Conversaciones digitales

Revisando mi celular me percaté la cantidad de llamadas que había realizado el año pasado. Ni siquiera alcanzaron a ser 36, es decir, apenas una vez cada diez días alcé el celular. Y de esas llamadas, más de veinte eran sobre el trabajo y casi todas las restantes sobre cosas que compré vía intermediarios. Por el contrario, mis mensajes vía WhatsApp no podría contabilizarlos si no fuera con la propia app (algo que hasta este momento no sé hacer). No digo el número de veces que me quedé de ver con una persona el año pasado porque se me podría considerar una persona de las cavernas; mis llamadas casi duplican esa cifra. Gracias a esto me percaté que la conversación ha vuelto a ser escrita. Aunque mucho me temo que no podríamos llamarle conversación a frases que ni siquiera están temporalizadas por un verbo. Dedicamos mucho tiempo a escribir sin sentido del tiempo (aunque las propias ideas que queremos expresar o informar lo tengan, en ese sentido no escribimos fuera del tiempo o intempestivamente). ¿Nuestra adicción por omitir los verbos nos muestra la idea que tenemos de lo que está pasando?

Tal vez la última pregunta sea demasiado radical. Seguimos manteniendo el contacto con otras personas. ¿Pero sobre qué hablamos?, ¿para qué whatsapeamos?, ¿nos mandamos mensajes de la manera como interactuamos en una página web? Es decir, ¿nos entretenemos con los chismes que nos cuentan, sean con palabras, imágenes o logotipos llamados stickers?, ¿encendemos nuestra app mandando fotos y audios que deberían ser privados como ciertas páginas que tienen altos niveles de audiencia?, ¿escribimos para llenar nuestros tiempos libres? Me parece que ninguna de estas preguntas podrían responderse sencillamente con un sí o con un no. Aunque algo innegable es que nuestras conversaciones ante alguien más cada vez se parecen más a las conversaciones digitales.

Algo innegable es que podemos rebasar nuestros límites; constantemente rompemos nuestros récords. Hay chistes que de tan malos dan risa, pero hay chistes tan malos que dan pena; después de estos están los chistes basados en memes. En ese momento, cuando queremos contar un meme para causar risa, nos percatamos que la mayoría de los memes son herederos del chiste instantáneo, grotesco, heredero de los pastelazos. Cuando nuestro humor decrece, cuando el ingenio se estanca en la repetición de moldes por todos conocidos para alcanzar el mayor nivel de respuesta, nuestra manera de relacionarnos se mecaniza. Las frases se vuelven breves. Los encuentros efímeros, aburridos, indignos de recordarse pero dignos de postearse. Se multiplican las fotos, las descripciones se simplifican. Las palabras van perdiendo el don de decir. Nos quedamos en el solipsismo irreflexivo de buscar sentido en una luz artificial.

Yaddir

La irrupción de la indiferencia

Persuadidos de que somos civilizados y profundamente racionales, confíamos devotamente en la educación. Si bien nuestras vidas se encuentran llenas de pesar, educarse aquilata nuestras dificultades y nos lleva a obtener la comodidad feliz merecida. Un hombre es capaz cuando ha sido educado. Domina la técnica para elaborar y tener suficiencia propia. Participa en su comunidad, aporta a su funcionamiento y asegura la integridad de ambos. Una frase atribuida a Confucio reza que un hombre que sabe pescar, tendrá alimentos por el resto de su vida. No sólo saciará su hambre, será independiente si lo hace siempre mediante sus propias fuerzas. Hay una hipótesis popular que asume que los miembros ajenos a la sociedad se criaron en familias conflictivas, sin mucho cuidado de su estancia en la escuela. Dicho hombres no son capaces de mantenerse en pie, incluso perjudica a otros en lo mismo. Quien no tiene sus capacidades instruidas, difícilmente se dirá que es un hombre de provecho.

