De la dificultad de ayudar a los otros

“Hemos perfeccionado nuestra insensibilidad”, me dijo un amigo que trabaja en un periódico de nota roja mientras se veía sus manos manchadas de tinta. No entendí si hablaba de toda la humanidad, de todos los habitantes de nuestro país o de los que hacen posible que las personas se informen sobre los sucesos más importantes. Así que le pregunté, encerrado en la misma generalidad: “¿por qué lo dices?”. Moviendo sus grisáceas manos, empezó a decir que al día ve muchísimas fotos de personas muertas, hombres, mujeres e incluso niños; que él desearía no imaginar cómo murieron, pero a veces leía a detalle sus muertes y no podía entender qué orillaba a la gente a matar así; con sus ojos cargados de una pesada indignación, me detallaba que había ciudades en las que la muerte había dejado de ser algo natural, obra del paso de los años, y que las personas padecían el corte de sus manos, brazos u otras extremidades íntimas; eran enterradas incompletas; vivían incompletas. “¿Por qué pasa esto, por qué no se intenta enmendar esta situación?”, así remató su agitada disertación.

¿Qué decirle a mi amigo para que no se sintiera tan mal, pero para que no creyera que lo incitaba a la indiferencia? Porque en alguna ocasión alguien nos había comentado, a nosotros dos y a otros amigos, que no podíamos preocuparnos de todos los problemas que pasaban a nuestro alrededor, pues si lo hacíamos no podríamos ni dormir. Quizá ya había recordado esa frase y no le satisfacía. ¿No resultaría una respuesta políticamente correcta, es decir, que nos hace aparentar preocupación, como cuando decimos que amamos a la humanidad, pero que nos exime de hacer algo bueno porque no tenemos suficiente tiempo para preocuparnos por todos?, ¿debemos anteponer el bienestar de los demás al nuestro?, ¿en qué punto podrían coincidir el bien para nosotros y para los demás? Suponiendo que sí quisiéramos ayudar a todos con todas nuestras fuerzas, ¿cómo hacerlo?, ¿siendo parte activa de una organización no gubernamental?, ¿buscando restos de cadáveres sin identificar?, ¿dedicarnos a lo que nos corresponde? Creo que esta pregunta es la mejor, debemos dedicarnos a lo que nos corresponde para vivir bien. Pero no puede ser una respuesta simplemente pragmática, pues en ese caso tanto se dedica a lo suyo el empresario honesto al hacer dinero, como aquel que engaña, estafa y hace tratos con el narcotráfico. Los narcotraficantes también se dedican a lo que les corresponde, o a lo que ellos creen que les corresponde; un pretexto semejante se dan toda clase de criminales. Así que me pareció conveniente decirle a mi amigo: porque no nos dedicamos a lo que es bueno que nos dediquemos.

La consternación de mi amigo se transformó en curiosidad, así que añadí: por ejemplo, si crees que tu trabajo hace conscientes a las personas del país en el que vivimos y ellos, según sus capacidades, intentan actuar con justicia para evitar la violencia, me parece que es bueno lo que haces. Algo así le dije, pero con muchas más palabras y diversos ejemplos. Pareció más tranquilo, pero una mueca de incertidumbre no se disolvía de su rostro. ¿Por qué no intentó desenredar la pregunta que todavía parecía quedar pegada en su alma? Quizá no quería pasar más noches intentando averiguar si su trabajo valía la pena, o tal vez se había dado cuenta que él sólo no podría cambiar el mundo. Lo que haya pasado por su alma quizá él mismo ni siquiera haya podido sin entenderlo. Aunque me dejo tranquilo el que me mirara a los ojos y con voz sonora y segura me dijera: “debo perfeccionar el modo en el que informo”.

