La música que entristece agrava el peso de nuestra propia alma. Mas no es su movimiento el que nos cambia: lo que sentimos por sus notas viene de nosotros. Si no, ¿cómo sería posible que el viento nos removiera la pena en el fondo? ¿Cómo podría la tensión de las cuerdas afinarse con la carga de la nostalgia, o con la quemante melancolía? Con la harmonía fina de instrumentos que cantan voces dolorosas el recuerdo se aviva como si se le viera, como fuego en la chimenea que a punto de enfriarse a obscuras aún es azuzada una vez más, y las brasas debajo de las cenizas vuelven a reclamar la mirada mientras tiñen de nueva luz el olvidado cuarto; arden de potente rojo y lo abrazan todo. El recuerdo de tan cercano que lastima, de tan lejano que se añora, parece consistir en la misma cadencia de la música triste y no le acompaña, le enriquece. La música no se extiende detrás para hacerle fondo a la escena, se vierte completa en él y lo recubre. El recuerdo está incluido en ella. La letra del canto triste es el recuerdo, es su trama, y el alma propia en el fondo compone el alma de la pieza. Por eso el canto triste y el recuerdo se hacen en uno la misma cosa.
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Breve Pensamiento sobre la Música
La música del cello refleja perfectamente el tono profundo del lamento, y por eso la madera que resuena esas largas cuerdas imita con tanto celo los ánimos decaídos. La nostalgia y la tristeza hallan un eco harmonioso en este instrumento. El piano, por otro lado, es más conciso cuando se lamenta, porque su voz es más profunda pero menos duradera. Cada tono suyo es como un respiro completo, tiene su límite como cuando se nos termina el aire y nuestras vocales suenan más y más suaves, hasta que tenemos que volver a inhalar. Cuando el piano suena música sombría y cabizbaja parece sollozar, más que alargar sus gritos. También por eso es tan buen imitador de tantos otros humores. El pintoresco sonido juguetón que causan las teclas cuando se golpean como dando saltos recuerda ánimos alegres con más facilidad que cualquier pizzicato. La flauta, por su parte, es casi sin duda como un silbido, pero más brillante y grueso. Difícilmente silba uno cuando está triste, y hay muchos más conciertos para flauta en escalas alegres que en escalas lúgubres. Aún así, la voz humana al cantar es imitadora más cercana de las emociones que cualquier otro instrumento, aunque más difícil de perfeccionar. Las posibilidades que nos dan los instrumentos musicales de imitar las disposiciones anímicas y su afinidad con la melodía de la voz me hacen pensar que el canto, y el habla son de algún modo imitaciones también. No sólo nos ponemos tristes o nos alegramos, sino que nos sabemos tristes o alegres, hablamos de maneras tristes o alegres, y nos vemos a nosotros mismos actuar cuando estamos tristes o alegres. Quizá haya algún sentido en el que también hablar sea imitación de nosotros y de nuestra disposición, y que nuestra voz entone alguna melodía sobre nuestra vida.
La Primera Sinfonía
Frío es el mundo de las bestias
que no pueden reconfortar su corazón
con el calor de una bella melodía.
–Al-Fahayut
Por A. Cortés:
Cualquier dios que haya inventado la música debe de haber tenido un profundo amor por el orden y un aprecio bien medido de todos los sonidos. Debe de haber sido de oídos muy finos, de muy entrenada voz y profundos pulmones. Debe haber platicado muchísimo y con casi todos los otros dioses, y debe haber encontrado en las diferencias de los timbres enorme inspiración. “Una sola vocal, debió pensar, una sola debe bastar para mi designio: sólo debo mantenerla”. Seguramente entrenó por eones los diversos modos en que las resonancias de su garganta podían quedarse sonando. Cuando por primera vez entonó, estaba ya tan sólo a un paso de moldear el viento para transformarlo, de un translúcido flujo calmo, en un carruaje divino.
El tono es una cosa simple: un sonido que se mantiene siendo el mismo por un tiempo. Las ropas rasgadas y los golpes en el suelo difícilmente pueden entonarse, porque los sonidos que de allí se desprenden son, o muy cortos, o muy irregulares. Ellos no se mecen uniformemente. El tono se mantiene como cuando uno sopla a la boquilla de una botella con la misma intensidad. Seguramente antes no existían esas cosas ni era el sonido como lo conocemos hoy, ni había más que un solo tono uniforme y constante. No debe haber sido otra cosa en la que se fijara este dios que en el tono primigenio, probablemente calmo y dulce hecho por una flauta, o quizá marcado y rasposo de su propio pecho. “Mantener un sonido es un poder noble y alto, se dijeron los demás dioses, has hecho de esta ocurrencia tuya un prodigio”. Pero el dios sólo quería entonar porque tenía en mente algo aún más augusto. El secreto de la música está allende lo trivial del soplo a solas, sólo hacía falta encontrar exactamente dónde.