En esta instrucción, se asume al maestro como pieza fundamental. De su esfuerzo depende la pertenencia y utilidad de su pupilo en la sociedad. Se vuelve tarea moral su afán por educarlo. Mediante la formación, el pupilo alcanzará su dignidad. La excelencia es alcanzada por el dominio de conocimientos y haber logrado apaciguarse en una serenidad objetiva. Después de seis años de lidiar con malos humores, faltas en constancias, exabruptos en disciplina, conocimientos que una y otra vez se repasan; al séptimo año, graduado su pupilo, puede tomar descanso y contemplar su obra. Produce hombres de bien por medio de su labor. La moralidad en su trabajo lo enaltece frente a otras ocupaciones.

Su instrucción es infundir los conocimientos, afinar las capacidades y conducir a su pupilo por una rectitud. El maestro sentirá orgullo cuando haya lugar en la sociedad para su educado. Su adaptación a las costumbres, dando margen sano para la innovación, es signo de virtud. Pensemos, así, que el educado tendrá su justa pertenencia y habrá equilibrio. La experiencia es referente en la adaptación; el maestro tiene mayor tiempo en tratar de adaptarse. Mientras transmite lo que sabe, es maestro valioso.

Podrá reprochársele al maestro perezoso que desperdicia el tiempo de juventud de su pupilo. No está a la altura de la disposición de éste ni aprovecha el interés puesto en clase. Podrá reprochársele al maestro exigente por hacer su clase muy difícil, casi inalcanzable para sus pupilos. Sin embargo, el maestro con la módica dificultad y la severa orientación es reconocido por hacer un hombre de bien (civilizado, preparado para las demandas de sus conciudadanos). La virtud ilustrada es evidente y deseable. Si el estudiante no sabe apreciar la conveniencia de instruirse, es problema suyo. No saberlo apreciar lo distancia y lo convierte en un miembro-problema de su sociedad. Dice C.S. Lewis que el maestro es quien sabe regar el corazón desértico de sus estudiantes. ¿Cómo hacerlo si el mismo muere en su aridez?

Morir de amor

 

Morir de amor

 

a 95 años del fallecimiento

de Antonio Gómez Robelo

Lo dijo bien José Emilio Pacheco: “Antonio Gómez Robelo fue el hombre que murió de amor”. Definición que sigue la observación de José Vasconcelos en El desastre: “Pereció Rodión devorado por el deseo”. Cosa curiosa, el apodo juvenil marcó el destino del poeta. Para Julio Torri, Gómez Robelo se encontraba entre los hombres “deliberadamente inadaptados al medio ambiente, atentos sólo a un alto designio espiritual”. Quizá por ello, como señaló Jaime Torres Bodet, “aplazaba la obra para un mañana improbable”. De su único poemario, En el camino (1906), comparto el poema intitulado “Anochecer”.

Cuando, solo, en el bosque milenario,

A la hora triste paso, y en la bruma

De un pálido crepúsculo se esfuma

El camino silente y solitario,

 

 

Cuando agobia mis hombros duelo inmenso

Y en la misma avenida en que te he visto

Me asalta tu recuerdo, y no resisto

Mi soledad, y lloro y en ti pienso,

 

 

La adoración que me consume el alma

Desborda al fin en quejas y clamores;

Oídos da a los árboles: te nombra,

Y aguarda su respuesta…

                                      Triste calma

Se extiende, quedan mudos los rumores

Y al bosque y mi pasión cubre la sombra.

Soneto de sombras, “Anochecer” da la impresión inicial de describir un solo instante, de crear una escena germánicamente romántica: un solitario en el bosque rodeado por la noche y con el corazón destrozado. Y bien puede ser así, aunque eso no lo sea todo. El poema, véase bien, es un soneto, pero con el doceavo verso partido. ¿La extravagancia formal es mero capricho o una sabia orientación para leer el poema? Los dos cuartetos tienen un inicio semejante, pues ambos sitúan dos escenas, dos momentos, de los que da cuenta el poema. Tras la partición del doceavo verso torna evidente la reunión de ambas escenas. La extravagancia formal resalta la comparación que sucede en el poema. Por la partición de la tristeza en el verso doce es posible la noche del alma. Expliquémoslo.

