Nombramientos

Nombramientos

Es una evidencia que cuando nombramos no producimos las cosas. El nombre es algo distinto a ellas. No son sustancias, ni artificiales ni naturales. Inefabilidades en los nombres no hay como tal, porque sería una contradicción. Existe el nombre inefable porque existe la experiencia del decir y de lo que se escapa a ser dicho con facilidad. No nombramos sólo el impacto de las cosas en nosotros. Los nombres pueden remitir a lo sentido, pero lo sentido no puede tener nombres, si no le son dados, retraídos. Las cosas no crecen por el nombre. Pero su crecimiento puede ser descrito con nombres de cada movimiento. Pero la indiferencia de las cosas no es por sí solo un argumento en contra de la pertinencia de un nombre. Cada nombre muestra por sí que no está basado únicamente en lo meramente sensible. De ahí que el nombre de sustancia sea “general” en tanto que designa el ser, aquello que no puede caber en otros usos de la palabra, como las cualidades, los lugares que ocupa, el tamaño, el peso, la particularidad y la forma.

La forma no es esquema mental. No es comunicación constante de lo nombrado, sino principio de inteligibilidad, que está ahí mientras viva lo natural, o mientras lo artificial no se eche a perder. La forma de perro se presenta en cada perro, y sus cualidades no lo niegan, ni tampoco el nombre que se le dé como mascota, que a lo mucho busca darle distinción para nosotros de entre otros perros. Una distinción que está en la relación de lo particular con lo general. Los nombres de las mascotas los distinguen en el habla, pero eso no tendría sentido si no tuvieran en ellas algo que las hiciera pertenecer a lo general. Lo general no es suma. La forma de perro se manifiesta en la especie, en cada individuo, porque en un perro vemos lo que lo hace ser tal y mantenerse así. Por eso la forma no es lo mismo que la imagen. La imagen puede ser la de un perro, pero la forma no la concebimos así, a pesar de que sin ella no tendría caso hablar de individuos.

Lo mismo sucede con otros animales. No vemos la vida porque la vida no es sustancia, sino lo vivo. En lo vivo se presenta la vida. El conocimiento biológico requiere de la observación pero no en sentido infinito. No hay infinitud en la existencia de las especies, por más que se perpetúen. El principio de su nombramiento no es su materia, porque esa, aunque con sus distinciones, la comparten con otros entes vivos. No nombramos lo vivo de la materia, ni le damos distinción a cada especie por ella únicamente. Cuando se habla de tentáculos se piensa en los pulpos porque esa es su característica más recordada y visible. Pero el nombre pulpo necesita del individuo y el género para tener sentido. Con pulpo me refiero a uno en específico, pero también a cualquiera, aunque sea sólo uno en realidad del que esté hablando. De ahí que los pronombres sean requeridos en nuestras expresiones indicadoras. La observación de lo vivo me permite conocer lo que distingue a cada uno, pero puede generalizarse en ese sentido ya dicho, hasta que me encuentre con la excepción. Por eso los principios no se encuentran en la recolección de datos, sino en saber entender lo que rige la permanencia de la existencia en cada movimiento.

De Dios hay nombre. Lo hay con mayúscula y sin ella. Dios es el de la revelación. Los dioses o el dios son las demás figuras que se llamaron divinas. Los dioses del Olimpo pueden ser multitud pero requieren algo en común: el origen no humano. No mueren, intervienen cuando quieren, guían. El hombre no puede hacer eso en tal grado. Pero que haya nombre de Dios no garantiza que usemos el nombre a sabiendas de lo que hablamos. Por eso ahora puede decirse con comodidad que de Dios hay ideas personales. La inefabilidad divina no es de los dioses, que de ellos hay historias. De Dios hay revelación, palabra dada por Él, pero asequible por el texto revelado. Se habla con género, con referencia de sustantivo, pero se dice que es inefable, porque en realidad es incomprensible en tanto no hay igualdad con las capacidades del hombre. Las hipótesis sobre galaxias, las leyes cósmicas no resuelven el problema, porque ninguna de esas cosas es Dios. La inefabilidad de Dios no es imposibilidad de referirse a él. Es incomprensible, más no irracional. La palabra no sirve para referirse a él como en lo vivo, lo natural y lo artificial. La teología es posible por lo mismo, puesto que para el conocimiento de todo lo creado está la investigación de los principios, pero para el entendimiento de lo natural como creación, no. Pero los principios, adquiridos por la vía natural, no son Dios ni revelación, pues por ello se dice que se adquieren mediante lo natural.