Me imagino a este dios de gran ímpetu, considerando largo rato qué era necesario para lograr su propósito: hacer que la belleza pudiera ser escuchada. Un buen día, escuchando la caída del agua en un río se dio cuenta de que no podría lograrlo sin pagar un alto precio. Levantándose, caminó cabizbajo por largo rato hasta que se topó con algún otro dios. “No puedo hacerlo, hacer del sonido una de las cosas bellas es demasiado peligroso”. “¿A qué te refieres?, le preguntó el otro dios, ¿que no habías ya creado con tus suaves manos un modo hacer el sonido permanente? Nada hay que haya yo escuchado que sea bello además de esto”. “No, contestó el otro, un solo sonido no basta para hacer que la belleza pueda escucharse. Si hemos de encontrar la belleza en el sonido, necesitamos crear más tonos, combinarlos y mezclarlos en orden”. Esto debió ser muy extraño para el otro, pero su común amor por la conversación y su deseo de placerse en la belleza logró convencer al dios de la música de que hiciera el esfuerzo y depusiera el temor. “¡Venga, entonces, la harmonía! Gocémonos en las sinfonías que nunca antes habían sido compuestas, y también en las que nunca ningún hombre atinará componer”, dijo al fin. Hizo que de un tono se extendieran varios, como si crecieran de un tronco cientos de ramas separadas por espacios en los que siempre pueden crecer más ramas. En la justa combinación podría desplegarse exactamente la belleza del orden al oído. Nos regaló la variedad del sonido para que en ella pudiera hacer audible la belleza como espejo del alma que la había concebido.
Entonces hizo que el tono se amplificara, que se extendiera en variedades altas y bajas, en gravedad y agudeza (levedad sería más apropiado) suficiente para que la combinación fuera posible. Después de ello ninguno de los dioses dejó de escuchar atentamente las combinaciones de sonidos en el viento. Esta multiplicación, sin embargo, estuvo confinada desde el principio a legarle grandes males a los oídos de hombres y dioses: no había modo de hacer que los tonos pudieran ordenarse bellamente de una manera, sin hacer con ello que hubiera otras infinitas de ordenarlos mal. No hay límite al número de tonos entre uno y otro, y el dios sabía bien que ésa era la consecuencia de ampliar lo que era posible sonar. Porque sólo de acuerdo al bello orden del dios, la multitud se halla bien estando junta, pero ésta puede combinarse además de todas las otras maneras. Por eso es tanto menos la música entre las cosas que suenan, y también tantos más los hombres que, aún siendo lo que naturalmente pueden ser, viven en el desorden.
la maquina cibernética
En una maquina cibernética hallaron unas claves, unos códigos conjugados y metafixiados. Hablan de un humano que se hacía escuchar y nombrar Rockdrigo González, ahí refieren a una radiotransmisión transmitida por ondas hertzianas medio marcianas. A través de los airosos aires de la capital establo de mexicapan de las tuneishions llega a nosotros una muestra arqueo-etno-musico-tera-para-psicológica o apocalíptica visión de mediados de la penúltima década del siglo XX.
¡Ah qué carnal ese! Entre concreto desmoronado y varillas gruesas quedo su cuerpo la mañana del 19 de septiembre de 1985. Ese no fue su fin sino el principio de su vagar por las guitarras y cintas, por viniles y libros, por calles y compactos, por cines y tributos… en fin, sus desentonados falsetes y afinados berridos han marcado a más de uno, con sus letras y armonicazos han dado a la banda la sonoridad de su rol por esta vidaza.
Entre sus canciones se cuelan las historias de adolescentes matricidas alcohólicos (Gustavo), un asalto del terrorista de la línea tres traumatizado al llegar del campo y perder entre la multitud a su pareja (Metro Balderas), las descripciones de la mezquindad, bajeza e impunidad de la zoología social (Ratas), amores que pasan tan rápido como el aliento y como improvisación sentida (Rock en vivo).
En sus canciones viven hombres de versos y aguardiente que atraviesan el campo, los que recogen el fruto del mar desde el amanecer, los que reciben un salario y ven con tristeza que sus anhelos están medidos por él, los que anhelan la situación del explotado, y los que en sus crisis se sienten como perros en pleno arroyo vehicular. Sus palabras pasan de la urbe al campo, de la paranoia de la modernidad a la alegría poética rural, transcurre y fluye. Sus visiones del “rocanrol mexicano” (sic) dejan testimonio de una crítica de su ambiente bastante ácido. En tiempos donde el rocanrol era delito para el aparato de estado y traición ideológica para la izquierda organizada y semiclandestina, Rockdrigo le pinta huevos a las rígidas estructuras que sistematizan las verdades, ve en el rock la progresión de la música para crear puentes a las músicas populares concretas de cada espacio y tiempo, una balcón a los exteriores e interiores donde el ambiente marca las arrugas de la piel.
Una entrevista acompañada de rolas. Un viaje por un personaje y sus carburaciones mentales. Esta es una invitación a no solo oír y decir si agrada o no este musicucho, sino a atender una voz feroz y reflexiva.
Visiten http://www.rockdrigo.com.mx/ . Ahí se encuentra la grabación del programa “Dos hasta la media noche” de 1984, transmitida por Radiomexiquense XEGM.
OKTLI
Beethoven
Toda mi vida he esperado por este momento. Con boleto en mano entro al Palacio de Bellas Artes. Mi emoción se mezcla con los murmullos de mortales que buscan y anhelan la liberación; y en esa búsqueda han dado en este lugar, a esta hora…igual que yo.
El protocolo no hace más que intensificar las expectativas, las ansias de gloria. Por fin entro a un pasillo que recorro lentamente, como si fuera el Purgatorio que me habrá de llevar al cielo, sin más prisa que la de mi espíritu que quisiera trascender el tiempo hasta el instante en el que serán rotas sus cadenas y se elevará libremente entre coros celestiales escritos hace ya mucho tiempo, e inmortalizados en una sinfonía coral.
