A propósito de la Guerra de las Coreas

En la Historia de la Guerra del Peloponeso, la “búsqueda de la verdad” es presentada como una búsqueda por las verdaderas hazañas y los verdaderos discursos; es decir, por los verdaderos hechos, y no por las verdaderas causas.

–Leo Strauss

Hace apenas unos días Corea del Norte se declaró en estado de guerra contra Corea del Sur y ha puesto en claro que cualquier movimiento militar surcoreano o estadounidense en la península puede ser considerado como una provocación por Pionyang. Las sanciones que la ONU le impuso por continuar probando armas nucleares tras una prohibición al respecto han producido más bien irritación que escarmiento. A su vez, Estados Unidos y su séquito de analistas desestiman esta posición de Kim Jong-Un, arguyendo que desde hace mucho tiempo la relación entre ambas naciones de la península es precaria y sus provocaciones pronunciadas nunca han ido más allá de la agresión verbal, la difamación propagandística y el intento de intimidación, de manera que no sólo no cederán, sino que continúan armándose para defender las bases de Corea del Sur y seguir con sus ejercicios militares. Las partes, pues, abogan cada cual por sus derechos de poseer las armas que poseen y de hacer las pruebas que hacen con ellas. Ninguna discute la verdadera causa del descontento por el que en primer lugar se armaron unos en contra de otros; cuya raíz seguramente será inextricable. ¿Quién pregunta eso? Es como si fuera imposible (además de impráctico) hacer un intento por responder tal cosa. ¿Y esta imposibilidad es por obscuridad de la historia? Esto parecería absurdo, si ahora más que nunca tenemos datos sobre los movimientos registrados de firmas de documentos, declaraciones y cuanta erudición sobre ambos países queramos poner a nuestra disposición. De hecho, la perspectiva histórica de algún modo intenta describir la causa del conflicto, aunque no puede permitirse ahondar en la valoración de las razones (y sin ese juicio, ¿quién conoce por completo una causa semejante?) Me parece más bien que la obscuridad del principio del desacuerdo no merece que desacreditemos los registros; sino que en toda guerra y en toda pugna la penumbra de la causa es la misma.

De las acciones no tenemos más que sus discursos, incluso “viéndolas suceder” en su momento son para nosotros la interpretación de una respuesta a la pregunta: “¿qué está pasando?” Y a su vez, los discursos bélicos podríamos verlos como acciones que promueven respuestas y continuamente mantienen tejiéndose la trama de lo que pretendemos comprender como si en su totalidad fuera un solo movimiento. En ninguno de estos momentos conocemos lo que en realidad está sucediendo en los corazones de los mandatarios rivales o aliados, ni en los de los participantes del movimiento. Las intenciones, sean de un pueblo o de un individuo, siempre son para nosotros obscuras y no tenemos más remedio que representárnoslas con algún sentido verosímil, sean discursos o acciones.

El discurso de Corea del Norte es que es injusto que se impida la unificación de la península bajo un mismo gobierno, próspero, militarizado y poderoso; el de Corea del Sur es que es injusto vivir bajo una dictadura, se llame o no “popular”. Estados Unidos, en este caso, es el interesado en promover la segunda posición como la única verdadera posible para tener una buena vida: se evita la dictadura a través de la apertura del mercado y el capitalismo. Es necesario, para que los hombres vivan dignamente, que vivan lo más alejados que les sea posible de un gobierno como el de Kim Jong-Un o su padre antes que él, o su abuelo antes que él, y a su vez, esta familia siempre ha pensado que nada hay más digno que su gobierno. El conflicto parece ser un enfrentamiento sobre el mejor modo de vida. En general, cada cual sugiere por sus acciones que su soberanía no solamente incluye lo que le concierne al interior de la nación, sino que está inclinado a buscar activamente que se respeten los principios por los que se gobierna en las naciones con las que tiene contacto. Como cada una supone que conoce la mejor forma de gobernarse, considera injusta la imposición de cualesquiera otras maneras.