Yaddir

Derrumbes intelectuales

¿Existe algo como lo que llaman el sistema? Es decir, ¿existe un cuerpo de poderosos que manipulan a la sociedad y le impiden crecer económica, política y culturalmente? La pregunta no parte de una respuesta preconcebida y alimentada por la propaganda intelectual, por el contrario, intenta cuestionar la existencia de ese monstruo oscuro, causa de pesadillas e infelicidad llamado sistema, existencia incuestionable para algunos cuestionadores. Para que la presencia del sistema resulte indudable la retórica debe ser todo poderosa o la mayor parte de la gente sumamente manipulable, es decir, uno de los brazos armados del sistema es la propaganda, todos los medios de comunicación que trabajan para formar ideas en las personas que no pueden prescindir de dichos medios, y aunque algunos puedan prescindir de ellos, siempre estarán otras personas que compartan el mensaje y lo repliquen. Además, siguiendo con la suposición, las opiniones de los medios de comunicación deben ser tan decisivas que impacten en el modo de vida de las personas; dicho modo de vida será imitado por los hijos de quienes han sido educados por el sistema. Por otro lado, la posibilidad de hacer dinero o el control de los medios de producción vuelven más fuertes al sistema y más débiles a quienes están sometidos, imposibilitando la liberación de los esclavos y perpetundo en el poder a los amos. Pero todo lo que se supuso para aceptar la existencia del sistema, también puede cuestionarse: la retórica no es tan poderosa, hay medios de comunicación que también se asumen anti sistema y hay gente de pocos recursos que ha llegado a amasar una fortuna considerable.

El temblor del 19 de septiembre del 2017 como la oportunidad de cambio o la posibilidad de derrocar al sistema es lo que plantea Axel Plmx en su escrito ¿Qué desastre? Además de lo previamente dicho, hay un asunto que requiere de una cuidadosa reflexión en todo lo que afirma Plmx: las ideas como causantes del cambio. Evidentemente se tiene que hablar de ideas verdaderas, de ideas que guíen al hombre a la búsqueda de lo mejor y no sólo de lo que desea, pues, se podría decir, las ideas imperantes, las del supuesto sistema, no sólo lo guían, sino que lo estimulan para lo segundo. Eso quiere decir que el autor del escrito referido debe tomar cada una de sus afirmaciones como verdaderas, incuestionables, pues si son falsas pueden llevar a un despeñadero. Creo que la idea notoriamente falsa es que el desastre dejó algo bueno. Piénsese que el desastre propicio la unidad, la conciencia de nuestra circunstancia política o la posibilidad de cambio. Las tres ideas son falsas. La maravillosa ayuda vertida después del terremoto muestra el desinterés con el que la gente puede apoyar, lo mucho que un ciudadano mexicano estima a otro ciudadano mexicano, pero esa ayuda no es igual a la unidad requerida para tomar buenas decisiones que afecten a la ciudad, tampoco propiciará que se trate con justicia al delincuente, ni que las personas dejen de dar sobornos. Ayudar a quien lo necesita no es lo mismo que actuar con justicia ante quien no está en desgracia. El derrumbe tampoco propiciará la conciencia de nuestra situación política actual porque hacernos plenamente conscientes de ella requiere cuestionar nuestro propio modo de vida, no sólo a los gobernantes ni otros personajes corruptos. Y la tercera requiere de la segunda; se asume con suma facilidad que lo perverso es nuestro régimen, que éste debe cambiarse sin dilación, sin cuestionarse el modo en el que se vive, dicho de otra manera, el liberalismo económico podría estimular el mejor modo de vida del hombre, cambiarlo sería desastroso; por otro lado ¿y si el problema político central es la búsqueda incesante de dominio, sea en el régimen de la economía liberal o el del socialismo? Es decir, si el problema es cómo evitar que el hombre sea injusto con los demás, ¿hay un régimen perfecto que pueda evitarlo?  Por si esto fuera poco, no debemos dejar de lado que los gobernantes sólo detentan una parte del poder que afecta al país, la otra parte, de amplios alcances aunque indeterminados, es el narcotráfico. Este pequeño detalle parece ser omitido por Axel en su escrito; ¿un narcotraficante puede ser persuadido por un hombre inteligente (ESTUDIANTE, MAESTRO, escritor, editor, comunicólogo, sociólogo, filósofo por supuesto líder de opinión e incluso bloguero),  para que no cause terror en sus competidores? El narcotráfico ha matado a más personas de las que han muerto por cualquier desastre natural. Los narcotraficantes coercionan a la sociedad, les quitan sus posibilidades de decidir, e incluso deshumanizan. Para promover un cambio político, se requiere entender adecuadamente, en cada detalle, la realidad política.