Dirán los iconoclastas que de Dios no existe univocidad. Dios no es personaje, a pesar de que, según yo, un rasgo suyo que pasa desapercibido por estar ahí, a la vista, es que tiene palabra sin ser humano, no los manifieste. Ojalá escrutar el significado aquel de esa eterna imagen y semejanza fuera tan sencilla como se antoja por la creencia de que lo humano se reconoce en la cotidianidad. Por eso la incredulidad se alimenta de la sospecha de que su poder ha de estar hablando continuamente. ¿Cómo es que la revelación sea también referida como La Palabra? Por eso creo que lo importante en lo revelado no es su carácter incontrolable, velado, sino su apelación a Dios por la palabra. Revelación es palabra. Nuestra referencia de Dios es más pobre mientras nuestra cultura en torno a la Revelación como palabra decaiga en aras de la individualidad profunda. La imagen y semejanza fue impresa en el hombre, en el primer hombre, que era todos los hombres. La religión moderna se entiende como retórica porque no le reconoce ese carácter lógico a la Revelación. No es nada novedoso decir que la lógica moderna necesite a fin de cuentas de la incredulidad.

Tacitus

El extraño y el enigma

El viaje había terminado, pero Ibzéhar aún no. El esplendor dorado de los muros exteriores de la gran ciudad parecía manar como hilo colorido interminable al reflejo del Sol. “La Ciudad de Perlas Desulmbrantes” era el nombre del lugar. Sus puertas habían sido talladas y teñidas en un brote genial de inspiración por el hijo de un ciego viandante que había cruzado el desierto antes de que estas murallas se erigieran, y cuyo canto había logrado fundir más de un corazón con la sudorosa delicia de la noche dulce. En algún mausoleo aún una anciana lo lloraba esa tarde anaranjada. En cada diminuto nicho del portón había un nicho más pequeño, todos entrelazados con la maestría del tejedor, mas en piedra sólida de varios palmos de grueso; y en cada uno de estos marcos enmarcados, la figura de algún dios observador. Pero Ibzéhar no había terminado todavía. No podía pedir paso a los guardias. No podía entrar.

Había iniciado el viaje en la confirmación de su ardorosa fe. Los largos versos divinos abrazaban su corazón y ceñían su mente en un lenguaje cuya sonoridad rocosa se suavizaba al pasar sobre ellos la luz de su memoria. Su maestro le entregó en un pliego de arenoso pergamino las pocas palabras negras del enigma, enlazadas en torrentes que dibujaban azucenas. El enigma: ¿qué querría decir? Todo el camino había pasado sus ojos de zafiro por la negrura de las flores de abajo hacia arriba, de vuelta, desde el tallo hasta cada punta de los pétalos, o en sentido inverso, y aún no lo resolvía.

Uno de los vigías se acercó por fin, reclamando con sonoridad conocer el nombre del viajero, ofreciendo además agua de prístinos pozos y frutas nutricias. Ibzéhar miró al benefactor, se compadeció, y le dijo: “No. No conozco aún mi nombre”.

Se cuenta entre los habitantes que el visitante estuvo varios días a la puerta de la ciudad, penando, decían unos; buscando algo, decían otros; él afirmaba esperar un anuncio y no hacía más que murmurar por lo bajo, con la mirada consumida por el pergamino. Su boca sedienta ardía como el carbón al recitar frente a la puerta vigilante de los centenares de ojos. Nunca aceptó ayuda de nadie de la ciudad. Cuando murió secado por la aspereza desértica, el rey reclamó su cuerpo con asombro y mandó levantar una pira para hacerlo arder como hacían los paganos, con todas sus posesiones, temeroso de que algún negro portento hubiera visitado su umbral y confiando en que con ello lograran los fieles conjurarlo.

Tao

Sin nombre nombro el camino que se desanda andando con el nombre de Tao.

Gazmogno

 

 

El tiempo y el nombre.

El primer acto de Adán en el paraíso fue conocer a las criaturas que lo habitaban y darles un nombre (Gen 2,19). De igual manera lo primero que hizo al estar fuera del Edén y ver a su compañera fue cambiarle el nombre de Varona a Eva (Gen 3,20) a fin de recordar mediante su nuevo nombre la promesa de salvación que acompañó a la expulsión del paraíso.

