Disparos

Su mirada estaba clavada en una sola cosa: cambiar. Hacer algo, no sólo parlotear. Hacer algo cuya resonancia fuera decisiva. Recordó sus pérdidas, le cayeron todas de un solo movimiento con todo su insoportable peso. Algo así necesitaba, golpear con la misma fuerza con la que pegan los recuerdos que duelen. Necesitaba algo con lo que verter el peso que le recorría por todo el cuerpo, que le hacía temblar las manos. Necesitaba un arma. Un arma poderosa. La fama la había construido en su cabeza. El internet te hacía famoso de golpe. La inspiración ya la tenía. Podría haber sido un solo hombre con un discurso fuerte, decisivo, grande, el que lo empujara. Podrían haber sido las normales pláticas donde el tema siempre eran los “otros”; lo molesto que era que los “otros” ya no eran “otros”, se habían convertido en los dueños, a ratos tenían el poder de la mayoría. Los “otros” ya eran ellos. Podría haber sido el simple afán por mostrarse como el instigador, el primer ladrillo, a quien deberían seguir. Podría haber sido el fruto de una pesadilla de la que no podía seguir (jamás había soñado, quizá porque ni siquiera tuviera el mínimo deseo de esforzarse para mejorar). La culpa, dicen siempre los débiles, son los otros; así lo pensaba. Pero él no se creía débil, no podía aceptar que esa idea corriera frente a sí. Él mostraría que no era débil. Podría haber sido una errónea comprensión de su situación, muchos se lo habían dicho. Sabían su rutina, sus frases favoritas y sus actividades más extrañas, que, de haberlas tomado en serio, habrían sido suficientes motivos para tenerlo vigilado y no permitirle que comprara un arma de alto calibre. Pero no se lo tomaron en serio, por eso le decían sencillamente loco, sin buscar respuesta, réplica o discusión sobre en qué consistía su locura y si lo llevaría a hacer algo perverso. Para ellos era simplemente un loco más, de esos que llenan las cantinas con cuentos de tiempos mejores, tiempos donde la gente decía que vedrían mejores tiempos. Pero él había señalado a los enemigos en una lista (algo que casi nunca decía en público era que los enemigos no sólo eran los “otros”, también eran quienes trataban como iguales a los “otros”), le había dado realidad a su locura mediante la tinta y el papel. Ya no tenía dudas, la rabia lo empujaba. Le quedaba sentirse cómodo, protegerse cuidadosamente los oídos, esperar el momento adecuado, cuando hubiera suficiente gente, y comenzar a disparar.

Yaddir

Seca cordialidad

Comiendo en un restaurante me encontraba cuando me percate que en la mesa de a lado todos los comensales se odiaban. Quizá no sea exagerado decir que comer con quien odias es uno de los peores errores que se pueden cometer. La comida, ese momento tan preciado del día, sabe peor en mala compañía que si estuviera excesivamente salada o terriblemente insípida. No exagero al decir que entre mis recuerdos felices saboreo aquellos cuando como con amigos. ¿Por qué alguien quisiera comer con una persona que odia? Más aún, ¿por qué varias personas que se odian entre sí quisieran comer? Con esta pregunta en la boca, me puse a mirar con atención la obra de arte que tenía ante mí y a escuchar con atención el melodrama de mi derecha. “Bueno. Al menos estamos juntos comiendo y eso es lo que importa.” Dijo uno de los asistentes a la mesa salada como respuesta a un recuento de las diversas ocasiones en las que se habían reunido y en las que, como era de esperarse, varios de los asistentes no habían estado. Por lo que pude entender, en ninguna ocasión habían estado todos reunidos; siempre se dejaba de invitar a alguno. Siempre era uno, nunca dos o tres. Era demasiado sospechoso como para no creer que estaba cuidadosamente premeditado. Tal vez les hubiera convenido seguir con esa dinámica, pues aproximadamente hubo quince minutos de perplejidad cuando cada asistente se percataba de que existió una reunión en la que no había estado. La confusión era tremenda. La comida, pese a toda la evidencia, todavía duró unos treinta minutos más. La seca cordialidad sonaba más que los cubiertos al chocar sobre los platos y las copas al brindar.