La primera escena sí aparece en un inicio como clásicamente romántica: un caminante solitario pierde el rumbo en el bosque. ¿Qué bosque? El bosque milenario. A primera vista nada añade el adjetivo, pero eso es sólo una impresión inicial. Gómez Robelo adjetiva con precisión toda la estrofa: el bosque es milenario, la hora es triste, el crepúsculo es pálido… sólo el camino tiene dos calificativos. Los adjetivos no están de más; el bosque no es cualquier bosque sino el milenario. ¿Qué es el bosque milenario? Nótese por el camino inverso: el camino silente y solitario sorprende al paseante, pues regularmente el bosque ha de ser rico en voces y compañías. El bosque milenario es la vida de los hombres, la vida de las presencias y las voces. ¿Cómo se silenció la vida? La vida adviene silenciosa en la hora triste, en el pálido crepúsculo… en la muerte. Que la muerte es un pálido crepúsculo no ha de resultar sorprendente: la muerte no brilla y sólo por imaginación nos aparece como ocaso. La muerte pierde el brillo de la vida como el muerto en vida no puede volver a brillar. La primera escena nos presenta a un hombre ante el tiempo de la muerte, el hombre para quien vivir ya no tiene sentido.

Habilidad del poeta, ante el sinsentido aparece el segundo cuarteto. Aparentemente, el segundo cuarteto ya no es rural, sino citadino. Un hombre al filo de la avenida —¿por qué no a un lado de la vía férrea?— cuitado por su soledad, apesadumbrado, abandonado… Note el lector la reiterada presencia de las “eme” en la estrofa. Véase la reiteración como la presentación de la carga y la pena que ensombrecen al solitario. La carga es alevosa ante el recuerdo. El recuerdo es interno; la ciudad, un hecho externo. ¿Y no es la ciudad tan novedosa que pone en peligro los recuerdos? De ahí la avenida: cada uno ha tomado su camino y en la inmensidad de la urbe no volveremos a encontrarnos, no encontraremos a nadie igual. El duelo inmenso del solitario se origina en la vida perdida: nunca más tendrá la misma compañía. En el bosque, el solitario perdió el sentido de su vida; en la ciudad, perdió la mejor compañía. Si el bosque es la palabra, quien renuncia a ella ya no podrá saber por qué vivir. Si la ciudad es la amistad, quien renuncia a ella ya no podrá saber que no sabe. La partición entre amistad y palabra es tan artificial como la del doceavo verso, por ello el poeta ha de reunir en el mismo solitario al bosque y la ciudad.

En los unidos tercetos, el alma da oídos a los árboles. ¡Bellísima imagen! Los árboles, claro, son las voces que conversan en la vida y el solitario presta atención a dichas voces. Sin embargo, las voces no le dicen nada. Palabrería, verbosidad, charla inútil… El solitario nombra aguardando respuesta pero ya no hay quien cuide la palabra. Que muchos dicen muchas cosas es cierto, pero no por ello uno se encuentra entre todos esos dichos. Es la charla vana, superficial, la que agrava la pesadumbre del solitario. No es que no haya alguien para entretenerse pasando el rato, sino que la vida se cubre de sombra cuando la palabra no vale. Renunciar a la palabra, a la amistad, a la vida, a la idea: el solitario se descubre en la sombra del nihilismo, acepta la muerte como recurso último porque ya no atisba lo mejor. El nihilismo se extiende como una triste calma, como la calma triste en que nadie podría morir de amor.

Námaste Heptákis

 

Escenas del terruño. 1. Lea usted la historia de la aprobación e implementación de la LEI (Ley de Existencia Indeseada) por la que en México se prohíbe que alguien sea más inteligente que el Supremo Líder. 2. Denuncio leal y patrióticamente la deficiencia del servicio de internet, en particular de los proveedores de los tres ciudadanos y líderes de opinión comprometidos con la tetratransformación histórica que guardaron silencio mientras las feministas destrozaban una zona de la Ciudad de México. El animador de televisión y dos veces doctor Ackerman, el productor de narcoseries y gerente de bots Epigmenio y el difamador moralista don Fede no dijeron nada sobre la inacción de los funcionarios. ¿Se quedaron sin internet o todavía no habían recibido línea? 3. Perdón, me corrijo: la manifestación y los destrozos de ayer no ocurrieron, pues La Jornada online, SDPnoticias y AristeguiNoticias no registraron los hechos. Caray, si yo fuera malpensado.

Coletilla. “For life is quite absurd and death’s the final word”, ¡Hoy se cumplen 40 años!

