La cuadratura del círculo de sol

Siendo un músico aficionado, he participado muchas veces en conversaciones que tratan de concluir qué es la música. No todas son muy enfocadas, pero generalmente tienden a buscar algún criterio para distinguir la buena música de la mala. Hay dos posiciones muy recurridas. Desde la primera se defiende que escuchar música constituye una experiencia «subjetiva» que debe determinar cada quien según su gusto. De allí, se dice, viene la dificultad de ponerse de acuerdo sobre qué es bueno y qué es malo escuchar, pues en realidad es bueno lo que plazca y malo lo que desagrade, y eso es exclusivo de cada persona. Desde la segunda posición (y ésta suelen encarnarla los músicos que estudian la teoría), se arguye que determinar qué es la música es un trabajo «objetivo». Éste consiste en cotejar alguna pieza o género particular según la definición que tenemos de música, misma que puede variar dependiendo de la época musical a la que nos atengamos. Aquí, el gusto o disgusto es cosa aparte, que puede sentirse tanto por la música que quepa en tal acotación, cuanto por toda la pseudomúsica que se queda fuera, pero no es fundamental para conocer qué es y qué no es. Por supuesto que en estas caracterizaciones tan amplias caben muchos asegunes, pero en mi experiencia es lo más corriente que las opiniones se encaucen por alguna de estas asunciones. Cuando no llegan a estar conformes los unos con los otros, resulta que la música sólo puede ser ora la experiencia individual de las emociones y los sentimientos (incluido el gusto por el baile, por supuesto), ora el resultado de la técnica específica de un arte productivo de obras sonoras que se acoplan a tales o cuales características reconocibles por cualquiera que estudie qué signos buscar.

Hay más personas que escuchan música sin estudiarla que personas que hacen ambas (y supongo que aún menos que la estudien sin escucharla). Por la causa que sea, parece ser mucho más popular el partido de la subjetividad que el de la objetividad. Supongamos la versión más cordial de la discusión, en la que se dan multitud de concesiones de los dos lados y al final los dos quedan más o menos contentos: dado ese portento, la conclusión es que las definiciones de música son útiles para los estudiosos, pero no influyen en la experiencia musical más allá que para contribuir a la atención de algunos detalles; ésta, la experiencia individual, es la realmente importante para determinar la naturaleza de nuestros juicios acerca de la música. Sin atender lo que una escuela diría que debe ser, más bien preferimos la música atendiendo a qué nos «mueve», a qué nos «llega», a qué sentimos cuando escuchamos lo que sea que escuchamos. Así sería posible que lo objetivo en la música tuviera su lugar, y lo subjetivo el suyo, y que el musicólogo que por una parte sabe que Bach es el paradigma de la música por su insuperable complejidad en la expresión de la proporción audible, sea el mismo que por otra parte se siente conmovido hasta las lágrimas escuchando a José Alfredo Jiménez. Resulta entonces que están divorciadas la parte de nosotros que podría conocer y explicar el orden en el arte de la música (y éste es el que suele abogar por la técnica, el mal llamado ‹virtuosismo›, o la maestría en la composición) y la parte emocional que es cimbrada por el sentimiento y que nos encanta o repugna, independientemente de si queremos que lo haga o no.

Todo eso ocurre si la pregunta por la música es una cuestión de sujetos y objetos. Pienso que una discusión más interesante comenzaría por poner en duda que nuestra experiencia de la música (y de la belleza, en general) está bien descrita así, con la separación de algo que llamamos subjetivo y algo que llamamos objetivo. El primer problema que se me ocurre de tomarse muy en serio esta separación es que lo completamente subjetivo no sería comunicable, mi tristeza y la tristeza de otro sólo serían la misma cosa si hubiera un orden que admitiera ser visto por varios, y eso la haría sospechosamente común. El segundo, que viene del otro lado, es que lo completamente objetivo de las definiciones musicales sería arbitrario (o histórico), podría crearse cualquier sistema de características de lo audible para encajar con cualquier cosa sonora, y eso haría de la «música» una ocurrencia sospechosamente sin sentido. Otro problema grave es que parece imposible explicar que sintamos la música y hablemos de ella; imposible mientras partamos de la idea de que son cosas esencialmente distintas la parte de nosotros que siente la música y la parte que la entiende. ¿Dónde estaría la unión?