Yaddir

Cambios violentos

¿Qué tanto el narcotráfico ha cambiado nuestras vidas? La pregunta, dado que no la miramos a distancia, se vuelve más complicada de responder, pues el narcotráfico sigue cambiando nuestras vidas. Pero desde que el narcotráfico se volvió más violento, hacia finales del siglo pasado, hasta el presente podemos establecer ciertos cambios. Principalmente la indiferencia hacia la violencia o su contrario, el terrible miedo hacia ella, sea el cambio más radical que hemos padecido. Es sorprendente que veamos caer vidas humanas cual si fueran hojas y caminar por donde cayeron con plácida calma; por otro lado ya no podemos vivir en paz, temiendo en todo momento una ráfaga cargada de odio que cunda en sufrimiento. El sufrimiento se enrarece en un ambiente de sufrimiento. Una tercera vía se asoma y se apaga: las autodefensas. Se asoma porque surge como una opción contra la violencia, pero se apaga cuando el narcotráfico las devora: las vuelve parte de sí o las aniquila. ¿Son posibles las autodefensas en las ciudades más modernas? La vida mirada con indiferencia, insensibilidad, miedo o defensa, cambia nuestros hábitos.

La política evidentemente cambia con el narcotráfico. El problema de la justicia se vuelve más complejo. El problema se bifurca y se entreteje en otros dos problemas: la corrupción y la violencia. La corrupción dificulta que los gobernadores tengan el control de sus estados, pues el dinero parece mandarlos o mandar a sus colaboradores cercanos. Ahí entra el otro problema, que en términos clásicos se conoce como el derecho del más fuerte. El más fuerte es quien decide qué es lo justo y qué lo injusto. Como una oscura cadena alimenticia, el más fuerte se va comiendo al más débil, y quien antes era el más fuerte, y le va imponiendo sus reglas. Se sabe que un violento narcotraficante le dijo a un alcalde: “la noche es nuestra”. Del mismo modo, se pueden corromper las fuerzas de seguridad (la fuerza del estado); ya no protegen, solapan. Cuando la fuerza del crimen organizado se compara con la del estado, algunos ven la corrupción como un modo de mediar o lograr acuerdos, un modo de aceptar el mal menor. Es un modo de entender la máxima de Pablo Escobar: “plata o plomo”.

Todos conocemos a alguien atrapado en el problema de las drogas o hemos conocido a alguien, si quiera lejanamente, que perdió un ser querido. Muchos hemos visto series o leído libros donde se muestren figuras representativas del narcotráfico. También hemos escuchado los más de mil corridos sobre algún narcotraficante famoso. La fama de Joaquín Guzmán Loera compite con la de políticos en activo de alto nivel, a veces la supera. Hay una especie de fascinación por una vida llena de suerte, peligro, dinero, poder, muerte y placeres. ¿Será que deseamos la misma suerte que eleva de la pobreza a la riqueza a una persona sin considerar su ruindad? O ¿deseamos los placeres que alcanza una persona semejante sin importar el terrible precio que haya que pagar para satisfacerlos?, ¿la imaginación nos jugará una mala pasada y a muchos apetece el poder del más encumbrado narcotraficante porque creen que alguien así todo, casi ilimitadamente, lo puede? Que un bandido ocupe más las series que un líder político parece preocupante, pero que para algunos sea más inspirador el primero que el segundo es verdaderamente alarmante. Nuestra vida cambia por el modo en el que vamos viendo y entendiendo el narcotráfico en nuestras distintas circunstancias. No podemos hacer como si no estuviera. La mejor manera de evitarlo es actuar justamente. En caso contrario “Somos homicidas de nuestro propio futuro”.