Los ríos del hombre

 

Los ríos del hombre

 

Porque quizás algún día alguien nos leerá y nos rescatará del olvido. Porque quizá nuestras almas amanecerán de la noche solitaria. Porque ya no hay quien reparta el pan ni el vino, ni quien cultive hierbas en la boca del muerto. Hoy revisito a un desconocido. Buscando un artículo en viejas revistas estudiantiles de Estados Unidos, encontré un breve poema que me gustó. No tiene título. Se publicó en la primavera de 1983. El autor es John S. Carnes, quien al parecer nació en 1956. Probablemente es abogado y comenzó a ejercer tres años después de que escribió este poema. Podría vivir ahora en el condado de Chester, en Pensilvania. Va la revisitación.

 

Incómodos los silencios

—el tiempo tartamudea lento

cuando de mi amor te hablo.

No quiero ser llano o vago.

Por la espesura el deshielo

va corriendo veloz y puro:

—y nuestro amor, te lo aseguro,

es feliz por los arroyuelos.

Y si tardo tartamudeando,

es por nuestro común esfuerzo

—la necesidad de pensar.

Al final me alegra no encontrar

discurso fácil, palabra lista;

ya vendrá cuando la llame,

cuando oiga a quien me ame.

Námaste Heptákis

 

Coletilla. “La belleza que se marchita por la soberbia es vergonzosa”. Clemente de Alejandría

La vida en un tiempo enfermo

La vida en un tiempo enfermo

 

Estamos enfermos de

predicciones y recuerdos

Quizá la más terrible de las consecuencias prácticas del historicismo sea la resolución. Considerar a nuestros tiempos impulsados por un pasado fatídico y dar a nuestra acción una importancia tal que sea siempre necesaria es consecuencia directa de la fe historicista. Creer que se tiene demasiada claridad sobre el pasado suele engendrar la convicción de una claridad suficiente sobre el futuro. De ese modo la acción se vuelve imperativa: hay que hacer algo, y hay que hacerlo ahora… Así nuestro tiempo enfermo. Mas no basta señalarlo, que la crítica al historicismo, a la fe en el progreso o a la insensatez de la resolución ni son nuevas ni son desconocidas. Los jóvenes marxistas que en el pasado se engrieron con el banderín del “¿Qué hacer?” para sostener la inevitabilidad de la revolución, después se negaron a reconocer el infierno soviético y ahora creen que su proyecto no fracasó, sino que solamente no se realizó a plenitud. Había que hacer algo, piensan; se reconfortan creyendo que al menos ellos sí lo hicieron. Mas no basta señalarlos, que siempre habrá más dedos para apuntar a los demás. Señalar y denunciar no son necesariamente críticas; no todas las críticas disuelven las imágenes: nos falta imaginación. Traigo a cuento el problema, porque el inminente aniversario 40 de la muerte de Jordi García Bergua [1956-1979] me ha recordado su Karpus Minthej, quizá la novela mexicana que mejor presenta el problema de la resolución.

         Karpus Minthej parece escrita en dos partes, pero en realidad se conforma de seis. Dos de ellas, la segunda y la tercera, señaladas como partes. Tres, la cuarta, quinta y sexta, señaladas como apéndices. Una, la primera, como una carta que presenta el resto. Precisamente, reconocer la unidad de las partes es comprender el ejercicio de imaginación de García Bergua y, con ello, leer cuidadosamente la novela.

         Si atendiésemos únicamente a las partes de la novela que se señalan como partes, tendría que decirse que Karpus Minthej es la historia de la muerte de Karpus Minthej, joven europeo enfermo de Modernidad. Y efectivamente, a lo largo de las dos partes señaladas como partes se nos presenta el proceso de enfermedad de Karpus Minthej y la terrible consecuencia que su enfermedad conlleva. Problema con ello es que en ninguna de las dos partes muere Karpus Minthej; lo enfermo y la muerte dan sentido a las partes, pero más allá de sí mismas.

