Símil

Y ahí lo vi, con una sonrisa de oreja a oreja que mostraba con claridad
la perfección que habitaba en la alineación de sus dientes blancos
uno junto al otro a una distancia simétrica, con un tono rosado de sus encías que
hablaba más de salud y vida que de sus hábitos alimenticios. Completamente empapado,
habría sabido que me acercaba tal vez al escuchar mi moto acercarse, o tal vez,
al sentir las olas que mis piernas hicieron con tanto cuidado para no alertarlo.

No importaba ya a estas alturas el modo en el que se había enterado,
a final de cuentas era evidente que me estaba esperando. Sus ojos, casi humanos
por un momento me hicieron sentir aceptado, como esa mirada de confianza
que te brinda un amigo que se reconoce aún después de no haberse visto en años.
Aunque a estas alturas, tampoco estoy tan seguro de que fuera su mirada,
tal vez su pose erguida, tal vez los cabellos sobre su rostro o su mano extendida
abierta, con el pulgar mirando al cielo elevándose notorio, como un digno
emperador de los otros dedos. Sus tetillas, lampiñas y erectas por el frío
de la laguna, eran parecidas a las de un muchachillo travieso cuyo vello
está a punto de brotar.

Sí, el zoológico me había encargado regresar a ese simio sano y salvo, es solo
que al mirarlo ahí, tan humano, tan libre y tan feliz. No tuve el valor de esperar
un minuto más, su postura y su mirada, su sencillo ser allí enfrente de mí como
si de un espejo se tratara; bueno, no sé cómo explicarlo, pero juro que estaba
a punto de hablar. La sola idea me pareció repulsiva, y a la vez maravillosa.

Tuve que jalar el gatillo, tuve que acabar con su vida. Era sencillamente insoportable.
Y ahora, de vez en vez, más de una por semana, he perdido el sueño tratando
de imaginar qué hubiera sido de mí si le hubiera estrechado la mano, si
le hubiera abrazado con ese calor que solo los amigos tienen. ¿Me hubiera
susurrado algo al oído? ¿Me hubiera convertido por un instante mágico
en uno de los suyos? O lo hubiera hecho yo al abrazarlo indistintamente
cerrando los ojos, como un padre que recibe a su hijo que vuelve de la guerra
transformado.

No sé qué hubiera pasado, pero sí que he de admitir aún hoy en día, me sigue
matando la curiosidad de saber cómo era su voz. Y sobre todo, qué era ese
secreto natural que tanto le alegraba decirme en aquél apartado lugar
de la jungla, solos bajo la sombra de los árboles gigantescos que tanto
problema le causan al sol para hacer su trabajo.

Los ríos del hombre

 

Los ríos del hombre

 

Porque quizás algún día alguien nos leerá y nos rescatará del olvido. Porque quizá nuestras almas amanecerán de la noche solitaria. Porque ya no hay quien reparta el pan ni el vino, ni quien cultive hierbas en la boca del muerto. Hoy revisito a un desconocido. Buscando un artículo en viejas revistas estudiantiles de Estados Unidos, encontré un breve poema que me gustó. No tiene título. Se publicó en la primavera de 1983. El autor es John S. Carnes, quien al parecer nació en 1956. Probablemente es abogado y comenzó a ejercer tres años después de que escribió este poema. Podría vivir ahora en el condado de Chester, en Pensilvania. Va la revisitación.

 

Incómodos los silencios

—el tiempo tartamudea lento

cuando de mi amor te hablo.

No quiero ser llano o vago.

Por la espesura el deshielo

va corriendo veloz y puro:

—y nuestro amor, te lo aseguro,

es feliz por los arroyuelos.

Y si tardo tartamudeando,

es por nuestro común esfuerzo

—la necesidad de pensar.

Al final me alegra no encontrar

discurso fácil, palabra lista;

ya vendrá cuando la llame,

cuando oiga a quien me ame.

