Si pudieras soltar todas las fronteras, todas las separaciones y dicotomías, incluso las de las palabras que estás leyendo, encontrarías que ni el mantra sagrado consta de tres sílabas.
Gazmogno
"Una docena de años viendo cómo se parten por docenas otras cosas en el mundo"
Si pudieras soltar todas las fronteras, todas las separaciones y dicotomías, incluso las de las palabras que estás leyendo, encontrarías que ni el mantra sagrado consta de tres sílabas.
Gazmogno
Se cuenta que Siddharta, antes de ser llamado Buda y perder cada una de las letras de su nombre, se dirigió una mañana hacia el pueblo de Pravahata a mendigar cuando algo llamó su atención. Un loto rosado parecía brotar a la distancia, desviándolo de su camino.
Intrigado se acercó y lo contempló con benevolencia. Apenas había brotado y todavía no florecía. El príncipe, movido en su corazón por la belleza del loto, se puso en cuclillas y le susurró, “Hermoso y pequeño Padme, tu sola presencia afecta mi corazón y lo inflama con el gozo de tu ternura. Apelo a tu compasión y te ruego me bendigas con la perla de tu belleza.” Pero el loto, completamente hermético, permaneció cerrado.
Siddharta, completamente cautivado, tomó del suelo una hoja en la que reposaban todavía las gotas del rocío y las vertió delicadamente sobre el loto para ver si con esto lograba hacer que se abriera, pero el loto permaneció inexpugnable.
Perturbado, aquel que liberaría al hombre del sufrimiento sintió una punzada en el corazón, una opresión que crecía lentamente. Tenía que encontrar la forma de abrir el loto, de ser bendecido con su belleza, más aún, de poseer la perla de sabiduría que habitaba en su interior.
Siete días pasaron con sus noches y Sakyamuni se hallaba enloquecido. Lo había intentado todo: hablarle, gritarle, incitarlo con pequeñas ramitas, con sus propias manos. Pero era insuficiente. Dos manos no bastaban. Necesitaba tres, cuatro. De su tórax iban brotando, cinco, seis brazos, pero seguían siendo inútiles. Siete, ocho… todos ellos aferrados, asidos cada uno a un pétalo, ejerciendo presión, obligando, fracasando. Su concentración se había perdido y los ojos se le desorbitaban en todas direcciones. No comía, no dormía. No hacía más que pensar en el loto, contemplarlo, desearlo.
Siete días más pasaron y su mirada se había petrificado en el loto. Lo escrutaba, lo envolvía, intentaba dominarlo, poseerlo. Un chasquido junto a él lo obligó a quitar la mirada y voltear. En ese momento una segunda cabeza le creció a un costado. Se giró y le brotó una tercera, una cuarta. Cada una de ellas poseía una mirada que se posaba en la flor, se aferraba a ella. Volteara a donde volteara siempre había un par de ojos que escudriñaba el objeto de su deseo. Una gigantesca araña de ocho brazos y ocho ojos intentaba devorar la flor, extraerle su sabiduría, chuparle su belleza.
Los días pasaban y con ellos crecía la frustración. Siddharta se sentía pesado, derrotado, disperso; aferrado a la flor se encontraba atado, no al loto que quería abrir, sino al deseo que se representaba en su alma. Aun con sus ocho ojos lo que veía no era la planta, sino su deseo. Aun con sus ocho brazos a lo que se aferraba no era a los pétalos, sino a sus sentidos. Avergonzado, el futuro buda desasió la flor y, arrancándose uno a uno seis de los brazos, formó con ellos un mandala alrededor del loto; con gran dolor se cortó las tres cabezas restantes, ofreciéndolas al pequeño ser que había intentado mancillar, en un gesto de gran arrepentimiento; y como quien intenta reparar un daño irreparable se postró frente al loto en actitud de reverencia y, cerrando los ojos, se puso a meditar.
Siete días pasó en actitud meditativa. Siete días frente al loto, viendo al loto, siendo el loto, olvidando al loto. Siete días en los que su mente desarticulaba su deseo. Pétalo por pétalo iba desembarazándose de la ilusión, transformándose a su vez en cada pétalo. Siete días pasó con los ojos cerrados, sin darse cuenta de que en ese tiempo la flor había comenzado a abrirse. En un infinito desplante de compasión, el loto desplegaba sus rosáceos pétalos ofreciéndole su perla interna al príncipe. Siete días bastaron para que se marchitara, para que la perla se convirtiera en polvo.
Cuando Siddharta abrió los ojos observó que el loto había desaparecido y con él su belleza. Sólo un aroma persistía en el ambiente. Un aroma que era como un susurro: “Om mani padme hum” se oía. “Om mani padme hum” o como se dijera en otros tiempos: “que los pétalos del loto se abran para que aparezca la joya de mi yo interior”. “Om mani padme hum”, resonaba en el corazón del futuro buda. “Om mani padme hum”, brillaba en su interior como una perla recién descubierta. Y así, con el pecho abierto como un enorme loto se dirigió humildemente hacia un árbol Bodhi que se encontraba en las cercanías.
Gazmogno
Tus labios en O
Succionan los espasmos
De mis jadeos.