Tomo mi asiento y contemplo el recinto como quien sabe que ha llegado a su destino y únicamente un pequeño paso lo separa de él. Así, frente a la puerta del paraíso observo cómo la sala comienza a llenarse y, poco a poco, entra la orquesta. Arriba, los murmullos producen sonidos amorfos que apáganse lentamente. Abajo, los instrumentos chillan y se quejan por la espera tan prolongada, por la afinación, por el deseo. Dos niveles caóticos que habrán de unirse en el momento preciso.
Este caos forma una escena en mi mente; escena que comienza, como todo, con tinieblas. Bruma espesa que se difumina ante una figura que aparece de repente. Con ella surgen sonidos acompasados que recuerdan fatiga; sonidos que se convierten en pasos, pasos que anuncian tragedia.
La figura se define y comienza a hacerse familiar: un hombre de edad, ligeramente encorvado, con cabellos canos y crecidos ocultándole el rostro, y las manos, una sobre otra, apoyadas con pesadumbre detrás de la espalda. La figura se acerca y puede observarse su rostro que, aunque cubierto por sus cabellos canos, refleja tristeza; tristeza inefable que ningún poeta podría describir; tristeza convertida en orgullo; orgullo convertido en gloria.
El hombre es sordo, se nota por sus pasos tímidos y su tambaleo al caminar. ¿Qué miserable destino es el que ha convertido a este hombre en un símbolo digno de una tragedia griega? Sobre sus hombros lleva todas las dolencias del mundo, con ellos carga todas las penas de la humanidad; por eso su pequeña joroba. ¿Por qué es este hombre tan importante en mi vida? ¿Por qué su imagen, hecha ya símbolo, representa para mí la máxima expresión de la pasión, de la vida, del romanticismo?
La escena se esfuma de mi mente con la entrada del primer violín. El caos comienza a ordenarse con los aplausos. El protocolo comienza a hacerse fastidioso.
El director prorrumpe con una entrada triunfal que aplasta los últimos vestigios del caos. El protocolo concluye con la presentación del primer violín y los aplausos al director; los músicos se ponen en posición; la expectación crece.
Las puertas del paraíso comienzan a abrirse, la atmósfera se tiñe de eternidad y esos instantes de incertidumbre se alargan y desdoblan interminablemente liberando mi imaginación y mis recuerdos. Imágenes se agolpan en mi interior; imágenes contradictorias, ora de anhelo, ora de angustia.
De entre esas imágenes vuelve a surgir la misma figura del hombre encorvado con las manos detrás de la espalda; imagen misma de la melancolía. Pero… ¿quién es? Aunque la certeza es indudable no me atrevo a pronunciar el nombre. Sólo puedo pronunciar un adjetivo que se ha vuelto, junto con la figura, un símbolo en mi vida: artista… EL artista.
Este hombre es para mí, no sólo el romántico, sino el artista mismo por antonomasia; y un artista es aquél que se eleva de su condición mortal hacia las alturas de lo etéreo; que en un destello explosivo descubre los secretos del misterio, los rincones de lo eterno, las sensaciones de lo divino. Con el arte ennoblece la vida, crea vida, es él mismo vida. Siempre buscando la belleza, dándole forma al ideal. Pero en este andar hacia lo eterno se destruye como mortal, se aniquila como materia. ¿Por qué?… es una pregunta que me ha destrozado la cabeza por años, y la única respuesta que he logrado encontrar en mí es la de que el arte trasciende los límites humanos, trasciende la razón y en esa trascendencia la pasión se vuelve camino; eleva sus alas hacia el éter divino; se esparce por los infinitos aquelárricos del tiempo proclamando a grandes voces la destrucción del cuerpo, anhelando la eternidad toda. Por eso la tragedia; por eso la locura y la misantropía.
El artista necesita destrozar su razón para ver el infinito. Por eso la filosofía no llega, ni llegará nunca a nada más que a una cultura general del pensamiento, pero únicamente de eso, el pensamiento; porque es opaca, rectangular y limitada. Mientras el artista corre entre las llamas del infierno sabiendo que algún día se consumirá tornándose humo hasta alcanzar el éter, el filósofo observa esas llamas desde un escritorio intentando analizarlas, clasificarlas y definirlas.
Esa es la tragedia del artista, ese fue el destino de Beethoven.
Ante estas cavilaciones descubro que he logrado pronunciar su nombre: Ludwig van Beethoven. Este fue el nombre mismo de la tragedia, del dolor. Ludwig fue el mortal que vivió desesperadamente la fatalidad. El que siendo músico se vio impedido por el destino a no escuchar su propia música por su sordera; que entre las angustias elevó los ojos, consumidos por lágrimas, hacia el universo, intentando comprender su soledad, muriendo lentamente dentro de un cuerpo tosco y demacrado; un cuerpo inútil… y sordo. Van fue el romántico que luchó contra el destino y su sordera; que encaró al mundo y decidió despedazarse en nombre de la inmortalidad, cumpliendo así con la tragedia. Y Beethoven fue el espíritu salvaje que vagó por el infierno, atrapado en Ludwig, hasta lograr su liberación a través de la música y convertirse en un Dios al componer la…
Una nota aniquila mis fantasías, entra inmisericorde en mí colapsando mis sentidos, alargándose y llenando el recinto y los corazones de centenares de hombres que comprenden lo que está sucediendo. Es un oboe que surge del silencio dando comienzo al primer movimiento de la Novena Sinfonía.