Yaddir

El (otro) hijo del pueblo o lecciones de la corrupción

El (otro) hijo del pueblo o lecciones de la corrupción

El narcotraficante, sea cual sea su familia, su estirpe, la forma en que nació o se hizo, también tiene su parte romántica –perversa, claro está. Romanticismo y vicio, dan como resultado la barbarie. Me explico. Todos hemos oído algún narcocorrido, en ellos se exalta la hombría, la astucia, tanto como el porte y el poder de estas figuras siniestras. Pero además, se remarca una cualidad inapelable: “yo soy de rancho”, lo que quiere decir –o mejor dicho, ellos inventan– soy humilde, trabajador, responsable y devoto.  Humilde quiere decir del pueblo, es decir, que está en contra de todo lo ostentoso y tramposo que puede ser tanto el liberal extranjero, como el político artero. Humilde es el que se sabe sobajado. Trabajador, porque sus padres les ensañaron que se come del fruto del propio esfuerzo, esto da legitimidad a lo obtenido con el sudor de su frente “cómo y de qué manera”, es lo que ya no es tan honroso. Pero esto no importa, porque los poderosos a esto nos han orillado. En la lección de humildad aprendemos que los malvados son los otros, y en la lección del trabajo, la conclusión es que el único modo de vivir es ser como ellos… pero nada más de apariencia. Además, esto justifica las amenazas a quienes los denuncian. El mal (matar) se justifica en el populismo del narco, porque “no nos dejan trabajar honradamente.”

La tercera lección: Responsabilidad en el sentido cívico, porque son empresarios que dan oportunidad de progresar a sus amigos, tanto como a sus pueblos. Siempre y cuando éstos sean leales. Es decir, de confianza, que vayan poco a poco demostrando su honradez, matando enemigos, secuestrando gente inocente –para ellos, en esta lección, ya no hay bien ni mal, sino utilidad. Si el pueblo es útil se conserva, si no, habrá que desplazarlo. ¡Qué pronto se olvidan de regresar al pueblo con manos llenas de caridad y riquezas para todos! Siempre lo supieron, sólo que tenían que aprender bien la lección que ofrece la corrupción mexicana: Se administra el poder público para beneficio propio. Se compran las instituciones, no se destruyen. La corrupción ampara a este nuevo hijo que le aprendió tanto. El problema es que esta escuela tiene muchos estudiantes y todos quieren el puesto único para el que los prepararon: Santo patrono de la delincuencia, ¿ampáranos? ¿Quién le reza a la destrucción? El narcotraficante y el corrupto, sueñan que el pueblo al que destruyen les rinde loas: lección última.

¿Qué hijos te quedan México? ¿Cómo salvamos la fraternidad en medio de este nido de serpientes hambrientas? Quedan los hijos que te quieren ver unido por la verdad y la justicia, como don Héctor de Mauleón. Salvémonos no dándole la espalda a hombres con ese ideal.

Javel

De la propia crueldad

De la propia crueldad

 

Al final del capítulo central de El hombre sin cabeza [Anagrama, 2009], Sergio González Rodríguez [1950-2017] se presenta: “Llevo en mi cuerpo cicatrices y prótesis en el codo, en el antebrazo y en el tobillo hasta la rodilla producto de operaciones quirúrgicas por golpes, fracturas y caídas. También otra cicatriz en la cabeza por una trepanación curativa. Y tengo prótesis en otro brazo, ante los ojos y en el oído. Soy lo que se llama una persona normal”. El capítulo indaga los motivos de la mutilación criminal, la desacralización del cuerpo, la nostalgia de lo salvaje. Las heridas del autor se equiparan con las torturas rituales, los despliegues del poder, las marcas de la crueldad. Y si todo ello inquieta, inquieta mucho más la conclusión: “soy lo que se llama una persona normal”. Para cualquiera esa es la crueldad del autor consigo mismo; para mí, es la presentación más completa que, en sus textos, hizo de sí mismo Sergio González Rodríguez. La crueldad está en no entenderlo.