         Si atendemos a la carta inicial, Karpus Minthej es el informe detallado de un científico que pretende demostrar la inocencia de Karpus a fin de lograr la absolución de la justicia por los crímenes que cometió. De este modo, las dos partes señaladas como partes serían la descripción del científico que pretende defender a Karpus. De ahí que dichas partes expliciten la enfermedad. Genialidad del autor: comprender al nihilismo como enfermedad es una interpretación cientificista de la misma Modernidad enferma. Nietzsche exageró evidentemente esa comprensión; García Bergua leyó de tal modo a Nietzsche que reprodujo poéticamente la exageración. Eso da, por tanto, una distancia en la lectura que nos pide considerar los tres apéndices.

         Por los apéndices de Karpus Minthej nos enteramos que el científico que redactó la carta inicial y las dos partes señaladas como partes no es el autor de la novela Karpus Minthej, por lo que no podemos concluir que la novela tenga la misma intención que el informe científico. García Bergua no nos permite saber quién recopiló los apéndices, y el impedimento es parte de su ejercicio literario. Si Jordi García Bergua hubiese construido al personaje-autor de Karpus Minthej, Jordi García Bergua se comprometería a encontrar solución al problema de la resolución; cayendo en el problema mismo. La resolución se entiende a través de Karpus Minthej precisamente porque la vida de Karpus resuelta en el drama no está resuelta en la trama. Esa contradicción sólo puede ser presentada poéticamente, sólo se origina en la crítica que opera la imaginación.

         El tercero de los apéndices de una vuelta más sobre la imposibilidad de solucionar la resolución. ¿Y si la resolución es aniquiladora de sí misma? Y si el hombre más inteligente comete el más grande crimen, ¿una trepanación podría ser la resolución final? Si lo fuese, gana el nihilismo. Si no, Jordi García Bergua habría logrado mostrar que la resolución siempre es una trepanación. ¿Cómo sobrevivimos los trepanados? Bien haría mi generación (y la que le sigue) en leer Karpus Minthej.

Námaste Heptákis

 

Escenas del terruño. A partir del lunes 7 se registrarán las asociaciones políticas con intenciones de recibir el reconocimiento como partido político nacional. Ante la incertidumbre del camino que les toque transitar, el Frente Nacional por la Familia decidió probar suerte en más de uno de los grupos que buscarán el registro. Así, tienen gente entre los margaritos, lo mismo que andan en negociación con la Maestra o con la última dirigencia de Nueva Alianza. De parte del Yunque, sus representantes tienen fuerza en lo que sería el partido México Independiente. Y por la izquierda, sus miembros se han colado en dos de las principales organizaciones. En febrero sabremos cuántas organizaciones quieren convertirse en partido político y entonces veremos por cuántos caminos está apostando el Frente Nacional. Mientras, los defensores de derechos humanos duermen en los laureles de la 4T.

Coletilla. No entiendo. Si dicen que los Reyes Magos son los papás… ¿entonces soy hijo de un ménage à trois?

El artificio de la seguridad

El artificio de la seguridad

 

Siete cuentos morales es una obra maestra. El capítulo central es una representación notable del arte de narrar y del problema del arte de narrar. Mediante el capítulo central, John Maxwell Coetzee esboza la dificultad en la recepción de su obra y apunta a la oportunidad actual del arte literario. La obra maestra guarda en su centro el secreto de la maestría.

         El título del capítulo central de Siete cuentos morales puede entenderse de varias maneras. Por un lado, como decide la traducción castellana, es la historia de “una mujer que envejece”. Aunque bien podría tratarse de un suceso presentado “como una mujer envejece”. O bien, por otro lado, puede ser el relato que descubre sentencioso que “así envejece una mujer”. Aparentemente se trata de un solo hecho y tres posibles interpretaciones. Aparentemente un narrador podría presentar la historia de una mujer que envejece, así como un poeta podría formar una alegoría como una mujer envejece, o un escritor podría señalar como ejemplo idóneo que así envejece una mujer. Pero engaña la simplicidad de las apariencias: ¿vale contar una historia si no es ejemplar?, ¿alguna ejemplaridad humana nos es accesible sin narración? Y la vejez, ¿puede ser un simple hecho? ¿Acaso para nuestros contemporáneos la vejez no es siempre una interpretación? En su narración central, Coetzee muestra el artificio desde el que interpretamos la vejez y por la alegoría que es Elizabeth Costello nos permite reconocer ―quizá por primera vez― la proximidad de la inoportunidad necesaria. En nuestra vejez, la literatura ya no será oportuna: seremos como los últimos hombres, pero sin necesidad de inventar la felicidad. Nuestra vejez será un lúgubre parpadeo.