Mi espíritu se tranquiliza y se deja conducir entre paisajes deformes que, poco a poco, están cobrando forma. Paisajes de una belleza indescriptible. Colores surgen de la bruma y cada nota da armonía al desorden. Cada nota propone un sabor, un color, un olor y la sensación de estar elevándose en el éter. El tiempo se torna inestable; se alarga y se acorta a capricho de la música; se subordina a ella mientras el espacio se vuelve irreal, acartonado. La realidad cambia; yo simplemente escucho.
El primer movimiento concluye; en el silencio quedan suspendidas las notas como instantes eternos. Mi mente escapa a la insoportable angustia que provoca este cese y se refugia de nuevo en preguntas y en sentimientos que no logran resolverse. ¿Por qué la tragedia? ¿Por qué la necesidad del sufrimiento para descubrir la belleza? ¿Acaso aquél es necesario para trascender a los mundos celestes? Cómo es posible que un hombre cuya vida toda ha sido tragedia logre sacar de sí algo de la belleza que acabo de escuchar.
Estas interrogantes se desvanecen cuando el segundo movimiento comienza. De naturaleza distinta al primero se escucha la ascensión de un espíritu hacia la gloria. Cada compás, cada silencio es una marcha hacia el Olimpo, un desafío a lo mortal, a lo perecedero. La voluntad del hombre asumiendo su carácter de Dios, y como tal, creando su propia obra en el éter mismo. Siempre dándole forma a la belleza.
Las puertas del paraíso cada vez están más abiertas, dando lugar a los destellos de aquella luz que sólo un espíritu celestial es capaz de transformar en música. No hay duda ya: el artista es el mensajero de los dioses… pero no, no Beethoven; este segundo movimiento me lo confirma, él no era un simple mensajero de los dioses, era algo más…
En estas divagaciones me encontró el final del segundo movimiento, y con él una imagen recurrente; imagen de un virtuoso que, siempre que pienso en Beethoven, aparece para disputarse el trono: Wolfgan Amadeus Mozart, el genio, el niño prodigio, el elegido por los dioses. Mozart sí fue un mensajero de los dioses; un canal que nos transmitió sus mensajes, pero… ¿Beehtoven?
Al formularme esta pregunta soy arrancado de mis profundidades por una de las piezas más bellas que he escuchado en toda mi vida. El tercer movimiento comienza con colores pastel, con sensaciones blandas, con belleza de olor a rosas que no llega a lo sublime, simplemente danza alrededor de lo bello.
Con cierta semejanza al primer movimiento es como un puente que liga la marcha triunfal del segundo movimiento con lo que ha de venir. Yo me limito a escuchar mientras mi corazón se hincha de belleza y el titánico conflicto de músicos se resuelve intuitivamente, aunque sin una certeza, inclinándose la balanza hacia Beethoven.
En el éxtasis etéreo de los espacios infinitos que describe el tercer movimiento me encuentro cuando la orquesta, con una elegancia aristocrática, concluye. El auditorio observa silencioso. El espacio de tiempo entre un movimiento y otro se prolonga por la aparición del coro que toma su lugar. Todos sabemos lo que va a pasar; todos lo deseamos. Hemos esperado tres movimientos y las puertas del Paraíso están a punto de abrirse completamente; los nervios se desatan, la respiración se acelera y el deseo anhela salir por cada uno de los poros hasta llegar al éxtasis completo.
¿Qué es la belleza? me pregunto intermitentemente entre lo que acabo de escuchar y lo que ansío presenciar, pero algo en mi interior me obliga a callar, reprochándome que deje la filosofía a un lado y me dedique a contemplar; que la belleza no se define, sino se vive; que no se clasifica, sino se siente; que no se puede atrapar, sino que se es atrapado por ella; que es la esencia del arte y de la vida, es decir, un misterio que se recrea a sí mismo, se desdobla; nace y muere a su propia voluntad y no tiene explicación ni lógica, ni siquiera para sí mismo. Es un espejo reflejándose a sí mismo en la eternidad.
Los chelos rompen el silencio proclamando el cuarto y más sublime de los movimientos. Las notas chocan unas con otras y forman espirales que apuntan al Olimpo. Los mismos dioses callan y están atentos a lo que viene. La eternidad se empieza a construir. Poco a poco se junta la esencia de los tres movimientos anteriores junto con fragmentos de otras obras de Beethoven que proclaman la unidad. Es la lucha final, el hombre que se alza en busca de la divinidad.
Sorpresivamente se empieza a formar una melodía; primero silenciosa, grave, que poco a poco se va afinando, agudizando. Cada vez entran más instrumentos, nuevas tonalidades. Todos sabemos de que se trata pero callamos ante la estupefacción, el estallido es inminente: el himno a la alegría instrumental colapsa al auditorio, y a mí me arranca alguna que otra lágrima que surge desde lo más profundo de mi éxtasis.
