más que demandar cuidados y atenciones. Si acaso hay algún fin utilitario en hacerlo, es el que plegado hacia el futuro espera en respuesta a la protección del pequeño un cuidado semejante para sí en la vejez; pero no me convence que alguien (si acaso, serían muy pocos) elija a su prole como potencial guardián: hay medios mucho más baratos para asegurar a la larga la salud y la manutención del anciano. Y si no los hay, entonces nada que no sea lo mínimo indispensable sería dado al niño, contrariamente a la mayoría de los casos de paternidad que podemos observar. La madre en realidad no espera más que la tranquilidad del hijo para sentirse tranquila ella misma: su gozo está en la constatación de su lozanía, en la contemplación de sus gestos y en las marcas de su salud (hasta el buen color, como con las frutas), en la comparación del hijo con sus familiares adultos, y en la constante observación de la mirada infantil que, día a día, se acerca a enfocar ambos ojos y a reconocer la cara de su madre como un rostro familiar y suyo.

El padre mira desde más lejos, pero no por necesidad lo hace con ajenación. La lejanía que implica no haber tenido al hijo desde su cuerpo puede ser raíz de la mayor cercanía con la madre, buscando en el contacto la certeza de ese lazo que culminó en un brote suyo; o puede también ser excusa para escapar de la casa y olvidar el proyecto de hogar que con un embarazo se inicia, queriendo o no. Esta última opción no es, sin embargo, la que explicaría la sonrisa del padre, y por tanto no es imagen de buena disposición. La otra, la unión con la madre, es unión familiar nacida de la comunidad del hijo o de su proyecto. Por eso puede pensarse que, muy al contrario del escape indiferente del padredesnaturalizado, nada hay menos ajeno para un papá que el hijo: es su carne y su sangre, y es por tanto el proyecto de su misma figura y la de su madre hecha hombre (y no me refiero al varón, sino al humano). El padre siente en el vigor de su hijo el suyo propio; si su hijo es enfermizo, sufre (y también la madre) en su alma lo que al niño duele en el cuerpo. Si es robusto, mira en él la fuerza; si es gritón, mira en él la potencia de la voz; si lo desespera, mira en él todo lo que teme de él mismo. El impulso a cuidar al hijo nace al mismo tiempo que el padre concede de simple vista el parecido. No es necesario que sea una semejanza de la figura, o una peculiaridad física, sino simplemente que reconozca en el pequeño su propiedad; no instrumental, sino de pertenencia a un mismo sitio. Es decir, se reconoce que el origen de uno es el otro, y que por tanto, coinciden en un mismo lugar, que es de ambos y de cada uno por separado. Cuando un padre puede admitir que un hijo es suyo, concede la familiaridad, y la relación familiar nace también en la palabra en un sentido semejante al anterior: por eso es hijo el que lo es del padre, y viceversa.

Ambas relaciones, con la madre y con el padre, son dos especies de un mismo género: la relación de paternidad. Ésta radica en la familiaridad del origen. No es la identidad del origen, pues la madre, el padre y el hijo tienen cada uno su origen propio; pero digo “familiaridad” porque la unión de dos que engendran un tercero hace que los tres se unan en una semejanza: se funda hogar porque todos se pertenecen entre sí. La pertenencia implica que a los tres les es familiar estar juntos, porque uno fue de ellos originado, y la unión de ellos está todo el tiempo explícita en éste. Se dan por lo menos dos uniones de la familia: la del marido y la mujer, y la de los padres y el hijo. La formación de un hogar saludable depende de la constatación de una unión que dos hacen para proyectar su subsistencia, y eso es el hijo. La familia que vive bien, se relacionará de modo que esta unión propicie entre ellos la buena vida de cada uno estando juntos. El padre, quien in-semina, de sí mismo hace enraizar su semilla en la madre. Con ello deja asentado su linaje confiado a la protección de ella, que guardará en su seno al pequeño por un tiempo. Ella completará la conformación humana consigo misma, y con su misma carne y sangre hará posible que la semilla, que en cualquier otro caso se desvanece seca e incompleta, se nutra para crecer. El hijo, habiendo por primera vez hablado, reconocerá en la emulación que tiene su sitio y su origen en la unión que sus padres concordaron.