         La estructura del capítulo cuarto contrasta la seguridad de las partes compensadas con el vértigo de la ausencia de centro. O para fingir claridad: las cuatro partes del relato se agrupan en dos pares de mitades. Desde una perspectiva, partes primera y cuarta corresponden a la conversación entre la Costello y su hijo, en tanto segunda y tercera presentan las actividades de Costello al visitar a su hija. O bien, desde otra perspectiva, partes uno y dos como meditación contrapuesta sobre las palabras, y partes tres y cuatro como contraposición meditada sobre la acción precavida. ¿Qué da unidad al todo? Lo no escrito, lo ausente: el misterio sobre lo que Elizabeth Costello, la mujer que envejece, realmente quiere. El misterio de Costello, su lugar en nuestro mundo, es la alegoría coetzeana sobre la oportunidad de la literatura en nuestro tiempo. La seguridad es el artificio por el que queremos forzar la permanencia de Costello, de la literatura, de nuestros viejos.

         Los hijos de la historia, como los hijos de nuestro tiempo, quieren prever el futuro de su madre, asegurarlo. Ante la mujer que envejece quieren disponer de sus medios para evitar complicaciones, sesgar la enfermedad y civilizar la muerte. Que no es correcto que una anciana viva sola, pues algo podría pasarle y debe haber alguien para ayudar… ayudarle a ponerse en manos del especialista que haga digna su muerte. Que no es correcto que una anciana muera sola y lejos de su familia, pues para eso están los hijos, para acompañarla en el último trance… acompañarla y decidir por ella, disponer ordenadamente de los despojos. La muerte, piensan los hijos, no debe imponer el desorden. Sabemos demasiado sobre la vida, suponen, como para no entender qué hacer con la muerte. Biologizada la vejez, la muerte es un momento más de los movimientos que constituyen el fenómeno vital. La muerte digna, deberían concluir, es la aniquilación ordenada, la solución final al problema de la vida: pase usted, tome un número, le registraremos una cita, no vaya a ser que su muerte provoque un desastre en nuestra apretada agenda… El progreso hace a la vejez administrable; la seguridad es la ilusión de nuestra capacidad para planear la muerte.

         Elizabeth Costello promete a sus hijos que considerará sus propuestas de administración de la vejez, pero les advierte que, como supondrían con facilidad, no es probable que las acepte. Costello sabe que su convicción, el lugar en que se fundan sus decisiones, es vieja, anticuada. Costello experimenta su vejez como el reconocimiento de la inoportunidad de sus palabras. Costello es vieja porque cree en las palabras. La juventud de nuestro mundo ha de renunciar al logos; la seguridad que buscamos no es discutible, sino razón de fuerza mayor. La seguridad es el consuelo de quien renunció al amor y a las palabras, de quien ya es solo solitario, de quien ya solo puede renunciar a la vida. La seguridad es un consuelo que parece razonable.

         En la primera conversación con el hijo, la novelista señala preocupada que en nuestros tiempos ya no cuidamos las palabras, que hablamos indolentemente, desaliñando las palabras y deformando nuestras almas. En la parte siguiente, Costello señala preocupada a su hija que en nuestros tiempos no apreciamos el silencio, que no le damos oportunidad y saturamos nuestros momentos con plática insustancial y frívola, habladuría de almas deformes e ideologías anodinas. La parte siguiente del relato es posterior a la ausencia, al silencioso centro coetzeano. Ahí la novelista confía a sus hijos que está escribiendo cuentos y les refiere uno. A juicio de ellos, el relato está incompleto pues no resuelve nada, ni muestra con seguridad lo que va a pasar. La escritora ironiza: por eso no pide opinión previa de sus creaciones. Los hijos afirman que frente al mundo, ellos están del lado de Costello; los hijos no sólo quieren cuidarla, sino que creen que su juicio podría orientar el vetusto arte de su madre hacia lo que ahora es un buen relato. La oportunidad única de la literatura en el futuro será la seguridad normada por los despreciadores del silencio y los vilipendiadores de la palabra. En la parte final del capítulo, madre e hijo conversando, queda claro que la comprensión es imposible: nuestro mundo ya no es hospitalario para Costello. ¿Acaso lo es para la literatura?