Námaste Heptákis

 

Coletilla. “La belleza que se marchita por la soberbia es vergonzosa”. Clemente de Alejandría

Autoestima

La ética del deber tiene su fundamentación en la autoestima. La autoestima es la afirmación del hombre en el mundo por medio de sus propias inclinaciones naturales, es decir, por medio de la razón y el deseo de sobresalir, de autoafirmarse. Autoafirmarse es otro modo de declarar la mayoría de edad, saliendo de la supervisión de aquellos que se habían puesto como preceptores de mi cuidado. Las acciones que podía hacer antes de mi mayoría de edad, estaban directamente relacionadas con la forma en que me habían dicho que podía actuar para mi bien, es decir, lo que podía hacer estaba conectado con lo que creía ser.  Para el hombre que se mide a sí mismo no hay nada más molesto que las limitaciones que la naturaleza impone. La conclusión es lógica, las formas deben de ser ampliadas para poder manipularlas y conseguir que el hombre se construya. Ampliar las formas es derrumbar los límites, perder las formas, negar la naturaleza para construir una.

Autoestimarse es construirse. Pero resulta que este que soy está en constante relación con otros como yo. ¿Cómo vivir en un mundo donde todos quieren dominar y tener el monopolio de las medidas? El deber. Kant lo plantea y resuelve de este modo. Su héroe es el que niega sus deseos de dominar o sacar provecho personal, en vista de un bien para todos los hombres: Obra sólo según aquella máxima por la cual puedas querer que al mismo tiempo se convierta en ley universal, para que así todos los hombres puedan actuar del mismo modo y seguir desarrollando sus aptitudes sin tutela alguna. Ésta es la máxima que convierte al hombre en único juez de sus acciones y cordial para los otros. Extrañamente, la negación de su personalidad lo hace el más honorable de todos.

El hombre es la medida de todas las cosas, lo mismo que la autoestima, son dos formas de negar la naturaleza. Pero la segunda posición postula, además, que la naturaleza del hombre es insociable por su deseo de dominación. Es decir que no es el logos lo que une a los hombres, ni la fraternal búsqueda por la verdad, sino la agreste forma de un contrato social. Pensando de este modo no podemos sorprendernos al ver que los hombres que ostentan el poder no se detiene a pensar si eso es lo mejor para el hombre, es decir, si eso es lo adecuado a la naturaleza del hombre, o como si preguntáramos, si es verdad. La Verdad no es más que opinología cuando se derrumban las formas, lo que hay es una postura sobre otra, y la lucha por obtener el primer puesto es lo único verdadero, siempre y cuando eso nos permita seguir compitiendo como a los árboles de un bosque que luchan por alcanzar primero, cada uno, el sol.

La ética del deber, si bien propone una máxima loable, se basa en una antropología que no nos deja otro camino que la lucha cordial, además que se impide la discusión por la verdad en aras de ser autosuficiente o un fin en sí mismo. Pero, la creatura siempre tiende a su creador, en este caso el hombre tiende a sí mismo. La soledad será insoportable en el futuro.

Javel

Para seguir gastando: ¿En México se está estimulando el deber, o la vanidad? Pregunté por la justicia y parpadearon.

Recovecos

Recovecos

Aunque pudiéramos describir el mecanismo de nuestras afecciones, aunque sepamos que cada emoción tiene una explicación causal que demuestra el asiento material de toda sensación ¿qué puede abonar esa explicación al conocimiento de uno mismo? Pareciera que ese razonamiento proviene del análisis de la relación entre el hombre y lo natural. Pareciera que el término “alma” nunca cobra sentido porque no lo usamos más para referirnos a la existencia misma de lo vivo. Bajo la explicación causal de las afecciones en los influjos del exterior sobre el cuerpo, logramos el esquematismo de algo cuya experiencia no tiene nada que ver con la demostración causal. Saber que el amor tiene una química particular, por ser una emoción, me dice poco sobre la vivencia particular del deseo, tan poco como estar ciertos de que la sensación es provocada por un ente externo que me incita a contemplarlo y seguirlo. ¿Será que es verdad que la razón se haya en un estado de oscuridad en torno a la naturaleza de las cosas hasta que no se aplica metódicamente sobre lo que puede verse de uno mismo? Si siempre tengo que separar mi vivencia peculiar, estudiada por las ciencias aplicadas a las representaciones emocionales y a sus orígenes culturales, históricos y personales, de lo que el cuerpo muestra cuando es visto bajo una abstracción, ¿sólo puedo decir que sé de mí mismo lo que ambos caminos me muestran? ¿No el oráculo délfico era tomado en serio por alguien dispuesto a reconocer su propia ignorancia sobre lo que no eran cuestiones amorosas?

