Cazadores de esperma.

Hay quien dice que la caza del esperma es el mejor reflejo de la vida democrática, siempre y cuando esta cacería se haga pensando en el bien de la mayoría por sobre el bien de un individuo que incapaz de ver en los otros más que instrumentos de su voluntad no puede mas que llevarlos al desastre. Cierto es que en esta cacería, todos los que a ella se dedican están sujetos a los mismos ires y venires de las olas en las que se montan, y también es cierto que en esta actividad lo que impera la mayor parte del tiempo es el deseo de dominar a la naturaleza para obtener bienestar. Pero no por ello se ha de ver en la búsqueda y cacería del esperma un elogio de la democracia y una crítica severa al individualismo, en especial cuando es responsabilidad de todos los involucrados  lo que acontece cuando se dejan llevar por la pasión de uno solo.

Hay quien ve en Moby Dick una crítica severa a los valores del individualismo[1], y junto con ello ve que tal crítica encierra un elogio necesario a la vida democrática, a la vida donde todos valemos lo mismo y donde las acciones que se emprenden buscan dominar a la naturaleza, y sobre todo dominar al hombre en tanto que ser natural e individual desde que nace. No niego que la obra encierre en el modo de ser de Ahab una severa crítica a la preferencia que algunos dan a sus intereses por encima de los intereses de los demás, aún cuando tales intereses sean tan dispares, -el capitán del Pequod busca venganza y en ella ve que acaba con todos los males del mundo, mientras que su tripulación busca las riquezas que de la cacería de la ballena, también conocida como esperma, se obtienen-, pero, tampoco veo que eso encierre necesariamente un elogio para la democracia.

Quien quiera ver en la vida de un barco ballenero el reflejo de una vida democrática, por el hecho de que en la suerte de éste se hermana la suerte de diversos hombres provenientes de distintas latitudes y con muy diversas costumbres, se olvida de las jerarquías necesarias para el buen gobierno del mismo. Del mismo modo, quien pretenda ver un elogio de la democracia en la funesta aceptación de un proyecto que se funda en una venganza, deja de lado que esa funesta aceptación es responsabilidad de todos y no sólo de quien excita su ambición logrando que su proyecto sea el proyecto de todos.

El Pequod, en tanto que nave, lleva capitán y marineros, en tanto que estado lleva un gobernante que concentra todas sus fuerzas en un mismo objetivo, y en ambos casos lleva una tripulación dispuesta a seguir los deseos de quien gobierna, pues no hay que dejar de lado que Ahab debe dejar al descubierto su voluntad de matar a la ballena blanca para llegar al éxito de su empresa o bien para ser arrojado por la borda, si es que la cordura de la tripulación así lo decidía.

Así pues, suponer que la lectura de Moby Dick sólo es atractiva para aquellos amantes de una democracia irresponsable, que se funda en la búsqueda de individuos culpables por la mala suerte del navío en el que vive quien sale a navegar para dominar a la naturaleza, es suponer que el autor se limita a mostrar al loco que guía al navío y que es incapaz de notar que ese loco ha de ser seguido por una tripulación igual de loca, e igualmente concentrada en la cacería del tan buscado esperma.

Maigo.


[1] Tal es el caso de Carlos Fuentes.

De cómo una Vez Se me Enfrió mi Café

A. Cortés

Les contaré un sueño que tuve una vez. Me tomó dormido sobre cierto sillón de piel que tiene la mala costumbre de encantar a sus durmientes con pesadillas y sueños inquietos, como si lo rodeara un aura maligna infundida por algún travieso demonio. O –más verosímilmente- como si no fuera ergonómicamente apropiado para dormir. Esta vez, sin embargo, no sufrí la clase de temores que aquejan a quien dice haber tenido pesadillas.

Al perder el tono muscular comencé a sentirme flotando, yendo sobre el agua en algún bote o barco pequeño y crujiente. Primero disfruté esos tronidos de madera chocando como dientes que se aprietan muy fuerte, como los de quien intenta sujetar apretando los brazos varias cosas, con su plan de fuga cada una. El sonido se hizo menos importante, cada vez menos, porque sobre el suelo de madera se me hizo presente el gran hombre que sujetaba todas las tablas. Así me di cuenta del precario navío que me soportaba: un montón de láminas de madera agarradas por una sola y pobre persona. Estaban técnicamente despegadas, pero por hacerlas todas hacia el centro con las manos, se mantenían unidas en una delicada tensión que aquel desgraciado expresaba con sus divertidas muecas y el tremor de su cuerpo. Me divertían a mí, eso sí, aunque él no parecía estar pasando un buen rato.

Seguido a ésto, otro caminó detrás del ancho hombre, pero éste era más bien un niño. No estoy seguro de que me haya visto, pero puedo saber con esa extraña seguridad incongruente propia de los sueños, que sabía que yo conocía la trama de su plan y que no le importaba en lo más mínimo: haría cosquillas al sujetador. No suena muy dramático, quizá, andar haciéndole cosquillas a la gente; pero en este caso, yo supe que todo para mí terminaría mal (cuando menos) en cuanto el escuincle tocara ese gran costillar tembloroso.

Es común que en momentos de rápida amenaza uno quiera evitar lo inevitable, pero yo no quise hacer más que ver. Vi mientras el niño se acercaba juguetón a ése que era su padre (porque yo de pronto supe que era su padre) y de puntitas se preparó para picarlo debajo de los brazos. Vi, y nada hice que no fuera quedarme quieto y observar. Hasta ahora pienso que tal vez por eso no le importó que yo supiera sus maleducados designios. Muy cauteloso el chamaco, se tardó en adoptar una posición que le diera la confianza de no ser descubierto antes de tiempo, y en cuanto estuvo plenamente preparado noté maravillado que ambos, el gran varón fornido y el enclenque mocoso, tenían exactamente la misma posición: ambos con las piernas abiertas y tensas, la mirada al frente, el cuello ensanchado por la trabazón de la mandíbula, y los brazos abiertos hacia los lados. Sus caras eran parecidísimas, aunque no podría describirlas porque no las recuerdo en absoluto. La única diferencia era que el niño no tenía nada que sostener, sólo estaba allí imitando sin saberlo y sin quererlo, haciendo cualquier cosa que más se asemeja a los asuntos de los niños que cargar con la responsabilidad de mantener unida la cubierta de un barco (que quién sabe a quién se le ocurrió diseñar) y a salvo a sus pasajeros (que quién sabe por qué se les ocurrió zarpar).

Estaría bien contar que por fin se decidió a hacerle cosquillas y que el gran hombre saltó dando un gran grito, inevitablemente cediendo al espasmo de sus músculos; y también ayudaría decir que las tablas salieron volando para todos lados, desapareciendo como si de puro hastío cada una quisiera estar lo más lejos posible de la otra, haciendo un zumbido desgarrador a su paso cortando el aire como balas; y añadir que caí en el frío más espeluznante y sofocante que recuerdo, que presionó mi pecho y me congeló hasta el pensamiento. Estaría bien decir todo eso para que el final de mi sueño fuera más llamativo y atrayente, pero la verdad es que eso ya no lo soñé.

Desperté tras eso y terminé con mi café, que ya se me había enfriado.