         Se es injusto con la obra de Sergio González Rodríguez si se sitúa en su centro a la violencia, aun cuando a primera vista sea su tema explícito. Sí, él fue el primero en llamar la atención sobre las muertas de Juárez, el primero en hacer tema de reflexión pública las decapitaciones –del narco y del terrorismo-, el primero en señalar la planificación intrincada en la guerra contra el narco y también fue el primero –por desgracia tan desdeñado- en articular una respuesta coherente al olvidado “¿por qué?” colectivo tras la desaparición de los normalistas de Ayotzinapa. Pero llamar la atención, reflexionar, señalar y articular la violencia fue sólo una labor preparatoria de su verdadera obra. La violencia no necesita de alguien que llame la atención sobre ella: llama la atención porque es violenta; aunque no estemos nunca tan seguros de qué es lo que de ella nos atrae. Reflexionar públicamente sobre la violencia no es, tampoco, inusual: el presidente Peña cree que la crisis de violencia está en nuestras mentes, el expresidente Calderón cree que la violencia es exclusiva de los criminales… Y no es suficiente señalar que reflexionamos sobre ella porque nos llama la atención; el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad nos dio la lección insuperable sobre esa insuficiencia. Señalar la violencia, ahora lo sabemos, es frecuentemente infecundo: dónde nuestros conteos de ejecutados, qué de los listados de desaparecidos, para qué nuestras efemérides de la barbarie… De igual modo, la articulación no agota la obra de González Rodríguez, pues en estos años de guerra civil hemos visto que se articula a gusto, zurciendo a un lado para incriminar al presidente, remendando del otro para inculpar al opositor, como si a nadie irritaran las costuras del trapo viejo que llamamos patria. La violencia, insisto, no es el centro de la obra de Sergio González Rodríguez.

         Creo que leeremos correctamente la obra de Sergio González Rodríguez cuando la lectura nos permita reconocer el papel fundamental de la técnica en la normalización de la violencia. La violencia se visibiliza cuando se fractura la normalidad, pero a la fractura hacemos frente con la intervención técnica: la violencia se normaliza. La violencia normalizada es invisible hasta que el desarrollo de la técnica impone una nueva fractura: normalizamos la violencia planificándola. Sergio develó la técnica de programación de la violencia. No nos confundamos, pues la estrategia bélica es agónica, mientras que la estrategia tecnológica es totalizante, ya que subsume la diferencia a la totalidad normalizada y emplaza la agonía a la posibilidad planificable. Los mecanismos para disminuir los feminicidios producen herramientas de exterminio y desaparición más sutiles, cual se refleja en la estadística de mujeres asesinadas; la autorregulación mediática de difusión de imágenes de la violencia del narco produce tanto la disolución de cadáveres en ácido como –en un futuro ya previsto en la obra teatral Antígona [Tierra Adentro, 2016] de Sayuri Navarro [San Luis Potosí, 1991]- la exhibición tumultuaria de cuerpos lacerados en el elegante Paseo de la Reforma; la planificación oficial del combate al narcotráfico convierte al territorio nacional en un campo de guerra y a la población en inevitables –y necesarias- “bajas colaterales”, y las “bajas colaterales” pueden ser utilizadas para políticas públicas de control a fin de “que no vuelvan a desaparecer 43 personas”. La normalización de la violencia es una sustitución técnica. La técnica hace a la violencia administrable.

         Al final de aquel capítulo de El hombre sin cabeza, Sergio González Rodríguez hizo la más completa presentación de sí mismo: fue una persona normal por la sustitución técnica de la mutilación violenta. González Rodríguez vio, quizá como nadie más, que no se puede ser simplemente espectador de la violencia o teórico o estudioso o crítico… Sergio nos enseñó que la violencia nos ha transformado, nos ha hecho normales, y que nada comienza a comprenderse de la violencia si no comprende uno el costo de la tranquilidad de lo normal. Pensar lo que de uno ha hecho la violencia no es en modo alguno ser cruel con uno mismo, sino reconocer la crueldad en uno mismo. ¿Acaso es cruel decirlo?