En el ámbito cotidiano, ¿no hay presencia de la razón, aunque no sea siempre la facultad para las claridades? Tal vez, se me dirá, es por esa razón que se desea aplicar con el máximo rigor la única facultad capaz de aclararnos algo. El éxito del cartesianismo requiere que la experiencia de todo lo natural esté mediado en la ignorancia natural por una oscuridad inherente a nuestras propias facultades. ¿Será autoconocimiento la demostración de la existencia propia (una demostración que no puede ser particular por no tener nada que ver con lo momentáneo) en la certeza del cogito? Si fuera autoconocimiento, resalta la independencia de la prueba con respecto al examen de las cosas humanas, que nos permiten a veces descubrirnos entrampados en prejuicios sobre uno mismo, en redes que uno mismo se ha puesto, en la falsedad. La razón no es necesariamente una facultad de control sobre lo que nos acaece, sino una realidad que sólo examina fielmente cuando no niega lo erótico.

La universalidad de la experiencia erótica no se agota en ninguna de sus evidencias fenoménicas. Pero, ¿es de verdad una condición universal y necesaria, inmutable? ¿Cambian radicalmente los deseos y fines del hombre como para hacer de lo erótico algo modificable o prescindible por la razón? Eros y logos se revelan como datos imprescindibles de nosotros mismos: ¿cómo podrían desaparecer? Si no desaparecen al grado de hacerse imposibles, ¿no es verdad también que a la existencia de ambos le acompaña la evidencia de la ignorancia radical en la que nos sumimos por la naturaleza de nuestras limitaciones? En la caverna, nunca sabemos que estamos viendo entre sombras y resplandores. Cuando nos descubrimos, no tenemos garantía de haber terminado. Queda el temor de ser sinceros con nosotros mismos, queda la posibilidad de pusilanimidad. Pudiéramos señalar a la naturaleza, diciendo que es propia la oscuridad de los antros de nuestro ser; pudiéramos decir que nada sucede conforme lo establecemos, pero por ahí no se llega a la felicidad del erotismo en la palabra. El defecto de erotismo es hermano de la misología.

 

Tacitus

Andamio nocturno

Andamio nocturno

Nuestro rostro no tiene brillo natural alguno: por eso la máscara ritual de los cosméticos sólo es un trazo esquivo de polvo. Diría Voltaire que la máscara nos puede distinguir de Adán; nuestro padre de barro no conocía, según el francés, el placer civilizado de sanear la imagen decadente, como no conocía ­—por ser padre antiguo— refinamiento alguno. Pero en la noche nos perdemos para los demás; quizá sólo nos queda la voz envuelta en los sentidos titubeantes, como dejados a la suerte de la experiencia y el recuerdo. Nadie se sabe voz errante en tanto confunda las tinieblas con la luz; sólo Dios pudo separar lo que había creado en un día, algo imposible para esa carne sostenida como imagen animada de sí mismo, cuya fragilidad sobrevive muy cerca en realidad del vigor fortalecedor de la vida genuina. Era en medio de la penumbra vuelta drama metafísico que Descartes salía avante con su luz natural, a la que parecía corresponderle ese nombre por haberla visto en sí mismo. Pero ¿qué penumbra había para un hombre tan instruido como él? Quizá era sólo la duda lo que parecía sostener toda la luz ajena como algo inservible. ¿Qué habían de ser las palabras sino emisarias de aquella luminosidad geométrica en la cual se interpreta a la naturaleza desprendiéndola de la materia para el uso humano? El camino de la arquitectura metódica requería también del baño en la quietud de la reflexión. ¿Será sólo pasión biográfica o pericia retórica la que presenta dicho cuadro? La luz natural redescubre las posibilidades del arte. Pero la luz no es un fenómeno tan simple como para disiparse por nuestra voluntad. Sólo hasta que la palabra revela la manera en que la sequía habita nuestra boca, uno comienza a recobrar el sentido de la sed. De la penumbra y el desierto uno habla siempre con terror por las pasiones que lo habitan. Pero el agua no es sólo el remedio natural para la sed, es también un símbolo de muerte. La boca es la puerta de entrada natural de la comunión necesaria con el mundo. Uno se revela indigente y desnudo frente a la intensidad del Verbo. Uno es ese niño del que todos se burlan por permitirse sufrir ante lo ignoto. Pero incluso en medio del frío la pasión es todavía posible. Las flores sufren el embate del tiempo; se abren y cierran exhalando un enunciado de vida en la belleza y el tiempo. ¿Cómo no ver un deseo de lo estable en el argumento de la luz natural, lo cual lo transforma en algo herético? La herejía y la falsedad en nuestras palabras serían algo imposible sin la vecindad lejana con lo que no se mueve. En la penumbra, aún queda el misterio que la imagen de la caverna (algo natural) nos intenta mostrar.