Me parece más sensible una salida poco popular: los juicios sobre la música son juicios de autoridad. La mayoría de nosotros estima lo que piensa de la música como se estima una opinión que se tiene por verdadera. Esto es verdad incluso cuando se debate con las asunciones anteriores. Sin embargo, las opiniones suelen estar en esa parte de la vida humana que se discute muchísimo, porque admitimos que algunas opiniones son mejores que otras, y de la mayoría de éstas no damos demostraciones apodícticas, claras y distintas. Los partidismos que pintan un mundo de sujetos reactivos al objeto musical, falsean lo que parecería ser muy claro: reconocer algo mejor y algo peor nos viene más fácilmente que declarar en seco la verdad. Los extremos a los que nos hemos acostumbrado por una confusión de nuestra experiencia, parecerían demandar de nosotros criterios para preferir lo que preferimos y juzgar lo que juzgamos, como si no hubiera verdad más allá de la que obtendremos cuando lleguemos a la definición. Por eso ocurre en nuestra situación que, si no llega uno a la definición de la belleza en la música, de pronto afirma que es plenamente relativa; o por el otro lado, buscando tal definición se asume como quien tiene el deber de sentar la última palabra sobre qué cosas en qué circunstancias fueron, son y serán bella música. Pero nunca es así nuestra discusión seria de la música que apreciamos. Lo que escuchamos y lo que hablamos de lo escuchado están rodeados de una tensión constante entre la confianza de que quien escucha lo mismo puede contemplar lo que expresamos, y el deseo de mostrar que lo que creemos mejor es mejor. La mayoría de las veces lo más que podemos hacer es apuntar a los extremos y juzgar desde ahí, como al decir de una horrenda canción: «esto es nefasto: escúchalo, es obvio que es nefasto». Que no todos concuerden con nosotros no refuta nuestra opinión, así como la multitudinaria aceptación de algo que nos parece inadmisible no reafirma la contraria. Como lo que tenemos casi todos son opiniones, confiamos en que las opiniones mejores pertenecen a los que juzgan mejor (aunque no sea raro que nos creamos los mejores jueces ingenuamente).

Por más desentendidos que estemos de lo que escuchamos, es muy raro pensar que al hacerlo estamos exentos de juicios, e igual de raro pensar que es posible juzgar sin afirmar algo sobre lo preferible. De allí que podamos imaginar sin problema que alguna pieza musical es mejor que otra. Esto no es poca cosa. Si no pudiéramos juzgar lo escuchado, sería imposible ser educado en la música. En el mundo musical objetivo o subjetivo, no puede existir la educación musical porque allí se entiende a la definición como arbitraria y al gusto como relativo. Tal vez habría aprendizaje de las notas y las técnicas, pero no una educación de la sensibilidad a la belleza. Uno puede demostrar matemáticamente que una proporción existe, pero es imposible demostrar que la proporción es bella. Hay saber en la música, uno que va más allá de la técnica de composición, de la teoría matemática de combinaciones de tiempos, modos, y harmonías, más allá de la historia de los métodos peculiares a épocas y lugares; pero este saber pertenece a alguien que es autoridad, que tiene una opinión que merece ser escuchada con atención y cuidado, y que cuesta trabajo encontrar porque estamos a la mitad del camino entre reconocernos capaces de contemplar la belleza, e incapaces de decir qué es lo que hace que eso que vemos sea bello. Nuestro pesar es que esta época que vivimos es soberbia y comodona, y en ella, mucho más fácil que admitir la autoridad y esforzarnos por mejorar nuestros propios juicios, es aceptar que todos tienen la razón al mismo tiempo, y que aun si la razón la tienen sólo los expertos, de todas maneras estamos más contentos con nuestros propios sentimientos porque a nadie le interesa la razón.