Adán comienza su existencia dentro y fuera del Edén nombrando a lo que le rodea, acto que muchos interpretarían como una forma de tomar posesión de aquello que debe dominar o que dominará durante el resto de su existencia. Seguramente quien interprete el nombrar como un primer acercamiento hacia el dominio de lo que nos rodea, ve en este acto lo que realizaban los conquistadores cuando tomaban tierras en nombre del rey al que servían.

Pero, recordando que Dios encomienda al hombre el cuidado de las criaturas a las que nombra (Gen 2, 15), vemos que en  el acto de nombrar no sólo cabe la posibilidad del dominio y la explotación de los recursos que se van nombrando, también entra la necesidad de conocer y cuidar de aquello que se nombra.

Esto es lo que se sabe de la naturaleza del nombre conforme al mito de la creación más socorrido después de la Teoría de la evolución, que va dando al hombre la posibilidad de nombrar lo que le rodea conforme va adquiriendo la capacidad de razonar. Independientemente de cuál de las dos ideas resulte más persuasiva o agradable lo que no podemos negar es que en ambos casos la capacidad de nombrar a lo que nos rodea es lo que nos distingue como seres humanos del resto de los seres que hay en el mundo.

Sin embargo, al explorar la naturaleza del nombre no hemos de conformarnos con ver cómo fue que empezamos a nombrar las cosas, o cuál fue el primer nombre que el hombre puso a lo que no es él, el verdadero problema respecto al nombre es qué hacemos al nombrar. Para responder a ello veo dos caminos, o nombramos a fin de delimitar dónde comienza y dónde acaba  algo, es decir lo hacemos de manera convencional, o bien nombramos a las cosas o personas para distinguirlas del resto, una vez que ya hemos visto cómo son.

El asunto no es fácil, y sería mucha pretensión pensar que en unas cuantas líneas es posible responder al mismo. No es la intención de este texto dar respuesta a cómo es que nombramos las cosas, o para qué lo hacemos, más bien espero que veamos el valor que tiene el nombre y el uso de la palabra que nos permite nombrar.

Que resulta difícil nombrar es algo que experimentamos constantemente, al menos cuando consideramos que el nombre acompañará a aquello que nombramos por el resto de su existencia; a una mascota la denominamos para reconocerla, lo hacemos con la esperanza de que atienda a nuestra voz cuando emitimos el sonido que conforma su nombre, la nombramos al ver aquello que la distingue de los que le son semejantes –o al menos eso hacemos cuando nos tomamos el tiempo de observarla- curiosamente lo mismo pasa con un ensayo o cualquier otra obra que salga de nuestras manos. Tratándose del acto de nombrar sólo se consigue llevarlo a cabo hasta haber conocido más o menos la naturaleza de aquello que nombramos, y sólo nos ocupamos de nombrar aquello que nos importa.

Tal pareciera que sólo cuando algo no nos interesa lo suficiente no prestamos atención al nombre que ponemos a las cosas. La ligereza al nombrar no sólo indica la poca importancia de lo nombrado, también habla del descuido por lo que nos hace humanos, es decir, del descuido de la palabra, el cual se paga al costo más elevado, es decir, con el descuido de lo que el propio hombre es.

Nombrar antes de conocer a lo nombrado es una forma de descuidar al nombre y a lo nombrado, pues lo que denomina a lo nombrado deja de ser algo conforme a su modo de ser en el mundo y se convierte en un sonido hueco, que bien puede endulzar al oído, pero que deja de significar algo en cuanto lo denominado de esa manera se presenta y muestra lo discorde que es su ser con el sonido al que atiende cuando es llamado. Este acto apresurado es una forma de señalar que junto con el descuido por la palabra que nombra, entra el descuido por lo que con ella es denominado, porque en lugar de esperar a ver qué es lo que distingue a lo que recibe el nombre, se denomina a lo que aún no se ha presentado ante nuestros ojos, a arriesgándonos con ello a que el nombre no nos diga nada de lo nombrado, y a que la palabra se convierta en un sonido hueco, así como hueca se torna nuestra capacidad de nombrar.

Sin tomarnos el tiempo para nombrar a lo que nos importa, es decir, sin dejar que eso a lo que nombramos se muestre tal cual es, el nombre deja de ser un distintivo y ya no nos dice nada sobre lo nombrado, al grado de que podemos encontrarnos con lugares llamados “Jardín de las delicias” sin que tengan algo que pueda deleitar a los sentidos, o con personas o cosas cuyo nombre no se relaciona con lo son.