Al parecer los comensales que no disfrutaron de su comida se reunían porque eran compañeros de trabajo. Por algún motivo consideraban necesario llevar su obligada relación laboral a un ámbito personal. Si se odiaban, y era muy notorio, ¿por qué consideraban imprescindible reunirse? Saboreando lentamente un delicioso flan napolitano me puse a reflexionar en la cuestión. Estaba comiendo las últimas gotas del caramelo cuando me di cuenta que ellos no sabían que se odiaban. Eran demasiado cordiales entre sí para percatarse de ello. Cuando llegaron, los caballeros ayudaron a las damas a sentarse y les pusieron, a las que así lo solicitaron, sus bolsas y abrigos en los percheros cercanos a la mesa; al irse, las mujeres se levantaron primero y los hombres se cuidaron de no estorbarlas para que pudieran salir cómodamente; al despedirse, todos usaron fórmulas como “Que Dios te bendiga”, “que estés de lo mejor” o “cuídate mucho”; aparentemente se cuidaban mucho de mostrar interés. Sus descontentos nunca llegaron a la discusión. Lo más que lograron expresar fueron caras de ligero descontento y un par de ellos no pudo evitar mover la ceja como en un tic nervioso. Pero en su mayoría fueron sonrisas las que se lanzaron, con las que entraron y con las que salieron del lugar. Si así eran afuera de sus trabajos, supongo que en sus oficinas eran puntualmente cordiales. Al terminar mi primer taza de café y pedir otra una pregunta me asalto con tremenda curiosidad: ¿es preferible evitar el conflicto a discutir cordialmente en alguna ocasión? Posiblemente sea bueno para cierto grupo de personas discutir sobre los peores aspectos de la otra persona; con ésta presente, por supuesto. Así, pensaba sorbo a sorbo, se podían contener las explosiones causadas por los rencores añejados. Se podría, teniendo unas gotas de optimismo, intentar ser mejor persona al identificar la causa de los conflictos. Se sabría qué nos aleja de ser buenas personas; en el mejor de los casos, se podría intentar ser buena una persona. La seca cordialidad es un eufemismo del egoísmo.

Yaddir

Cambios profundos

 

Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie.

Lampedusa

 

Pensar en el carácter propio de una revolución, es difícil, por un lado se puede considerar la revolución que realizan los astros cuando se mueven en sus órbitas, por otro podemos fijar la atención en un cambio respecto a la disposición que se puede tener con una corriente ideológica, religiosa o política.

He decidido iniciar el texto de hoy citando a Lampedusa, porque al reflexionar sobre la revolución de las conciencias de la que tanto se habla últimamente me percato de la repetición de ciertos detalles que me indican que esa revolución es una más entre el montón de revoluciones que ha vivido la humanidad.

Los cuerpos celestes en el cosmos tienen movimientos constantes que por ocasiones parecen erráticos, tal es el caso de los movimientos que apreciamos en planetas como Marte o Venus, que casualmente simbolizan a la guerra y al amor.

Las tendencias en las poblaciones también suelen parecer regulares. Las ciudades prosperan y decaen, señala Heródoto y con ello nos muestra el orden en el que parece vivir el ser humano, el cual a veces vive periodos de guerra y a veces vive en paz hasta que aparece la  acción de Venus, como es el caso con la guerra de Troya.

Pero la compresión del hombre no es tan simple, si así fuera no podríamos reconocer en lo político la inconstancia que nos dificulta tanto pensar en qué es la justicia o cómo es que se debe legislar la vida de una ciudad, sin embargo, a pesar de esas dificultades hay puntos que permanecen en el cambio y que nos permiten pensar con cuidado en lo político.

Sin eso que permanece en el cambio, no nos mantendríamos como seres humanos, una constante por ejemplo, es la esperanza: Los grandes tiranos han jugado con la esperanza de sus súbditos al grado de hacerlos creer en ocasiones que el Estado se concentra en una sola persona, digamos Luis XIV o de otros que resultaron tan hábiles para jugar con los anhelos de sus seguidores que hubo soldados dispuestos a dar su vida inútilmente, a veces sólo para recibir la mirada de seres como Bonaparte, que indiferente veía a soldados ahogándose en las frías aguas de un río en Rusia.

El deseo de vivir mejor es una constante en el hombre, y la sensación de que se está viviendo de manera injusta porque otros tienen lo que por derecho le pertenece a alguien también parece una constante de la que se nutre la esperanza. Quizá por ello cuando es necesario que todo siga igual hay que hacer grandes cambios fundados en las esperanzas y en el deseo de justicia de la humanidad.