Estos motivos, muy probablemente, no son los únicos ni los más predominantes. Las opiniones al respecto estudian los derechos según los tratados y armisticios que se han o no celebrado; observa los alcances de recursos que ambos frentes tienen para invertir en una posible guerra; también se llegan a inclinar por discutir si acaso es el capitalismo la mejor vida, o si un comunismo como el norcoreano no resultaría mejor; otra vertiente muy recurrida –me imagino que más en esta parte del mundo que en aquella– es la justificación hipotética de acciones que obligaran a un país a respetar los derechos humanos, mismos que a Corea del Norte parecen tenerla sin cuidado, según se dice. Ninguna de estas reflexiones, todas ellas valiosas en la comprensión de un caso tan complejo, piensa directamente en la gente que está involucrada en el conflicto. Los gobernantes no son piezas de la máquina económica mundial cuyas reacciones pueden preverse según un estudio estadístico de otras semejantes en situaciones semejantes. Son hombres con deseos, con intenciones ocultas, y con vidas tejidas de miríadas de acciones; y además de ellos, hay muchísimos más que tienen en juego sus intereses y que pueden más o menos ejercer diversos poderes para cambiar las condiciones en cualquier delicado momento; las comunidades que se alían en sus intereses políticos, como partidos o hasta naciones enteras, también son cierto tipo de personas (muy generalmente hablando); la comprensión del tipo de educación de un pueblo es indispensable para entender el sentido de sus anhelos y la persecución de sus vidas; todo esto es muy fácil de olvidar.

Por esto es muy difícil reflexionar sobre las causas de la guerra cuando se pretende entenderla como un solo movimiento. Estas acciones de hombres, vistas como una sola, no parecen tener tan claramente su sustento en intenciones ni parecen ser sus resultados el logro de proyectos específicos. En una escala tan mayúscula se confunde la perspectiva. Tanta gente hay inmersa y sus motivaciones son tan fácilmente disfrazables en el discurso bélico, que no quedan recursos fuera de la tímida aproximación a lo que consideramos como lo que es justo y lo que es necesario según cada parte. Nuestra crisis de violencia se incrementa así, no sólo con la agresión física y la intimidación, sino también con el mareo de vivir sin poder darle sentido a lo que ocurre a nuestro rededor, cuando las personas ya no nos parecen personas, sino cifras, y las naciones son máquinas productoras de consecuencias para la vida del mercado, o la vida cerrada al mercado. Para entender una guerra mínimamente habría que entender a sus participantes como personas. Independientemente de lo que ocurra en el futuro, la comprensión de estas condiciones y de lo que significan para nosotros (que no somos coreanos ni estadounidenses) no podrá estar nunca completa si no tenemos en cuenta también estas cosas, en las que fluyen nuestras propias vidas según nuestras intenciones personales y nuestros propios deseos.

Confusión cotidiana.

Nuestra vida cotidiana depende de nuestra confianza, sabemos que día a día saldrá el Sol por el horizonte, y eso nos permite recostarnos sin la angustia de que tal vez ello no suceda porque a Helios se le ocurra de repente retirarse a descansar, de igual modo no dudamos de levantarnos de la cama afirmando que no tenemos la certeza suficiente de que el piso siga bajo la misma.

Así como nuestra cotidianidad se basa en la confianza que tenemos de que sucedan ciertas cosas o de que otras se mantengan siempre iguales, ésta última se funda en la necesidad, la cual supone un orden existente en el mundo. Sólo cuando hay orden podemos hablar de que algo no puede dejar de ser, y cuando algo no puede dejar de ser podemos confiar en su permanente presencia, lo que nos permite movernos sin tener que pensar cada uno de nuestros movimientos.

Pero, la relación entre necesidad, confianza y cotidianidad se torna obscura en tanto que parece que sólo podemos hablar de ella mediante argumentos circulares, porque un elemento de la triada presentada aquí nos lleva a los otros dos una vez que nos ponemos a reflexionar sobre éste. Sin embargo, si nos percatamos de que la circularidad de esta reflexión se centra en el hecho de que supone la existencia de un orden, quizá podamos hablar con suficiencia de tal relación viendo lo que ocurre al negar dicho orden. Veamos lo que sucede una vez que lo negamos.

La negación del orden puede hacerse en dos sentidos, podemos negarlo de manera absoluta afirmando que no hay tal; o bien podemos negarlo sólo parcialmente, afirmar que sí hay orden en el mundo, pero que no somos capaces de notarlo en realidad, lo que se aprecia mediante nuestra incapacidad para hablar sobre el mismo sin apelar constantemente a él o bien que el orden es inventado por nosotros mismos.