Así pues resulta irónico que nombremos descuidadamente por ahorrarnos el tiempo que supone conocer a lo sombrado antes de darle el nombre, y que este descuido nos obligue a tomar más tiempo para conocer aquello que ha sido nombrado al tun tun, con la prisa y el arrepentimiento de ver que lo nombrado apresuradamente sí era lo suficientemente importante como para haberle dado tiempo de mostrar sus cualidades y de ganarse con ello un buen y bello nombre.

Maigo.

¿Damos nombres?

A. Cortés

¿Da voces el ruiseñor mejor que el silbante
cuando se conoce la alegría de sus notas,
o la nostalgia cadente en su andar?

La obscuridad tiene algún parentesco con el silencio. ¿Cómo rompe un hombre el silencio si no con la voz? De cualquier otra forma, lo rompen también la bestia o el trueno. Una voz, y más sumadas, van contrastando al mundo mientras distinguen y relacionan sus partes, pues a cada una se le da nombre y se habla de ella. Se dicen las cosas, se dice lo que son y cómo son las cosas, se miente sobre ellas, y todo eso se despliega como instancia de un sitio en el que estamos. Por más actividad volcánica o cataclismo ruidoso que se quiera, un mundo con hombres en silencio sería un mundo callado.

Al no quedarse callado, el hombre mira las cosas mientras habla de ellas. Es como si una cosa se viera mejor mientras más claramente se sabe qué cosa es, y como si al verse mejor, se pudiera también hablar mejor de ello. Debemos admitir que hay cosas que conocemos y que hay cosas que conocemos mejor que otras (1). No es ajena a nosotros la situación: llega un amigo y habla sobre su profesión, una distinta a la nuestra; en tal caso se diría que somos locos si se nos hiciera extraño que él conociera mejor que nosotros de lo que habla, pues él lo ha estudiado. Sin meditar los pormenores, estudiamos diciendo y pensando en nombres, en cosas con nombres y en sus relaciones. Por ejemplo, queremos conocer qué cosa es ésa que vemos flotar en el mar. “Un barco”, nos dice alguien. Vemos entonces un barco con los ojos, y lo imaginamos de alguna misteriosa manera en el intelecto, si no lo tenemos frente; al nombrarlo, la imagen se aviva, y lo va haciendo más mientras más sabemos sobre el barco. Al conocer sus partes, el mástil, las velas, la popa y la proa, sus funciones y sus procedencias, tendemos a decir que vemos con más claridad aquello que se ha nombrado ‘barco’. Bien podría llamarse ‘pilichuela’, y nada de ésto habría cambiado (excepto el gusto por pronunciarlo, venido muy a menos al decir ‘pilichuela’). Por eso al nombrarlo lo llamamos, porque lo que se aviva en nosotros parece que viene a nosotros. Se llama a algo diciendo su nombre.

Viendo desde allí, no parece coincidencia que ‘llamar’ se diga de las dos maneras: para nombrar algo, y para darle voz a algo y hacerlo venir. “Ve y llama a tu papá” es una frase que a nadie lleva a bautizar a nadie. Como tampoco nadie entiende “me llamo Cortés” como si el loco diciéndola soliera exhortarse a gritos para encontrarse a sí mismo. Así, cuando se quiere hablar claro, se llama a las cosas por su nombre.

De cualquier modo que nombremos al hecho de dar voz, ya sea llamar, mencionar, decir, afirmar o clamar, no son sólo los sonidos del hombre, como si fueran el análogo humano al ladrar del perro o al ulular del búho. En una oración hay más que sólo el movimiento del aire que propician las cuerdas vocales. Si no fuera así, no habría diferencias que nos son evidentes entre las maneras en que decimos comunicarnos con la voz, no habría cómo distinguir un gesto amable de uno grosero, o cómo entender la diferencia entre una pregunta y una afirmación. En ese talante es notorio que decir cosas como que “dos es a cuatro como cuatro es a ocho” constituyen la enunciación de una proporción que no se encuentra en el sonido de dicha enunciación, sino en alguna otra cosa. Es decir, en una oración matemática como la anterior, la proporción no está en el viento movido por la lengua, ni en la tinta en el papel, o en la pantalla coloreada de la computadora.