El tercer cajón

Primero no quise creerle nada, aunque era muy extraño que Ricardo estuviera inventando cosas así. Digo, normalmente era un tipo muy serio. Es más, hasta diría que era despistado cuando una situación llamativa requería de él un poco de imaginación extra-rutinaria. Con todo y eso, no quise creerle nada. Preferí pensar que algún vapor de la ciudad inhalado por descuido lo estaba haciendo colorear las cosas más de la cuenta. Según recuerdo, fue porque me apretó el hombro muy fuerte que quité mi sonrisa para invitar la posibilidad de que estuviera diciendo la verdad, y eso tomó su buen tiempo. Sus ojos reemplazaron ya desde ese momento en mi memoria toda otra ocasión en que reparé en ese par gris. Lo que sí perdí ya por siempre es su primera descripción. ¿Qué palabras habrá usado? Sé que no me imaginé las cosas tal cual, porque no hay buen modo de ponerlo; pero no sé con qué palabras me lo dijo cuando me asaltó esta noción tan absurda. Probablemente me dijo que su cajón estaba cantando.

Decidí acompañarlo a su casa, allá cuando vivía en la Meseta. No tenía otra opción, la verdad. Me preparó un café con su “secreto”, que no era sino una rebanada de manzana amarilla en el filtro. ¡Qué contraste el descanso delicioso de ese calor con el calor insoportable del camino! Hace mucho que no bebo un café tan bueno, he de preparar uno así pronto. Ricardo estuvo un rato haciéndome la plática de tonterías. Sospecho que porque tenía el temor de estarse volviendo loco y quería aplazar ese diagnóstico cuanto más pudiera; pero yo tenía encendida la curiosidad lo suficiente como para detenerlo después de una o dos anécdotas de su hermana que no me interesaban en lo más mínimo. Así de inquieto andaba yo, que no quería saber nada de la hermana. Bueno, pues subimos a su recámara finalmente. En cuanto estuvimos en presencia del mueble él no hizo sino verlo fijamente y, cuando requerí de él alguna acción, alguna iniciativa cual fuera, sólo me señaló con la quijada y las cejas hacia él. Era una cajonera para ropa, de mi alto o un poco más bajita, y de una madera robusta, pesada. Ese café muy obscuro que refleja anaranjado bajo ciertas lámparas era el de su barniz, y las manijas eran chiquitas, de metal ennegrecido con pintura. Ya antes me había dicho que era el tercer cajón.

Abrí el cajón hacia mí y, solté un estrepitoso jadeo con el susto. De inmediato, volteé a Ricardo mientras me hacía la imagen de la tomada de pelo que me había puesto; pero él no estaba riéndose burlonamente como yo había anticipado. Seguía más bien inmóvil, con sus ojos grises bien abiertos. Creo que fue allí, cuando descarté que fuera una broma (una de Ricardo, por lo menos), que en serio me abrí a la posibilidad de creer en lo que estaba pasando: del cajón de vieja madera fluía el sonido de una flauta tocada con una dulzura enternecedora. Era clara, hasta potente. Además, la flauta no estaba sola: un oboe la acompañaba, y un fagot, y quién sabía cuántos más vientos venían de ese sitio recién abierto en un concierto deleitable. Le aseguré a Ricardo que yo también lo escuchaba (cosa que lo tenía sumamente preocupado), y volvió a decirme todo lo que ya antes me había dicho, nomás que ahora le puse mucha más atención. Esto había empezado a pasar recién, uno o dos días cuando más. Al abrir el tercer cajón, un nuevo conjunto de instrumentos tocaba una melodía distinta, siempre distinta, y todas las que escuchamos nos eran desconocidas. Sacamos toda la ropa, por supuesto, e incluso estando completamente vacío ese cajón seguía animándonos con sus melodías sacadas tan distintamente de su caja de madera como sé que con mi pecho y mi boca proyecto mi propia voz. Si uno sacaba el cajón del mueble, la música comenzaba a desvanecerse; era como las palabras de alguien que se va quedando dormido. El resto del mueble no tenía nada de especial, ningún otro cajón tenía ninguna gracia. ¡Y no es que no nos pusiéramos a experimentar!: reacomodamos la ropa, movimos el mueble, cambiamos los cajones… hicimos de todo, pero solamente cuando ese cajón estaba en su lugar, en el tercer lugar, y estaba abierto, cantaba con toda multitud de instrumentos. Nunca repitió nada de su repertorio, era como si hubiera alguien dentro siempre improvisando y siempre atinando interpretar de la manera más bella todo lo que se le ocurriera tocar. ¿Quién sabe cómo decidía qué cosas ensayar, y de qué maneras? ¿Podría haber sabido que tenía una audiencia? No pudimos encontrarle más sentido juntos que el que Ricardo le había hallado solo. Ya la segunda vez que fui, con toda la intención de escuchar al cajón, tuve que rogarle que me dejara oír. Lo perturbaba bastante.