Puede ponerse en duda si la alegría que provoca el hijo de una pareja -que está contenta cuando yace junta- sea o no natural, o sea o no cuestión de educación y costumbres. Puede ponerse en duda que los hombres nos alegremos con nuestro linaje; pero no es difícil notar que en cierta medida es necesario este gozo y necia esta duda (aunque sea sólo en esa medida). Si el hombre está feliz cuando vive bien, y vive bien cuando consigue lo que le corresponde por ser hombre, entonces hay condiciones que pueden cumplirse para su bienestar que dependen de cómo es él mismo. Y hay mucha discusión al respecto de qué cosas son las que le corresponden al hombre por sí mismo, porque el hombre puede hacer y ser de muchos modos; pero no puede argumentarse que la procreación no sea natural, pues la evidencia biológica es demasiado clara. Ser hombre (varón y mujer) no depende de reproducirse, pero se constata en la reproducción por ser una cuestión natural. O sea, que una de estas cosas que corresponden al ser humano es unirse para procrear. Entonces, el vástago de la unión es natural y su cuidado naturalmente necesario.

Por eso nada de raro tiene que uno esté bien, contento y sonriente, mientras que puede proteger a los suyos en casa, fomentando con la salud de la familia su propia sucesión a través del linaje. El gusto de que la sangre siga circulando, de que la carne se mantenga fuerte, y de que la vida rebrote y se mantenga saludable es, en la mínima comprensión humana, el placer del alma de ver a los ojos a los padres, y éstos a su hijo, sabiéndose mutuamente pertenecientes, y destacando en ello el proyecto de que un hombre se mantenga vivo a través de su casa viviendo lo mejor posible.

Me parece, y para terminar, que lo poco que puedo resaltar en esta prosa lo remarca de modo inmejorable la poesía homérica. Los hijos que Homero retrata son el gozo y la alegría de sus padres. Éstos se placen viéndolos crecer, disfrutándolos en casa, teniéndolos cerca para hacerles bien, y recibir bien de ellos. Se puede decir que los hombres son alegría de los hombres cuando vienen de su carne. Así, se cuenta que Néstor fue favorecido por el dón de Zeus, quien le otorgó lozana vejez para estar con sus prudentes vástagos[1]; Agamemnón, por su parte, esperaba gozar del cariño de sus descendientes, quienes por ley habían de echarse en los brazos del padre[2]; a su vez, por herir a Afrodita, Diomedes es devastadoramente condenado privándole Dione de descendientes que se abracen de él en su casa al regresar él de la guerra[3]. Continuar la línea de sangre en la paz del hogar parece ser un bien indiscutible. Es de esperarse que los hijos sean naturalmente el gozo de sus padres viéndolos prosperar en sus casas, y observando cómo emulándolos crecen, pues en ellos se placen de mirarse a sí mismos de nuevo proyectados en el mundo. Por ello Odiseo, aun siendo desconfiado de casi todos los hombres, obedece de buen grado a Atenea y se descubre ante Telémaco; por eso aun viéndolo débil y tembloroso le confía su futuro contándole todos sus planes y poniéndose a sí mismo en riesgo. Tal como el júbilo de Laertes que exclama teniendo al hijo y al nieto a su lado, valientes y listos para la batalla: “¡Oh, qué día para mí, dioses buenos! ¡Qué dicha la mía, ver al hijo y al hijo del hijo emulando en bravura!”, será el de Odiseo cuando Telémaco se alce a su altura, y debe confiar en que lo hará. Ésta será para él la más grande alegría que puede llegar a tener un padre.


[1] Odisea, IV, 209 – 211.

[2] Idem, XI, 430 – 451.

[3] Ilíada, V, 405 – 415.

El artista de la muerte

El artista se encontraba en su taller, pensando, analizando su situación. En sus manos cargaba un revólver al que miraba y acariciaba como a una amante. A su alrededor, colgados de las paredes o en caballetes, mostrábase una increíble colección de cuadros aludiendo a la muerte. Diversas escenas, personificaciones, caricaturas; hermosas alegorías. La muerte como mujer, como esqueleto, como abstractas pinceladas.

