Iván Abad despertó de golpe y con el dorso de su mano constató la humedad que acampaba en su frente. ¿Era todo un sueño, o había modo de que tuviera sentido en realidad? La casa estaba vacía a esa hora, si uno obviaba a los sirvientes. Cuando salió de la regadera ya no temblaban sus manos y su respiración se había regulado. Su humor se había serenado como un lago escondido en un bosque sin viento. Hizo las llamadas pertinentes y comenzó el largo proyecto que le tomaría varios meses.
Su esposa Olga llegó esa tarde y no reconoció a Iván. Estaba fuera de sí, desarticulado en palabra y desorbitado en vista; lejano, sin cariño, fijado en otras horas. Ella no consiguió averiguar de qué se trataba exactamente todo el ajetreo. Había material de construcción en el jardín, movimiento de obreros, se hacían mediciones y se trazaban planos. La familia era muy rica e Iván muy ingenioso. Demasiado ingenioso, tal vez, y con más ocio del conveniente, a juicio de Olga. Le entraban sus manías. Ella se divertía con ellas cuando eran pequeñas, como cuando empezó a hacer maquetas para corroborar si se acordaba de cada casa que había habitado desde niño (el problema apareció cuando se preguntó si la maqueta de la casa actual merecía tener maquetitas de las maquetas que ya había hecho). En otra ocasión decidió que planearía una nueva arte marcial, basada en los mejores movimientos de cada una de las existentes. Y estuvo escribiendo y dibujando poses y comparando doctrinas y aprendiendo nombres, por meses. Cuando las obsesiones eran así, y le resultaban incómodas, Olga optaba por desconocerlas hasta que se apagaban solas como la chimenea desatendida. Por supuesto que ya antes había visto a Iván tener arrestos de arquitecto y al principio pensó que esta vez se trataría de algo semejante. Quizás iba a remodelar el patio de acuerdo a algún estilo medieval, o a hacer una alberca con adornos hindúes; algo así como hace dos años que le entró la idea de que quería una pérgola a la entrada de la casa y cuando hicieron consciencia ya toda la fachada se les había transformado en un pedacito de Italia. Fue diferente.
Iván no saludó ni a los hijos ni a sus choferes cuando llegaron de la escuela. En la noche no subió a la recámara. Olga, antes de irse por la mañana del día siguiente, molesta, fue a hablar con él. Interrumpió sus dibujos con escuadras sobre hojas objetablemente grandes. Ése fue el primer momento en que se asustó. Algo le faltaba a Iván, o algo le sobraba. Algo que impedía que estuvieran hablando de lo mismo cuando intercambiaban palabras iguales. Ella exageró su enojo, afectó tristeza, aparentó desinterés y por último fingió exasperación; pero nada hizo que el semblante extraño de Iván cambiara. Era, pensó ella, como si él la estuviera entendiendo y al mismo tiempo no entendiera nada. Por fin, después de discutir un rato sin poder obligarlo a hablar un ápice sobre sus propósitos ni a disculparse por su frialdad, Olga lo escuchó decir con calma:
–Amor, me volví loco.
–¿Qué?
–Lo hice. Lo más lógico sería decirte que al principio no estaba seguro, que poco a poco me fue ganando la desesperación, o que debí haberlo visto desde hace tiempo; pero no. Fue un momento, nada más. Como despertar de un sueño. Al principio ya lo sabía y no dudé nada. Precisamente por eso sé que me volví loco.
–No entiendo. ¿Te refieres a todo esto? O sea, ¿qué estás haciendo?
–¿No crees que quien se decide a construir su propio manicomio, sin encontrar buenas razones para detenerse, tiene que estar loco?
–¡Iván! ¿Su propio manicomio? ¿De qué estás hablando?
–¿Ves? Te digo. Nadie en su sano juicio puede tener la certeza de que se volvió loco.
Iván no respondió más. Por fin, Olga manifestó su miedo genuino. Se fue con la prisa del día, pero también con el alma desterrada de una casa que de repente se le había vuelto incomprensible. Los hijos se fueron luego. Pasarían semanas antes de que empezara a ser notorio el cambio. Iván se quedó a solas con sus hombres y su proyecto. Al terminar solamente quedó éste.