 

Maigo

 

La sección de la venganza

“Diles que no me maten” es un cuento desesperadamente ambiguo. El lector expectante ante los alaridos de Juvencio Nava se figura el momento en el que lo matarán; su imaginación enardece luego de saber que lo quieren matar por  una venganza aparentemente justa. Pero nunca lo matan. De la misma manera, el cuento empieza con la desgarradora voz en primera persona del personaje, que deja paso a una contextualización que parece recuerdo del propio Juventino o intromisión de un narrador, y por ahí se cuela la voz de los chismosos, la de los que dicen que se dijo, pero nunca pueden corroborar el suceso. Ambiguamente el inculpado quiere salvar su vida, pero no opone mucha resistencia cuando es buscado y llevado ante su verdugo, como si su quietud fuera una pasiva entrega para dejar de sufrir tanta persecución de la que fue víctima o pagar con su vida el daño que le hizo a su compadre y a la familia de éste. La relación entre Juvencio Nava y su compadre Guadalupe Terreros también es difícil de comprender, pues mientras Don Lupe no quiere ayudar a su compadre, no a cualquier particular, a su compadre, éste busca la manera de ayudarse a costa de la voluntad de aquél. ¿Qué nos quiere decir Juan Rulfo con tantos detalles enrevesados y contradictorios? Pues no habla totalmente del deseo de vivir del hombre, o de su desesperación ante la muerte, de lo enraizado que se vuelve el deseo de venganza, así como tampoco de la justicia que debería aplicársele a quien mata.

Tal vez el problema de “Diles que no me maten” sea la justicia, pero aquella que parece una venganza al egoísmo de los individuos. Es decir, Juvencio tiene problemas con su compadre porque éste no le permite que los animales del primero coman en su corral; Juvencio se salva del castigo de un homicidio porque logra corromper a la ley (aquí es cuando el aspecto legal se desvanece y la justicia queda a manos de los individuos); pero el hijo del compadre, quien se vuelve coronel, regresa para vengarse de lo que le pasó a su papá. El pleito nunca escapa de la venganza del que pega y el que se quiere desquitar del golpe. Juan Rulfo nos enseña que esa costumbre enraíza y muestra sus frutos negros entre personas egoístas. A Juvencio no le importa que maten a su hijo con tal de que éste suplique que no maten a aquél. Al coronel no le importa que el asesino de su padre esté viejo, lo que le importa es saciar su ansia de venganza. Rulfo nos muestra la injusticia de ser individuos.

Yaddir

Nostalgia por la enemistad

En el contexto de la guerra la gloria se mide por la fuerza del enemigo que es vencido o ante el que hay que rendirse, Aníbal midió sus fuerzas contra Roma y Escipión el Africano consiguió derrotar al extranjero que invadió a su amada ciudad al aprender de él todo lo que pudo obtener tras observar sus tácticas.

Por ello, para ser buen enemigo en la guerra es necesario estudiar al otro, reconocer su dignidad y entender que en muchos aspectos es mejor el otro que uno mismo. Quien desprecia a sus enemigos y los hace menos casi siempre es vencido por ellos, pues la soberbia es un mal que ciega a los generales y lleva al ejercito a una muerte segura, mientras que el reconocimiento del otro como alguien valioso pero contrario trae grandeza para el vencedor y para el vencido en la contienda de la que se trate.

Para vencer a un enemigo no es tan claro que hay que abstenerse de odiarlo, el odio encadena al odiante con lo que supuestamente desprecia, porque esconde la envidia que  tiene quien odia ante la posibilidad que es el otro quien muchas veces, sin fijarse en el primero, hace lo que aquél no se anima a hacer.

Al digno enemigo no se le odia, más bien se le admira y se aprecian sus grandezas, pues enemigo sólo es el que se encuentra en mismo campo de batalla como oponente tratando de obtener la misma finalidad, muchas veces con los mismos medios con los que se cuenta. Quien odia, envidia, se encadena y se pierde en la mala visión que tiene respecto al odiado y se hace odioso a sí mismo y por lo ello insoportable, hasta para sus propios hombros.

No piense el lector que con las líneas anteriores estoy a favor de la enemistad, no es mi intensión que el mundo se llene de enemigos, aunque tampoco creo que la respuesta para que el hombre viva bien se encuentre en las sanas competencias ofrecidas por el mercado. Lo que pasa es que a veces parece que no queda nada cuando ha quedado de lado la posibilidad del amor al prójimo o siquiera el reconocimiento del otro como tal y no como mero actor en un mundo financiero.

Sin la esperanza de la salvación, de la que creo que me estoy alejando, me llega el anhelo por la búsqueda de enemigos entrañables que ya están más que sepultados.

