Nombres

Cuando era niño creía que el nombre definía el carácter de las personas. Una Lourdes era de tal manera, un Enrique de tal otra, y así sucesivamente hasta que conocía a otra persona con un nombre repetido. No podía creer que un (es mera suposición, la persona referida con tal nombre es un simple ejemplo, cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia) Julián fuera una persona amable, y si lo era, algo raro estaba pasando en el mundo, mi concepción de la realidad se alteraba. Es cierto, una palabra tan independiente de todo significado como un nombre no define a las personas, pero cuando me presentan a alguien cuyo nombre puedo relacionar con otra persona que conozco, ya estoy predispuesto según la historia que pudiera relacionar.

Al parecer, el nombre no nace, se hace (excepto aquellos apellidos que sustituyeron a los títulos nobiliarios y significan poder y riqueza). Preguntamos a conocidos de la fama de alguien cuando tenemos o tendremos alguna relación importante con el mentado, como un negocio. Desafortunadamente ni un nombre compuesto por cinco elementos es singular. Dos mismas personas pueden compartir los mismos nombres y apellidos en una misma institución o empresa (sé de varios casos así). Ahí el nombre ya no se vuelve un distintivo, se confunden las características y se le da a uno lo que no tiene (o se le quita lo que alcanzó), sólo por confusión. ¿Cuántas personas no habrán logrado cometer fechorías y pasar impunes gracias a la repetición o repeticiones de su nombre completo?, ¿qué pensarán los padres que designaron cuidadosamente el nombre a sus hijos para que sea confundido y vilipendiado por culpa de alguien más? Peor resulta cuando por la culpa de varios, un nombre queda manchado; la injusta maldición de llamarse Bryan. ¿Un nombre nos permite conocer a alguien?

Un nombre no tiene significado, pero sí historia. En redes se pueden mostrar fragmentos escogidos de esa historia, o quizá sea más exacto decir una sucesión de cuentos que no terminan de volverse una novela. Un nombre nos permite intuir nuestra historia con otra persona. Un nombre no es alguien, pero sin el nombre, sin algo que nos permita sintetizar una serie de experiencias, no se podría evocar a nadie. Cuenta Montaigne que un hombre disoluto al saber que su acompañante momentánea se llamaba María pudo evocar la divinidad de la madre de Jesús y decidió regresar a su María a casa y dedicarse a ser una buena persona. Ahora, casi adulto, me doy cuenta cuánto le debemos a las personas que hicieron famosos nuestros nombres.

Yaddir

Es que somos muy chiquitos

Desde pequeña siempre preferí el diminutivo abuelita al sustantivo abuela para referirme a la madre de mi madre por considerar que el sonido de aquél era mucho más amable, suave y tierno que el de este otro, el cual resultaba –a mi parecer– no sólo más seco sino irrespetuoso e incluso despectivo; nada idóneo, pues, para llamar a alguien a quien yo quería tanto. Sin embargo, no fui consciente de cuán usual era esta costumbre hasta que un día, mientras tomaba clase de portugués, alguien preguntó cómo es que se decía abuelita en ese idioma. El profesor se mostró extrañado ante aquella pregunta y, aunque aclaró la duda de la persona en cuestión, enseguida nos hizo saber que, al menos en los países luso-parlantes, no se acostumbraba usar diminutivos para referirse a los abuelos, ni siquiera por cariño; ésa más bien parecía ser una práctica oriunda de nuestro país.

Ciertamente, México no sería México si su gente no hiciera uso de diminutivos a diestra y siniestra en frases como “¡Pásele, güerita!”, “¿Me esperas un momentito?”, “Ahorita voy…”, “¡Ay, virgencita!” y muchas otras que podemos escuchar a diario en casi cualquier lugar donde nos encontremos; “la cuestión –como dice cierta chela– es buscarle” o, en todo caso, escucharle. Sea como sea, algo que me causa bastante gracia sobre este asunto es que no importa si la palabra no admite diminutivos, nosotros por nuestros calzones se lo inventamos, ¿pus por qué no? Tal es el caso de ahora que, por su calidad de adverbio, resulta una palabra invariable, pero nada de eso nos impide sustituirlo por el mexicanísimo ahorita que, para terminarla de amolar, no quiere indicar “en este momento” sino “en algún momento”; en resumidas cuentas, el ahorita significa que si bien haremos lo que nos mandaron, no será en el momento en que nos haya sido encomendado, sino cuando se nos dé la gana hacerlo… si es que se nos da.

Ahora bien, lo mismo sucede con algunos nombres propios como el mío, por ejemplo. Al principio, la gente batallaba con él por tratarse de un nombre extranjero, pero tan pronto se sintieron familiarizados, comenzaron a buscarle un diminutivo. Primero optaron por acortar el nombre y pasé de ser Hiromi a Hiro, lo cual no me desagradó en absoluto; luego decidieron que Hiri tenía más pinta de ser diminutivo que Hiro y tampoco me molestó el cambio; sin embargo, justo cuando creí que ya me estaba librando de la temible terminación –ito(a) que generalmente acompaña al nombre para hacer de él un diminutivo –como Anita, Juanito, Panchita, Jorgito, etc. –, la gente comenzó a llamarme Hiromita. Con el tiempo me he ido acostumbrando más porque entiendo que me lo dicen de cariño que por otra cosa, aunque –como en el caso de abuela– no me gusta el sonido que produce porque me resulta cacofónico; no obstante, esto llevó a que me preguntara por las razones que tendremos para seguir haciendo uso de los diminutivos aunque el resultado sea nefasto, por decir lo menos.

Como ya se ha visto, expresarle afecto a los otros es ciertamente un motivo para recurrir a los diminutivos, pues –creo yo– la suavidad del sonido que éstos brindan nos remite al cariño de la persona que así nos llama; o bien, una variante de aquél será proporcionarle un trato amable a la gente que nos rodea, con la que quizá no intimamos pero sí tratamos con frecuencia. Una segunda razón es el hecho de que los diminutivos llegan a dotar de mucha fuerza ciertas expresiones que tienen como fin la ironía o el sarcasmo, sobre todo en el caso de las madres, quienes nos dicen cosas como “¡Pobrecito de ti! No te vayas a cansar (de no hacer nada)…” o “¡Qué costumbrita la tuya de dejar todo tu cuarto tirado!”. Sin duda, no sería lo mismo si estas frases no incluyeran esos diminutivos que les dan un estilo muy sui generis de mamá. La tercera razón, aunque suene a psicología barata, podría deberse a ese sentimiento de inferioridad que se nos achaca a los mexicanos, por lo que quizá el uso de diminutivos no sea más que el reflejo de dicha inferioridad, misma que nos impide decir las cosas como son –por ejemplo, llamar a un obeso gordito por temor a herir susceptibilidades– o bien aceptar las consecuencias de nuestros actos –como cuando decimos que “tenemos un problemita” con el afán de minimizar el gran enredo en el que estamos envueltos–.

Puede que éstas no sean las únicas razones por las que usamos diminutivos –o que ni siquiera sean las razones–, pero si algún crédito merecen es el de distinguirnos de alguna forma de los demás habitantes del mundo, orita para bien, orita para mal.

Hiro postal