 

Námaste Heptákis

 

Escenas del terruño. 1. Hay que agradecer a Sara Sefchovich que señale públicamente un problema grave, muy grave, en la distribución de recursos destinados a la cultura. ¿Dónde está el periodista que investigará esto? 2. Como regia tradición europea, lea el lector la saga del poder mexiquense en la historia de Alfredo III.  3. El gobernador priista del Estado de México se autorizó, por decreto, regalar dinero durante el periodo electoral. 4. El pasado martes, en La Jornada, el Comité de Salud Pública de la hermana República Socialista de Coyoacán, agrupado bajo el mote de Observatorio Ciudadano de Coyoacán, denunció el «servilismo» del canciller-aprendiz y defendió la dictadura venezolana. Búsquese la carta de esos defensores de la dictadura que, ¡ay!, son entusiastas bastoneras de Morena. 5. Que RT es un medio de propaganda no es ninguna novedad, sí lo es que esa propaganda busque influir en la elección de 2018.

Coletilla. Murió el cultísimo Juan Miguel de Mora, el traductor del Rig Veda, los Upanishads, el  Ayurveda y El último lance de Rama. Por años el doctor de Mora promovió el estudio del sánscrito y de la cultura clásica india en nuestro país. Descanse en paz.

Disertación en torno al narcotráfico como cultura

Disertación en torno al narcotráfico como cultura

Pretendo ser tajante en lo que voy a exponer, no por violento o por desesperado, sino por sus contrarios, es decir, por civilizado y esperanzado. El narcotráfico no es cultura, es barbarie, incluso animalidad. Debemos comenzar a tratar a este fenómeno humano como lo que es, no como lo que jamás podrá ser. La confusión está en lo que llamamos hábito, identidad nacional y una retorcida interpretación de la lucha de clases.

Comencemos por el inicio. El narcotráfico, como su nombre lo indica, es el tráfico ilegal de narcóticos. Como todo asunto que quebranta la ley, necesita armas y violencia, por lo que el tráfico no es sólo de estupefacientes, se añade a la lista el armamento. Digámoslo de otro modo, hasta aquí, la seguridad y la salud ya están puestas en jaque. La seguridad está enferma, la salud desprotegida. Afirmo esto último porque el trasiego de la justicia a sed de poder, sólo se da cuando se piensa más en el lujo, el placer y la fama que en la felicidad que puede proporcionar la ley (confróntese con casi cualquier gobernador o autoridad). Las consciencias también se venden. El tránsito de armas, sustancias y almas –tanto de inocentes, como los desaparecidos, secuestrados o simplemente alcanzados por una ráfaga de balas, como de traidores a la paz– se vuelve asunto diario. Se sabe, por ejemplo, que en algunos lugares estos grupos han llegado a imponer su ley a través de la fuerza. Ahí es imposible hacer algo, pues, o las autoridades se les unen o agachan la cabeza por seguridad. Huir es la última alternativa para la población, cuando luchar ya no se puede más o jamás se pudo. Además, la ley de esa gente no está sujeta a pactos, sino a caprichos sanguinolentos, lo cual pone en peligro a cualquiera. Huir, aunque doloroso, es lo mejor.

Hasta aquí podrán darse cuenta de que la constancia y el aumento de la acción no justifican el hecho cuando éste es malo. Cuando atenta contra la vida, la dignidad y la paz de un lugar, eso no es hábito, es un salvajismo. El hábito político trata de conservar lo que se ha reconocido y elegido como lo mejor para la conservación de la buena vida de la mayoría, y lo que el narcotráfico propone es que sólo un puñado de ellos gozaran de la vida, mientras que han de desechar a los demás (véase el desplazamiento de familias o de grupos étnicos a causa del narcotráfico, así como la trata de personas). El hábito de la destrucción sólo trae sangre.

