Gazmoñerismo nihilista

Nos volvimos locos, nos desquiciamos. La soledad se nos metió en el corazón y nos corroyó por dentro en el momento en que le negamos asilo a Dios, en que lo exiliamos. Pero él nunca se fue, es su tristeza la que nos destruye, su terrible desamparo el que nos aniquila. Dentro de nosotros, en nuestro corazón. No es la nada, es la terquedad de querer esa nada la que nos diluye.

Gazmogno

Jornada a las Tierras donde Nace el Sol (4)

Escrutando hondo en aquella negrura permanecí largo rato atónito, temeroso, dudando. Ni un rayo de luz ni un mínimo destello percibíase entre la penumbra. Mirara a donde mirase no lograba divisar absolutamente nada. De manera instintiva comencé a parpadear con insistencia en un vano intento por esclarecer la visión para encontrar aunque fuera un pequeño punto sobre el cual descansar tanta ceguera, pero el resultado era el mismo: negrura por todos lados; incluso llegó un momento en el que ya no pude distinguir si tenía los ojos cerrados o abiertos.

Rendido ante aquella extraña ceguera intenté refugiarme en mi oído, con la esperanza de escuchar algo que pudiera servirme de apoyo en esta desolación, pero la nada se me metía tan profundamente que ni mi propia respiración percibía ya – si es que a esas alturas todavía respiraba, pues ni siquiera estaba seguro de poder sentir el palpitar de mi propio corazón – lo único que me llegaba era negrura y más negrura. Por un momento, incluso, intenté aferrarme a esta vaga conciencia de la negrura, pero en ese instante la vacuidad se me metió hasta en los pensamientos devorándolos uno a uno, licuándolos y ennegreciéndolos hasta que no hubo más que una especie de inconsciencia que sólo puedo describir como ese estado onírico en el que no se experimenta sueño alguno. Y así es como lo recuerdo ahora. El tiempo parecía transcurrir, aunque no era exactamente una sensación temporal, de la misma forma en la que tampoco estaba teniendo una sensación espacial cuando comencé a sentir un ligero estremecimiento.

En el vacío – desde el vacío – algo se estremecía. Al principio fue como una sensación difusa e irregular que poco a poco fue cobrando ritmo e intensidad. A este vago estremecimiento se le fue uniendo algo así como un sonido – y digo “algo así” porque la percepción que tuve en ese momento no parecía ser mía; no era oído el que escuchaba, o por lo menos no era esa la sensación que tuve. Era más bien como algo impersonal, como si algo escuchara por mí.

Lenta, rítmica y gradualmente fue definiéndose lo que parecía ser el sonido de un gong. Cada vez resonaba con más fuerza, más metálico, más cerca de donde yo estaba fuera lo que fuera que fuese. Y la estridencia comenzó a ser tal que resultaba insoportable, como si todo a mi alrededor se cimbrara al unísono, como si mi propio ser vibrara con cada estallido, con cada espasmo, siendo yo mismo ese sonido; como si mi sustancia fuera la del agua de un estanque que se estremece todo cuando alguien arroja una piedra, sólo que en este caso no había piedra que cayera dentro del estanque, pues no había siquiera un adentro ni un afuera, tan sólo una sensación líquida e intermitente de estremecimiento.

Como dije, al principio resultaba insoportable y terriblemente perturbador, pues era como si con cada latido todo mi ser se disolviera y estallara en mil pedazos que al instante volvían a formarse sólo para ser liquidados de nuevo. O más bien, como si mi ser cobrara realidad sólo en ese estallido, disolviéndose en el ínterin en el vacío.

Pero lo insoportable se volvió soportable y más que eso, agradable, pues había algo así como una especie de dicha con cada estallido, con el hecho de formar parte – de ser parte- de un ritmo que me sobrepasaba, de un latido que parecía provenir de los confines mismos del cosmos y que me había sacado del vacío en el que estaba para encausarme en una especie de vibración universal. La dicha creció todavía más cuando descubrí que cada latido iba acompañado de un resplandor, primero difuso y lejano, que cobraba cada vez más fuerza y luminosidad, cada vez más intensidad, como si alguien que ha perdido la vista fuera recuperándola gradualmente con cada parpadeo. Y así andaba yo en la nada, parpadeando y viviendo en el latido cósmico del universo, con un regocijo infinito hasta que la vi… y todo se detuvo.