 

Estos cuadros eran obra del artista, resultado de una extraña obsesión que arrastraba desde niño, pues decía que había sido criado por la misma muerte. Aludiendo a esto, había un cuadro que mostraba a un pequeño cogido de la mano por una figura en forma de esqueleto que cargaba una guadaña. En la pintura era de noche y caminaban calle abajo, alumbrados por faroles que difuminaban una niebla tenue.

 

Jugueteando con aquel revolver observaba todos y cada uno de sus cuadros, pintados como una plegaria, como invocación de un sueño que le consumía. El sueño del misterio. Cada cuadro representaba una oración, un ruego hacia aquél misterio del más allá.

 

Esta vez sería definitivo; tenía que encontrar las respuestas por tanto tiempo buscadas. Tenía que penetrar completamente en aquella oscuridad.

 

Por fin introdujo lentamente el cañón del arma en su boca sintiendo el plomo helado congelar su paladar. Poco a poco fue cerrando el dedo índice apoyado en el gatillo… ¡El estruendo le sacudió el alma!

 

Abrió los ojos esperanzado mirando a su alrededor… los mismos cuadros en su mismo estudio. Enfurecido se levantó del suelo, pateó el arma y vociferó escupiendo la sangre que chorreaba.

 

“¡Maldita sea!”- aulló entre espasmos y convulsiones corporales- “¡¿Por qué me niegas el privilegio que otorgas a tantos y que les es tan funesto?! ¡Yo soy el único que te ama, que te necesita, que te desea! Lo he intentado todo y bien lo sabes. Me he ahorcado, envenenado, cortado las venas y el único que acude es el dolor, que parece haberse cansado, pues últimamente no le he visto por aquí. Eres la amante más caprichosa.”

 

Efectivamente lo había intentado todo, más que pintor era un artista del suicidio; pero por alguna extraña razón siempre se salvaba. Hasta había contratado a un asesino para que lo matara, pero el único “afortunado” fue el matón, pues la muerte le paró el corazón del impacto que recibió al ver que su víctima no moría después de cinco balazos en el pecho y el tiro de gracia. La muerte se burlaba de él en su cara.

 

Casi siempre, en sus sueños, se hallaba caminando por un bosque oscuro en el que aparecía a lo lejos la figura de una hermosa mujer sosteniendo la mano de un infante y cargando una filosa guadaña. Al verlos comenzaba a correr hacia ellos, pero la imagen se hacía cada vez más borrosa hasta que desaparecía. Desesperado se echaba a llorar desvaneciendo, así, el sueño y regresando a la realidad.

 

El tiempo seguía su interminable curso, y el artista seguía pintando y suicidándose casi diario – digo “casi” porque algunas veces, creyendo haber encontrado a la muerte en alguna hermosa mujer, la seducía con la esperanza de penetrar en aquel misterio que tanto daño le hacía. Generalmente era después de estos días cuando le llegaba aquel sueño en el que intentaba alcanzar a la muerte.

 

El cuadro del niño y el esqueleto se transformaba cada vez que tenía aquel sueño. A veces cambiaba la perspectiva, otras la posición de las figuras, pero siempre había un cambio. Una vez descubrió al fondo del cuadro la sombra de un hombre con la mano extendida hacia las siluetas. A esto no le daba mucha importancia.

 

Una noche, después de haberse acostado con una desconocida, tuvo de nuevo el sueño, pero esta vez la perspectiva fue diferente. Ahora él era el niño agarrando de la mano a su madre y mirando a un hombre que corría hacia ellos desesperadamente, sin poder alcanzarlos.

 

“¿Quién es aquel hombre mamá?” preguntó el niño asombrado. “Es un loco hijito” replicó la madre.

 

Al día siguiente se despertó, se quitó la pijama y, al entrar al baño, contempló su infantil rostro en el espejo mientras se arreglaba. Al llegar a la escuela les mostró a sus compañeritos de primaria sus dibujos sobre la muerte, quien, según él, era su mamá.

 

Gazmogno