Ahora bien, si todo está destruido ¿quién podrá distinguir a este país? Los que lo hagan dirán: ‘He ahí el cementerio donde los muertos gobiernan a los vivos, ¡qué peste!’ Otros dirán con pesar, ‘Cuidado, no vayas a ensangrentarte, ése río se ha desbordado y ni los buenos pueden salvarse, ¡qué tristeza!’. México es irreconocible. Nuestro país dejó de ser el de las tradiciones mágicas, el de los pueblos coloniales, el de la hospitalidad al viajero para convertirse en una herida que duele en todo el mundo. Dejó de reírse de esa tierna niña blanca a la cual respetaba, para entronarla como señora y temerle, dejó que sus pueblos y ciudades se convirtieran en cuevas de demonios, dejó de ser cordial para ser desconfiado. La injusticia llena nuestros ojos, constriñe nuestro corazón, queremos gritar en este cuarto obscuro, pero el enemigo dispara. Apretamos los dientes, los puños, las lágrimas caen junto al hermano asesinado y por el recuerdo de la madre que jamás volverá. Pero una voz insufriblemente sardónica nos dice con una autoridad que nunca le dimos: ¡No llores!, ¿no ves que ahora somos más chingones que los gringos, que los nipones, que los rusos?…  Ahora nos respetan. Ahora nos llaman señores. ¡¿Quién que no nos conozca?! nuevas risas…  Su maldita carcajada delinea la situación de todo el país… Pienso que la cultura es diversión por la vida, no un desgraciado chiste sobre ella.

Esta impotencia por querer hacer algo se vuelve una enfermedad en los corazones más sinceros, que suelen ser los más valientes también. ¡Ya no! gritan enfurecidos. Si lo que los sustenta es el poder, lo que hay que buscar es poder. La lógica de los capos convierte todo en tautología, y en doctrina para los incautos. Pero como todo retórico, parten de principios aparentes: ‘Los otros nos han hecho ser así.’ ‘Nosotros merecemos más ese dinero, esas casas, esas mujeres u hombres, porque nosotros somos del pueblo, nosotros somos de rancho, los que nos partimos el lomo. Esos riquillos qué van a saber.’, básicamente es lo que cantan los narcocorridos. El hombre pobre y oprimido por el hambre y la desesperación no encuentra ayuda en quien puede dársela. ¡Qué injusticia! Mientras ellos duermen en camas mullidas y al despertar manjares los esperan, que el pueblo se joda ¿no? Pues ya no, ríen otra vez, porque ahora tenemos plata y potestad… Venga, valga sólo un punto: la injusticia es cruel. Pero su solución es falsa, porque terminan haciendo lo que tanto odian. Pero no se piense que me uno a las filas de los cantantes que ensalzan el mal, ya que estos casos no son las tragedias de los héroes clásicos, no son sólo hombres que queriendo hacer lo justo, terminan haciendo un daño irreparable. Estos hombres jamás llegan a sentir el dolor que sintió Edipo al saber sus crímenes. Incluso hay algunos que sabiéndolo se enorgullecen y dicen riendo: ‘Chingue a su madre, vamos a matar a alguien’ (Véase, Marca de sangre, de Héctor de Mauleón). Me pregunto, –y ojalá el tiempo no me responda–  ¿si después de obtener el poder que deseaban, ahora los corridos dirán cómo lo conservan y cómo lo acrecentarán? Esta doctrina de lo nacional junto a la indignación que causa la injusticia es quizá lo más peligroso del asunto.

Ser personajes de cantos dedicados a las balas y la destrucción, no es Poesía, pues en nada ayuda al hombre injuriado que se le avive más el odio, si ha de terminar odiando a todos.  Esto perjudica a la civilización al tiempo que denigra el alma de los hombres. La injusticia es cruel, sí, pero veamos quiénes somos y para lo que hemos nacido en el ejercicio público de la cultura que es justa… Otro punto a nuestro favor: su cultura es más bien un ritual obscuro que debe ser practicada en casas de seguridad o en camionetas a toda velocidad, ¿ahí cómo puede haber convivencia? Digo, por todo esto, que el narco no es cultura, porque la cultura nos ayuda a convivir y a bienvivir.