Gazmogno

El baile…2a Parte

Y ahí está danzando en el fruto de las sombras, Dannae se acomoda, encaja su ahora sombra-figura en la masa oscura que se distingue solo por el rayo que se asoma por la rendija. Todas bailan ya gozosas, amansadas, siempre parsimoniosas, dispersas… Llega el coro que corroe, recorre y se esparce cuando anda entre ellas, esas voces, cuando se acercan punzantes sobresaltan a las sombras y por eso se asechan toscamente las unas a las otras y el gélido y viejo coro entre suspiro deja escapar al unísono: -¡¡ El miedo!!- las oscilantes danzantes se miran con recelo, el suspiro y el aliento retoman camino y elevan su canto: -¿Quiénes son?- entre murmullos las figuras responden: – ¿Qué sería de la luz sin nosotras? Somos todos, aquí, en una, y en todas por una-

En un baile de sombras todas se sienten una, dejan escapar sollozos de desprecio al sol, a la rendija, al coro. Dolorosas palabras, frívolos instantes. Las sombras se sienten acompañadas cuando se unen todas en una y bailan, sollozan, y el canto se lo dejan al cruel coro que les repite despectivamente su estado. Ellas se precipitan danzantes, hay un dejo de ¿olvido? Dannae se pregunta si realmente se puede olvidar una máscara…La máscara se conjuga con la sombra, siendo sombras las caretas se distinguen siniestras, muecas, ojos vacíos, labios marchitos, cansados, temblorosos; rostros mecánicos, sin palabra.

Dannae ha detenido su baile, por la rendija se asoma de nuevo el rayo de sol, entonces el coro grita:- Razones más, razones menos, ustedes visiones vacías, manifestaciones de un espíritu que se muere a cada paso, a cada suspiro y a cada palabra ajena, en todas se pierde para ser algo entre sueños, inconscientes, pasos pequeños, golpes ínfimos, montañas minúsculas, observan a las cumbres como cercanas, pero son lejanas, ajenas, motivaciones sin fines, acciones pueriles, añadiduras, pretenden tejer redes inmensas, vosotras relajas de su apego a lo irreal, son sueños que se pierde bajo la voz de los más, que pronto se convierten en el todo, una muerte supuesta para aquellas visones de antaño, convicciones que van de la mano con un progreso, indolora pérdida, padecimientos similares. ¡¡Je criée, vous riez!!-

Y su máscara, más humana, que se hincha enfermiza, que se agita entre sombras, esa que acosa, que se aletarga, que se acongoja, ya no grita, solo llora, contemplando el vacío detrás –dentro, fuera-hacia, por, para, de y en ella, con ella, sin poder distinguir…¿quién es el disfraz de quién?

etnatm.

Nimio tratado sobre la noche

 


por Perro de Llama

Al salir de la taberna, no tenía otra cosa en qué pensar. “Esos pobres bichos se creen tocar el sol” pensó al ver a los quijotillos rondando las farolas.  Era un ocaso de lluvia ligera,  y el agua escurría del pavimento a los parches de pasto amarillo que aun crecían neciamente sobre la arenisca. Tras ver la desolada parada del autobús pensó en esperarlo, pero a sabiendas de que no llegaría, decidió seguir adelante; así que pasó sin saludar a los peatones que cada día desesperaban casi inmóviles.

 

Tras pasarlos sentía algún lazo roto. Y no era para menos, tantas otras veces prefirió esperar junto a ellos la llegada del autobús que aligerara su marcha, y siempre impaciente abandonaba su espera. Prefería caminar. La siguiente noche era lo mismo “¡Llegó tan pronto te fuiste, Marquitos! Caray contigo, eres tan impaciente”, “Seguro que llegamos a casa antes que tú” se burlaban. Le resultaba curioso que a pesar de haber platicado con ellos tantas otras veces, no haya sido hasta aquél hartazgo que se dió cuenta que nunca se cambiaban las ropas, por unas limpias, o unas distintas. Siempre traían las mismas. Quizá tampoco tenían casa alguna a la cual llegar.

 

Tampoco en aquella ruina los encontró. Al buscar a sus amigos encontró nada más que polvo sobre polvo, y piedra sobre piedra, casi intactos como hace cientos de años, delante de él no había nada salvo lo que nos queda del Templo Mayor. Sabía que sus amigos no iban a estar ahí desde antes de la búsqueda, así que solo fue un jugueteo, sólo recorría los alrededores en búsqueda de algo que le quitara el tiempo. De encima. Retando al azar, buscando contacto visual a esas horas de la madrugada con algún desvelado. Ahora consideraba estos juegos absurdos, pero ¿cuándo se ha visto que consideración alguna remueva hábitos tan arraigados?