Maigo

 

Espíritus ardientes

Controversial y hasta belicoso resulta cuando se habla acerca de la homosexualidad. Regularmente, en cuanto el asunto dirige la conversación, con facilidad pueden encenderse los ánimos o prejuicios que intervienen y peligran la conversación misma. Lo delicado y espinoso del asunto hace que la mínima ofensa amenace con el término del encuentro o, incluso, sepultar la cuestión para nunca hacerla volver. Entre defensores pro homosexuales y reaccionarios se quiebra la comunicación y aparece una fisura irreparable. De ahí que, a menudo, sus confrontaciones alcancen cierta tensión.

Como mencionan los defensores, frente al dogmatismo no se puede hacer mucho y el máximo alcance justificado es alzar la voz. Enfrentarse al túnel estrecho es chocar con pared. No se puede abrir los oídos cerrados y resta, entonces, señalar su error terrible. Queda tratar de ofrecer argumentos y hacerse medios para conseguir un estatus en la sociedad actual. La indignación por la censura de la diversidad se vuelve el hilo conductor de muchos grupos pro homosexuales. Cada uno manifiesta su indignación y reclamo por su falta de inclusión.

Existen, por ejemplo, las defensas más agudas y elaboradas donde pretenden tomar el foro público exigiendo el reconocimiento de su diferencia. En la vía política los líderes y agentes de la facción pelean por sus garantías en la ciudad. El Estado acredita su pluralidad y castigar con el peso de la ley a quien no acate la norma. Tolerar se vuelve la llave maestra para el Paraíso de la buena convivencia. Sin embargo, a pesar de promulgaciones y una formación estipulada en la tolerancia, las atrocidades en contra de los homosexuales no se detienen. Las riendas de la ley no someten lo suficiente a los caballos vigorosos.

En ocasiones la indignación llega a ser tanta que se tropieza con ella. Aunque a veces sirva para poder tomar palabra en el podio, en otras veces enarbola solamente la causa. Ello conduce a acciones que en vez de reparar las diferencias, agravan la factura. Lo oscuro de la marcha multicolor es que celebran su distanciamiento de la sociedad. Al final del carnaval descubrimos que abrazaron su desintegración, oponiéndose al propósito de su lucha. O distinguir los crímenes de odio entre los comunes lejos de aclarar la situación, la enturbia. Bajo la distinción de odio pretende explicarse todo y ganar certeza, cuando en realidad no se explica nada y se vuelve un dato vacío y general. Así como temblamos cuando el fallecido se vuelve una cifra, perdiendo su rostro y presente fatal, el crimen de odio sirve para las estadísticas y oculta la atrocidad del hecho. De ahí que, por ejemplo, estemos confundidos afirmando que un insulto es un asesinato en pequeño. Una gota de sangre que caerá derramando los caudales rojizos. La respuesta engañosa evade confrontar la malignidad del crimen, pero sirve bastante para reponerse y mostrar la necesidad de la lucha. Indignarse desde la corrección política sirve para tener conversaciones matutinas o hacer carrera.

Mientras aspiramos a que haya legitimidad por los homosexuales, las discordias ocurren y crecen a niveles inesperados. ¿Y si la lucha fue equivocada? Quizá buena parte de la culpa está en la cerrazón de los supuestos reaccionarios y revolucionarios. Discusiones fútiles y perseguir intereses colectivos no sólo ha sido imprudente, sino hasta homofóbico. No existe peor aversión que utilizar a los raritos por una causa política. En vez de elevarnos por medio de nuestras discusiones y vislumbrar la confusión en torno al erotismo contemporáneo, preferimos resguardarnos en la tolerancia hipócrita. Abrazamos la diversidad para estar en pie de guerra.

Moscas. En plena resaca electoral, muchos afirman que nuestra casa empieza a acomodarse para 2018. Prueba de ello está en los destapes de los todavía gobernadores, por ejemplo, Rafael Moreno Valle (¡vaya sorpresa! ¿Y Acatzingo y Coxcatlán, futuro candidato?) o Eruviel Ávila, quien resulta plausible por su gestión manteniendo al Estado de México en los conteos de seguridad nacional. Una de las sorpresas de las elecciones fue la supuesta alternancia en Veracruz: la serpiente mudó de piel y el triunfo fue concedido a Miguel Ángel Yunes Linares. Curiosamente, frente a las sospechas del triunfador, Javier Duarte anunció y promulgó su iniciativa para lograr el desafuero de gobernador y alcalde, además de fortalecer la imparcialidad en la Fiscalía Especializada en Combate a la Corrupción. La pregunta del millón: ¿por qué ahora y no antes? ¿El que ríe al último ríe mejor?

II. El pasado Domingo en el periódico Reforma, Luis Rubio escribió acerca de las iniciativas especializadas en el combate a la corrupción. Una opinión un tanto contraria pero interesante para estos días de discusión en torno a la corrupción.