Sé que no quieres creerme nada. No te culpo. Si supiera qué hizo el pobre de Ricardo con esa cajonera antes de mudarse… Tienes que entender que quedé con él de no decirle nada a nadie, y en ese entonces yo me tomaba las promesas muy en serio. Me imagino que él dejó de usar ese cajón, porque mientras más y más pensábamos en el raro suceso, más se aterraba él. Llegó un momento en que ya no quería hablar del asunto y al rato lo olvidó. O por lo menos hizo como si lo hubiera olvidado. ¿Yo qué sé?, tal vez hasta quemó el armatoste. Me pregunto si en estos últimos meses no habrá tenido la inquietud por escuchar esas preciosas flautas. Yo, por mi parte, sé que sí la siento, como un cosquilleo en los huesos, como un peso en el seño, que creo que ya no voy a poder acallar.

Un acorde en silencio

Hasta donde tengo entendido la música se compone de sonidos y silencios, algunos llegan a ser más duraderos que otros; hay momentos en los que el oyente puede sentir lo agudo o lo grave de la vida, o en los que su andar por la vida se dibuja por pausas ligeras o por pasos pesados. La constitución de la música es igual a la de  la vida: en ésta hay momentos agitados y otros pausados y calmos, también los hay carentes de movimiento y concentrados en sí mismos, carencia que no es eterna porque el movimiento nuevamente se presenta, sólo deja de hacerlo cuando la vida ha terminado. La identidad entre una vida y una pieza musical no puede ser gratuita, ambas son resultado de lo mismo, la vida anima a la música así como la música da vida al alma. Hay variedad de piezas y también la hay de almas, algunas son desafinadas y otras muy bien afinadas, algunas brillan por sus acordes y otras por sus desacordes, pero la variedad nunca nos había impedido juzgar y distinguir a lo grato de lo ingrato, a lo bello de lo terrible y a lo bueno de lo malo. Sin embargo, ahora ya no juzgamos, vivimos animados por un espíritu tolerante; ya no distinguimos porque no tiene caso hacerlo y procuramos callar silenciados por la abundancia de voces, gritos y cantos que al mismo tiempo hablan sin escuchar.

 

Maigo.

El entusiasmo del concierto

Te concedemos, pues, lo más bello: que enalteces a Homero no por ser un experto,
sino por estar poseído por un dios.