De la negación absoluta se sigue cualquier cosa, pues la ausencia total de orden nos deja sumergidos en el silencio y en la incapacidad para hablar en tanto que el discurso ha de ser ordenado para ser inteligible al tiempo que el mundo también ha de serlo si es que aspiramos a decir algo que no sean meros cuentos.

Así pues, si negamos de manera absoluta que hay un orden que rige y forma al mundo, negamos a los movimientos necesarios y junto con ello tiramos a la basura la posibilidad de tener algo confiable en que fundar nuestra cotidianidad, pues nada nos garantiza que ciertos movimientos ocurran siempre, tales como la salida del Sol. Se requiere ser muy necio para negar la existencia de movimientos ordenados, pues tal negación supone una vida llena de temores y desconfianzas y reducida a la inmovilidad en tanto que no es posible saber qué se sigue de determinados movimientos tales como el ponerse de pie.

Ahora que no siendo tan necios y negando la posibilidad de un orden sólo parcialmente nos encontramos con dos problemas diferentes, o bien el orden es inventado o bien no somos capaces de percatarnos del mismo sino hasta después de muy cansadas reflexiones.

Siguiendo la vía de la inventiva, surge inmediatamente la pregunta sobre el método que seguimos para crear tal orden, lo que torna mucho más difícil la comprensión sobre nuestra incapacidad para dar una razón clara sobre lo que es ese mismo orden y su relación con la necesidad, la confianza y la cotidianidad sin que caigamos en argumentos circulares. Sí no podemos decir cómo es que creamos el orden que se supone que inventamos para poder vivir, bien podemos poner en duda el hecho de que nosotros lo hiciéramos artificialmente.

Por otra parte, si consideramos al orden como algo de lo que difícilmente nos percatamos, entonces surge otro problema, porque si aquello que nos hace preguntar por el orden es la posibilidad de la cotidianidad, absurdo se torna que algo tan necesario para que nos mantengamos siendo sólo sea apreciable mediante largas y difíciles reflexiones, lo cual cancela a la confianza que  fundamenta a la cotidianidad.

Teniendo en cuenta que la negación del orden no nos ayuda para hablar sobre el mismo y menos sobre la relación entre necesidad, confianza y cotidianidad, y que al tratar de hablar sobre esta relación parece imposible salir de la circularidad que ésta tiene consigo, entonces sólo podemos reconocer que si nos percatamos de un orden no es mediante argumentos lógicos libres de la vida cotidiana.

Maigo.

 

 

Poesía y mentira.

La naturaleza no se deleita con poesías.

Galileo.

Se dice en algunos lugares que los poetas dicen muchas mentiras, y esa afirmación suele dejar perplejos a quienes suelen contemplar las obras de los mismos y las consultan, tal y como lo hacía en algunas ocasiones Alejandro Magno con la Ilíada; o bien es aceptada al grado de desechar la educación que proporciona la poesía argumentando que lo que se pueda aprender de ésta es algo inútil.

Tomando en cuenta lo anterior, invito al amable lector a seguirme a lo largo de una breve reflexión en torno a la posibilidad de que el poeta sea o no un mentiroso, reflexión que como tal no promete decir la última palabra en torno a este escabroso problema.

En un texto anteriormente presentado, hablé sobre lo que es la mentira[1], señalando que ésta se caracteriza por ser el resultado de la actividad del mentiroso, la cual consiste en afirmar lo que no es de lo que es otra cosa o es de otra manera; así mismo señalé que para que sea posible la actividad del mentiroso se necesita de al menos dos, uno que mienta y otro que crea.

Teniendo en mente lo ya dicho sobre la mentira, comencemos a reflexionar sobre lo que es la poesía, pues hacer tal cosa nos ayudará a no caminar a ciegas en la búsqueda sobre lo que hacen los poetas, si mienten o dicen la verdad, y después intentemos ver si el poeta miente o no.