 

Siguió sus pasos hasta llegar a casa. Los Amigos habían dejado una nota en lugar de su presencia. Al entrar el calendario ya lo esperaba; con su crueldad habitual mostraba la fecha del día anterior. Haciendo gala de una infantil venganza arrancó tres hojas una a una para que transcurrieran tres días, o un ciento de años. Así ya era domingo.

 

Porque tabernas, peatones, piedras y días pasados; amigos, caminos y soledades, formaron aquél mar donde se naufraga pero no se nada. Cuando menos, por aquella larga noche.

Cuando la luz caiga…

 

Cuando la luz caiga, y no precisamente sobre nosotros –decía— es cuando verdaderamente podremos vernos a la cara.

Cuando la imagen que tienes tú de mí se diluya –decía— es cuando finalmente me habrás olvidado.

¿Qué demonios intentaba decirme con eso? Siempre se lo tomé a juego, pero el día que realmente la olvidé… bueno, no puedo decir que sucedió exactamente ese día, quizá tampoco ese mes o año, pero sí puedo revolver cosas acerca del día que recordé que la había olvidado.

El día que lo recordé comenzó mi ruina. Fue el día que los límites se juntaron y fueron uno ¿hasta qué punto se diluye una imagen? ¿hasta qué punto es bueno entender las cosas prescindiendo de nuestra centenaria luz? porque cuando ya no esté quedarás sólo tú –decía— y yo escuchaba sólo y solamente su voz.

 

Sus ecos están en todas partes. La insistencia de su recuerdo, como todos los recuerdos, podrían ser de las cosas mejor estudiadas, pero al mismo tiempo, de aquellas que por dolorosas menos interesa conocer a ciencia cierta.

Peor que un eco, porque viaja de oído a oído ya tú sabes “el oído es el camino más corto para llegar a la mente”  y brinca de boca en boca, como la chispa en el bosque otoñal, como la lepra en aquella villa.

Tu y yo estábamos ahí y no pudimos hacer nada, eh.

Por eso mejor sigue escribiendo, aquí en el estuco de la pared, no sea que nos lo borren mientras dormimos.

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“…lo que llevaba escrito en el brazo era malísimo, aun estaba fresca su sangre, por eso lo golpee. Señor Garrido, le juro que no fue mi intención… es sólo que no…” repetía la profesora como si de algún modo fuera a ser más convincente que las veces anteriores. La policía ya iba en camino y la madre del desafortunado pequeño estaba tan furiosa como consternada por la violenta reacción de aquella maestra.  

“…solo que no pude dar crédito a lo que hizo. A su edad los niños no piensan en esas cosas. Por más que le pregunté y le insistí, se negaba a decirme por qué lo había hecho o en qué caricatura vió eso. Por favor, no hagamos de esto un problema más grande…” escuchó repetir palabra por palabra y con el mismo tono a la docente. Ella repite escrupulosamente su apología –pensó—, todo esto es un número bien calculado. Prefiero seguirla escuchando una y otra vez con su historia hasta que lleguen los loqueros, a lidiar con ella enfurecida –pensó—. Una y otra vez con el mismo cuento –pensó por última vez—. Estuvo a punto de reparar en el tiempo que había tardado en ensayarlo, pero sus años habían hecho en él un carácter tan estable e inamovible como indiferente.

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Lo que Edgar se había escrito no era ya legible, tras las lavadas y las compresas, sólo quedaba un borrón. Como siempre, como niño que era, él no estaba preocupado, al menos no más que su madre.

Sabía que no podía entender lo qué decía en su brazo. Él aún no sabía escribir. Ella no sabía quién le había dado el bolígrafo o si alguien lo había pintado a propósito a sabiendas de cómo reaccionaría su profesora.

Se preguntaba si el pasar tanto tiempo con su tío no le habría afectado. Él era incapaz de algo malo. Rayar las hojas que con amor ponía en su pared día a día, era la única ocupación de éste. No tenía manías marcadas y fuera de las veces que salía a asolearse y el Sol quemaba su espalda, su hermano era incapaz de dañarlo. Además tampoco él usaba bolígrafos.

Aunque Edgar respondía sin errar a cada inquisidor, ellos se daban por desentendidos. Al responder “nada”, lo entendían todo en otro sentido.