La guitarra siguió sonando mucho tiempo más, pero él seguía escuchando los ecos de ese momento recién pasado aún moviéndolo como si los compases se hubieran vuelto circulares y nada fuera a cambiar nunca más. Miró a los demás de la audiencia y todos estaban tan pasmados como él. Eso le parecía, por lo menos. Las bebidas estaban quietas en las mesas, desatendidas, y los cigarros se consumían en los ceniceros o en los dedos. Se preguntó si cada uno de los que escuchaba esta hechizante música estaba viviendo esta clase de burbuja de tiempo que él experimentaba, pero no había modo de saberlo sólo mirando sus rostros. Todos en silencio, escuchando, embelesados. La luz se había vuelto puro accidente. Siguió observando la cadencia en su interior. Ya había escuchado estas mismas palabras antes, la misma canción; pero nunca había sido de este modo tan peculiar. No parecía haber motivo, pero sonaba todo mejor que en las otras ocasiones, todo en su lugar. Todo era apropiado. No era la sorpresiva presencia, ni tampoco la cercanía al cantor, ni el envolvente volumen; esto sólo ayudaba a que se diera cuenta de la maravillante interpretación, pero no era la fuente de la maravilla. Era tal vez que ni el instrumento, ni la textura de la voz, ni las imágenes gigantescas, ni el paso justo del pulso tenían sentido solos. Se habían encontrado como si siempre hubieran estado esperando ser descubiertos en este modo, ansiando combinarse. Es más, ansiando confundirse. La suavidad de esta mezcla sólo era posible olvidando que era una mezcla. La voz y los tensos rasguidos de las cuerdas se habían convertido en la misma cosa, y no podía ser coincidencia. La audiencia había sido embrujada con el curioso olvido de que cada sonido es uno por sí mismo, y abrasada a la vez por el candor de una memoria que no solamente retiene sino que espera y se complace mirando lo que ya estaba completo: anticipando cada nota en su exacto lugar, cada palabra con la convicción exacta. «Esta pieza debe escucharse así», pensó.

Terminó el encanto por fin. Los presentes aplaudieron casi despalmándose y se levantaron de sus asientos los pocos que aún permanecían sentados. Como cede poco a poco la lluvia al terminarse, el ruido espantoso de los vítores cesó. Después de que todos los demás partían ya del recital, él se acercó al músico, absorto en sus pensamientos. No podía ser que cada detalle hubiera simplemente ‘ocurrido’, que los cambios perfectos se dieran solos mientras que lo que debía mantenerse permaneciera por sí mismo. Ésta era evidencia del inmenso y prodigioso arte del compositor. Tenía que conocer el secreto de esta canción, así que le preguntó a su autor. Estaba entusiasmado y emocionado. Preguntó todo lo que se le venía a la cabeza, pero cuestión tras cuestión se frustró más y más. No podía creerlo, pero sobre lo más importante, sobre las claves sospechadas que habían hecho esta pieza maestra, sobre la grandeza que había ocurrido allí y de la que todos eran testigos, el músico no le pudo decir absolutamente nada.

Embustero

¿Qué adelantas sabiendo mi nombre? –le espeté–, cada noche tengo uno distinto; fue por eso que decidió llamarme “Bonita”. Lo nuestro duró lo que duran dos peces de hielo en un whisky on the rocks. En vez de fingir que nos sobraban los motivos, nos dijimos “Adiós, ojalá que volvamos a vernos” y, desde el balcón, lo vi perderse en el trajín de la Gran Vía. Lo malo no es que huyera, peor es que se fuera robándome además el corazón. El verano acabó, el otoño duró lo que tarda en llegar el invierno; la vida siguió, como siguen las cosas que no tienen mucho sentido, y sin embargo lo seguía queriendo.

Yo no quería un amor civilizado, lo que yo quería era que ese corazón cobarde muriese por mí. Por eso le busqué un adjetivo, inspirado y posesivo, que le arañase el corazón y luego arrojé mi mensaje, que se lo llevó de equipaje una botella al mar de su incomprensión. Mientras esperaba respuesta, cada noche me daban las diez y las once, y las doce y la una, y las dos y las tres… Para matar el tiempo, algunas veces solía recostar mi cabeza en el hombro de la luna y le hablaba de esa amante inoportuna que se llama Soledad. Otras tantas, dejaba la puerta de mi habitación abierta por si acaso se le ocurría regresar. Al final, me di cuenta de que no hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió.

Hay quien dice que fui yo la primera en olvidar, pero una vez me contó un amigo en común que lo vio, precisamente, donde habita el olvido, el cual –decía– no le sentaba tan mal. Él, que tanto había besado, que tanto me había enseñado, sabía mejor que yo que hasta los huesos sólo calan los besos que no han dado los labios del pecado. Entonces, siguiendo la voz del instinto, me salía a buscar un amante discreto que se atreviera a perderme el respeto; sin embargo, cuando dormía sin él, con él soñaba. Tanto lo quería que me fui envenenando de besos y así tardé en aprender a olvidarlo 19 días y 500 noches.