Los cantos comienzan. Es la primera sinfonía coral jamás escrita. Las veces se elevan; primero el barítono, luego el tenor; entra la soprano creando una polifonía que asemeja al canto de los dioses. La orquesta se desgarra acompañándolos, el momento se acerca, todo se une, se ordena; el coro se prepara…
Un pequeño preludio que comienza con un oboe anuncia el Paraíso. Del éter surge un ángel que nos envuelve con su voz, nos prepara para la catarsis; presenta a los instrumentos que comienzan a tornarse agresivos, esplendorosos, altivos. La expectación llega al máximo; la orquesta se hace pedazos, el auditorio se aniquila: comienza la implosión… las cadenas empiezan a ceder… los espíritus se unifican agolpándose unos con otros, liberándose mutuamente y todo se colapsa en un gigantesco estallido que explota hacia el infinito: la gloria máxima, la unidad, la totalidad se han alcanzado: lo subjetivo y lo objetivo; la orquesta y el auditorio; todo es uno mientras los ángeles nos toman de la mano y nos llevan ante la presencia del ser supremo entonando a coro el himno a la alegría; la risa de Beethoven desde el Olimpo se escucha por todas partes… yo me desgarro y me fundo con ella ahogado en lágrimas que me son arrancadas involuntariamente: yo ya no soy yo; Fichte estaba mal, en este instante lo comprendo: no yo es igual a no yo, a algo más.
Ésta es la única pieza musical que ha logrado arrancarme lágrimas, que ha logrado enseñarme la eternidad, aunque sea tan breve como lo que dura el himno a la alegría coral. Ya no hay duda, Mozart es un mensajero de los dioses, pero Beethoven logró ser uno de ellos. Mozart fue sólo un instrumento, a él le dictaban su mensaje los dioses, pero cuando les dejó de ser útil lo aniquilaron en medio de un Réquiem, de su Réquiem.
Beethoven fue un mortal que les arrancó la voz a los dioses, que se elevó tan alto como ellos, retándolos, combatiéndolos hasta que se ganó un lugar entre ellos. Por eso quedó sordo, porque para elevarse hasta el Olimpo tuvo que sacrificar su oído para poder trascender lo mortal y escuchar su interior. Perdió el sonido para inventarlo; por eso su tragedia: sacrificó su mortalidad para ganarse la inmortalidad. Logró lo que ninguno: llegar a la eternidad dentro de lo finito; y la prueba de esto es su novena sinfonía.
Y así, poco a poco termina la que considero la obra maestra de la música de todos los tiempos y comprendo la necesidad de la tragedia y de la locura para perpetuar la belleza; la necesidad absoluta de la pasión y la cumbre de ella que es el romanticismo. Éste, para mí, llegó a ser la máxima expresión del arte y de la vida. Su recurso principal es la pasión, su esencia la belleza misma. No existe más sublimidad que el arte romántico y como líder el gran melancólico: el sordo de Bonn.
Mi interrogante, al salir del Palacio de Bellas Artes: ¿cómo es posible que un solo hombre haya logrado crear algo tan sublime, tan divino, tan perfecto?, ¿cómo es que una obra, una sola obra logre perpetuarse eternamente en los corazones de todos los hombres, y causar el mismo impacto en todas las épocas?, y la pregunta principal, que no he podido ni creo poder responder: ya que el arte es la expresión y fin último del hombre; ya que es lo único por lo que puede ascender a la inmortalidad, tomándolo en cuenta como mimesis ¿es el arte una copia de la vida o la vida es una copia del arte? Muchas veces, tal vez la mayoría, me inclino por la segunda.
Gazmogno
NIETZSCHE Y LA TRAGEDIA GRIEGA.
Nietzsche comienza su análisis, a partir de aquellos elementos presentes en la obra griega que se han impuesto arbitrariamente a lo que hoy conocemos como: ópera. La musicalidad que prevalecía en la Tragedia, se ve de un modo presente en la puesta en escena de una ópera, sin embargo, las motivaciones, el argumento, las acciones y el movimiento distan mucho del antiguo acontecer griego, esto queda expuesto así: “Lo que hoy nosotros llamamos ópera, que es una caricatura del drama musical antiguo, ha surgido por una imitación simiesca directa de la Antigüedad: desprovista de la fuerza inconsciente de un instinto natural, formada de acuerdo con una teoría abstracta, se ha portado cual si fuera un “homunculus” producido artificialmente, como el malvado duende de nuestro moderno desarrollo musical. Aquellos aristocráticos, cultos y eruditos florentinos que, a comienzos del siglo XVIII, provocaron la génesis de la opera, tenían el propósito claramente expresado de renovar aquellos efectos que la música había tenido en la Antigüedad…” [1]
El hecho de que en el desarrollo de la humanidad y su actitud frente al arte, en específico, frente a los “efectos” causados por la Tragedia antigua, hayan truncado su curso a ver dicha obra, a partir de aquello que producían en los individuos, buscaron con esta “nueva” forma de hacer una obra musicalizada, sólo un alejamiento paulatino de lo que en verdad constituía a la tragedia, el desarrollo del arte moderno estaba impregnado de erudición, de lo que se trataba no era de una evolución, como lo fue en la antigüedad, sino más bien, de un burdo imitar algunos elementos, dejando a un lado la esencia del drama griego, es decir, no hubo una sana evolución de la música, el arte moderno se vio sucumbido, tanto en teoría como en la práctica, una realización docta de dicha obra.