         El capítulo central de Siete cuentos morales concluye con la apreciación del hijo sobre lo insensato de su madre y la confirmación de lo correcto del afán moderno de seguridad. John Maxwell Coetzee no se hace ilusiones: ni un libro salva al mundo, ni su obra maestra asegurará el futuro a la literatura. Porque Coetzee escribe, la Costello sigue siendo misterio. ¿Cuánto tiempo más alguien podrá recordarnos el misterio?

Námaste Heptákis

 

Escenas del terruño. ¿Quién organizó la consulta ciudadana? ¿Dónde está el registro de los funcionarios de casilla? ¿A quién dieron sus datos los mexicanos? ¿Y quién protegerá esos datos? El viejo PRI pedía copias de la credencial para votar. La Cuarta Transformación digitalizó las viejas prácticas.

Coletilla. Ya es bastante con la invención de que el día de muertos tiene raíces prehispánicas, pues en realidad fue un intento paganizante del gobierno de Lázaro Cárdenas (véase la investigación que ha desarrollado Elsa Malvido). Ahora, las televisoras nos salen con que el desfile de catrinas por el día de muertos es una gran tradición. ¿Ya se olvidó que el desfile fue inventado para una película hace tres años?

Artificio de la moral

Artificio de la moral

 

Titubea el que escribe ante la afirmación categórica. Reconoce la gravedad de la afirmación. Identifica la levedad en que su sentido sería situado. Sabe que recurrir a la afirmación categórica lo definirá ante su lector, determinará el sentido pleno de la lectura, la posibilidad misma del escrito. El que escribe se juega a sí mismo ante la afirmación categórica y por ello titubea.

         Siete cuentos morales, el nuevo libro de John Maxwell Coetzee, es una obra maestra. Ahí está la afirmación categórica. El que escribe no sabe si ha traicionado su sentido crítico, o lo ha confirmado. El que escribe no decide si el gusto por el autor lo condujo a la afirmación, si la afirmación se le impuso por la obra misma, o si la experiencia de lectura fue tal que en el intento de acercarla al lector se reconoció la conveniencia de la afirmación.

         Titubea el lector ante la afirmación categórica. El lector no sabe si la gravedad de la afirmación encuentra justicia en la intención del que escribe. El lector no sabe si la levedad del que escribe posibilita una afirmación fácil. El lector sabe que su posición ante la afirmación categórica lo define frente al autor, define su propia actividad, la posibilidad misma de lo leído. El lector se juega a sí mismo ante la afirmación categórica y por ello titubea.

         ¿Por qué dudamos ante la afirmación de una obra maestra? ¿Por qué dudar que una obra maestra es posible en nuestro tiempo? ¿A dónde nos conduce el resquemor ante la afirmación de una obra maestra contemporánea? Los titubeos, las dudas ante la afirmación categórica son, y precisamente eso lo enseña el nuevo libro de Coetzee, un problema moral, un artificio moral.

         La sociedad liberal y globalizada no puede sentirse cómoda ante la afirmación de una obra maestra. Si acaso reconoce superioridad alguna en la literatura, apoya su reconocimiento en la consolidación histórica del prestigio o en la contribución del texto al estado de la civilización. Si acaso podría reivindicar la creatividad del autor, el compromiso de sus temas con los derechos humanos y las libertades. El mundo liberal y globalizado no produce obras maestras, porque ahí la única obra es el progreso.

         La sociedad populista y nacionalista se incomoda ante la afirmación de una obra maestra. Afirma lo popular, denuncia lo comercial, y toda obra literaria nueva está en la disyuntiva de responder al pueblo o al mercado; ninguna obra maestra le es posible. Sin militancia, ninguna obra literaria alcanzaría la grandeza, el reconocimiento y la validación del régimen. La sociedad populista y nacionalista no acepta obra maestras, porque ahí cada obra es una lucha y nada es obra donde todo es un futuro por hacer.