Ya llovió desde aquel chaparrón hasta hoy que, en la estación del metro, choqué con una persona que yo conocía muy bien y la miré. Seguía siendo tan cobarde que sólo podía ser él, el que me había robado el mes de abril. Me dijo “Hola” y yo pensé: “Este pez ya no muere por tu boca: en tus redes no me atraparás como a un ratón”, pero más rápido cae un hablador que un pirata cojo y febriles, como la carta de amor de un preso, estábamos él y yo. Sí, besarlo es desatar un huracán, pero en Macondo comprendí que al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver. Que no me pida ahora que muera por él; lo que queda de mí se subasta al mejor postor. Verán ustedes, mi manera de comprometerme fue darme a la fuga. Tal vez mañana a mi ventana llame otro príncipe azul.

Hiro postal

Pensando en la Sinfonía

La vida está llena de contrastes: entre que tenemos días movidos y atareados, y otros plenamente aburridos, o entre alegrías y enconos, o entre cientos de otros ejemplos que vienen en parejas, hacemos de los recuerdos de nuestros días redes de contrarios sujetos por la misma experiencia. Nosotros mismos somos así un poco, no podemos evitar que salga de nuestra supuesta congruencia alguna opinión que nos traiciona, o alguna actitud incomprensible; no tenemos carácteres de caricatura cuya única particularidad resaltable pinta todas nuestras acciones de un mismo tono.

Estas diferencias son fuente constante de imitación en la poesía y el arte en general porque causan gran maravilla cuando nos parece que están bien representadas. La música sería imposible sin nuestra capacidad de atender esos contrastes, para empezar, entre lo errático y lo estático, y para continuar, entre lo breve y lo largo, lo fuerte y lo quedo, lo agudo y lo grave. Toda teoría harmónica se basa en el movimiento que reconocemos en el sonido cuando pasa (de innumerables maneras distintas) del reposo a la tensión y de vuelta, porque nuestros instrumentos musicales nos dan la posibilidad de mezclar en infinitos modos todas estas caras del sonido.

Pensaba hoy por la mañana que la causa de que la que la sinfonía sea probablemente el modo más completo de hacer música es que, de todas las formas, es la que mayormente posibilita que se den todos los contrastes imaginables que le corresponden (digo que le corresponden porque, obviamente, no son de la música las características de otras formas de arte como la pintura o la escultura). No solamente incluye los más numerosos colores entre tantos instrumentos que se agrupan, sino que puede mejor que ninguna otra hacer cualquier cambio: por velocidades no tiene límites más allá de los que los escuchas se permitan; tampoco por tonos, o por texturas, o por motivos, o por cualquier otra cosa. En general, no hay matiz acústico que la sinfonía no pueda producir. Obviamente, hablando sólo de la forma no estoy opinando sobre ninguna pieza en particular ni afirmo que cualquier sinfonía sea mejor que cualquier otra cosa de música en el mundo. Simplemente eso: que por sus posibilidades, es la que más ofrece al compositor.

Otra cosa es pensar en la musicalidad de las palabras y su relación con la sinfonía. Confesaré que es ésta la segunda causa que me motivó a pensar en la preeminencia sinfónica: la canción bien podría estar en su máximo esplendor en el poema sinfónico. No todo poema está pensado como canción entre instrumentos, y no toda presentación de la voz tendría por qué ser incluida en una asociación orquestal; pero en cierto modo las mismas razones por las que la obra sinfónica tiene toda la capacidad de hacer lo mejor posible por la música incluirían al canto, en el poema sinfónico (o en algo parecido a él).

Al final, creo que es importante tener claro que en cualquiera de los dos ámbitos, si es verdad lo que aquí especulo como posibilidades para la composición, aún se necesita un talento excelente para hacerlas valer en toda su amplia extensión.