Para nuestro filósofo, el resultado fue: una atrofia del gusto, esto debido a que en la obra ya no se buscaba el aprecio por la música, sino, el deleite para el ojo. “Los ojos debían admirar la habilidad contrapuntística del compositor: los ojos debían reconocer la capacidad expresiva de la música. ¿Cómo se podía llegar a esto?. Se dio a las notas el color de las cosas de que en el texto se hablaba, es decir, verde cuando lo que se mencionaba eran plantas, campos, viñedos, rojo púrpura cuando eran sol y la luz. Esto era música-literatura, música para leer”. [2] Al parecer, esta critica a la atrofia del gusto, es por la división que se hace de los sentidos, el empleo de color en la ópera, hace que aquel que se encuentra frente a la misma, preste más atención a los cambios en tonalidades, su reacción ante dichos cambios desvía sus sentidos hacia un observar, alejándolo de una contemplación de la totalidad de la obra en cuestión, no olvidemos que el en drama griego, si bien, como se mencionó en el apartado anterior, se fueron introduciendo elementos escenográficos, máscaras y atuendos, estos tenían como función principal el hacer notar las diferencias entre los personajes, eran complemento, accesorio, no esenciales, contrario a lo que se tenía ( y se tiene ) en la ópera. El hecho de que el individuo tienda hacia una observación hace que su perspectiva de la obra se enfoque a uno de sus aspectos, es decir, tiene que partirse, ve una obra en pedazos, su contemplación está alejada de la obra. Es un hombre que aprecia por partes, un hombre sin una visión completa.
La actitud del hombre griego en todo lo relacionado a la tragedia, estaba más allá de una simple búsqueda de entretenimiento, esto se ve en la siguiente cita: “El alma ateniense que iba a ver la tragedia en las Grandes dionisiacas continuaba teniendo en sí algo de aquel elemento de que nació la tragedia. Ese elemento es el impulso primaveral, que explota con una fuerza extraordinaria, un irritarse, enfurecerse, teniendo sentimientos mezclados, que conocen, al aproximarse la primavera todos los pueblos ingenuos y la naturaleza entera[3]”. Se ha de tomar en cuenta que las comedias y las mascaradas de carnaval, tienen también su origen en festividades primaverales, conservan algunas similitudes con las Grandes dionisiacas, sin embargo estas últimas se caracterizaban por un aire de misticismo, el hombre griego no asistía a ellas por un placer mundano, su íntima relación con sus dioses le hacía participe de estas festividades, su espíritu se entusiasmaba. Caso contrario las festividades carnavalescas de la Edad Media, en las cuales, la religiosidad cristiana, impedía que los individuos se liberaran, si bien, las procesiones dionisiacas estaban formadas por un gran número de miembros, el espíritu de ellas era en honor a los mitos, aquellos de los cuales se formaba dicha procesión conocían el carácter y la esencia de los mismos, el espíritu de la Edad Media, era una copia de la festividad, el origen de sus conmemoraciones, permanecía inmerso en esta acción imitativa y docta de las antiguas consagraciones griegas.
Ahora pasemos a uno de los elementos primordiales de la Tragedia Griega el cual es: la música. Esto no debe entenderse como una obra instrumental, sino, desde la musicalidad contenida en la poesía, el coro era el portavoz de la esencia mítica, si embargo, como nuestro autor relata, la corrupción de la presencia musical fue desvirtuada con la entrada del cristianismo, siguiendo esta idea, Nietzsche dice: “Es bien sabido, en efecto, que la tragedia no fue originariamente más que un gran canto coral (…) En los mejores tiempos el efecto capital y de conjunto de la tragedia antigua continuaba descansando en el coro: éste factor con que se tenia que contar ante todo, al que no era lícito dejar de lado (…) en la música coral unísona de los griegos; ella forma la antítesis mas poderosa del desarrollo de música cristiana, en la que la armonía, auténtico símbolo de la mayoría, ha dominado durante largo tiempo, hasta el punto de que la melodía quedó asfixiada…”[4].
El arte musical griego, era concebido como una unidad formada por poesía, música y danza, dicha unidad daba como resultado una armonía. La teoría armónica griega consistía en el estudio de los sonidos, los intervalos, los géneros y los modos, no se basaba en los sonidos o notas, sino en la distancia o intervalo que separaba un sonido de otro. En si, la música instrumental fue acompañamiento de la poesía, siguiendo a Nietzsche: “La música estaba destinada a apoyar el poema, a reforzar la expresión de sentimientos y el interés de las situaciones, sin interrumpir la acción ni perturbarla con ornamentos inútiles.” [5]
Para nosotros que hemos estamos inmersos en la corriente, resultado de la modernidad, pocas veces tenemos la capacidad de disfrutar el texto y la música, los vemos como entidades separadas. En nuestra sociedad es fácil observar el gusto de la mayoría en el que la ausencia de una cercanía con la armonía entre palabra y música, nuestro gusto musical recae en un disfrute simplón de una tonada agradable, un ritmo monótono, si bien lo que pueda decir el texto de la canción sea burdo o sin sentido, el hecho de que podamos seguir “el ritmo”, da como resultado un goce a los sentidos. Pocas veces nos hemos puesto a escuchar si es la música acompañante de las palabras, si esta transmite la atmósfera que el texto pretende, no debe sorprendernos que esta atrofia del gusto haya dado como resultado, en la actualidad, corrientes como: el reaggetón, del cual sólo puedo decir que es un insulto a los sentidos.