Llamar está evidentemente diferenciado con respecto a gemir o a gruñir, o a otros del estilo, aunque sea posible que un silbido o un grito particular funjan como llamado (en tal caso, la expresión trasciende el valor únicamente fonético, por haberle otorgado un carácter de signo reconocible por aquel que es llamado). Llamar incluye la idea de dar en la voz el nombre, o de hacer por medio de la voz que lo nombrado venga a quien lo invoca. Y ésto se hace de muchas maneras, como cuando se llama a gritos, que se clama. Es interesante este caso peculiar: clamar en nuestros días tiene este tinte escandaloso que supera la intensidad del simple llamar, y dice el DRAE (2) que equivale a exigir, a dar voces lastimosas o quejumbrosas y a decir palabras con vehemencia, como si fuera esta clase de llamar, pero muy fuerte o muy intenso. En realidad están ambas íntimamente emparentadas, pues ‘clamar’ es madre de ‘llamar’ e hija del latín ‘clamare’. Pero ‘clamare’ -que es anterior a ‘llamar’- porta un sentido en que sí pesa la fuerza de la voz, en que se trata de un llamado intenso. La sonoridad del grito (piénsese en el re-clamo) se encuentra aún en la médula de nuestra llamativa palabra, aunque no necesariamente de manera agresiva o altanera. En el habla cotidiana solemos usar más el ‘llamar’ que otros derivados latinos como ‘invocar’, ‘solicitar’, ‘apelar’, o demás que son en todo caso menos estrepitosos. Es como si en español llamáramos a las cosas a gritos. En realidad es una cosa mucho más cercana a dar voz, a hacer algo acercarse mediante la pronunciación de su nombre.

El nombre, por todo ello, es evidencia de que se reconocen las cosas en el mundo, y a uno mismo como quien, aun distando de ellas, puede acercarlas con su voz. Ello es suficiente maravilla para quien se percate de que el vínculo entre la mención y lo mentado permanece visible, pero inexplicado. ¿Cómo hacemos para poder nombrar, si las cosas están distantes? Por la dificultad del problema se llega hasta el extremo de no admitir lo que es visible: razonan unos que, dado que es inexplicable el lazo, no existe; pero tal conclusión es aun más evidentemente falsa, nada hay que necesariamente ligue el que yo no pueda explicar algo y el que ese algo exista (aparte de que con no haberlo podido explicar uno, no se prueba que no se puede explicar en absoluto o exponer de algún modo). Es como si yo, al no entender a Einstein, pretendiera escribir un tratado indiscutible sobre por qué mi ineptitud explica, tanto la ausencia del tejido espacio-tiempo, como la incongruencia de la relatividad general. En este caso es lo mismo, hay algo evidente, y si podemos o no explicarlo, será cuestión de nuestro esfuerzo y de la naturaleza de lo que se pretende explicar, no de si es o no es. El hombre habla, da voz, dialoga, comunica. El hombre expresa y eso es evidente. Sólo basta con ver a un niño hablar para darse cuenta de que lo que hace se diferencia cualitativamente de los ladridos y del ulular de los árboles al viento.

Que la palabra comunica, parece evidente a quien sea que esté leyendo ahora. Por lo menos, parece diáfano para mí que no hay razón para leer si se duda de que la palabra es más que letras y sonidos. Sin embargo, la maravilla que provocan evidencias como ésta se apaga fácilmente sin más diálogo que le siga la corriente a la pregunta. Hay pregunta si aquello que nos maravilló seriamente nos mueve hacia sí. ¿Será que aún hoy importa de alguna manera darse cuenta de las evidencias que nos maravillan? ¿Aún importa que preguntemos qué cosa tiene la voz del hombre, corriente y mágica que dice al mundo? Tal vez valga la pena que cualquiera intente responder aquésto, aun cuando no pretenda descubrir qué cosa es la palabra. Tal vez. Cuanto más grande sea el deseo de responder, tanto más grande será el diálogo a que se dedicará el hombre.

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(1) ¿Por qué no decirse que se conoce ‘más’, en lugar de ‘mejor’? Con decir ‘mejor’, me propongo hacer saltar a la luz que al conocer es importante no sólo cuánto se conoce, sino también de qué modo; por ejemplo, por lo frecuente conoce más personas quien trabaja en el mercado que un estudiante de psicología, pero nada hay por necesidad que impida que en este mismo caso, el último conozca mejor a las personas que el primero. En cuanto a la claridad que se tiene sobre lo nombrado, la tiene más el que mejor conoce que el que conoce más.

(2) Cfr. entrada de diccionario “clamar” en el DRAE, ed. 22. Omití la segunda acepción que equipara “clamar” y “llamar” porque en ella se especifica que se trata de una voz anticuada, y mi pretensión precisamente es mostrar la separación actual de ambas palabras.