Javel

El palacio enmohecido

El palacio enmohecido

El agradecimiento se da entre amigos, entre justos, entre ciudadanos, pues éstos reconocen el bien y lo celebran. Entre villanos se pagan favores, no es lo mismo, ya que la justicia no es negocio. Cuando se piensa a la justicia como una sucursal de favores, de préstamos, de contactos, de la fuerza, el resultado es una cadena de compradores insatisfechos con lo que han adquirido. Al no conseguir protección inmediata y poder o impunidad y placer; al no poder regresar el producto comprado, al notar que esta inversión fue una pérdida, lo que queda es negar la justicia re-inaugurando sucursales propias con miembros de cárteles, bandas, a fin de hacer del palacio una cueva de villanos.

Reconocer los frutos de la vida justa es labor no sólo del gobernante y de los servidores públicos, sino de cualquier ciudadano. Hace muchos años, cuando los grandes conquistadores salían de sus tierras con sus caballeros a tomar posesión de algún lugar que fuera infiel a las buenas costumbres, se hacía la repartición de aquellas tierras entre los nobles, no sólo porque hubieran mostrado su valor y fuerza en el combate, sino porque se les consideraba dignos de dirigir una nación, o parte de ella. El agradecimiento que se les hacía a los nobles era la oportunidad de mostrarse justos con su rey (o como si dijéramos, justos con su gobierno), gobernando con magnificencia, a fin de que los bárbaros vieran la justicia y fueran justos. Todo esto recaía en beneficio del rey, del noble y del nuevo ciudadano: así se agrandaba el bien y la justicia. Hoy es un poco distinto. El ciudadano vota en pro del servidor que cree es el mejor para la causa de vivir bien. El servidor público siendo justo y agradecido con sus conciudadanos, pone su empeño en ayudar a que éstos vivan bien, de acuerdo a la justicia.

La propagación de la buena vida, los honores y la gratitud parecen ser los únicos y verdaderos frutos de la justicia. La justicia como mercado bursátil es infructífera si lo que se busca es la paz y la buena vida. Claro que el gobernador o los servidores públicos no han de ser pobres, que no sólo de halagos justos vive el hombre. La remuneración por su labor ha de ser justa, no rentable ni conveniente. Si la justicia se ve como mercado, lo que se consigue es tener en el senado, o en cualquier silla presidencial a unos ávidos mercaderes. Cuando la justicia pasa (y ha pasado en todas las épocas) a ser parte del progreso personal, es justificable que el buen hombre, al darse cuenta de esta injuria, saque a patadas a los mercaderes que han tomado posesión del templo de la justicia. Pero sigue siendo cierto que el justo ha de tener más: más reconocimiento de su persona buena, lo que hará que todos lo estimen y que pueda caminar entre los suyos sin miedo y sin rencor, ¿qué mayor bien que ser bienvenido en todas partes?

Por eso, la profanación de la justicia es asunto de todos, sino viviremos ensuciando el mayor recinto que tenemos para vivir bien, y cuando alguien haga algo bueno por nosotros –si acaso lo reconocemos como bueno– no podremos agradecerle –porque el envidioso no agradece– más que con la herrumbre que deja en las manos el negocio del oro, del cobre y de la sangre; no podremos pagarle más que con ingratitud, como ocurre con muchos de los soldados que combaten al narcotráfico por vacación al bien o con quienes nos comparten su dolor para no desampararnos en la búsqueda de la justicia.

La injusticia nos hace ingratos, envidiosos, ciegos al bien.

Javel

Para seguir gastando: Don Quijote nos enseña que es muy difícil hacer justicia, y Sancho Panza que no se puede ser desagradecido con quien va en busca de ella.

Además: Jesús Silva-Herzog Márquez nos hace una invitación para pensar la nación, este mito al que le pusimos alas modernas y corazón globalizado, pero «donde México dejó de ser asombroso, curiosidad, fascinación, para convertirse en un caso.» ese “relato que puede arraigar en la experiencia y en el deseo de un futuro compartido.” La dirección de la invitación es el libro de Claudio Lomnitz: La nación desdibujada.