“¿Y qué exigen, en suma del arte? Que les libre, durante unas horas o unos instantes, del malestar, del aburrimiento, de la conciencia vagamente atormentada, y que interprete, si es posible, en un sentido elevado, el defecto de su vida y de su carácter, para transformarlo en un defecto en el destino del mundo: muy diferentes de los griegos, que veían en su arte la expansión de su propio bienestar y de su propia salud, y a quienes les gustaba contemplar su propia perfección, una vez más, fuera de ellos mismos; fueron conducidos al arte por el contento de sí mismos, mientras que en nuestros contemporáneos han sido llevados a él por el disgusto de sí mismos. “[6] De esta manera es como nos acercamos al arte, por un disgusto de nuestra realidad, el acercamiento es un escape, el acudir a un concierto de piano, o a una galería o un museo, forma parte de nuestro intento de alejarnos de lo mundano, de lo cotidiano, siendo que en la época antigua, el arte y la relación del hombre con el mismo, era un aspecto que estaba en el, era inherente a él. Basta con ver las grandes cantidades de personas que se reúnen en una exposición de objetos de una civilización antigua de gran importancia, y pasado dicho evento, regresan al recinto hasta la próxima magna exposición, o debemos preguntarnos el por qué nuestras visitas a los templos mayas o al estudio de la civilización azteca, o al conocimiento de las doctrinas, el pensamiento, la religión y la vida cotidiana; esta reducido a algunos o peor aún de extranjeros. Esto último nos cansamos de criticarlo, pero nunca rebasa la mera crítica.
“El arte debe ante todo embellecer la vida, hacernos, pues, tolerantes los unos a otros y tan agradables como sea posible; con esta tarea como mira, modera y nos sirve de freno, da forma a las relaciones sociales, impone leyes de convivencia, de propiedad, de cortesía a aquellos cuya educación no está terminada (…) el arte debe ocultar y transformar todo lo que es feo, esas cosas penosas, terribles y desagradables (…) debe obrar así sobre todos en lo que se refiere a las pasiones, a los sufrimientos del alma y a los temores haciendo trasparecer, dentro de la fealdad inevitable e insuperable, lo que en ellos de significativo (…) el arte de las obras de arte no es más que un accesorio. El hombre que siente dentro de sí un excedente de estas fuerzas que embellecen, ocultan, transforman, terminará por tratar de liberarse de este excedente por medio de la obra de arte y, en ciertas circunstancias, será todo un pueblo el que obre así. “ [7]
El arte, en la actualidad, ya no es creación, el hombre ya no encuentra en el una manera de expresar su bienestar, ya no es una necesidad social, el arte ha perdido esta característica, en la cual tiene su base, nuestra modernidad nos lleva fatalmente a un olvido del arte, la ciencia ha impuesto su supremacía ha intentado mantener una ideología de dar resultados placenteros, en los cuales el hombre tiene que ser pasivo y dejarse llevar. Lo que nosotros llamamos arte, no es más que un mero adorno cultural, donde los sentidos se ven violentados por un sin fin de elementos que evitan la comprensión, el acercamiento, la contemplación de una unidad, puesto que ya no existe tal. Estamos tan alejados de la antigua relación del hombre griego con el arte, que esta no sólo se mide en tiempo o espacio, se mide por pensamiento y obra. El hombre moderno, tristemente, ni siquiera se detiene a pensar en su mundo, en su acción, en su nula cultura, el arte ya no es natural para el, su contemplación tiene que ser regida por una serie de normas, leyes o corrientes, su relación con el arte se ve mediada por doctrinas. Es acaso que; ¿el hombre ha perdido la capacidad contemplativa?, en la vorágine de sucesos modernos, el hombre, ¿ya no tiene necesidad de arte?. Temerosamente puedo contestar que no, o quizá no sea temor lo que me lleva a responder de esta manera, no, tampoco es un deseo esperanzador, es más bien, algo que me parece incomprensible, pero que no me es posible explicar más a detalle, al menos no por el momento.
Hemos visto que la tragedia griega contiene muchas características que al ser plasmadas en escena, permitían la conexión y comprensión del hombre griego. En la actualidad, el intentar reproducir una tragedia griega en nuestro mundo moderno resulta no más que imposible, por muy fiel que se quiera hacer un puesta en escena de la dramaturgia griega, siempre faltará el elemento más importante: La palabra y el canto; jamás podremos saber cómo sonaba el griego ateniense del siglo V, ni hablado, ni cantado: cómo eran las modulaciones e inflexiones de la voz, cómo era la entonación y el ritmo de frase. Nosotros muy difícilmente podríamos contemplar y comprender el espectáculo con el mismo ánimo; estamos fatalmente impregnados de la religiosidad cristiana, de conceptos neoclásicos y de teorías psicológicas, nuestra visión de la realidad y de la obra de arte, quizá le resulte a un griego de ese siglo como incomprensible.
JóLAKöTTURINN.
[1] Nietzsche, Friedrich, El Nacimiento de la Tragedia, Alianza Editorial, Madrid, Pág. 206.
[2] Ídem. Pág. 207.
[3] Ídem. Pág. 212
[4] Ídem. Págs. 216-217
[5] Ídem. Pág. 220
[6] Nietzsche, Friedrich, Humano demasiado humano, Alianza Editorial, Madrid, Pág. 73.
[7]Ídem. Pág. 78
Afinación
El siguiente no es un escrito dadá, tampoco es surrealista, es más bien un intento por poner orden, por tensar las cuerdas de un instrumento que ha estado largo tiempo sin usar y darle armonía, ponerlo a tono, en fin, afinarlo. De ahí que, en una primera instancia, haya partes en este escrito que carezcan de orden – e incluso puede haber algunas que ni siquiera tengan coherencia. De eso se trata esta “afinación.”