         Si el mundo es un debate político, mal hace el que escribe al presentar el nuevo libro de Coetzee como una obra maestra. Aunque, precisamente son las obras maestras de la literatura las que exhiben la artificialidad de la reducción del mundo al debate político, a la lucha ideológica, al imperio de la praxis. La exigencia moral atenta contra el sentido literario. La exigencia moral de nuestros días nos obliga a rechazar la afirmación de las obras maestras.

         ¿Por qué duda el lector ante la afirmación de una obra maestra? ¿No es precisamente por la exigencia moral de la crítica? ¿Por qué duda el que escribe de afirmar una obra maestra? ¿Acaso no es, nuevamente, por la exigencia moral de la crítica? ¿Cómo fue que la crítica se convirtió en un artificio moral? ¿No es acaso que la ceguera ante la obra maestra literaria nace de la exigencia de objetividad? ¿No es la objetividad la negación de la sabiduría y la afirmación plena de la técnica? ¿Cuándo comenzó a ser la exigencia de objetividad una renuncia a la creatividad? Si la objetividad funda la exigencia moral, nuestra moralidad es un complicado artificio.

         ¿Y a qué viene todo esto en un escrito que intenta presentar como obra maestra Siete cuentos morales, el nuevo libro de John Maxwell Coetzee? Primero que nada a advertir que el acercamiento moral al libro facilitado por el título nos complica la comprensión de la obra. Sí, se trata de siete “historias”, pero su reunión no se logra en una mera recopilación de cuentos. En realidad Siete cuentos morales es la presentación conjunta del artificio de la moral a partir de la construcción de una obra que consta de siete artificios sobre la moral. Podría decirse que son siete maneras de exhibir la artificialidad de la moral, y diciéndolo así se estará malentendiendo la obra. No es que la moral sea artificial, sino que la moral se ha instaurado en un artificio que nos obliga a actuar de cierto modo. El artificio de la moral enfoca nuestras expectativas sobre lo humano hasta uniformar el deber como panorama; la uniformidad del deber deshumaniza. Siete cuentos morales es la presentación de la moral deshumanizante a través de siete artificios plenamente logrados. ¿Por qué se requiere de un artificio para exhibir al artificio de la moral?

         Siete cuentos morales es la tercera obra de Coetzee en que aparece el personaje de Elizabeth Costello. A través de Costello, el autor ha explorado las posibilidades de la novela. En Elizabeth Costello (2003) exploró el modo en que la reflexión teórica se vuelve narrativa. En Hombre lento (2005) exploró a la narrativa como orientación de la vida práctica. Siete cuentos morales (2018) es la exploración narrativa de la vida práctica para la reflexión teórica. El artificio narrativo permite que la praxis sea teorizada. No se trata de hacer una crítica a la moral, sino de que el artificio literario nos muestre el artificio de la moral. La crítica de la moral continúa el intento artificioso del imperio de la praxis. El artificio literario que muestra el artificio de la moral es la posibilidad teórica de pensar lo bueno cuando la acción ha sido tecnificada. Por la exhibición del artificio moral a través del artificio literario John Maxwell Coetzee evita el nihilismo. No viene Coetzee a narrar fábulas de inspiración moral, a componer historias para confirmar militancias, o a hacer de la literatura propaganda. Al contrario, viene a mostrar la exigencia que el artificio de la moral ha hecho a la literatura. Siete cuentos morales es la novela por la que Coetzee explora la posibilidad de la sabiduría práctica. ¿Acaso el temor ante la afirmación categórica no es la desconfianza en la sabiduría práctica?

Námaste Heptákis

 

Nota. Claro, lector, la reseña parece inacabada. Pero es que en las semanas siguientes iré ensayando una interpretación de los artificios de Siete cuentos morales. ¿O hay algún deber para con las obras maestras?

Estantería. 1. Christopher Domínguez Michael escribe sobre el estado actual de la política vaticana. 2. Ángel Gilberto Adame escribe sobre el «problema» de la sucesión de Octavio Paz. 3. José de la Colina afirma que el arte de Juan José Arreola constaba de crear un palacio de la más mínima gruta.

Coletilla. «No sabían si era amor esa urgencia de ademanes ensayados». Odette Alonso