 

Daimon

¿Has sentido ese ardor en el pecho que te quita el sueño y que ahoga los gritos de miedo envolviéndolos en su flamígero manto? ¿Sí? De verdad esperaba que no fuera así, de verdad esperaba que no hubieras escuchado ese llamado. Es el maldito canto de sirena que no lo deja a uno dormir, que lo arrastra por la lengua buscando satisfacerse en cualquier rincón donde pueda encontrar una hogaza de pan, no importa si es propia o ajena, lo que importa es acallar el canto. Sabes de lo que hablo, ¿no? Sabes que no escapamos de la guerra aun estando la ciudad funcional, sabes tan bien como yo que esto va más allá de lo que es justo o de lo provechoso, es una hoguera que exige ser alimentada con más deseo del que se podría exprimir de diez mil mujeres, una hoguera que nunca se apaga, que no encuentra reposo. La peor de todas las sirenas es la guerra, su canto suena en el corazón, no en los oídos y uno no puede ignorarla más que poniendo corchos, no de cera, sino de colesterol bien apretados, hasta que estés seguro de que éste ha dejado de latir, de desear, de exigir una satisfacción por lo que se desea. La guerra nace del deseo, ¿qué más da si es por algo ajeno o propio? ¿Quién decide qué es de quién sino el que lo toma por la fuerza o por la astucia y tiene modo de defenderlo? La guerra es como un cosquilleo, que muchas veces va creciendo como la marcha de un centenar de hombres que se acercan, otras veces se deja ver como las ruinas polvorientas y maltrechas de lugares que pudieron haber sido mejores, y otras, las más terribles, suena como un canto de sirena que proviene de tu mismo ser, un canto que no se calla jamás y que en el peor de los casos comienza a cobrar ritmo tan envolvente que hace mover a tu cuerpo a su compás de modo tal que otros se ven contagiados por ti, por ese movimiento que obedece a un sonido que retumba en los oídos de todos los hombres y que ingenuamente hacen como que no está, como ese sonido del silencio que taladra agudo los tímpanos de quien le pone atención. Es una verdadera pena que sepas de lo que hablo, esperaba encontrar más resistencia de una persona tan joven como tú. A pesar de mi edad, a veces me gusta imaginar que soy ingenuo y que aún hay muchas cosas que ignoro en esta tierra olvidada por Dios. A veces, en momentos de verdadero silencio, en los cuales no retumban ni los sueños con sus desconcertantes figuras, ni la muerte con su promesa eterna; es allí donde me gusta imaginar que me encuentro, alejado de todas las cadenas que impiden llevar a cabo mi voluntad, que, tal vez esté de más decirlo, no desea otra cosa más que no escuchar una y otra vez ese canto que no envejece, que seduce en su sempiterna primavera de odio. ¿Existe ese lugar? Seguramente te lo estás preguntando mientras miras tus manos chorrear de sangre, sangre que no te pertenece, o tal vez sí. No porque haya brotado de alguna de tus arterias o de tu boca. No porque haya nacido de la flor de tus encías ahora deshojadas. Tuya porque la reclamaste como tal, tuya porque defendiste tu deseo a reclamarla, porque trabajaste más de un día en silencio, sin decir una sola palabra de lo que tramabas a nadie, ni siquiera a ti mismo. Tal vez en aquél momento te parecía así de terrible, pero no por eso no retumbaba su fuerte voz en tu corazón, alentándote con promesas de mejores tiempos. Tuya, porque demostraste a esa docena de bultos que apenas conservan su humanidad y yacen allí tirados que no son otra cosa que carne de cañón, maderos que pertenecen a una hoguera muy grande que consume a toda la humanidad y que debe ser refrescada cada segundo con el frío aíre del que está compuesto este mundo. Sí, a mí al igual que a ti, me gustaría que existiera ese lugar, donde nada existe, ni siquiera el deseo. 

¿Por qué tienes lágrimas en los ojos? ¿No era esto lo que querías desde un principio? Los que te señalaron ya no tienen dedos, y los que aún los tienen ya no te señalan a ti, sino a ellos. No en tono de burla, sino con admiración y lástima que es peor. ¡Pobrecitos! Se dicen los unos a los otros, yo sé que puedes escucharlos casi como si estuvieras allí presente, como si en estos momentos en los que la sirena deja de cantar para comer; tú tuvieras genuina libertad, gozaras de tus oídos para escuchar otra cosa, las risas de los niños, los llantos de las viudas y los gritos de desesperación que se ahogaron en la sangre que reclamaste como tuya.