Letras Peligrosas

La música tiene un impacto bastante mayor en nuestra vida que el que solemos admitir. Para empezar, la música de una comunidad parece describir en cierta medida lo que ella piensa de sí misma. Claro, no es nunca tan fácil como si las letras de todas las canciones se trataran de una sola opinión. Cuando intentamos conocer el lugar en el que vivimos, y queremos saber qué clase de personas y costumbres caracterizan nuestra comunidad, todos tienen algo diferente que decir: algunos dirán que nuestro país es un espantoso y corrupto lugar, otros dirán que es como una bestia herida que necesita sanación, otros pensarán que debería ser todo mejor aunque es imposible, otros dirán que está mejorando poco a poco, y quizá hasta haya quienes digan que está muy bien así como está. Puede ser que en un caso tan complicado como el de nuestro país todas estas posiciones sean ciertas de algún modo. Pero curiosamente resulta que mientras más pensamos en estas opiniones y en sus bases, mejor conocemos a las personas que las tienen. Todo mundo piensa algo, los miembros de la comunidad no están exentos de tener una opinión sobre ella, y así nos damos cuenta de que nuestra comunidad es, en muy buena medida, lo que ella piensa de sí misma. Solemos considerar a la música sólo como entretenimiento y soporte, pero si es verdad que la ella es en parte la opinión que una comunidad tiene de sí y de sus alrededores, entonces se confirma que deberíamos concederle mayor importancia.

La música que se escucha por costumbre también es muy variada, y más en nuestras comunidades globalizadas; pero aún así podemos reconocer algunos tipos que son predominantes entre ciertas personas. Lo más común de admitir es que la música que a alguien le gusta no puede ser sujeto de crítica moral, porque en diferentes lugares y con diferentes personas los gustos son igualmente variados y válidos. Pero ¿qué pasa cuando consideramos música que tiene evidentemente un juicio moral, como pasa con los narcocorridos? Mientras que los corridos comunes y corrientes suelen ser relatos parecidos a cuentos cortos, mayormente localizados en pueblos y en el campo, y muchas veces tratando desamores o desazones, los narcocorridos son cantos de loa y de gloria a los narcotraficantes. La diferencia es importante porque en estos segundos lo que se canta revela lo que quienes los componen y escuchan aprecian más. Ellos hacen de sus héroes éstos cuyo modo de vida por principio quiebra la ley. En esos cantos se revela algo que se tiene por preferible sin ninguna duda ni ambigüedad. La operación física de traficar droga no es el foco del canto nunca, no es el producto, sino más bien la determinación para quebrar la ley y vivir dominando al resto aún enfrentando en ello la muerte. Esa valentía con la que se enviste a los protagonistas del narcocorrido siempre se da en circunstancias ilícitas y se les realza con más gusto por eso mismo. La mayoría de las letras que basan sus alabanzas en los jefes que murieron dignamente en el enfrentamiento a los cobardes policías federales, o en los que lograron hábilmente escapárseles, dejan ver el anhelo vivo por esa forma de vérselas fuera de la ley. El narcocorrido siempre preferirá un día de rico a una vida de pobre, sin importar lo que tenga que hacer para conseguirlo; pero esto quiere decir encomiar ladrones y asesinos. Eso es lo que hacen las alabanzas: revelan lo que juzgamos como bueno en alguien, y en las letras del narcocorrido el injusto que se sale con la suya y mata para lograrlo es mejor que el que éste sometió. Si su juicio es tan explícito, me parece insostenible que sólo por ser música sean independientes del juicio moral.

Esto se vuelve cardinal si es verdad que lo que la gente dice de sí misma es buena parte de lo que ella es, porque si en nuestra comunidad se deja sin preocupación que la loa a un asesino se escuche y repita, entonces poco a poco nos vamos acostumbrando a ser, no una comunidad de asesinos, sino de personas que los alaban. El robo y el homicidio no son acciones que se aprecien sino por sus resultados, pero éstos son los que en esta música se tienen por preferibles: la riqueza y el dominio sobre toda otra cosa, incluso los demás hombres. La comunidad que le canta loas a los narcotraficantes se puede volver peor que ellos, teniendo sus mismos deseos, pero escondidos e insatisfechos. Corrupto o no, verdadero o imaginado, nuestro país necesita aunque sea un poco, que se hable más y mejor de lo bueno, y menos y peor de lo malo.