 

Tacitus

 

La anomalía en la obra del Creador

I

En su breve tratado Sobre la gracia y la dignidad, Schiller define una de las bellezas en el hombre como arquitectónica. La definición que ofrece orilla perderse por su generalidad: la belleza arquitectónica es la «expresión sensorial de un concepto racional», es decir, «cualquier estructura bella de la naturaleza «. Sin embargo ayuda a esclarecer el concepto recurriendo a una representación sensible (Schiller estaría de acuerdo; él mismo reconoce importante el aspecto estético del entendimiento). Definir algo como arquitectónico es atribuirle dos cualidades: diseño e inmutabilidad. Un gran palacio, construido por las mejores manos y el más diestro arquitecto, sobrevive casi perennemente. Los acueductos romanos son ruinas más por desuso que inutilidad. Así la naturaleza siempre está en movimiento sin cambiar. Curiosamente no es teleológica por tener fines establecidos y trascendentales. En realidad es llamada así porque su movimiento responde a una causalidad que conduce a una finalidad; una causalidad basada en el efecto que mantiene el funcionamiento natural. Ningún perfeccionamiento en camino porque la naturaleza ya es perfecta. Ejemplo de autosuficiencia, resistiendo las fauces de Cronos, su superioridad radica en la necesidad. La obra del Creador tiene su belleza para ser admirada.

El hombre, como ser natural, también es parte de la belleza arquitectónica. Resulta testimonio de la Creación. Parte de él está bajo el imperativo de la necesidad. Sin embargo, a pesar de ello, Schiller advierte que también goza de voluntad. Esta parte suya lo distingue de otros seres naturaleza. La persona es quien puede ser causa de sí mismo: sólo el hombre tiene el privilegio de «intervenir por voluntad suya en el cerco de la necesidad […] y hacer partir de sí mismo una serie totalmente nueva de fenómenos». A este acto Schiller lo llama acción y al producto, obra. Aspecto nada modesto: si la voluntad irrumpe en el cerco de la necesidad y produce una serie de fenómenos, esto lo acerca al Creador. Los actos de la voluntad al menos se parecen a lo que dio inicio a este mundo; la voluntad es un componente casi divina. Hay dos áreas claras en la persona: espíritu y cuerpo. Claras aunque no incomunicadas; distintas aunque no inconciliables.

Reconociendo su cuerpo como parte de lo Creado, tiene belleza arquitectónica. La misma naturaleza sabia, así como en otros animales y plantas, lo dirige y mantiene en la ruta para preservarlo. Hay dos legislaciones que rigen en su vida. La voluntad agrega complejidad en el hombre. Su aspiración por la libertad lo eleva a persona. Quedando la gracia definida como belleza en movimiento (inasible para admirarla con la vista, olfato  o tacto) y distinguiéndose de la arquitectónica, ¿cuál es el único ser natural capaz de manifestar una belleza que resplandezca en el mundo fenoménico pero no sea causado por los fenómenos? El hombre. Puntualiza Schiller sobre ambas bellezas: «La belleza arquitectónica honra al Creador de la naturaleza; la gracia, a su poseedor.» Se aspira a la gracia, la otra belleza ya está presente. Enfatizando la diferencia esencial entre el reino de la necesidad y el ser capaz de intervenir en su dominio, Schiller se preocupa por restaurar la más hermosa obra divina: la Creación. Sabe que el hombre, como parte de ella, sólo hallará su verdadera humanidad una vez que dicha restauración ocurra. Es decir, la máxima virtud humana es la armonía plena. Reconciliación de los aparentes contrarios. El espíritu será virtuoso si logra armonizar con la naturaleza y cumplir con su destino.

Voluntad sin poder.

No hay frase más soberbia que la que dice que querer es poder, porque suele suponerSigue leyendo «Voluntad sin poder.»