Cuando uno quiere tocar un instrumento musical, lo primero que debe hacer es verificar que esté afinado, es decir, que todos los sonidos que produzca – todas las notas – se encuentren relacionadas entre sí de tal forma que, en conjunto, den un tono musical específico. No debe haber ninguna nota que se salga – o no pertenezca – de la tonalidad en la que se busca poner el instrumento, de otra forma cualquier melodía que se toque sonará mal, discordante, desafinada.
Así sucede en este escrito, en el que el autor, es decir yo mismo, intenta afinarse, darse tono, orden, en cuanto a la escritura.
Hablemos en primera persona.
¿Es válido que utilice el término “afinar” para hacer lo que estoy haciendo aquí? ¿Y qué es lo que estoy haciendo? Hablando desde la música esto que hago parecería más un ensayo que una afinación. Parecería un “juego,” un ejercicio en el que busco practicar mis habilidades de escritura, desempolvarme. Pero, ¿afinar no resulta ser también un juego? ¿No resulta ser quizás el principio del juego llamado “ensayo”?
Hagamos la analogía. Cuando quiero tocar la guitarra – y desempolvarme, igual que aquí – lo primero que hago es ver qué tan desafinada está. Y, por lo menos en mi caso, en ese exacto momento comienza el juego. Tomo el instrumento y pulso las cuerdas poniendo atención en lo que escucho. Generalmente alguna de las cuerdas – si no es que dos o más – se encuentra desafinada, es decir, o está estirada de más o muy floja – es curioso que en una de sus parábolas, Siddharta haya utilizado esta misma imagen para ejemplificar el símil teórico que, puesto en práctica, lo llevaría a la iluminación; quizás sea válido el concepto de afinación también para el espíritu. Con instrumento en mano me dejo llevar y amplifico mi oído para poder afinar cada una de las cuerdas de tal manera que, si no quedan en perfecta armonía, por lo menos no se escuche tan mal. Al principio el sonido es discordante, se escuchan vibraciones por todos lados, hasta que poco a poco la vibración y la discordancia terminan. Pero en esta acción no es sólo el instrumento el que se afina, sino que soy yo mismo quien me afino con él. Lo toco, lo escucho, doy algunas notas para verificar que la afinación vaya quedando bien… juego. Mi preocupación no es que se escuche bien lo que voy tocando, sino que quede bien afinado, para que después pueda escucharse bien. Es una especie de calentamiento.
Me imagino una orquesta antes de dar un concierto. Para todo aquél que haya asistido a un evento tal, le es familiar el hecho de que los instrumentos son afinados enfrente de la audiencia. ¿Por qué? ¿Qué tiene esta acción que deba ser mostrada al público? ¿No podrían los integrantes de dicha orquesta afinar sus instrumentos “tras bambalinas” de tal forma que salieran a escena para ejecutar inmediatamente la pieza que han de tocar? No. La afinación, creo yo, es vital en esta circunstancia, y pueden observarse en ella tres niveles. El primero es con respecto al instrumento. Luego viene la afinación con otros instrumentos y, por último, la afinación de la orquesta misma con cada uno de los espectadores. Todo se afina, se ordena, queda puesto en un solo tono. Además, quizás, se hace patente que es un juego, que existe la posibilidad del error – aunque sólo sea momentánea y previa a la ejecución del concierto. Los músicos palpan sus instrumentos, toman conciencia de ellos, escuchan las disonancias y no les preocupa que haya notas en falos, que haya discordia. Al público tampoco parece importarle, y aparentemente no presta atención al barullo que ocurre frente a ellos. Sin embargo algo está ocurriendo. En su expectación por lo venidero se abren, permiten que el sonido los envuelva; se sensibilizan a los sonidos y, poco a poco, van entrando en el juego, van participando, se van afinando. La afinación se muestra como un preludio que permite abrirse a la belleza que está próxima, ya participar en ella – en este sentido la afinación espiritual de la que hablaba hace rato es la que permite acceder y participar en la orquesta divina, llámese nirvana o como se quiera llamar, ya sea como ejecutante o como espectador.
La afinación no busca otra cosa más que entrar en armonía, ponerse a tono. No pretende belleza ni verdad. No es buena ni mala. Un instrumento esta bien afinado o no lo está. Pero aquí hay una maña, un truco que debo hacer evidente. Me he servido de todo lo anterior para lavar mis manos. Para decir que aquí es donde me sirvo del término para aplicarlo a la escritura y a este escrito – que sólo me estoy afinando. No es mi intención tener razón en lo que he dicho, ni que lo dicho suene bonito. Mi único interés ha sido jugar un rato. Desempolvarme y ponerme a tono. A tono con el lenguaje, con el papel y la pluma; a tono con la gramática, con la ortografía, con el logos, A tono con cada uno de los integrantes de esta Big Band y con sus posibles lectores. Este no es un ensayo, ni un cuento, ni un ejercicio porque no busco sostener ninguna tesis, ni contar una historia, ni mejorar en nada – si acaso haya algo de esto ha sido tan circunstancial como aquél que durante el proceso de afinar su guitarra toca alguna melodía.
Si he logrado o no afinarme lo decidirán ustedes. Lo que sí logré fue desempolvarme… por lo menos un poco.
Gazmogno