La poesía se construye mediante la mímesis[2], es capaz de mostrar lo que hay en el alma humana, ya sea virtuosa, viciosa o semejante a la propia, en ese sentido la obra del poeta es como un espejo capaz de reflejar el alma humana, de mostrar al espectador su verdadero rostro. A partir de esta breve consideración en torno a la poesía, parece que no hay cabida para la mentira en el poeta, pues darle a su obra la capacidad para reflejar lo que es, implica que ésta está enfocada sólo a representar lo que es y el modo como eso de lo que se habla es, enfoque que limita a la poesía al grado de no dejarla hablar de aquellas cosas que son imposibles, tales como un Dionisio con antojo de puré.

Si bien la poesía se ocupa de la imitación de aquello que es, también es cierto que el material mediante el cual ésta se lleva a cabo, son las palabras, las cuales pueden ser acomodadas de diversa manera conforme a lo que pretende decir el poeta, de modo que ese espejo en el cual puede verse reflejado el espectador puede estar bien o mal pulido, al tiempo que puede estar o no plagado de ideas que desde una mirada son imposibles y desde otra son la mejor manera de expresar ciertos aspectos del alma humana.

Pensando en que la obra del poeta no se limita a lo que es, sino que puede hablar de lo que sería mejor, o de lo que debiera ser, entre lo que podemos ubicar a lo imposible, nos percatamos que la poesía no sólo imita lo que tenemos frente a nosotros, sino que muestra posibilidades, las cuales no se limitan al ámbito de la necesidad, es decir, de lo que no puede ser de otra manera. No con ello pretendo decir que el poeta renuncie a lo que es necesario, pues hacer tal cosa lo alejaría tanto de la realidad que le restaría todo dejo de verosimilitud a su obra, la cual se torna necesaria si es que pretende que el espectador se vea reflejado en aquello que dice.

He mencionado ya al espectador, el cual parece ser una pieza clave en la labor del poeta, pues una obra que no llega a nadie se queda como pieza carente de vida en el aislamiento propio de una galería, así pues dejemos al espectador entrar en esta sencilla reflexión.

Que una obra poética sea capaz de mostrar al espectador un reflejo de su alma, depende de la habilidad del poeta para pulir las palabras con las cuales imitará lo que pretende mostrar, sin embargo, bien puede ser el caso que una obra excelente se tope con un espectador casi ciego, es decir, incapaz de verse reflejado en el pulido espejo que le ofrece el poeta.

De lo hasta ahora dicho podemos inferir que al igual que con la mentira, en el caso de la poesía hacen falta dos, un poeta que sea capaz de trabajar con las palabras y pulirlas hasta que logran imitar lo que pretende, y un espectador capaz de leer entre líneas y de ver lo que el poeta le está mostrando.

Con lo hasta ahora dicho, queda claro que hay un punto de contacto entre la poesía y la mentira, para ambas hacen falta por lo menos dos, uno que hable y otro que crea en lo que se le dice, o que sea capaz de oír al que habla; sin embargo, esto no logra mostrar con claridad si los poetas son o no mentirosos.

La mentira habla sobre lo que es, en cambio la poesía habla sobre lo posible, y no sólo sobre lo que es, de modo que parece que la mentira se ubica en el ámbito de lo necesario, de lo que no puede ser de otra manera, mientras que la poesía no queda sujeta a lo necesario aún cuando lo necesita, viendo tal cosa, no podemos exigir de la poesía un discurso que enumere leyes universales y necesarias[3], así como no podemos exigir de un espejo que muestre lo que no es.

Pensando en esto, podemos pensar que la mentira no tiene cabida en la poesía, pues ambas son pertenecientes a distintos ámbitos de la realidad, sólo podemos mentir sobre lo pasado o presente, pero no hay forma de mentir respecto a lo que es posible, es decir, lo que puede ser siempre de otra manera.

Por lo pronto podemos concluir que si bien la poesía muestra muchas imágenes, éstas son verdaderas en tanto que lo que se espera de éstas es que sean verosímiles, que el espectador pueda creerlas como imágenes que son, como reflejos de su alma.

Maigoalida de la Luz Gómez Torres.


[1] Cfr. La entrada. ¿Será verdad? En este mismo Blog.

[2] Cfr. Aristóteles. Arte Poética. 1447 a 10

[3] No con esto niego la posibilidad de que haya poemas donde se hable de algunas leyes naturales, el poeta puede tomar infinidad de temas como inspiración, sólo quiero acotar que la poesía no se limita a lo que no puede ser de otra manera, a esto se limita el discurso científico.